Descubrí a David Torres a partir de sus columnas en la prensa y, más tarde, tuve la ocasión de que me firmara en la Feria del Libro de Madrid su novela "Todos los buenos soldados", un pequeño delirio sobre los grandes delirios de España que empleaba como uno de los personajes principales a Miguel Gila (cuya historia da para una comedia, una tragedia, una novela y más de una llamada telefónica) y como telón de fondo la injustamente olvidada guerra de Ifni. David Torres, acostumbrado en sus columnas a combatir de manera periódica a grandes y mediocres villanos entre los que se incluyen famosos y políticos, es un periodista y escritor que tiene en común con los grandes boxeadores la virtud de repartir frases como quien reparte puñetazos, haciéndome recordar aquella frase de Andreu Martin de "Me gusta que la violencia en mis novelas duela. También la que ejerce el bueno". En ocasiones, Torres se pone el mono de arrojar críticas furibundas e incluso broncas, y entonces coloca en su mano un mazo; pero cuando saca el arma de la ironía y el humor, porta en su brazo una espada, y es cuando corta las lonchas más finas. Sin embargo, en este caso, en una recopilación de los artículos periodísticos que ha dedicado a lo largo de los años a biografías y obituarios, toma el cincel y el martillo y se pone el traje de escultor para reconstruir ante nosotros una serie de figuras que, en buena parte de los casos, se pasaron la vida construyéndose a sí mismas, aunque a veces nacieron directamente del mármol en un parto casi natural. Torres, mientras tanto, prosigue con sus puñetazos en forma de frase, escogiendo cuidadosamente tanto las propias como las ajenas, referidas al personaje correspondiente desde su génesis o, en cambio, aquellas que en su origen trataban acerca de otra cosa, pero que encajan perfectamente con el individuo a colación. En ese sentido, tiene razón Román Piña, el autor del prólogo del libro, quien elogia el conocimiento enciclopédico de Torres sobre determinados personajes y materias; mi teoría es que ese conocimiento no proviene sólo de la investigación y la erudición sino, sobre todo, de una admiración que ha hecho que este conocimiento, en lugar de escapar por los huecos de la memoria, se le quede adherido en la suela de las páginas. Estos personajes, grandes hitos de los siglos XIX y XX, tienen en común que al autor de este libro le resultan fascinantes desde algún punto de vista, y su biografía por tanto se convierte en una especie de reverencia, reflejando no sólo las obsesiones de sus protagonistas, sino también las de Torres: hay muchísimos músicos, montañeros (al fin y al cabo el escritor fue guionista de "Al filo de lo imposible", y sobre las altas cumbres se han escrito las mayores gestas y las traiciones más viles), por supuesto escritores, una larga pléyade de estrellas de cine (pero estrellas de verdad: Jack Lemmon, Ernest Borgnine, Katherine Hepburn, Eleanor Parker, James Cagney, Anthony Quinn, Bob Hoskins, Eli Wallach) y mucho personaje estrafalario. Algunos de los individuos reflejados son inaguantables, otros poseen defectos tan colosales como sus ciclópeas virtudes, unos poseen un ego del tamaño de catedrales, y otros preferían concentrarse sólo en su arte y pasar, si era posible, casi de puntillas por su propia vida. No sé qué me ha llamado más la atención del libro, si los personajes que ya conocía y de los que se cuentan sus anécdotas por miles (Orson Welles, Borges, Dalí, Muhammad Ali, Ray Bradbury, Oscar Wilde, Ernest Hemingway, Frank Sinatra), o en cambio aquellos de los que no sabía nada y de los que he aprendido en grandes dosis (el surrealismo proletario de Burgess, la voz desgarrada de Billie Holiday, la dulzura de Klaus Tennstedt, el sonido atronador de Lemy Kilmister, la benigna extravagancia de Thelonius Monk). De todos estos individuos, y los que de manera colateral aparecen retratados, podemos estar de acuerdo o no con Torres acerca de la grandeza o irrelevancia de sus obras (a algunas de las cuales me ha servido para acercarme), ya sean composiciones vitales, artísticas o literarias, pero lo que no cabe duda es de la pasión que ponían en las mismas, y que Torres transmite a través de la pasión de las palabras. Como dice Román Piña en el prólogo, con obituarios así, dan ganas de morirse, aunque uno sea un perro (pues le dedica un artículo al español Excalibur y al griego Lukanikos); pero es que no cualquier individuo se merece un homenaje, y en cambio, para merecer un homenaje, frente a algunos individuos, basta con ser cualquier perro.
