El último encuentro
El neandertal se refugió en la cueva,
huyendo de sus perseguidores.
Primero se cercioró de que adentro no
había vida, no fuera que tuviera que salir por piernas. Luego, cuando estuvo
seguro de que en la gruta no había nadie más, se permitió el lujo de estudiarse
la herida, por primera vez en toda la persecución. Palpó la sangre: tenía un
feo aspecto. Todavía rezumaba líquido, y lo peor era que, con el paso de los
días, había pasado de rojizo a adquirir una tonalidad verdosa bastante preocupante.
Pero eso tampoco le aportaba ninguna información adicional: el neandertal ya
sentía, por el dolor en el costado, que aquello no pintaba bien, y el cansancio
de la carrera continua, en su huida de los cazadores, no estaba contribuyendo a
mejorarlo. Las imágenes enloquecidas de los rostros de sus perseguidores
acudieron en ráfaga a su mente, como en una visión de trance. ¿Por qué le
odiaban tanto?, se preguntaba el neandertal, abrumado, sin saber todavía cómo
asimilarlo. ¿Por qué esas miradas enardecidas, como si quisieran despedazarlo a
zarpazos; como si pretendieran arrancarle el corazón con sus propios dientes?
“Pero si no lo hacen ellos”, se dijo a sí mismo, “lo harán sus lobos
amaestrados”, resumió. Y con ese descorazonador pensamiento se tumbó sobre las
rocas, buscando un momento de alivio para descansar. Sólo cuando quedó
definitivamente en posición horizontal, se dio cuenta de golpe de lo cansado
que estaba. Y supo en esos momentos que iba a morir.
Fallecer, sin embargo, a esas alturas,
poco le preocupaba. Le dolían más otras cosas. Se había quedado solo. Había
huido durante semanas buscando algún congénere, bosque tras bosque, escondrijo
tras escondrijo, sin encontrar nada. Por delante de sus ojos pasaron todos los
compañeros que habían ido desapareciendo, bien por enfermedad, bien por esa
especie implacable que se denominaba a ella misma “humanidad”. Primero se
habían quedado atrás los heridos y los ancianos, y luego, de manera paulatina,
mujeres, niños y hasta los mejores guerreros. El neandertal había sorteado el
peligro hasta entonces, pero parecía que su suerte había llegado a su fin. Éste
era el ocaso de todo, se dijo. Había llegado el momento de asumirlo: ellos
habían ganado. Los neandertales no existirían más. Quizás, en este sentido, eso
era lo que más lamentaba. Antes, el narrador de su tribu les relataba, en torno
a un fuego, los orígenes de su estirpe y los acontecimientos que habían
surgido, de generación en generación, hasta convertirles en lo que eran. Pero
ya no había narrador: se lo llevó la muerte negra. Ni habría gente a la que
contárselo. No habría nada. Simplemente vacío y (como empezaba a vislumbrar él
también ahora, conforme la fiebre se apoderaba de él) una eterna oscuridad.
Sin embargo, un ruido le hizo salir del
estado de letargo inminente, y asió su lanza, dispuesto a vender caro su
pellejo en una última ocasión. No obstante, lo que se distinguió entre las
sombras le sorprendió. Lejos de los cazadores, allí había otra persona
distinta. Era una mujer. Una hembra humana.
El neandertal la miró, sin duda con la
misma sorpresa con que lo estaba haciendo ella, aunque al neandertal se le
hacía difícil interpretar las emociones en las caras humanas: eran todas tan
iguales… Aquella hembra, en concreto, le resultaba especialmente desagradable
por poseer unas facciones en su rostro tan alejadas de las suyas, pese a que,
para los parámetros de su especie, aquella chica hubiera sido considerada
bella. El neandertal, sin embargo, más que en su posible fealdad o no, pensaba
en otra cosa: y es que si esa chica daba un grito, y los hombres de su tribu se
acercaban, estaba muerto. Su vida –o lo poco que quedaba de la misma- dependía
de ella. Ahora mismo, no importaba nada más.
