lunes, 29 de diciembre de 2014

El origen de la fecha de inicio del año

El 1 de enero no ha sido el inicio del año por el que nos regimos los humanos desde siempre, eso os lo podéis rápidamente figurar. De hecho, cada cultura tenía (y aún tiene) diversos calendarios que empiezan en distintos días, aunque el predominio -merecido o no- económico y militar de la civilización occidental haya hecho que al final los más de siete mil millones de seres humanos de este planeta nos hayamos puesto de acuerdo en que ésta es la fecha de referencia para casi todos. Pero lo cierto es que los primeros que impusieron el 1 de enero como fecha de inicio del año fueron los romanos, pero no lo fue siempre, ya que al principio, la fecha originaria el 1 de marzo. La causa de por qué los romanos cambiaron el inicio del año de marzo a enero es sorprendente a la par que muy sencilla: un pueblo de España.

El pueblo en cuestión se llamaba Segeda, y estaba ubicado cerca de lo que hoy conocemos como la actual Calatayud. Por lo visto era un lugar que había combatido muy duramente a los romanos en lo que entonces se denominaba Hispania, y los celtíberos de Segeda habían conseguido arrancarle al Senado romano un acuerdo de 25 años de paz. La paz no era algo común para los ciudadanos romanos. De hecho, el motivo por el cual la fecha oficial del inicio del calendario romano empezaba el 1 de marzo era en honor al dios Marte (dios de la guerra, que le había dado nombre a dicho mes) y, también, porque ese día se elegían a los dos cónsules que se convertían en jefes militares y políticos de Roma en cada año y, por tanto, debían dirigir a los romanos en la guerra, cuyos preparativos daban comienzo ese mismo día. Que la fecha de inicio de año se tratara de una cuestión tan política llevaba a más de un engorro, como que a ratos se alargara o se acortara el año a conveniencia según si se pretendía que tal o cual político abandonara o se mantuviera en el poder. De hecho, el calendario romano en sí mismo era un desbarajuste al que recientemente se le habían añadido dos meses (enero y febrero) y al que aún así le faltaban días, asunto que no quedó resuelto hasta que más tarde Julio César implantó un calendario bastante parecido al que nosotros conocemos, y que sólo tuvo que ser ajustado ligeramente siglos más tarde por el papa Gregorio XIII. Pero esa es otra cuestión.

La cosa es que la vida parecía relativamente tranquila en Segeda, hasta que a los habitantes de la misma se les ocurrió reforzar las murallas del perímetro exterior. Y seguramente porque los romanos no pensaban que la paz les merecía mucho la pena, y porque las murallas iban a ponérselo demasiado difícil, decidieron entrar en acción. La razón exacta por la que se cambió la fecha de inicio del año (y por tanto, de elección de cónsules y de inicio de las contiendas) al 1 de enero con el objetivo de derrotar a este pueblo celtíbero no está aclarada en su totalidad, aunque bien pudiera ser por comenzar cuanto antes la conflagración contra Segeda, o porque la llegada de la primavera en marzo (hay que aclarar que en invierno, por razones climatológicas perfectamente entendibles, suele haber una tregua o al menos un apaciguamiento de las contiendas) les pillara con los cónsules ya elegidos y el ejército pertrechado y listo para la batalla. Hay quien dice también que se debe a la cuestión tan particular de los cultivos que alimentaban a la población de Segeda, de tal manera que los romanos buscaban impedir la recolección de los mismos (atacándoles antes de poder obtener la cosecha) y, por tanto, atacar también por el flanco del estómago a sus enemigos. En todo caso, Roma embistió, y se desencadenó una sangrienta batalla de la que los romanos salieron muy mal parados, con lo cual parece que la estrategia del cambio de fecha no les dio el resultado esperado. Los celtíberos de Segeda, ayudados por sus compañeros numantinos, diezmaron a las legiones de Roma, que se vieron obligados a retirarse. No obstante, parece que el líder de las tropas de Segeda había muerto, momento en que sus seguidores decidieron parar los combates en respeto a su memoria. Los romanos formaron entonces un nuevo campamento con vocación de continuidad que, sin embargo, era atacado esporádicamente por sus rivales celtíberos.

Años más tarde, sin embargo, las tornas se invertirían: Segeda sería arrasada, y la ciudad de sus colaboradores, Numancia (como evidentemente sabéis), fue completamente destruida. Esta última sería conquistada a manos del hombre que también pulverizó y dejó casi en sus cimientos Cartago, el dos veces elegido cónsul Escipión Emiliano. Pero esa es otra historia y ya la hemos contado en alguna otra ocasión...

Feliz entrada y salida de año.

Post-scriptum y corrección: Un hilo de twitter de un conocido divulgador histórico afirma que éste es un bulo difundido en lengua castellana y que ya en fuentes antiguas se refleja el 1 de enero como el inicio del año en Roma. Se supone que, en un inicio, el calendario empezaba en marzo (de ahí que septiembre fuera -como indica la raíz de la palabra- el mes séptimo, octubre el octavo, noviembre el noveno, y diciembre el décimo y por aquel entonces último mes), y en algún momento se añadieron dos meses más al inicio (enero fue dedicado a Jano, dios bifronte y patrón de las transiciones), pero no sabemos en qué época se habría realizado este cambio. Lo que habría cambiado Segeda, si acaso, sería la fecha de elección de los cónsules. Como el hilo de Twitter ofrece argumentos razonados en este sentido, y en este blog no tenemos problema en exponer errores que podamos haber cometido (uno lee, pero es imposible leer absolutamente todo sobre los temas tan diversos de los que tratamos, y por tanto es factible cometer errores), os lo cuelgo para que lo comprobéis por vosotros mismos. Un saludo, y perdón por las molestias.

lunes, 22 de diciembre de 2014

La película de diciembre: Ponyo en el acantilado (un repaso a Hayao Miyazaki)

Hayao Miyazaki es considerado el Walt Disney japonés. Sus espléndidas animaciones, de mágico trazo y cargadas de un torrente de imaginación que a menudo desborda el esquema clásico de la narración occidental, han generado una serie de clásicos modernos los cuales le han hecho conocido en todo el mundo no sólo de los niños, sino también entre los adultos. Desde la mítica serie de Sherlock Holmes en los años 80 hasta sus películas más recientes (nos comunicó que se jubilaba el año pasado, lo cual ha dado pie a mucha discusión sobre el futuro de Estudios Ghibli, los cuales contribuyó a crear; aunque parece que esto de la jubilación también anda en duda), títulos como La Princesa Mononoke, El viaje de Chihiro (el cual ganó el Oscar al mejor film de animación) o El castillo ambulante han cosechado éxito de crítica y público a partes casi iguales. En concreto, yo os quiero hablar de una película que ha pasado desapercibida para la mayor parte de los cinéfilos, pero que a mí me ha producido un encanto especial: Ponyo en el acantilado.


Como he dicho antes, las historias de Miyazaki no siempre cumplen los cánones que los europeos esperamos, y esto se nota especialmente en que algunos personajes no son ni mucho menos "buenos" y "malos" en el sentido clásico que todos esperamos, de una manera plana, sino que mantienen una ambigüedad difícilmente clasificable, o se aprecia también en la complejidad de las tramas, sin un sentido lineal intuitivo. En el caso, sin embargo, en Ponyo, aunque estos puntos son importantes, los aspectos que más destacan dentro de esta pequeña fábula del mundo marino son una impagable fantasía y un espectacular uso de la imaginación, la ternura, la emoción, la magia, y una imaginaría desbordante que seducirá tanto a pequeños como a mayores. No os quiero contar más porque creo que es mejor que lo descubráis por vosotros mismos. Tan sólo recomendaros que os abráis a los mares en los que navega Ponyo con la misma ingenuidad con que lo haríais al contemplar una concha en la playa o la figura de una estrella de mar por primera vez. Y de ser así, casi seguro que pasáis un buen rato. O como mínimo, os lo pasaréis como niños.

lunes, 15 de diciembre de 2014

La historia corta de diciembre: La caracola (III)



            El anciano sordo que se encontró la caracola en su jardín se la puso al oído, pero no escuchó el mar.

            Y como no lo escuchó, se plantó delante de la caracola, que puso encima de una mesa, y le pegó un fuerte grito:
            -¡Aaaahhh!
            Pero la caracola no le respondió.

            Entonces, en un gesto de osadía, el sordo avanzó un paso, y le pegó un lametón a la caracola.
            -¡Puaj!-exclamó asqueado.
            No se oía, desde luego, pero sí que sabía a mar.

 Pulsa aquí para leer todos los episodios de "La caracola".

lunes, 8 de diciembre de 2014

El relato de diciembre: "Llegaron" (Introducción y capítulo I)

LLEGARON
(Conjunto de crónicas a raíz de los primeros contactos con extraterrestres).


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                Cuando el Consejo Galáctico se reunió para decidir qué acciones llevar a cabo en relación a la Tierra, no se llegó a una conclusión clara. Es decir: como suele ocurrir habitualmente en este tipo de reuniones. Mientras unos creían que habían acudido allí para cursar la invitación de aquel recién descubierto planeta a la Confederación Galáctica, otros ya empezaban a repartirse los continentes entre sí y a elucubrar a quién le dejaban como premio de consolación los despojos. Al final, pasó lo de siempre: se enunciaron muchas buenas palabras, se discutió largo y tendido y, tras un punto muerto, se tomó la resolución de aplazar la resolución hasta una reunión posterior donde se adoptaría una nueva resolución. Entonces se produjo la disolución de la presente reunión, marchándose cada cual por donde había venido.

                Y por supuesto, después, cada uno acabó haciendo lo que le dio la gana.

                Unos cuantos ciclos más tarde, comenzaron a llegar las primeras naves a la Tierra…

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                Primer contacto.
                Noviembre de 2018.
                Ubicación del aterrizaje en Tierra (en nomenclatura local): Israel (Asia).
                Procedencia de los visitantes (en nomenclatura local): Bu-uu-uj [sonido parecido al estrangularle el cuello a un urdulu a través de las ancas].
                Raza: Colíndogos.

