La Historia según Herbert Trust.
Corría
el año 1959. Para entonces, Herbert Trust ya había publicado más de 22 libros y
varios cientos de artículos en revistas especializadas. La Royal Academy of History británica había reconocido hacía poco sus
méritos en una pomposa ceremonia de homenaje en la que se mencionaron, entre
otros, su exhaustivo trabajo sobre la creación y reducción a cenizas de
Cartago; sus estudios sobre de las sospechas previas de Julio César en
referencia a su propia muerte; su análisis acerca de los formalismos legales relativos
a la ejecución de Cristo; así como un ensayo sobre las teorías finales que
Newton no tuvo tiempo (o tuvo miedo) de desarrollar. El Club de Amigos de la
Edad Media le había nombrado presidente de honor, y los periódicos parecían ya
dar por asentada su victoria en el caluroso debate sobre la muerte de lord
Byron que tanto revuelo había causado durante los últimos meses.
Sin
embargo, y a pesar de este aparente éxito profesional, a pesar de encontrarse,
sin discusión, en la cúspide de su carrera como historiador, Herbert tenía aún
una pequeña espinita que le reconcomía las entrañas y que le llevaba a pasar
sus solitarias noches en vela; un problema al que nadie le hubiera confesado
jamás, aunque nada hubiera deseado más que llegar a hacerlo. De todas maneras,
se lo contara a quien se lo contase, ya no tenía mucho remedio. Su último
intento, El jardín de Marco Polo,
había sucumbido en el más estrepitoso de los fracasos. Cuando se lo devolvieron
de la editorial, sólo una breve misiva acompañaba al rechazo, y releerla tan
sólo le acentuaba aún más el sabor de la amarga derrota que llevaba masticando
mucho antes de confirmar lo que, por otro lado, ya esperaba, incluso desde
antes de mandarlo.
<<En cuanto a rigor histórico>>,
rezaba la carta, <<el texto es
prácticamente perfecto, señor Tweenlaid>>. La precaución de no usar
su propio nombre tal vez fuera innecesaria, pero tras el bochorno del primer <<no>>
a Las Rosas de Oscar Wilde, prefería
mantener su intacta reputación de historiador al margen. <<El problema no es ése; como ya le expliqué la última vez, su
capacidad para recrear con total exactitud entornos del pasado es
extraordinaria, y minuciosos los detalles. Magnífico el decorado; no así la
obra. Se aprecia, sin duda alguna, la influencia de Herbert Trust en sus
textos>>. Cada tentativa, para su desgracia, era una oportunidad más
de ser descubierto. <<Pero,
desgraciadamente, eso no es suficiente. Seré franco, señor Tweenlaid, una vez
más. El argumento es insulso, los personajes planos, los diálogos,
prácticamente inexistentes, y la emoción brilla escandalosamente por su
ausencia. Me sorprende además encontrarme con que apenas hay variación
argumental apreciable entre las últimas tres obras que nos ha mandado, en las
que tan sólo se altera el marco histórico. Mucho me temo que, de seguir en esta
línea, será difícil, en un futuro cercano, podamos publicar alguno de sus
trabajos en nuestra editorial>>.
Pero siga intentándolo, no desfallezca, prestaremos vivo interés a todo aquello
que nos quiera mandar, muy agradecidos, etcétera etcétera, en esa parte, todos
los editores eran iguales. Herbert se mesó los cabellos con desesperación.
