A Victoria no le gusta ir al oftalmólogo, porque se sienta muy cerca de ella y huele raro, como el armario del abuelo José y a mamá por las mañanas. Además, de vez en cuando le pone unas gotas muy molestas en los ojos y se pasa horas sin ver bien, ¡y eso que lee hasta la última fila antes de que le engorrine los ojos con esa guarrería!
Hoy le ha tocado a medio día, y se ha pasado las clases de la tarde jugando a adivinar cuales eran sus compañeros por la forma de andar y de reírse. Para su sorpresa, acertaba más de lo que pensaba, se ve que sin saberlo se fijaba en más cosas de lo que creía. Le gustó esa idea, así que al volver a casa en el autobús, en vez de esforzarse por ver a través de la neblina que empezaba a disiparse, cerró los ojos y escuchó. Pero su plan tenía una laguna, muchos de sus compañeros de transporte iban en silencio, y, aunque localizó a la señora que siempre lleva bolsos grandes porque iba chillándole a su marido por teléfono y al "Señor Adolfo" porque el conductor siempre le saludaba así (aunque ella estaba segurísima de que se llamaba Juan, tenía cara de Juan ), le quedaba mucha gente por ubicar. Se dio cuenta de que durante un rato le estaba haciendo cosquillas en la nariz el tufo a mapache muerto que emanaba siempre el hombre de las zapatillas azules, del que intentaba alejarse lo posible porque se bajaba aún más tarde que ella y tenía que aguantarlo todo el camino.¡Oye! Si se esforzaba un poco, podía oler también el bocata de nocilla del chaval del instituto rival que se sentaba en la última fila y le daba hambre. ¡Y el aroma a libro tiene que ser de la morena de gafas que se muerde las uñas y siempre se pasa de parada! Así hubiera seguido localizando a los pasajeros si Damián, el conductor, no le hubiera gritado :"¡Victoria, que vas en Babia!¡Tu parada!".Abrió los ojos y parpadeó para arrancar el resto del dilatador, bajó de un salto y decidió que ese nuevo mundo olfativo había llegado para quedarse
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