                El motivo por el cual los colíndogos decidieron aterrizar en aquella zona concreta de la Tierra fue uno tan antiguo como la historia de la exploración interplanetaria: se les estropeó el equipo de orientación espacio-temporal para el viaje y se perdieron. Los colíndogos trataron entonces de recurrir a las bases de datos donde almacenaban los mapas locales de la Tierra, pero les resultó difícil cuadrarse con las fechas y acabaron localizando una representación que tan sólo contenía una pequeña parte de la cuenca mediterránea, quizás porque aquellos que lo elaboraron no conocían ninguna zona del mundo más. Además, los colíndogos supusieron que, al lado del mar, situado en una encrucijada geográfica clave, y en medio de lo que tenían constancia de ser dos de los focos originarios de la civilización de esa especie llamada humana, aquel lugar sería un remanso de lucidez, desarrollo tecnológico y paz. Seguro que no podían andar muy desencaminados.
                Por otro lado, allí abajo, las cosas parecían relativamente tranquilas. Era casualmente un Sabbath y, en el campo de colonos israelíes en Cisjordania, el tiempo se desplazaba con la pereza habitual de estos días, en los que los acontecimientos repetitivos y habituales no tienen demasiada prisa por avanzar. Un rabino se encontraba organizando las actividades a cielo abierto, a tan sólo unos pocos metros del lugar donde se empezaban a levantar las viviendas palestinas, separados únicamente por una inútil valla metálica que seguramente fuera a desplazarse -en las próximas semanas- unas cuantas decenas de metros mas, con objeto de volver a ampliar el asentamiento, en lo que constituía (tanto por la ampliación como por la celebración del Sabbath en aquel sitio) una clara provocación, pero eso a los asistentes les daba igual, porque ya estaba muy acostumbrados, y habían hecho de este tipo de actos algo más que una forma de vida. De hecho, el ambiente parecía bastante distendido, se servía pan ázimo y alguna galleta. Se respiraba una sana atmósfera de camaradería y relajación de costumbres, quizás estimulados por la reciente llegada del buen tiempo.
                Mientras tanto, el encargado de la vigilancia de todo aquello era Todd, quien se hallaba sentado en una posición elevada, situado a una cierta distancia. Todd había llegado hacía poco de Estados Unidos, y aunque desde lejos -con su barba rubia y su melena desaliñada- podía confundírsele con un judío ortodoxo, en realidad se encontraba mentalmente muy lejos de aquel contexto. Había encontrado trabajo gracias a un primo que llevaba bastante tiempo viviendo allí, pero lo cierto es que echaba de menos su vida en Tennessee, y cómo, durante aquella época, pasaba las tardes de sábado derrapando un coche a punto de destartalarse sobre un campo embarrado. En cambio, la historia del Sabbath no la entendía, y menos la manía que le tenían sus compañeros y convecinos a los palestinos. Él recordaba que, en el Wal-mart enfrente de su casa, el dependiente era un árabe, y siempre había sido muy amable con él, y hasta le permitía enrollar el porro en la tienda antes de salir a la calle, no como el anterior encargado, que era bastante borde. ¿O en realidad era un paki? No sabía decirlo. En todo caso, los palestinos no le habían hecho a él personalmente nada malo, así que no entendía por qué tenía que desearles a cambio ningún perjuicio a ellos.
                Fue cuando andaba en todas esas divagaciones cuando las vio llegar. Lo primero que pensó, casi inmediatamente después de la sorpresa inicial, fue en lo elegantes que eran. Así, blancas, ovaladas, girando sobre sí mismas, como una especie de nuevo e inmaculado balón de rugby que alguien hubiera lanzado en un extraño efecto y que, en lugar de caer de cualquier manera, aterrizara suavemente sobre la superficie, a unos escasos cien metros de allí. Aunque el momento en el que su corazón dio un vuelco fue cuando se abrió la trampilla de la nave y dejó salir a las extrañas criaturas: con la cabeza ahuevada, semejantes al extraterrestre de las películas de Alien, sólo que más espigado y recto, de un tono grisáceo de piel bastante asquerosete, y con una pinta mucho más digna y pacífica que el típico bicho que la única conversación que pretende mantener contigo es la de comerte las entrañas. A todo el mundo le quedó claro lo que eran desde un principio, pero nadie supo cómo reaccionar salvo con el hecho de quedarse mudos y aguardar, mientras un pequeño contingente de extraterrrestres, de unos treinta individuos, salía de la nave, lideradas por los dos que parecían encontrarse al mando, aunque en realidad no había ninguna manera de distinguirlos por sus uniformes ya que no tenían ropa (eso sí, sus esqueletos dibujaban una curiosa composición que asemejaba un traje militar con medallas y hombreras). Sin embargo, si hubo alguien que actuó antes que ninguno de los humanos fue el rabino, el cual, para alucine de Todd, se acercó hacia los alienígenas, y mientras se quedaba a una decena de metros de los mismos, gritó:
                -¡Amigos!¡Bienvenidos a la Tierra!¡Sabemos que habéis venido aquí, comandados por las órdenes de Dios, para encontraros con la raza más avanzada del universo: nosotros, los judíos; las doce tribus de Israel; el pueblo elegido!
                La boca de Todd se abrió varios dedos de longitud al quedarse anonadado por lo que estaba viendo. En el mayor arranque de lucidez de su vida, pensó: <<¿Pero qué cojo…?>>.
                -Sabemos que poseéis poderosas y avanzadas armas con las que, si quisierais, podríais destruirnos en un segundo, con tan sólo chasquear un par de dedos. Pero sabemos también que no lo haréis porque vuestro objetivo, vuestra auténtica misión, es ayudarnos a nosotros en nuestra lucha, que es la justa, porque es la de todos, la de Yavhé. Y es la de derrotar a los auténticos enemigos: los que se encuentran allí, al otro lado –indicó señalando más allá de la valla, mientras Todd pensaba: “¿Qué estás diciendo, insensato?-, ofendiendo la obra de nuestro Dios.
                >>¡Uníos a nosotros –espetó el rabino, como poseído de esencia divina- en nuestra cruzada y la del todopoderoso Yavhé!¡Liderad, junto a nosotros, el cambio radical que en el mundo debe ser conseguido!¡Aunemos nuestras espadas para, en compañía, acabar de una vez y de manera definitiva con nuestros enemigos!¡Seamos uno solo, fundidos en la divinidad!
                El rabino ya se había abierto de brazos y -fuera de sí y casi flotando por encima de este mundo- parecía ofrecer su cuerpo para fusionarse no ya moral sino físicamente con los alienígenas. Daba la sensación de que fuera a salir volando en cualquier momento. En medio de la conmoción general, los allí presentes observaron como uno de los extraterrestres que parecía al mando le preguntaba -con un tono muy neutro de voz- a su compañero, y este último le susurraba una respuesta al lugar donde debía de andar localizada su oreja. El primer extraterrestre escuchó callado y (si es que se pueden interpretar las expresiones de seres que no tienen músculos faciales) aparentemente prudente. Como conclusión, y tras sopesarlo durante unos segundos, soltó una expresión que todo el mundo escuchó pero nadie pudo entender, levantó el brazo y, dirigiéndose al resto de sus compañeros, lanzó una orden contundente y decisiva que, nada más pronunciarse, hizo que éstos levantaran las armas que nadie había visto que portaban consigo, y apuntaran hacia el grupo de judíos.
                -¡Mierda, mierda, mierda!-se lamentó un Todd angustiado, que corrió acelerado a esconderse detrás de la roca donde se encontraba sentado hacía tan sólo un instante, mientras escuchaba como el fuego y los rayos láser impactaban de lleno contra sus conocidos, de los cuales tan sólo quedaron, tras una breve pero intensa conflagración, unos cuantos cuerpos calcinados sobre la superficie que ocupaban unos pocos segundos antes.
                La traducción más adecuada de la frase que había enunciado el líder de aquella facción extraterrestre, en un idioma que pudiera entenderse, sería, aproximadamente, algo semejante a: “¿El pueblo elegido?¡Si esos somos nosotros!”.