No
lo podía entender. Si algo le apasionaba de la Historia (con mayúsculas) era
que se trataba sin duda de la mayor historia (con minúsculas) jamás contada. La
realidad supera a la ficción, la verdad al arte, ésa era una de sus máximas. La
vida de Julio César, su discurso en el Rubicón, su trágica muerte, eran hechos
tan espectaculares que ni el mismo Shakespeare había resistido a la tentación
de recrearlos. La Revolución Francesa, salpicada de ideales y de sangre, era,
para Trust, más contundente que cualquier guión cinematográfico que pudiera ser
escrito. Tenía que ser posible, por tanto, combinar una verdad fidedigna, una
Historia sin chabacanas modificaciones (defecto que le rechinaba en todas las
novelas históricas de éxito), y una ficción atrayente, un cautivador relato que
conmoviera el corazón de los lectores. Un argumento que, a pesar de ser
puramente inventado, y con personajes sobre los cuales no hubiera prueba alguna
de su existencia, convenciera al más erudito historiador de que hubiera sido
factible realmente y que, de hecho, había ocurrido. Y que, al mismo tiempo,
fuera capaz de tocar esas delicadas fibras de la sustancia del hombre que algún
aventurado teólogo, en algún arrebato de poesía, ha llamado, a veces, alma.
Herbert Trust no quería un best-seller; no ambicionaba el dinero o la
fama, más allá de la estrictamente académica. Tan sólo le hubiera gustado
sentirse bien con lo que estaba haciendo: un pequeño reconocimiento, la
satisfacción intelectual del trabajo bien hecho. Una palmadita en la espalda,
por algo más que sus libros de historia. Combatir, con este logro, su soledad.
Poco
habituado a los fracasos, Herbert se negó a asumir las críticas. Nunca le
atribuyó el desastre a su estilo literario (farragoso y demasiado cargado de
detalles históricos, por otra parte). Los editores hubieran aspirado a reyes
destronados, o que los enamorados hubieran comido perdices al final de cada
cuento; pero aquello no siempre podía ser. Si la Historia había ocurrido de una
determinada manera, Herbert no podía modificarla. Aquello hubiera significado
una aberración, un sacrilegio. Si para publicar tenía que morir alguien que, en
aquel momento, no lo había hecho, entonces prefería no publicar. No renunciaría
a sus principios. No obstante, pensaba, ojalá la Historia le pudiese dejar algo
más de margen a veces para escribir sus argumentos. Ojalá, en algunas
circunstancias, fuera algo más flexible. Ojalá, en ocasiones, pudiera olvidarse
un poco de sí misma.
Finalmente,
hizo un último intento. En un tiempo récord, ideó una historia en la época que
mejor conocía, el período tras la primera guerra mundial, la repasó brevemente,
y la mandó a los cuatro editores habituales. Las respuestas fueron igual de
contundentes que las anteriores, si no más.
Trust
tuvo que tragar bilis y, en un momento determinado, explotó. Estaba simplemente
cansado de la prepotente imperturbabilidad de la Historia. En un acto
simbólico, de rebeldía absoluta, tomó el último texto del libro sobre el que
había estado trabajando, un tratado sobre La Guerra de los 100 años, agarró la
máquina de escribir y, por primera vez en su vida, inventó. Comenzó a escribir
una Historia relatada a su gusto, unos personajes exclusivamente extraídos de
su imaginación, un final a su entero capricho. Las teclas de la vieja Olivetti
resonaban de rabia; un violento deseo parecía satisfacerse cada vez que
cambiaba de línea, y una cruel sonrisa se dibujaba en su boca a cada párrafo.
Finalmente, cuando le pareció que por fin había expulsado los malos espíritus a
fuerza de aporrear las teclas, sacó el papel del rodillo y lo depositó casi con
violencia encima de la mesa. Pensó al principio en destruir lo recién creado,
pero lo meditó dos veces y decidió no hacerlo. No iba a publicarlo, por
supuesto; pero le gustaba que estuviera allí. Era una prueba; la demostración
personal a sí mismo de que, por una vez, el académico, el erudito, había
desafiado a la ciencia a la que tanto reverenciaba. En aquel momento, le
parecía haberse desembarazado de unos pesados grilletes; se sintió
completamente libre.
Esa
noche consiguió, por primera vez en varios días, dormir de un tirón. Al día
siguiente se levantó, se afeitó, y marchó a la Royal Academy para consultar
alguno de los libros de la biblioteca. Almorzó allí en compañía de dos de sus
colegas. Charlaron sobre temas más o menos intrascendentes. Finalmente, uno de
ellos le preguntó sobre qué estaba trabajando en ese momento, a lo que Herbert
respondió. No advirtió, sino unos segundos más tarde, que sus compañeros le
contemplaban estupefactos. Herbert se planteó si había realizado algún gesto maleducado
con los cubiertos. Paró de comer y preguntó qué era lo que ocurría, a lo que
uno de sus compañeros comentó intrigado: <<No, nada, es que, simplemente,
no habíamos oído nunca hablar de la batalla de Crecy>>. Herbert levantó
una ceja: <<Eso es imposible. Es la batalla clave de la Guerra de los
Cien años. Vosotros habéis investigado sobre asuntos relacionados. De hecho, si
empecé este libro fue a raíz de una conversación que tuvimos hace unos meses
sobre este tema>>. Sin embargo, no obtuvo la respuesta que él esperaba.
Sus amigos le siguieron observando con el mismo aire interrogante. Confuso,
Herbert continuó comiendo, diciéndose a sí mismo que consultaría sus fuentes, o
que le preguntaría a más colegas, aunque, reiteradamente, se decía a sí mismo
que era inexplicable (no, no, definitivamente imposible, ¡imposible!) que este
episodio no fuera conocido por dos eruditos como los que se encontraba ahora en
la mesa. Sus compañeros, aún intrigados, desviaron la conversación hacia otros
asuntos. Sabían que su compañero era más docto que ellos sobre este asunto
-como acerca de casi todos- y asumieron que debía de referirse a algún hecho
escasamente conocido del que tan sólo unos pocos habían oído hablar. Herbert
permaneció tranquilo hasta que uno de sus colegas le espetó: <<Oye,
Herbert, ¿tiene esa batalla algo que ver con la historia del asesinato del
conde Witmore?>>. Y, entonces, sus amigos vieron a Herbert palidecer.
<<¿Dónde
has oído esa historia?>>, interpeló secamente. ¿Cómo?, respondieron. Sí,
que de dónde la habéis sacado. <<¿Nos estás tomando el pelo,
Herbert?>>. No, claro que no. Os lo juro. Alguno de ellos parecía
ofenderse ante lo que ya daba la impresión de tratarse de una broma de mal
gusto. <<Vamos, Herbert. Sabes como yo que es una historia de dominio
público. Hasta los legos en la materia la conocen. Por Dios, si incluso se ha
hecho una película>>. Al contemplar su rostro de estupor, este mismo
amigo le resumió brevemente la historia. Y cuando el que hablaba terminó su
alocución, y levantó la vista, sintió, hasta en sus propios huesos, el
escalofrío de terror que a Herbert estaba sobrecogiendo.
Porque
el asesinato del conde Witmore, se lo había inventado Herbert… ayer.
Volvió
lo antes que pudo a casa. Buscó el papel al lado de la máquina de escribir.
Allí estaba, tal y como él mismo lo había redactado. Agarró entonces uno de los
libros que utilizaba como fuente en sus investigaciones; lo abrió por el
capítulo correspondiente; lo cerró; lo volvió a abrir; lo releyó; parpadeó
varias veces. Tomó otro libro. Volvió a encontrar lo mismo. No se fiaba de sus
sentidos.
En
todos sus libros, se encontraba, relatado, el asesinato del conde Witmore.
Trató
de buscarle una explicación lógica. Sin duda, lo que había escrito el día
anterior estaba influido por sus lecturas anteriores. Claramente, había leído acerca
de ese episodio histórico tiempo atrás y, aunque no se acordaba de él, sí que
se había almacenado en su subconsciente de tal modo que, al escribir, había
contado un hecho histórico el cual había
creído ficción de su mente. Claro que esto no explicaba que la batalla de Crecy
hubiera desaparecido de la memoria de los hombres… y de las páginas de sus
libros. Aquella explicación tampoco eliminaba la posible objeción que argumentaba
que, si el asesinato del conde Witmore era tan importante, él lo hubiera
relegado a un segundo plano en su memoria. Sin embargo, no podía pensar en otra
teoría. Racional, se entiende. La otra opción era… simplemente inimaginable.
Para
sacudirse los fantasmas de la cabeza, decidió repetir el experimento. Cogió
máquina de escribir (la limpió, pensando iluso que eso podría servir para
algo), papel, y volvió a inventar. Esta vez, algo importante, contundente.
Napoleón no cae en Waterloo. Uno de los capitanes ingleses, Stockbridge,
traiciona a su patria y le revela al Emperador los planes del enemigo. De esta
forma, Bonaparte vence en la batalla y prolonga su poder durante diez años, en
los cuales Stockbridge –a pesar del recelo habitual de Napoleón por los hombres
que fingen servir a un bando para luego abandonarlo-, se convierte en uno de
sus principales aliados. Diez años después, Napoleón cae bajo una emboscada que
Stockbridge, traidor ahora contra su nuevo amo, urde al intuir que la cercana
muerte de Bonaparte puede desestabilizar su imperio, y ponerle a él mismo en
manos de la justicia inglesa. Finalmente, la captura del francés desemboca en
el perdón para Stockbridge y la rehabilitación de su nombre, de tal forma que
años más tarde, y cuando se disipa suficientemente la sombra de su primera traición,
llega a convertirse, paradojas de la vida, en el más grande Primer Ministro de
Inglaterra que recordaron los tiempos.
Lo
terminó, lo puso esta vez bien alejado de la máquina de escribir, y esperó un
tiempo. Media, una hora. Lo suficiente para estar seguro. Después, abrió sus
siempre leales libros. No podía creerlo. Abrió de golpe las ventanas, salió al
balcón, y miró al centro de Trafalgar Square. Efectivamente…
Allí
estaba, verdosa, y oxidada, por el paso de los años, la centenaria estatua de lord
Stockbridge.
Había
cambiado la historia. Y lo que es más… había creado a un hombre.
Lo
que se le descubrió a Herbet Trust a partir de entonces fue un mundo de
sensaciones que hasta antes sólo había tenido la oportunidad de disfrutar Dios,
quizás, durante los primeros seis días de la creación del cosmos. Se presentaba
ante sí un horizonte de posibilidades que ni él mismo era capaz de asimilar. Un
planeta, que se había revelado tan plástico y mutable como lo eran las
corrientes de los ríos o los dibujos realizados en la arena. Un universo, que,
en aquellos instantes, parecía estar por completo a sus pies.
No se trataba de una cuestión,
como fuera comprobando, de si usaba o no esa máquina de escribir, u otra, la
pluma y el papel, o si esperaba un segundo o mil años… Era él. El simple acto
de redactar determinaba el principio y el fin de las cosas, el cambio o la
permanencia, la realidad, o el sueño, la vida… o la muerte.
En un inicio, explorando aún sus
recién adquiridas habilidades, probó cosas sencillas, pequeños detalles, que
luego destruía (la simple combustión de sus legajos en la chimenea daba la
impresión de bastar), para ir tanteando sus posibilidades. Una fecha por aquí,
un acontecimiento por allá. Los libros de historia, sus compañeros, las
noticias en los periódicos, todo se adaptaba mágicamente a sus nuevos cambios.