La joven, por otro lado, se encontraba
todavía en estado de shock. Había entrado a aquel lugar, su refugio secreto,
adonde acudía para refugiarse de los enfados con los obcecados machos de su
clan (o de las ruinosas intrigas de las hembras), y se encontraba allí a este
individuo, el cual, obviamente, no era de los suyos. La mujer, de unos
dieciséis años -por tanto, ya una adulta de pleno derecho desde hacía tiempo-,
nunca había visto a un ejemplar de la otra especie tan cerca, pero aun así lo
reconoció. Los hombres de la tribu hablaban de ellos con frecuencia, resaltaban
sus grotescas cualidades (sus grandes cejas, su mandíbula tosca, todas aquellas
cosas que a la chica le resultaban en este momento tan repulsivas), y hablaban
constantemente del “día del exterminio”, que ya se encontraba próximo, en el
que no los volverían a ver más. Hasta entonces, la chica sólo los había
contemplado de vez en cuando, de modo furtivo, huyendo entre los árboles y las
sombras. Apenas había alcanzado a ver un pie suelto, una cabellera aislada al
viento. Nunca se había imaginado encontrarse cara a cara con uno… y mucho menos
sola, sin nadie que la pudiera rescatar.
Pero la chica se dio pronto cuenta de que
no iba a necesitar ser salvada. El aspecto de la herida del costado del neandertal
era suficiente explicación, sin necesidad ningún sonido por parte del individuo
para interpretarla. La chica supo entonces que aquel era el ejemplar que los
hombres de la tribu llevaban buscando tanto tiempo, el animal esquivo que había
desmontado sus trampas una y otra vez… El único que se había visto por aquella
zona en mucho tiempo; y, allá donde habían viajado, en las migraciones de los
últimos meses, daba la impresión de que tampoco se avistaban demasiados. ¿Sería
éste, quizás, el mítico último neandertal?¿Aquel cuyo fallecimiento, a manos de
los cazadores -cuyo olor, y el de sus perros, llegaba de manera nítida a la
cueva-, significaría “el día del exterminio”, la victoria definitiva, la
solución final? Y de todas las personas con las que cabía la opción de toparse
–el neandertal podría haber asaltado el campamento humano en un último y
suicida gesto; o pasar sus últimos minutos en compañía de las tumbas de sus
antepasados-, ¿le iba a tocar precisamente a ella?
La mujer dudó. El neandertal no había
tratado de emitir palabra alguna (como todo el mundo sabía, los neandertales
sólo sabían producir sonidos guturales e incomprensibles, nada remotamente
similar al lenguaje; también el mismo conocimiento, de los humanos, eran
sabedores los neandertales). No obstante, su consternada mirada, alternante
entre la figura de la mujer y el exterior de la cueva, venía a reflejar una
especie de súplica de piedad. Algo que, como bien uno sabe, no puedes aspirar a
lograr de un cerval enemigo. La mujer intuyó que aquello duraría poco: los
sabuesos tardarían poco en localizar el rastro, y entonces darían muerte al
individuo en la cueva, sin concederle ninguna oportunidad. El neandertal
–incluso sin la herida- era ya un cadáver, tan cierto como si los gusanos lo
estuvieran devorando allí mismo. Él lo sabía; ella lo sabía. Llamara a sus
congéneres a gritos o no, ambos eran conscientes de qué iba a pasar. Sin
embargo, y sin él pedir nada de manera explícita (porque nada esperaba), ni
saber ella conscientemente qué podía darle, sí que tenían ambos la sensación de
que algo debía hacerse. Un sentimiento de que éste no podía ser el final; que
existía aún un paso que había de producirse a continuación.
Ambos se quedaron mirando. Y de repente,
allí, quietos, parados, les dio la impresión de que todas las cosas que habían
escuchado siempre de “los otros” no eran tan ciertas: él no era un ser salvaje,
un gigante monstruoso, cuya única intención sería matarla de un garrotazo; ella
no era una arpía demoníaca que consideraría como primera opción causarle mal.