                Luego, realizó un nuevo gesto de brazo y los extraterrestres siguieron caminando hacia adelante.

lunes, 1 de diciembre de 2014

La historia real de diciembre: La cruzada de los pobres

Consciente de que en el momento en que se publiquen estas líneas puede haber comenzado otra nueva barbarie en Palestina (cuando las escribo acaba de terminar el penúltimo asalto a Gaza), me meto en una sección de la historia de esta siempre problemática parte del mundo. Mencionar las cruzadas es hablar de muchas cosas: de todo un movimiento demográfico, militar y religioso (incluso comercial) que duró casi dos siglos y del que aún quedan consecuencias en forma de ruinas, herencias culturales o ideológicas, e incluso inestabilidades políticas. Contempladas de distinto modo según qué bando (Amin Maalouf, en su "Las cruzadas vistas por los árabes", relata cómo los musulmanes las interpretaron como un simple y fatal acto de invasión por parte de extranjeros), las cuatro/ocho cruzadas (según cómo las cuentes) que se sucedieron dieron lugar a cambios en la conciencia colectiva medieval en Europa, y sirvieron de inspiración para acciones desesperadas, insensateces varias y leyendas a cada cual más variopinta. De alguna de estas anécdotas hablaremos en otra ocasión, pero hoy toca conversar sobre de primera cruzada de todas, la que, sin embargo, fue más olvidada por el paso de la historia: aquella que fue conocida como la cruzada de los pobres.

Revisemos los hechos: todo surge a raíz de que el dominador del Imperio Bizantino a finales del siglo XI, el emperador Alejo Conmeno, está muy preocupado por los avances de los turcos selyúcidas en la península de Anatolia (hoy dentro de la actual Turquía), y teme por la supervivencia de su imperio (no es para menos. Unos cuatro siglos después, serán otros turcos, esta vez los otomanos, los que invadan su capital y la rebauticen como Estambul en lugar de Constantinopla). Alejo Conmeno le pide ayuda al papa Urbano II, a quien, como estandarte de la cristiandad occidental, le solicita que llame al resto de Europa a luchar contra el común enemigo, y que le mande mercenarios para pelear junto a él. Urbano II seguramente le encuentra utilidad a esta petición por dos razones: en primer lugar, porque la peregrinación de los cristianos europeos a los Santos Lugares (desde hace tiempo en manos de los musulmanes) había sufrido, después de un largo período de tolerancia, algunos problemas en los últimos tiempos (al parecer, los turcos selyúcidas trataban bastante peor a los peregrinos que sus antecesores, los también musulmanes sarracenos), y eso es algo que, como líder principal de la Iglesia de Occidente, no puede permitir. Pero por otro lado, Urbano II soñaba con una Europa en la cual los países individuales no tenían tanta importancia, sino que era el poder cristiano (por supuesto, encabezado por él) el que dirigía la mayor parte de las acciones de los líderes nacionales. Por ello, Urbano II expone la idea en el concilio de Plasencia. Sin embargo, ensimismados por sus luchas internas (que incluían al propio Papa), los gobernantes europeos no le hacen mucho caso. Distinto será unos meses más tarde, en el concilio de Clermont; allí, el Papa Urbano II realiza lo que se convertiría, a posteriori, en uno de los discursos más importantes de todos los tiempos. Con una oratoria -según relatan las crónicas- proverbial, conminó a los religiosos de Francia allí presentes -pero también a los de toda Europa-, a enfrentarse al maléfico enemigo, recuperar Tierra Santa para los cristianos, y prometió perdón de los pecados y total indulgencia divina a todo aquel que participara en la contienda. Los obispos, abades, e incluso señores locales que participaban en el Concilio, enfervorizados, respondieron a la alocución del Papa con un sentido y emocionado: "¡Dios lo quiere!", y corrieron a difundir la noticia por todos los lugares de Europa. El germen de la idea había triunfado, en marcha se había puesto la maquinaria de guerra.

En realidad, este relato tan bonito tiene también sus inexactitudes. En primer lugar, no quedan copias fidedignas del discurso de Urbano II, y todas las transcripciones que se poseen fueron redactadas cuando la Primera Cruzada ya había concluido, con lo cual es fácil pensar que se manipularon según la resolución final de los hechos. Por un lado, parece bastante claro que Urbano II no llamó explícitamente a conquistar Jerusalén, sino solamente a hacer más accesible el lugar a los peregrinos. Y también, parece que muchos de los grandes señores y reyes que fueron convocados a la guerra no lo hicieron solamente por convencimiento cristiano (aunque algo habría) sino también porque la posibilidad de dejar de pelearse por migajas entre ellos y dirigirse a nuevas tierras donde cabía esperarles un suculento botín era algo que les llamaba mucho la atención. No obstante, hay una cosa que es verdad: aunque no fuera la primera vez que se llamaba por parte del Papa a la guerra santa (ya se había hecho contra los normandos en Sicilia y contra los musulmanes en la Reconquista de España), y ni siquiera la primera en que se pedía auxiliar a los bizantinos (Gregorio VII lo intentó tras una dolorosa derrota de estos últimos, con escaso éxito), Urbano II supo pulsar la tecla adecuada en el momento preciso para conmover las preocupaciones y sensibilidades europeas que estaban bullendo en ese momento, y transformar todo el continente en un inmenso martillo que, cargado con la creencia absoluta en la religión, iba a provocar un terremoto en buena parte de Oriente durante mucho tiempo. ¿Y qué era lo que le pasaba por la cabeza a los europeos? Eran tiempos de plagas, de leyendas, de oscurantismos. Alrededor del año 1000 se había generado movimientos por parte de desesperados que creían que iba a llegar el fin del mundo, y aunque aquel momento había pasado, el susto se le había quedado en el cuerpo a muchos, y no les venía nada mal la llegada de una acción que borrara todos sus pecados y les hiciera creer en la salvación divina. Europa estaba lista para saltar, y Urbano II les dio los medios, la oportunidad y un motivo. No necesitaron mucho más.

Claro que preparar una contienda de esas características requería tiempo, equipos, planificación y estrategia. Pero éstos son el tipo de conceptos que la sinrazón y el fervor religioso no entienden. Mientras que los grandes señores se pertrechaban para intentar (como les había incitado el propio Papa) tener lista la expedición para el año siguiente, había una serie de religiosos errantes, predicadores de los caminos, que decían que no había que esperar, sino que ponerse en marcha, rápido, para arrebatar lo antes posible sin mediar trabas la Ciudad Santa de los infieles. Y lo peor es que muchos le hacían caso. Mientras que los grandes reyes europeos partían a los Santos Lugares habiendo repartido previamente su herencia y sus posesiones en caso de muerte -porque no sabían si iban a regresar-, muchos campesinos salieron de su casa así, sin más, inmediatamente, camino de Tierra Santa, cargados de apenas un fardo de comida y un par de herramientas, como si fueran a dar un paseo y por la tarde fueran a volver. "Dios proveerá", pensaron seguramente. No sabemos lo que Dios opinaría, pero seguramente al diablo le pasó por la mente aquel refrán sobre que el infierno está empedrado de buenas intenciones.