Primero, lo entendió como un castigo, una maldición a su egoísta deseo de
imponerse sobre la realidad, una reprimenda a su naturaleza arrogante. Más
adelante, sin embargo, conforme observó que aquel mágico poder no revelaba
ninguna clase de funesta consecuencia, lo asumió como una especie de encargo
que la Divina Providencia (o el Destino, quizás) había dejado a su alcance, tal
vez por suerte, o tal vez con un objetivo concreto, y mucho más decisivo aún. A
Trust, desde luego, no se le ocurrió otra explicación mejor. La Historia humana
estaba cargada de fatalidad y miseria durante sus cientos y miles de años
existencia. Guerras, muerte, destrucción, tortura… Cada uno de estos hechos
podía cambiar con tal sólo un par de palabras en tinta negra o unas cuantas
frases manuscritas en un trozo de papel. Una tarea tan importante, que rompía
el mismo derecho al libre albedrío de los hombres, no podía ser encomendada a
un ser humano cualquiera. ¿Cómo dejar este privilegio en manos de un ser
despótico, cruel, egoísta, que lo utilizase para su propio beneficio? Pero no;
le había sido concedido a él, Herbert Trust; un hombre temeroso de Dios, una
hombre con principios. Una persona honesta. Un Ciudadano (pensaba en ese
término como lo utilizaban los Ilustrados franceses de la Enciclopedia) que,
además, se preocupaba lo suficiente de la Historia y conocía lo bastante acerca
de ella como para ser el más (no, el único) adecuado para encomendarle dicha
misión. En él, sin duda, había sido depositada una gran responsabilidad: la de
arreglar los desatinos de los seres humanos en su conjunto. No podía defraudar
dicho objetivo… Se sintió pletórico de ganas, henchido el orgullo, y procedió
rápidamente a intentarlo.
Sin embargo, pronto se dio cuenta
de que no iba a ser tan fácil como parecía y, de hecho, acabó por parecerle
imposible. Todo al final acababa resumiéndose en el mismo problema: cada cambio
en la Historia, cada guerra evitada, incluso cada pequeño e insignificante
hecho que Herbert modificaba, tenía a largo plazo, después de una interminable
sucesión de eventos concatenados, una repercusión enorme, e impredecible, en
los acontecimientos futuros. O, respondiendo a la vieja máxima, el aleteo de
una mariposa en Bombay
provoca un terremoto en Nueva York. Incluso las más ligeras e intranscendentes
variaciones, por más que fueran suavizadas, tenían un impacto en el presente
mucho más fuerte de lo que Herbert jamás hubiera deseado. Se sorprendió
cambiando de gobierno, país o sistema político a cada golpe de tecla, cambios
que, como rápidamente contempló Herbert, eran automáticos y afectaban a su vida
de manera directa cada vez. Un día, de hecho, cierta migración en masa desde
Inglaterra provocó que él mismo se viera, una mañana, como un ciudadano alemán
que apenas podía pronunciar una palabra de inglés, debido a que su familia
había formado parte de dicha migración. Estas situaciones eran un poco extrañas
porque, al mismo tiempo que conservaba la memoria de su existencia original, la
primigenia, también recordaba las cosas que su “otro yo”, el que vivía en esa
especie de universo paralelo, había contemplado a lo largo de toda su
existencia. Y rememoró el día de su boda, o el nacimiento de sus hijos,
acontecimientos que, en su vida anterior, nunca le habían ocurrido en la ¿auténtica?
realidad. Afortunadamente, un gesto tan sencillo como quemar las hojas –que,
gracias a Dios, nunca desaparecían, siempre estaban allí, acompañándole a todas
partes-, bastaba para deshacer el entuerto, y modificar otra vez el relato, aprendiendo
de los errores cometidos. Pero lo que quedaba muy claro era que no bastaba con
arreglar una situación en el pasado para creer que, por ello, la Historia había
cambiado para mejor… porque cada pequeña variación desencadenaba una sucesión
de consecuencias que, sin haberlo previsto, podía ocasionar un desastre de
proporciones, quizá, insondables. Y, por más que intentaba arreglarlo, cada
variante llevaba a una nueva encrucijada, y cada encrucijada a una nueva
pregunta, y cada pregunta a una nueva variante, y a un mismo problema. Pensó
que si tal vez rescribiera toda la Historia de principio a fin podría poner
algo de orden y armonía al conjunto que, tomado en bruto, parecía tan
difícilmente manejable, pero pronto renunció a ello… Había demasiados
acontecimientos históricos que se ignoraban sobre épocas pretéritas, y el
desconocimiento de estos hechos, al escribirse –o, peor, al no anotarse-,
llevaba a callejones sin salida de donde no se podía sacar nada en claro. De
hecho, la primera vez que lo intentó volvió a encontrarse en la época de los
cruzados y los juglares, a pesar de que, en el tiempo, seguía viviendo en lo
que correspondía al año 1959. Así pues, había ciertas zonas temporales que no
debían, no podían, modificarse. Otra solución era cambiar sólo ciertas partes,
más cercanas en el tiempo, y continuar la Historia hasta la época actual para
así controlar el final de los hechos. Sin embargo, siempre se escapaba algo, un
minúsculo detalle que alteraba todo el contexto, y nunca se sabía que era peor,
si el remedio, o la enfermedad. Una vez, consiguió evitar los estragos de una
terrible epidemia y, sin embargo, anticipó con ello la llegada del mercado de
la droga (que el 1959 original de Herbert nunca llegó a conocer) hasta el año
1912. ¿Qué era más terrible, la inmensa masacre de una abominable enfermedad, o
la que se producía en las calles de su Londres actual desde hacía 47 años?
Trust al fin claudicó. La gota que colmó el vaso fue cuando, al evitar la Gran
Guerra de 1914, se encontró con que ésta estaba a punto de estallar, y con
características aún más malévolas, en 1959. Definitivamente, él intentaba
arreglar la Historia, pero los pequeños entes individuales, aquellos a los que
nadie prestaba atención (un día era un americano el que había inventado la
bombilla, el otro un holandés que, por circunstancias del destino, se encontró
antes con la oportunidad de hacerlo, y así en todos los campos, incluyendo la
política, donde los nombres cambiaban tan a menudo que Herbert no podía
recordarlos), se le aparecían y se empeñaban en desbaratarlo todo. Conforme
derribaba unos dictadores, crecían inmediatamente otros distintos. En
definitiva, Herbert comenzó a sentirse un poco como Penélope, que trabajaba en
su tela durante el día y deshacía todo lo logrado durante la noche. Aquel año,
su chimenea estuvo terriblemente ocupada.
Visto entonces que pocas mejoras
(un par no obstante logró) podían obtenerse para el género humano, Herbert
pensó, entonces, que tal vez podía otorgarse a sí mismo, en justo premio por
sus desmesurados esfuerzos, algún pequeño capricho. También empezó con cosas
simples al principio, pequeñas facilidades cotidianas, o la eliminación de
insignificantes obstáculos que hacían su vida un poco más complicada de lo que
a él le gustaría (ahora que estaba enfrascado en su inagotable tarea de
modificar el curso de los tiempos, y tenía tan sólo breves momentos para
ocuparse de sí mismo). Pequeños merecimientos que no hacían daño a nadie, que
no tenían consecuencias tan rocambolescas como las alteraciones que provocaba
para intentar beneficiar a la humanidad, y que sólo hacían su vida un poco más
agradable y tranquila. Así empezó todo… al principio.
Después investigó. Discurrió sobre
las posibilidades. Descubrió que podía crear personajes a su antojo y
destruirlos de la misma forma. De repente, una vez más, acechó a su corazón la
sensación de soledad. Quiso recordar (aunque sólo fuera a través de una
falsamente adquirida memoria) el haber estado emparejado con alguien
anteriormente… quiso experimentar el amor que, a ciencia cierta, nunca creía
haber sentido… Cierto que, durante las pruebas con la Historia en su conjunto,
habían ocurrido cambios con respecto a sí mismo, pero en aquel momento,
amarrado como estaba a un más colosal proyecto, no les prestó demasiada
atención. Ahora, sin embargo, debían convertirse en el centro de su
experiencia. En este momento, él era el protagonista.
Construyó la más grande historia
de amor jamás contada, con la triste certeza, sin embargo, de que nadie iba a
leerla jamás. Aún así, merecía la pena. La escribió, esperó, y de repente, los
recuerdos empezaron a aflorar a él con toda su claridad y nitidez… la sonrisa
de su amada, sus caricias, las largas noches hablando con ella, su boda… su
trágica muerte… Se descubrió con su casa
llena de fotografías de una persona a la que evocaba con tanta nostalgia
como si la hubiera conocido veinte años atrás cuando, en realidad, sólo tenía
conciencia de ella desde hacía diez segundos… aunque no tuviera esa sensación.
