Cuando he hablado con (o he leído a) científicos que explicaban el origen de su vocación, me decían muy a menudo que ésta proviene de algún libro que leyeron de joven y en el que un individuo desconocido, desde algún lugar lejano, trabajando a mitad de camino entre la ciencia y la literatura, se dedicaba a desgranar alguna de las innumerables maravillas de la naturaleza. Esta figura, la del divulgador científico, está asociada con nombres tan memorables como Richard Feynman, Isaac Asimov, Richard Dawkins, Arthur C. Clarke, Bill Bryson (autor de la divertidísima Breve historia de casi todo, la cual no sólo es un texto de divulgación científica sino, sobre todo, un hilarante repaso sobre la vida de algunos de los científicos más extravagantes), D'Arcy Wentworth Thompson (conocido por el texto de culto "On growth and form" sobre cómo la forma de los seres vivos se ajusta a cánones matemáticos), Carl Sagan o Stephen Hawking. Yo, como muchos otros, quedamos fascinados por el entusiasmo de estos autores (y muchos otros; por ejemplo, nunca he sido capaz de encontrar el nombre de un especialista en etología de nacionalidad belga que me encandilaba de niño conforme leía sus explicaciones acerca de los falsos mitros atribuidos a los cocodrilos, o sobre el cruel comportamiento de las aparentemente pacíficas palomas), quienes nos descubrían no sólo los fascinantes procesos que la ciencia ha descubierto hasta ahora, sino también los estimulantes enigmas que quedaban por desentrañar. Entre ellos, Stephen Jay Gould, desde su columna mensual para Natural History, es ahora mismo uno de los divulgadores más afamados, y que más eco tiene tanto en revistas especializadas como dirigidas para el público en general. Y yo tuve la suerte de tropezar con este libro (un compendio de alguno de sus ensayos más conocidos para esta revista) gracias -cómo no- a que una muy querida amiga científica me lo regaló.
En esta colección de ensayos, Jay Gould se dedica a tratar numerosos aspectos relacionados con la teoría de la evolución, propuesta originalmente por el científico británico Charles Darwin (cuya curiosa trayectoria y relevantes descubrimientos se conmemoran, cada año, el día 12 de febrero). Son tan variados, de hecho, que ofrecen un exuberante racimo de curiosidades y atractivas anécdotas: desde la procedencia de la original disposición anatómica de los pulgares del panda que da título al libro, hasta el motivo por el cual la forma de la cabeza de Mickey Mouse se ha ido modificando con el tiempo por los creadores de Disney, pasando por el extraordinario ciclo de vida de un ácaro que muere antes de nacer, o discusiones científicas de tiempos pasados que aún colean en el imaginario colectivo (¿suceden los cambios evolutivos de manera gradual, o en forma de sucesos similares a catástrofes?), o que en contraste reflejan errores y prejuicios sostenidos por los -demasiado humanos- falibles científicos (de hecho, el autor no se ha cortado a la hora de ejemplificar el modo en que algunos han empleado la teoría de Darwin a la hora de apoyar sus ideas xenófobas o machistas). En definitiva, un buen puñadito de historias que cumplen con el rigor académico a la vez que nos muestran de manera amena y entretenida problemas y paradojas que tienen que ver con el curso del tiempo, la forma en que subsiste vida, el proceso de la evolución, la creación de la inteligencia, las distintas formas en que progresa la ciencia, y en definitiva, los aspectos que tanto biológico como culturalmente nos hacen realmente humanos. Un libro, por tanto, recomendable a toda clase de públicos: no dejéis que tan sólo lo disfruten los científicos.
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