Y así esa Cruzada (una turba, más bien) comenzó, liderada por nombres tan extraños como Pedro el Ermitaño y Walter el Indigente, y salió a recorrer los caminos de Europa. Por supuesto, al cabo de poco tiempo se les acabó la comida, pero entonces llegó una idea que les vino bien en el momento preciso. Es decir, ¿había querido el Papa hablar sólo de combatir contra los musulmanes, o se refería en general de actuar contra todos los herejes?¿Para qué iban a recorrer miles de kilómetros en busca de enemigos que nunca habían visto, cuando era mucho más fácil dirigirse contra los también malévolos judíos, que estaban mucho más cerca? Aprovechando que pasaban por diversas localidades de Alemania donde existía una abundante población hebrea, los miembros de la cruzada de los pobres organizaron ataques, disturbios e incluso abiertos "pogromos" contra los judíos de la región, sabiendo que las autoridades locales poco podían hacer contra un ejército, y también que para escapar de las mismas sólo tenían que desplazarse al siguiente pueblo. Fueron quizás los primeros incidentes antisemitas relevantes en Europa (tras algunos antecedentes en el siglo VI y algunos incidentes aislados alrededor del año 1000 y su locura del fin del mundo), y a pesar de que hubo obispos que trataron de defender a los judíos en su territorio, queda constancia de que el propio Pedro el Ermitaño, el líder principal de aquellos hombres de fe y comida hambrientos, practicó la extorsión para conseguir que los judíos alimentaran a sus improvisadas tropas. Curas y monjes, incluso, fueron visto agrediendo físicamente a los judíos. Sin embargo, en el clima de intolerancia de aquellos tiempos -y a pesar de los llamamientos a la paz por parte de los nobles y el propio Papa-, seguro que se vio como algo bueno. Tal vez incluso decían que los pobres cristianos sólo estaban defendiéndose.

Hubo más caos aún cuando entraron en la región de Hungría. Reino cristiano por excelencia, uno de los colaboradores más activos de la cruzada más seria que se estaba preparando aún, vio como una masa indisciplinada de gente entraba en su territorio dispuesta a devorar todo lo que había a su paso. El ejército húngaro trató de permanecer respetuoso frente a los visitantes, pero cuando los cruzados empezaron a provocar desórdenes e incluso matanzas, se mostraron hostiles primero y violentos después. Finalmente, el rey húngaro hizo prometer al noble francés Godofredo de Bouillón (destinado, más adelante, a convertirse en el auténtico héroe de la Primera Cruzada oficial) que aquel grupo de desarrapados se comportarían pacíficamente, y entonces él los escoltaría. Parece que los ánimos se calmaron y así las huestes de Pedro el Ermitaño consiguieron llegar a su siguiente destino, el Imperio Bizantino.

Pero para Alejo Conmeno, el que se suponía que había pedido aquellas tropas, lo sucedido era una burla. Pedía mercenarios para trabajar bajo su bandera, y le traían una banda desorganizada que se alimentaban del territorio que pisaban como una bandada de pirañas, y que se preocupaban mucho por los Santos Lugares y muy poco por Constantinopla. La historia relataría la actitud que tuvo Alejo Conmeno con los primeros cruzados como "un ejemplo de diplomacia", en el caso de unos, o como "una traición absoluta", en el caso de otros. Con la cruzada de los pobres, los miramientos no fueron excesivos: se les prestó barcos para que pudieran cruzar lo antes posible el Bósforo, desembarcaran en Turquía, y de esa manera pudiera librase de ellos. De ahí en adelante, ya no eran su problema.

La cruzada de los pobres logró algunos primeros éxitos en tierras turcas. No obstante, poco tiempo más adelante, poco pudieron hacer. El ejército turco era fuerte y experimentado, y aquella panda de campesinos y monjes fanáticos no sabían ni cuidar su retaguardia. El grueso de la cruzada de los pobres fue masacrado, y muchos de sus líderes (como Walter el Indigente) murieron. El famoso Pedro el Ermitaño consiguió sobrevivir y volver a Constantinopla, donde allí se incorporó a la mucho más preparada "Cruzada de los Príncipes", que se conocería a partir de entonces como Primera Cruzada, seguramente tratando de olvidar que aquella idiotez de expedición anterior había existido. Aquella cruzada tuvo mucho éxito e, inspirada por un concepto novedoso, revolucionario y arrollador que sorprendió a los musulmanes (quienes seguramente tuvieron una impresión muy parecida a la que hemos experimentado nosotros al contemplar movimientos modernos como Al Qaeda o ISIS, o antiguos como el nacimiento del islam o del cristianismo), combatió duramente en Jerusalén y recuperó la ciudad para los suyos. Pedro el Ermitaño (también conocido como Pedro de Amiens) fue reconocido como capellán del ejército victorioso, y no debió acordarse de la paliza que les pegaron en Turquía, pues exigió la muerte de todos los infieles que habitaban en la capital de Palestina, fueran musulmanes o judíos, hombres, mujeres, ancianos o niños. Los hay que no aprenden ni siquiera a fuerza de palos.

Los reinos cristianos en Oriente cosecharon el éxito durante un tiempo, estableciendo relaciones comerciales duraderas y manteniendo posiciones importantes, como San Juan de Acre, Malta, Creta, Tiro, la propia Jerusalén y Rodas. No obstante, tuvo lugar la habitual contraofensiva, y a largo plazo estaba claro que los musulmanes eran más, se encontraban más cerca de sus enclaves más poderosos, y tenían todas las de ganar. Nombres como Saladino y Ricardo Corazón de León se cruzaron en episodios históricos que convivieron con leyendas, y numerosos avances y retrocesos se vivieron en forma de batalla, asedio o negociación. Cuando los cristianos se vieron definitivamente expulsados de Jerusalén, intentaron retornar de todas las maneras posibles -alguna realmente menos un plan formado que meras fantasías-, coincidiendo los momentos de mayor fervor religioso justamente cuanto mayor era el avance turco. Sin embargo, con el tiempo el espíritu cruzado se apagó y se puso fin al intento de llevar a cabo una de las ideas más insensatas (que eso no es lo peor; lo peor es que sean aberrantes y aún así -o precisamente a causa de ello- se encuentren disfrazadas de justicia) de todos los tiempos. De ese tipo de ideas que, sin embargo, convencen a tanta gente que, por la pura fuerza de la fe y la creencia irrcional, pueden estar muy próximas a hacerse realidad. Hasta que, cuando miras abajo, te das cuenta de que no hay suelo bajo tus pies. Como la mayor parte de las ideas que convencen a un gran número de humanos. Somos así. Y eso no hay religión ni razón que pueda curarlo. Cada hombre tiene una cruzada consigo: escoged una justa, y planeadla con cabeza. Un saludo.

lunes, 24 de noviembre de 2014

El relato de noviembre. Cuentos fantásticos (III): "La rosa en la alambrada".

La rosa en la alambrada
           
            Seguro que no se lo creen.

            El otro día vi un fantasma.

            Claro que no se lo creen. Yo tampoco me lo creería, si me lo dijeran. Tampoco me lo creí yo al principio, cuando le contemplé. De hecho, yo no pensaba que fuera un fantasma. Cuando le vi sentado en la mesa del comedor (tengo una de esas inmensas mesas, que salen en todas las películas, en las que los dos comensales están sentados uno a cada lado, separados por una insalvable distancia de varios metros), pensé al principio que era un ladrón. Luego, me pregunté que clase de ladrón sería calvo, gordo, y vestiría un esmoquin. También me pregunté qué tipo de ladrón se habría preparado un plato en mi propia mesa, y se lo estaría comiendo, delante de mis narices. Y, sobre todo, me pregunté como puñetas habría entrado allí, si tanto yo como la gente del servicio habíamos estado dando vueltas por la casa toda la noche. Pero ahí estaba: como salido de la nada, bebiéndose mi mejor Oporto, e invitándome a sentarme.
            -Que sepa que tiene usted un gusto excelente para los vinos, señor. Creo que vamos a llevarnos bien.
            ¿Qué podía hacer? Me senté; podía parecer una situación un poco ridícula, yo allí, comiendo con un señor que deglutía (literalmente) los scargots que había comprado mi mayordomo esta mañana, y que costaba un ojo de la cara cada uno. Y que además, se los comía manchándose las manos y la servilleta que llevaba puesta, a modo de babero, sobre el cuello. Decidí interrumpir aquel espectáculo deplorable, cortando por lo sano.
            -¿Qué hace usted en mi casa?
            Le pregunté. Él, interrumpiendo el ritual, y limpiándose torpemente la boca con la servilleta, me dijo:
            -Pensé que lo menos que podía hacer, antes de comenzar tu pequeño martirio, era presentarme.
            ¿Pequeño martirio?
            -Claro-me aclaró; obviamente, no requería que yo hablase, podía responder simplemente leyéndome la mente-; es que la palabra maldición suena demasiado fuerte. Así que, bueno, simplemente, pequeño martirio. Así queda un poco más indulgente.
            Le rogué que me especificara un poco más. Entonces, con aire displicente, me empezó a explicar un poco cómo estaba organizado este asunto. Decía que nadie sabía muy bien de dónde venían las maldiciones ni por qué: o sea, que no debía entretenerme, como hacían muchos idiotas (así les denominó, idiotas), escarbando en el pasado para averiguar de qué mala acción tenía que arrepentirme, o cuya contrición me llevaría al descanso de mi condena. Que me dejara de tonterías, me dijo, que los últimos encargos que él había tenido habían sido, además, bastante patéticos a causa de ese tipo de cosas. Luego, entre scargot y scargot, me contó que básicamente, su función, era la de hacerme la vida imposible. Castigarme, convertirme en blanco de sus mofas, divertirse a mi costa. Nada personal, afirmó. Yo tampoco sé qué obtengo con eso. Simplemente, está organizado así. Si algún día muere usted, y va al cielo, se lo pregunto al de arriba. A mí me está vedado, ¿sabe? Tampoco sé muy bien por qué.

            Nunca supe muy bien cuándo se marchó el espectro. Supongo que ése es parte del encanto, después de todo, el que se vaya y simplemente, sepas que se ha ido, pero nunca llegues a contemplar el proceso. Aquella noche, dormí muy mal. Nada más me levanté, pedí cita para el psiquiatra.

            Al explicarle mi caso, me lo dejó muy claro: la presencia de alucinaciones visuales, por sistema, apunta firmemente a un diagnóstico de psicosis. En concreto, el tipo más aterrador, sería el de esquizofrenia, por lo que tiene de crónico e incapacitante. No obstante, me dijo que no debía aterrorizarme tan rápido. Una sola alucinación, aislada, puede ser debido a muchas cosas: estrés, falta de sueño, en fin, ese tipo de enfermedades tan modernas hoy en día. Vamos, bromeó, que no te vamos a encerrar en un manicomio todavía. Lo que sí que le extrañó fue el que yo le dijera que había podido incluso oler el perfume del extraño visitante. Dijo que era muy extraño, que podía ser síntoma de un tumor cerebral –a pesar de que los escáneres a los que me sometió los siguientes días no revelaron nada de esto-, pero que, bueno, en todo caso, siempre podíamos achacarlo a una construcción de la mente excesivamente elaborada, sobre todo teniendo en cuenta mi elevado nivel intelectual. El psicólogo optó, como última despedida, por tranquilizarme, y decirme que, después de todo, yo debía repetirme que, como muy bien sabía, los fantasmas no existen, por muy reales que puedan parecernos.

