-La elaboración de una
receta es como el acto de hacer el amor – ella enunció-. Si sigues el texto del
libro a pies juntillas, pierde magia, candor, espontaneidad. Si un plato, de
cualquier origen, elaborado por un cocinero francés, no adquiere aquel
inequívoco aroma a delicadeza, a elegancia, a cuidado, propias de un Liceo en
París o de los campos de lavanda en Provenza, habremos perdido un delicado
matiz que no podrá ser replicado de ninguna otra forma, en ningún otro lugar. Y
eso supondrá una pérdida cultural irreparable no sólo para nuestros paladares,
sino para el conjunto de la humanidad. Por ello, cada construcción cada un
plato característica y única, dependiendo de la localización física, del
momento o del estado de ánimo del cocinero. Esta subjetividad es un hecho que
nunca debemos permitirnos olvidar.
Y conforme lo decía, clavaba los
ojos en él, el aprendiz, y él quedaba subyugado ante la mágica caída de sus
pestañas. A partir de entonces, la clase de cocina fue un laberinto, un vals,
un juego de engaños. Sus almas se espiaban de reojo mientras cortaban los
tomates o picaban un ajo, y cada desplazamiento para capturar un ingrediente o atrapar
un electrodoméstico se convertía en un sensual torbellino donde los cuerpos se
cruzaban –arriesgando con tocarse- y ambos jugaban alternativamente al ratón y
al gato. Dosificaron las especias como si las aplicaran por su piel desnuda durante
un masaje de espalda; someter a un trozo de carne, a una verdura, era una
vibrante metáfora de lo que harían nada más les concedieran la oportunidad. Cuando
él le dio a probar su plato, ella acercó la cuchara a sus labios disimulando
que no le importaba en qué posición quedaba su escote, y al degustar aquella
delicia, derramó una casi desapercibida lágrima, en un callado orgasmo de
felicidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario