Para que no echéis de menos el verano, hoy os llevaremos a una lejana ciudad.
El personaje de José Coronado dice, casi al principio de "El hombre de las mil caras", algo así como: "Yo fui piloto en la época en que un avión era un avión, no un autobús". Hubo una era, incluso, en que el acto de viajar era una cuestión de vida o muerte. Una vida que dedicarle, o una vida para entregar. Se tardaban años en llegar a destino (momento para el cual puede que tu misión hubiera dejado de tener sentido), y no era raro que mil y un azares impidieran que llegaras a contemplar el final del trayecto. En esas circunstancias, fueron pocos los hombres que se atrevieron a llegar tan lejos, hasta lo que se consideraba poco menos que los confines del mundo. Unos cuantos españoles, sin embargo, pudieron contarse entre los que inscribieron sus nombres como conectores de muy alejados lugares del planeta. Ruy González de Clavijo no es tan conocido como Marco Polo, pero poco puede desmerecerse a un hombre que consiguió que, hoy día, haya un barrio llamado "Madrid" en la ciudad de Samarcanda, hoy oficialmente parte del país de Uzbekistán.
Ruy González de Clavijo, un paisano.
La historia comienza con Enrique III de Castilla, de la familia de los Trastámara, entre cuyos descendientes se hayan entre otros Isabel la Católica. Enrique III era un rey que procuró estar a buenas con los reinos que le rodeaban, salvo con los musulmanes, con los que el enfrentamiento venía por parte de la religión. Por otra parte, era un hombre intrigado por lo que ocurría fuera de sus fronteras, aunque no tuviera la menor oportunidad de intervenir en el desarrollo de los acontecimientos. Quizás por eso, o porque eran musulmanes, Enrique III veía con particular peligro la actitud del sultán turco Bayaceto, dueño y señor del imperio romano. Un día, al rey castellano le llegan difusas noticias sobre que un tal Tarmerlán ha conseguido derrotar a Bayaceto. Sin duda pensando aquello de "el enemigo de mi enemigo es mi amigo", decide que, a pesar de hallarse el reino de Tamerlán y el suyo propio a miles de kilómetros de distancia, quizás sería útil establecer una alianza contra la gran amenaza de la cristiandad. Por ello, envía una expedición al mando de Pelayo de Sotomayor y Fernando de Palazuelo en dirección a la capital del reino de Tamerlán: la mítica y exótica Samarkanda.
Aquí Tamerlán, aquí unos amigos
Aclaremos un poco quién era Tamerlán, Tarmorlán, o cualquiera de los muchos nombres con el que pasó a la Historia. La misma forma de nombrar su imperio es confusa: aparte de "timúrida", en referencia a Tamerlán mismo, algunos le denominan tártaro, otros mogol, para aumentar al confusión incluso turco-mongol. Por simplificar, diremos que Tarmerlán procedía de aquellas tribus de jinetes que crecieron en las vastas estepas de Asia Central, acostumbradas a montar a caballo con la misma facilidad que a caminar, y dispuestas a lanzarse a la rapiña en cuando tienen la más mínima ocasión, pero que en pocas ocasiones han tenido la posibilidad de levantar imperios, y cuando lo han hecho, han sido relativamente efímeros. Gengis Khan fue capaz de unificarlas en Mongolia y se alzó con el mayor imperio terrestre que el mundo había conocido. Tarmerlán partía de esta tradición y consiguió también una amplia cohesión , pero no era descendiente directo de Gengis Khan, y por ello las tribus nunca le reconocieron con el mismo rango; sin embargo, fue capaz de formar una estrategia de alianzas personales y matrimoniales que le acercó a convertirse a lo más parecido a un sucesor espiritual del Gran Khan, a lo cual contribuyó la generación de un vasto imperio bajo el que cayeron, a sangre y fuego, capitales tan significativas como Bagdag, Damasco, Kabul o Delhi (sus descendientes gobernaron buena parte del norte de la India hasta la llegada de los ingleses). Aunque Tarmerlán procenía de una tribu nómada, fue capaz de gobernar un imperio culturalmente heterogéneo y mostrarse como un gobernante prudente: fue el islam su religión, y estableció su capital en Samarcanda, una ciudad ya de por sí milenaria (Amin Maalouf tiene un bello libro con este nombre, ambientado en la época en que estuvo bajo el dominio de los árabes), la cual embelleció más todavía, convirtiéndose en el eje central de muchos sueños. Cuando los embajadores de Enrique de Castilla llegaron, lo hicieron justo a tiempo de ver como Tamerlán derrotaba al sultán Bayaceto y lograba incluso hacerle prisionero. El soberano tártaro acogió a los españoles, les dispensó bellas palabras, una amable carta que debían entregar a Enrique III, y les envió de vuelta a casa con un embajador mogol, y también un par de damas cristianas rescatadas de manos de los turcos -una de ellas, griega, acaba como dama de corte en Castilla-. El rey Enrique estaba entusiasmado, y por ello no dudó en enviar una segunda expedición que acompañara de vuelta al embajador mogol y reforzara los lazos iniciados en la primera aproximación. Esta vez, el viaje se hallará a cargo de su ayudante personal ("camarero" era el grado oficial que tenía asignado), el madrileño Ruy González de Clavijo. De él sabemos poco muy: que era de edad madura, que estaba casado, y que partió junto con un hombre de armas -guardia del rey-, un fraile (especialista en asuntos del espíritu) y otros catorce hombres, con el propósito de obsequiarle a Tarmerlán con regalos que incluían telas de color escarlata, tazas y objetos variados de plata, y valiosos halcones de caza, todo ello para convencer al soberano de certificar de manera definitiva una alianza junto con Castilla que hiciera frente al dominio turco. Partió en mayo de 1403 desde Sanlúcar de Barrameda. Poniendo inicio al viaje por el que se le recordaría, había sellado su destino.
7000 kilómetros (hoy se necesitan 12 horas para recorrerlo en avión, 84 en coche sin contar las barreras humanas y terrestres) que a González de Clavijo, ida y vuelta, le costarían tres años. Málaga, Ibiza, Mallorca, Córcega, Cerdeña, Mesina, Roma, Rodas, Quíos, el monte Athos, Constantinopla, estancia de invierno en Pera (actual Beyoglu); luego el Mar Negro, Trebisonda (donde aún resuenan los ecos de Jasón y Los Argonautas), Armenia, Turquía, Irak, Irán (pasando por Teherán) y finalmente Samarcanda. En su "Embajada a Tamorlán" (crónica escrita, según los especialistas, en su mayor parte por González de Clavijo, aunque pudieron haber contribuido el religioso que formaba parte de la expedición, así como el embajador mogol que les acompañaba, y algunas otras manos auxiliares), los embajadores describen la magnificencia de esta urbe cosmopolita, donde se había concentrado lo más granado del imperio timúrida, y ya se habían construido algunos de los monumentos de aquel período que todavía pueden admirarse en la urbe. Un Tamerlán septuagenario les recibe con los brazos abiertos; agradece los regalos, llama afectuosamente a Enrique III de Castilla "su hijo", y les agasaja durante los dos meses y medio de su estancia con continuas fiestas en las que abundan toda clase de placeres, desde los carnales a los etílicos (las crónicas por lo visto nos aclaran que González de Clavijo no disfrutó de estos últimos, pues era abstemio, pero no he leído nada acerca de los primeros -imaginad aquí mi sonrisa maliciosa-). En todo caso, los embajadores no reciben la respuesta que desean: Tamerlán, más ocupado con los preparativos de su futura invasión a China, marea la perdiz y no les dice nada sobre la asociación con el reino castellano, que probablemente no sería capaz de localizar en un mapa sin ayuda de sus astrónomos, y cuya promesa de ayuda mutua le interesa poco o más bien nada. Pero se muestra diplomático y procura entretener a los embajadores hasta que éstos, hartos de esperar, emprenden la vuelta a casa. En el camino de regreso, se enteran de que un Tamerlán ya enfermo cuando le conocieron ha fallecido al poco tiempo de iniciar la incursión a China. Los castellanos, cansados de tanto trasiego, retornan al fin a casa.
Con la muerte de Tamerlán, desaparecieron las escasas posibilidades de aquella alianza improbable entre dos naciones situadas a una distancia inabarcable para la época. Sin embargo, lo más valioso de aquella embajada no fueron ni la política ni los regalos, sino aquella "Crónica de Tamorlán" que González de Clavijo y colaboradores escribieron a su vuelta, y constituyó un testimonio fidedigno de la vida cotidiana en el imperio de Tarmerlán y las ciudades de paso que fueron visitando. Se reconoce como una de las piezas más interesantes de la literatura medieval, y se la compara a menudo con "El Libro de las Maravillas" de Marco Polo. González de Clavijo fue recompensado con el título de chambelán; vivió primero en Alcalá y más tarde en Madrid -en concreto en la Plaza de la Paja-, y su tumba se encuentra en la (por otro lado, interesantísima por muchos motivos) iglesia de San Francisco el Grande. Tamerlán le puso, en su honor, el nombre de Madrid a una pequeña ciudad que luego absorbió la creciente Samarcanda (ahora forma un barrio de la ciudad), que por otra parte tiene desde el 2004 una calle dedicada a González de Clavijo, en un momento en que la capital de España y Uzbekistán quisieron rememorar ese efímero instante de la historia que les hermanó. Uzbekistán tiene aspectos terribles: se trata de una dictadura encubierta, y durante años se ha definido como un estado criminal (con miles de niños trabajando en condiciones de esclavitud para el gobierno, al más puro estilo de "Indiana Jones y el Templo Maldito"), aunque eso no ha supuesto un obstáculo para que el país haga buenas migas con numerosas estructuras occidentales, incluyendo el equipo del FC Barcelona cuando estaba bajo el mando de Joan Laporta. Sin embargo, el evocador nombre de Samarcanda, y el papel que jugó allí un madrileño hace ya siete siglos, son un motivo para sonreír al recordarlo. Quizás en para algún uzbeco, respecto a España, pase lo mismo.
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