            Yo marché entonces muy tranquilo a casa, habiendo encontrado a mis problemas una respuesta científica. Me dije a mí mismo que la solución más fácil sería esa, exceso de trabajo, unos scargots mal preparados, y me dispuse a tomar una cena ligera y a vivir un sueño reparador. No obstante, lo peor fue cuando lo volví a ver. Esta vez estaba de pie: yo me encontraba en la mesa.
            -Ay, Dios –suspiré.
            -Eso es lo que le digo yo muy a menudo también –me comentó él-. Pero no suele hacerme caso.   
            -¿Sabes lo que quiere decir que te esté viendo ahora, no?-le pregunté.
            -Pues no, la verdad es que no lo sé.
            -La esquizofrenia. Lo veo horrible, pero en fin, supongo que con medicamentos, terapia, y mucho apoyo, llegaré a superarlo.
            -¿Quieres dejar de decir estupideces?
            Y entonces el fantasma me cogió de las solapas, y me levantó por encima del suelo: luego, sentí su mano sobre mis mejillas, apretándolas con muchas fuerza. Estaban muy frías.
            -A ver qué loquero te dice que estás teniendo a la vez una alucinación visual, táctil, olfativa y auditiva. Y si quieres, para completar, te puedo dar para que me chupes el dedo, pero vamos, no creo que sea agradable para ninguno de los dos.
            Yo temblaba asustado. Finalmente, el fantasma me lanzó con fuerza hacia el sofá del otro lado de la habitación. Sentí que casi me mataba.
            -Bien –prosiguió él, como si nada hubiera pasado-, será mejor que me presente, ahora que ya estás más o menos convencido. Mi nombre es Marcel Galois.
            Se giró hacia mí, y un leve tintineo brilló en sus ojos.
            -Voy a ser tu compañero de viaje.
            Y entonces comenzó todo.

            Es difícil explicar el proceso por el cual pasé en aquellos primeros días en que Galois entró en mi vida. Difícil, entre otras cosas, porque me son complicados de recordar, dado el estado mental alterado que yo presentaba en ese momento. Compréndanme: dudando entre la maldición sobrenatural o la esquizofrenia (no sabía del todo qué era peor); entre el Prozac y las consultas al psicólogo; ocultándoselo a todo el mundo (al psicólogo le mareaba con cualquier otra cosa, menos con la verdad), y deseando contárselo a alguien... Eso, unido a las habituales preocupaciones sobre la empresa, mi ex mujer, en fin las cotidianas, las de cada día... Recuerdo que bebía mucho por aquella época. Recuerdo algún episodio deshonroso de esos tiempos provocado incluso por el alcohol. Además, no me servía de nada: incluso borracho, él seguía estando allí.

            ¿Qué era lo que hacía? A veces, sin más, aparecía. Se ponía detrás mía, sabiendo que sólo yo podía verle, simplemente riéndose, con esa sonrisa irónica tan nauseabunda en su cara, o haciendo toda clase de “pequeñas travesuras”, como él las llamaba. Por ejemplo, pellizcarle el culo a la presidenta de la compañía con la que estaba intentando cerrar un importante acuerdo de varios millones de euros. Como se pueden figurar, aquello no contribuyó a su éxito, precisamente. En el trabajo comenzaban a mirarme mal, me preguntaban si me pasaba algo.

            Pero sí me pasaba: porque esto que les acabo de contar era, efectivamente, una pequeña travesura comparado con lo que ese hijo de mala madre, ese sátiro enfermizo, me producía cada día. Porque su alma –o lo que quiera que tuviera- rezumaba maldad. Y no hacía nada más que demostrármelo.

            Por ejemplo: una vez caminábamos por la calle y había una señora con el carrito del niño. Los dos marchábamos juntos, yo procurando ignorarle, cuando pasamos al lado de la señora. Entonces, Marcel cogió el carro, y lo lanzó calle abajo. Se pueden imaginar mi cara al ver el cochecito del niño esquivando los coches, rozándolos a una velocidad endiablada, sobreviviendo de puro milagro, mientras todo el mundo en la calle podía visualizar al niño volando por los aires tras el impacto de un vehículo. Mi instinto me dijo que tenía que lanzarme tras él, y yo casi pierdo la vida en el intento, pero finalmente, lo conseguí, y paré al coche, entre profusos sudores, antes de que sucediera una degracia. El problema fue que la madre, a pesar de mi ímprobo esfuerzo por salvarle la vida a su hijo, creyó que era yo el que había empujado. Estuve a punto de acabar en comisaría, de no ser porque algún testigo declaró en mi favor que él había visto cómo yo no llegué a tocar el cochecito del bebé. No obstante, aquel testigo me pareció extraño: tenía un extraño brillo en los ojos, una especie de familiar mirada...

            Hubo más de ese estilo, a cual más horrible y atroz. En todas ellas, se observaba un mismo patrón de conducta: una acción malvada, ruin, execrable, hecha por puro gusto. Yo, que me arrojaba intrépidamente, haciendo de héroe (cosa que no he hecho en la vida, pero claro, yo era el único que podía saber lo que Marcel iba a hacer antes que el resto de los mortales, era yo quien debía evitarlo), y acabando finalmente envuelto en terribles circunstancias a causa de haber actuado así. En los siguientes días, llegué a despertarme entre jeringuillas cargadas de droga y de sida, bajo las fauces de una jauría de perros de agudas dentelladas, a punto de recibir una paliza de parte de un grupo de hermanos, y... en fin, para qué voy a seguir contándoles mis miserias. Lo que parecía claro, es que Marcel trataba, con todos un actos, de convencerme de una cosa. El mal es invencible, me parecía decir. Cada vez que intentaba detener alguna de sus tropelías, me encontraba no sólo con la imposibilidad de solventar la mayoría, sino, además, con un terrible perjuicio para mí mismo o para mis semejanzas. Perdí mi fortuna; me echaron del trabajo; mi hija se negó a verme; acabé teniendo que vender mi casa, y refugiarme donde pude. Con el tiempo, lo único que podía decir, a ciencia cierta, es que huía: huía de Marcel, escapaba allí donde él no pudiera encontrarme. Pero siempre estaba allí; siempre me encontraba, como una pesadilla, que sabes que va a estar contigo nada más decaigan las fuerzas y cierres los ojos.

            Porque, además, de nada sirvieron mis esfuerzos posteriores por tratar que la gente comprendiera, que entendiera mi mal. No podía hacer que la gente aceptara que lo sobrenatural, que lo fantástico existía. Por mucho que yo me hubiera convertido en un creyente, a la gente le era mucho más fácil pensar que el demente era yo, que era un loco peligroso con instintos homicidas que le echaba la culpa a todo lo que le pasaba a un fantasma, a un ente sobrehumano. Los psiquiatras, los psicólogos, los médicos, los manicomios, por los que anduve continuamente, y a los que volvía cada vez que me escapaba, los fármacos, que atontaban mi mente y me hacían alucinar delirios con terribles visiones, y me convirtieron en un loco de verdad, pero siempre al lado que Marcel, los electrochoques... Todo era horrible, era sórdido, era monstruoso, y yo no podía hacer nada para evitarlo. Los fantasmas no existen, me decían, sólo existen las enfermedades mentales, todo esto está dentro de tu cabeza... Y Marcel me susurraba, me decía, que cuanto más me esforzaba en contar la verdad, más me estaba enredando en su tela de araña, más, al seguir el juego de los niños buenos, acababa por hacer triunfar al chico malo. Y yo lo sabía y, lo peor de todo, es que veía que tenía razón...