¿Por qué estamos aquí? Porque nos gusta lo curioso, lo sorprendente, lo interesante, lo inusual, lo que engrandece al ser humano, lo que lo redime de vez en cuando. Por eso nos apasionan las historias: porque hayan ocurrido o no, de alguna manera es real.
lunes, 15 de enero de 2018
El libro de enero: "Por orden de desaparición", de David Torres
Descubrí a David Torres a partir de sus columnas en la prensa y, más tarde, tuve la ocasión de que me firmara en la Feria del Libro de Madrid su novela "Todos los buenos soldados", un pequeño delirio sobre los grandes delirios de España que empleaba como uno de los personajes principales a Miguel Gila (cuya historia da para una comedia, una tragedia, una novela y más de una llamada telefónica) y como telón de fondo la injustamente olvidada guerra de Ifni. David Torres, acostumbrado en sus columnas a combatir de manera periódica a grandes y mediocres villanos entre los que se incluyen famosos y políticos, es un periodista y escritor que tiene en común con los grandes boxeadores la virtud de repartir frases como quien reparte puñetazos, haciéndome recordar aquella frase de Andreu Martin de "Me gusta que la violencia en mis novelas duela. También la que ejerce el bueno". En ocasiones, Torres se pone el mono de arrojar críticas furibundas e incluso broncas, y entonces coloca en su mano un mazo; pero cuando saca el arma de la ironía y el humor, porta en su brazo una espada, y es cuando corta las lonchas más finas. Sin embargo, en este caso, en una recopilación de los artículos periodísticos que ha dedicado a lo largo de los años a biografías y obituarios, toma el cincel y el martillo y se pone el traje de escultor para reconstruir ante nosotros una serie de figuras que, en buena parte de los casos, se pasaron la vida construyéndose a sí mismas, aunque a veces nacieron directamente del mármol en un parto casi natural. Torres, mientras tanto, prosigue con sus puñetazos en forma de frase, escogiendo cuidadosamente tanto las propias como las ajenas, referidas al personaje correspondiente desde su génesis o, en cambio, aquellas que en su origen trataban acerca de otra cosa, pero que encajan perfectamente con el individuo a colación. En ese sentido, tiene razón Román Piña, el autor del prólogo del libro, quien elogia el conocimiento enciclopédico de Torres sobre determinados personajes y materias; mi teoría es que ese conocimiento no proviene sólo de la investigación y la erudición sino, sobre todo, de una admiración que ha hecho que este conocimiento, en lugar de escapar por los huecos de la memoria, se le quede adherido en la suela de las páginas. Estos personajes, grandes hitos de los siglos XIX y XX, tienen en común que al autor de este libro le resultan fascinantes desde algún punto de vista, y su biografía por tanto se convierte en una especie de reverencia, reflejando no sólo las obsesiones de sus protagonistas, sino también las de Torres: hay muchísimos músicos, montañeros (al fin y al cabo el escritor fue guionista de "Al filo de lo imposible", y sobre las altas cumbres se han escrito las mayores gestas y las traiciones más viles), por supuesto escritores, una larga pléyade de estrellas de cine (pero estrellas de verdad: Jack Lemmon, Ernest Borgnine, Katherine Hepburn, Eleanor Parker, James Cagney, Anthony Quinn, Bob Hoskins, Eli Wallach) y mucho personaje estrafalario. Algunos de los individuos reflejados son inaguantables, otros poseen defectos tan colosales como sus ciclópeas virtudes, unos poseen un ego del tamaño de catedrales, y otros preferían concentrarse sólo en su arte y pasar, si era posible, casi de puntillas por su propia vida. No sé qué me ha llamado más la atención del libro, si los personajes que ya conocía y de los que se cuentan sus anécdotas por miles (Orson Welles, Borges, Dalí, Muhammad Ali, Ray Bradbury, Oscar Wilde, Ernest Hemingway, Frank Sinatra), o en cambio aquellos de los que no sabía nada y de los que he aprendido en grandes dosis (el surrealismo proletario de Burgess, la voz desgarrada de Billie Holiday, la dulzura de Klaus Tennstedt, el sonido atronador de Lemy Kilmister, la benigna extravagancia de Thelonius Monk). De todos estos individuos, y los que de manera colateral aparecen retratados, podemos estar de acuerdo o no con Torres acerca de la grandeza o irrelevancia de sus obras (a algunas de las cuales me ha servido para acercarme), ya sean composiciones vitales, artísticas o literarias, pero lo que no cabe duda es de la pasión que ponían en las mismas, y que Torres transmite a través de la pasión de las palabras. Como dice Román Piña en el prólogo, con obituarios así, dan ganas de morirse, aunque uno sea un perro (pues le dedica un artículo al español Excalibur y al griego Lukanikos); pero es que no cualquier individuo se merece un homenaje, y en cambio, para merecer un homenaje, frente a algunos individuos, basta con ser cualquier perro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario