lunes, 23 de enero de 2017

El relato de enero: "Ella" (o "Empatía por compasión: surrealístame si puedes").

Ella
(o Empatía por compasión: surrealístame si puedes)

            Cuando uno empieza un cuento con un título cómo éste, uno comienza a sospechar, como quien no quiere la cosa, que ésta va a convertirse en una de esas maravillosas y lacrimógenas historias de amor. Ella, efectivamente, no era como las demás. Pero no tenía el pelo rubio, ni los dientes como perlas, los ojos como zafiros, ni unas tetas tan grandes como las de Pamela Anderson. Lo que sí que tenía, era una cualidad muy especial: muy apreciada, y sin embargo, muy difícil de encontrar.

Sabía decirle a todo el mundo lo que en aquellos momentos necesitaba oír.

Sabía hablarle a todo el mundo como tenía que hablarle.

No, no se crean, no es una cualidad habitual. Es rara, es escasa, es incluso excepcional. Cuando es frecuente, es por partes. Quiero decir, un diplomático sabe cómo tiene que hablarle a un presidente de un país. Y es consciente de ello. Y lo hace cojonudo, como nadie más en el mundo. Y un policía conoce perfectamente cómo ha de tratar a un ratero de la calle. Y una enfermera a un paciente. Pero un diplomático se cagaría del susto ante un ratero de la calle, un policía se quedaría mudo ante un paciente de cáncer, y una enfermera no sabría tratar de igual a igual con el presidente de un país, a no ser que éste se haya fracturado los tobillos y los codos tras un, ¡inolvidable!, salto de esquí. Pero esta mujer, sabía cómo tratarse con todos ellos. Con todos y cada uno.

Pongamos un ejemplo. Un día íbamos en el metro, y nos encontramos con un niño con síndrome de Asperger. Un síndrome de Asperger es una enfermedad parecida al autismo, pero en un grado menor, los que lo sufren se han hecho relativamente conocidos gracias a películas como Rainman, o libros que tienen a alguno de los afectados como protagonistas. A este tipo de personas, sobre todo a los niños, muy frecuentemente les disgusta que les toquen. Pues bien, este niño se hallaba perdido, mirando a la pared en una esquina del vagón de metro, cuando un policía que se apercibió de su presencia se acercó a él e, intentando ayudarle, le agarró del brazo. El niño comenzó a gritar de manera atroz, como si le estuvieran torturando con brasas candentes, y el policía comenzó a ponerse nervioso, sin tener ni idea de qué hacer. Entonces, ella se acercó al niño y, con mucho cuidado de no tocarle, le empezó a susurrar palabras tranquilizadoras, hablándole en un tono pausado y suave, especificándole mucho lo que quería decir, hasta que consiguió que el chico se calmase y aceptara la ayuda del policía. Todos el vagón se volvió hacia ella con una mirada de incredulidad, a lo que ella simplemente se encogió de hombros, risueña, y replicó “No ha sido nada, trabajo en este tipo de cosas”. Que era, justamente, lo que la mayor parte de ellos estaba deseando oír.

Pero ejemplos así, a montones. Como el del borracho que empezó a insultarnos, y acabó prometiendo entre lágrimas que dejaría la bebida y buscaría un trabajo. O el mecánico que intentó estafarnos con una factura, y con el cual ella mantuvo una larga charla (en la cual, a pesar de no poder escuchar lo que decían, contemplé como ella, todo el rato de espaldas, no perdía en ningún momento la compostura, mientras que el mecánico, en cambio, fuera volviéndose presa de un reverencial temor), para que, desde entonces, no sólo nos arregle el coche con la mayor exactitud y presteza –manteniendo constantemente agachada la cabeza, como si creyera que al contemplar los cabellos de ella, fuera a convertirse en piedra-, sino que además, incluso, hasta nos haga descuento. Ella nunca emplea ni una palabra demasiado dura, ni otra demasiado amable, simplemente, utiliza la perfecta, la necesaria para cada uno, desde el susurro más dulce, al más agrio y más violento de los tonos. Y, por supuesto, para ella no existen viejos verdes que le lancen halagos desde el borde de la acera, cajeras de supermercado que le pongan mala cara, ni tan siquiera funcionarios que le extravíen los papeles. Sabe manejar a cualquiera en cualquier situación (todo, claro, dentro de un orden: no puedes conseguir que alguien que adora la vida se suicida, ni que un fundamentalista islámico se ponga a cortar de pronto jamón ibérico. Pero dentro de las tendencias naturales de cada uno, sus palabras pueden ser capaces de casi cualquier cosa). No es que el mundo la ame: sería demasiado extraordinario, además de falso, decir que esto es así. En realidad, lo que casi todo el mundo piensa de ella, es que es, encantadora. O más bien, lo que de verdad piensa casi todo el mundo de ella, es lo que ella quiere que piensen. Yo, por supuesto, la amo: ¿qué podría hacer si no?
           