            Con el tiempo, además, mi decadente estado social hacía pensar cada vez más a la gente que yo estaba loco de atar, y que tenían que abandonarme. Me miraban con cada de conmiseración, de tristeza, cada vez que yo relataba alguna de mis “alucinaciones”. Y lo peor de todo era ese síndrome de Casandra, esa sensación de saber que Marcel –porque lo sabía, porque me lo había dicho-, iba a tirar a ese viejo por la ventana, y ver que nadie me hacía caso en absoluto, sólo me encerraban, y con ello ya creían conjurado el peligro, que no evitaba nada, pues Marcel al final acababa arrojándolo por los escaleras, en lo que todo el mundo consideró un accidente... Esa impotencia, ese contemplar muertes a un lado y a otro sin tener posibilidad de hacer nada, me consumía por dentro, hacía que me planteara –yo, que había sido un capitalista consumado, sin más moral que el mercado y muchas más preocupaciones filosóficas en la vida-, sobre conceptos gigantes tales como el bien y el mal... Mi vida se desmoronaba... Pero lo peor era comprobar como la de mucha gente se estaba viendo afectada con ella...

            Estaba cansado... Un día, me senté en un banco de un parque, y vi pasar a un señor. Ligeramente calvo, pelo blanco, barba, muy bien vestido. Algo parecido a lo que debí ser yo en otras épocas, en lo que sería yo dentro de veinte años si no me hubiera pasado esto... Entonces, contemplé como Marcel salía detrás de unos arbustos. Llevaba una navaja. Se acercó silenciosamente.

            Y entonces, por primera vez, no hice nada. Me quedé parado, cruzado de brazos, las manos apoyadas una encima de otra, simplemente, a verlas pasar. Estaba cansado. Muy cansado. Sabía que, hiciera lo que hiciera, no iba a salir bien. Que Marcel le mataría igual, y que a mí me acusarían de asesinato. Así que le dejé hacer: contemplé, una vez más, aquel brillo de Marcel en sus ojos.

            Y entonces le acuchilló; le acuchilló, le remató, y le escondió tras los arbustos. Luego, salió de su escondite, y me ofreció la cartera.
            -Llevaba mucha pasta encima –me dijo Marcel; cada día era más ofensivo, cada día hablaba más barriobajero-. ¿Qué dices, lo tomas, o lo deja?
            Y yo miré la cartera. Abierta, tal y como me la enseñaba Marcel, calculé unos diez mil euros, en billetes de quinientos. Probablemente el hombre iba a hacer una gestión que requería todo ese dinero, pero eso Marcel ya lo sabía. Pensé que nada le iba a aprovechar a ese hombre que yo, sin comida ni refugio, me remitiera a un acto de moral. Así que tomé la cartera, y la guardé en el bolsillo.
            -Eso es –dijo relamiéndose los labios Marcel-. Bien, buen amigo, ¿dónde vamos a comer? Tengo hambre.
            Y entonces, todo cambió. Sólo se requería algo como eso, para que todo se alterara. Un cambio de actitud. A partir de entonces, cada vez que veo a Marcel dirigirse a cometer cualquier crimen, no he vuelto a hacer nada. Simplemente, me callo. Voy a lo mío: no intervengo. Como si nada hubiera pasado. Por supuesto, eso reduce las pocas posibilidades que yo tenía de arreglar algo, y a las que me atenía cuando me oponía a los designios de Marcel, y que alguna vida salvaron: pero desde luego, al no intervenir, hace que nunca me echen la culpa de nada. Nunca soy acusado. Y, lo que es más, a veces, muchas veces, de los actos de Marcel, salgo beneficiado. Y yo, silencioso, cojo y callo. No he vuelto a cometer el mismo error.

            Ahora, vuelvo a ser un hombre rico y respetado. Se suceden casualidades a mi alrededor, que me producen golpes de fortuna, pero yo nunca soy relacionado con ellos. Nunca los destaco, nunca me opongo, nunca se ve que yo le intente salvar a nadie la vida, o que me encuentre hablando con una presencia fantasma. La gente me deja en paz: vivo en la mejor época de mi vida. Todo me sale a pedir de boca. Por supuesto, no le he vuelto a contar nada a nadie sobre Marcel. Este último, por cierto, está muy contento. Sacamos beneficios mutuos de nuestra asociación (él de actuar, yo de disimular), y él se pasa el día entre baños de espuma y placeres celestiales. Como he mencionado, cada día soy más respetado. Incluso creo, que de un momento a otro, me van a dar la Orden del Mérito de mi país, por parte del mismísimo presidente, debido a mis actos en favor de unos niños a los que se le quemó el orfanato, un día que yo no supe muy bien por dónde andaba Marcel.

            Ahora, soy, pues, todo lo que nuestra sociedad nos impone que he de ser. Blanco, rico, exitoso, buena apariencia pública. Soy un triunfador. Un hombre de éxito. Soy diez, cien, mil veces mejor, que ese estúpido que era yo mismo cuando intentaba salvar vidas y afirmaba que había un espectro que cometía todos estos delitos.


            Ahora he ingresado de nuevo, en el mundo de los cuerdos.

martes, 11 de noviembre de 2014

La historia corta de noviembre. La caracola (II)



             El otro día ví una caracola al pie de un árbol, en mitad de la Castellana.

            ¿Sabes cómo ha llegado hasta allí?

            A un niño le han enseñado en la clase de ciencias naturales que los árboles no pueden moverse. Por eso, porque no pueden llegar hasta el mar, le ha puesto la caracola a su lado, para que, aunque no pueda ver el mar, al menos pueda escucharle.

            El árbol duerme ahora bajo el arrullo del mar.

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