Parecían ambos tan perdidos y despistados como el otro y, en el caso del
hombre, y a pesar de sus músculos y su lanza, de esas manos que parecía que
podrían aplastarle la cabeza como si se tratara de una nuez blanda, éste
transmitía una imagen de vulnerabilidad que no podía soslayarse. A ella le
producía una ambivalente emoción el hecho de que aquel épico enfrentamiento se
evaporara: de un lado se librarían de sus denostados enemigos, pero por otro,
¿les habían hecho tanto daño? Ella recordaba que durante la mayor parte de su
vida, habían sido más las batallas que los hombres (los que aún no se llamaban
a sí mismos Homo sapiens) habían ganado. Y, por otra parte,
todo lo que los neandertales pudieran tener de útil, de bello, de hermoso, de
las cosas que los hombres mismos no tenían, de los logros que ni siquiera
conscientes que los neandertales habían alcanzado, iba a desaparecer de golpe,
allí, en esa cueva, sin más… Y nadie lloraría una lágrima por una especie
entera que había desaparecido de la faz de la tierra, por siempre jamás.
En ese momento, como movida por un
resorte, la muchacha supo perfectamente lo que debía hacer. Todo su cuerpo se
lo dijo. Se acercó hasta el hombre y, con mucho cuidado, procurando no hacerle
daño en la herida conforme se apoyaba sobre su cuerpo, levantó el escueto taparrabos
que cubría parte de sus caderas, y permitió que su sexo se aproximara a la zona
del miembro viril del macho. Al principio el neandertal parecía confuso, pero
no tenía muchas fuerzas para resistirse, y pronto además comprendió lo que
pretendía la muchacha. Allí ella comprobó la máxima (que ya había constatado
con los humanos) de que pocos machos en cualquier estado, cansados, con sueño,
heridos, o casi muertos, son capaces de resistirse cuando una mujer les ofrece
de cerca su particular cuna de la vida. La chica comenzó a balancearse
suavemente. Con mucha delicadeza, ambos organismos quedaron encajados e
iniciaron con delicadeza el arte de amar.
La chica lo visualizó: se quedaría
embarazada, podía sentir ya prenderse el brote en las entrañas. Tendría un
hijo. El hijo se parecería a su padre, lo suficiente para notarse distinto,
pero no tanto para nadie llegara a dudar que era humano. Crecería, haría el
amor con hembras humanas, y también tendría hijos. Sobrevivirían los mejores,
los más fuertes, los que hubieran heredado lo mejor de los humanos, y también
lo mejor de los neandertales. Él sería distinto. Todos seríamos distintos. El
agua pura, que cuando toca cualquier cosa deja de serlo, adquiriría el justo
punto de sal para convertirse en mar.
El pensar en todo eso llenó a la muchacha
de un gozo y un fulgor que la hizo prenderse como una llamarada en mitad del
fuego. En el último tramo, aquel pensamiento la arrastró más y más. Durante un
segundo –muy breve, pero muy intenso-, creyó ver hasta atractivo a aquel
individuo, y entonces la actividad sufrió una súbita deceleración y volvieron
al movimiento suave, el de la tranquilidad y el reposo que proporciona el gozar.
El orgasmo llegó tan sólo unos segundos
después de que su semilla la inundara por completo, y anticipó unos segundos a
que él le diera las gracias con una sentida sonrisa. Fue tan sólo cinco minutos
antes de que los cazadores penetraran en la cueva ocupada por un solo
individuo, ya sin pulso, y una lluvia de flechas atravesara el lugar.
No se conoce a ciencia cierta el motivo
por el que desaparecieron los neandertales, aunque las teorías más recientes
apuntan a una explicación multifactorial a la que, entre otros aspectos,
contribuiría la mera existencia del Homo sapiens, que ocupaba el mismo nicho ecológico. Estudios
científicos han concluido que el cruce entre neandertales y cromagnones
(humanos actuales), aunque presente, tuvo lugar tan sólo unas pocas veces, de
manera esporádica cada varios miles de años. Las razones pudieron ser
múltiples, incluyendo las más sórdidas, como la violación o el abuso. Claro que
podemos pensar que, al menos en algunos casos, fue fruto del amor prohibido, de
la compasión o de la solidaridad. Hoy guardamos un pequeño porcentaje de genes neandertales:
quizás nos los “comimos”, en el sentido más negativo del término, pero en el
más positivo también. Tal vez los destruimos pero, en todo caso, también los
preservamos. Así que no debemos hablar del neandertal en tercera persona:
existe, de manera indeleble, un poco de neandertal en ti. Y eso nadie nunca se
(nos) lo podrán quitar.
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