A veces le he tratado de sonsacar cómo lo hace, y ella me contesta, con toda humildad, que es un don. Dice que domina eso que suelen llamar empatía, esto es, el arte de ponerse en el lugar de los demás. Dice que a partir de entonces, todo es más fácil, que la gente se pasa la vida escuchándose solo a sí mismos, sin que nadie les comprenda, y por eso, el que alguien les demuestre que es capaz de entender sus problemas, y no despreciarlos frente a los suyos propios, les deja totalmente patidifusos, y mucho más dispuestos a negociar. Dice que los actores de teatro dominan mucho esta técnica, así son capaces de ponerse en la piel de sus personajes. Yo le digo que el teatro, por definición, es una profesión de mentirosos, pues todo el mundo aparenta ser lo que realmente no es. Llegados a este punto, en ocasiones le pregunto de pronto si ella se considera a sí misma una mentirosa nata. Y ella entonces me contesta, ¿te gustaría que lo fuera en la cama esta noche?, y ya no hay más discusión.

¿La profesión? Seguramente la habrán adivinado. ¿Política? No, por Dios, ¿por quién nos han tomado?¿Asesora matrimonial? Tampoco, en este tipo de cosas, la gente ni tan siquiera les apetece escucharse mutuamente, como para escuchar a alguien más. ¿Psicóloga? Quizás sería lógico, pero no es el caso. Obviamente, es publicista. Todavía no ha habido ni un anuncio suyo (¿recuerdan ese de “Guau, Rantanplau”, al que le dieron un premio en Nueva York), que no haya cosechado un tremendo éxito.

Muchas veces me preguntan cómo es tener una mujer así. Yo les digo que es como releerte un libro que te encanta, o como revisar de nuevo un antiguo álbum de fotos: sabes perfectamente qué es lo que te vas a encontrar, pero nunca puedes evitar sorprenderte, e incluso, en el caso del libro, llegar a angustiarte por el destino de los protagonistas. También me preguntan qué tal es en la cama. Por supuesto, y aunque no me gusta hacer alardes, puedo afirmar con rotundidad que satisface todos mis deseos. A veces me pregunto si es que ella nació para ser mía. En realidad, y de hecho, es que ella nació adaptada a todo aquello a lo que, por ejemplo por amor, quisiera adaptarse.

Nunca ha conseguido que nadie se le ponga en contra. Ni un jefe, ni un compañero de trabajo, o un profesor en la Universidad. No conseguimos recordar a nadie que la haya mirado con mala inquina, o con el ojo torcido. Los policías la tratan bien al ponerle multas (a veces se las perdonan), y hasta el perro del vecino, que siempre trata de comerse (no; no mordisquear: comerse), mis tobillos y los bajos de mis pantalones, por este orden, le ladra a ella con alegría y entusiasmo, moviendo incluso la cola, cuando la ve aparecer por la calle. ¿Quién puede competir contra eso?

Claro que, tener la mujer perfecta, que alcanzase el ideal de superhombre de Nietzsche y de Mary Shelley, de Prometeo o del protagonista de “El perfume”, también tiene sus puntos débiles. Como la vez en que un asesino huido de la prisión se coló en nuestra casa con una navaja en la mano.
-Mátale a él –dijo ella-, y nosotros nos quedamos a follar en el salón.
Cuando el cuchillo me atravesó de lado a lado, la sangre manándome profusamente a borbotones, me sentía ligeramente estúpido, como debe sentirse alguien durante una explosión cuando se percata, un segundo demasiado tarde, de que se ha dejado abierto el gas. Pero entonces ella, se agachó hasta mi cuerpo moribundo, y me consoló diciendo:
            -Contigo fue con el único con el que siempre fui sincera.


            Y sólo recuerdo que, conforme me iba muriendo, tan sólo era capaz de pensar en cuánto la amaba, y cómo le agradecía tanto todo lo que ella había hecho por mí...

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