Un
día, sin embargo, decidió que no bastaba con limitarse al aséptico ensayo de
laboratorio que implicaba modificar sus recuerdos, y que éstos tuviesen una
cierta influencia sobre el presente. Se requería algo más. Buscaba una
modificación sustancial del momento, algo impactante, un giro de 360 grados. Y,
finalmente, lo intentó. Escribió, se tumbó en un lado de la cama, comenzó a
dormir… y, en mitad de la noche, despertó con un escalofrío. Miró a su
izquierda… y allí estaba ella. Como ayer, y como antes de ayer, aunque él no lo
hubiera sabido hasta hoy. Y allí estaría siempre, mientras él no cambiase la
Historia.
Con el tiempo, a Herbert Trust,
como a casi todos los presuntos idealistas, como a Dorian Gray (que pretendía
usar su retrato como instrumento benefactor y lo acabó convirtiendo en refugio
de sus vilezas), se le olvidaron sus propósitos originales. Como casi todos los
revolucionarios, acabó luchando sólo por el poder, y no por unas convicciones.
Como casi todos los hombres, acabó perdiendo de vista el objetivo primigenio,
ante la dificultad de su realización, y se conformó con metas más factibles y
personales. Como casi todos nosotros, acabó tan sólo por mirarse a sí mismo. Y
es que por fin comprendió algo que, a pesar de sus muchos años como
historiador, no había sido capaz de entender jamás… Y es que el pasado, como ya
afirmó Asimov, no es sólo lo que hicieron lejanos personajes en épocas
pretéritas… Es hace un año, hace un mes, hace un día, un minuto. Que, como
afirmó la generación del 98, por debajo de la Historia, con mayúscula,
equiparable al oleaje de los mares, está la intrahistoria, del pueblo sencillo,
que muestra un volumen mucho más inmenso de agua por debajo de la superficie, la
cual discurre silenciosa, o entre sigilosas corrientes. En definitiva, que
cambiar la Historia implicaba poder cambiar su
historia, la personal, la propia. Su misma vida. Herbert comprendió al fin que
no se cometen errores si se puede marchar atrás en el tiempo. Que cualquier
frase mal pronunciada puede ser de nuevo declamada, que los acontecimientos
posteriores te enseñan en qué fallaste y te llevan a corregir, con pluma y
papel, o con Olivetti, esos errores que nunca debieron cometerse y, de hecho,
nunca se cometieron. Herbert, incluso, pudo planear algo que ni el mismo Alfred
Hitchcock, con todas sus películas, ni la sibilina Agatha Christie, con todos
sus libros, habían conseguido… el crimen perfecto. Sólo cuando tienes varias
oportunidades, es cuando tienes la posibilidad de corregir todos los posibles defectos.
Sólo cuando te han cazado varias veces, sabes exactamente cómo lograr que no vuelva
a ocurrir. Y lo peor de todo, es que Herbert lo experimentó… y llegó a
conseguirlo.
Lo logró todo. Todo cuanto se
puede desear en la existencia. Dinero, poder, impunidad, lujuria… Herbert paldeó
los siete pecados capitales, y los saboreó hasta que su sed quedó saciada.
Disfrutó de los placeres y los vicios, de la virtud y el pecado… Manejó vidas,
creándolas… y destruyéndolas… Vivió, y dejó vivir... siempre bajo sus
directrices.
Sin embargo, un solo defecto,
uno solo, fue el que le encontró a su sistema. Y era, simplemente, su
incapacidad para escribir de manera directa el futuro a su conveniencia. Por
mucho que lo intentó, nunca le fue posible. Por tanto, cada vez que quería
modificar alguna circunstancia adversa, tenía que rescribir el pasado,
modificar las circunstancias… y esperar que todo fuera bien. Era una especie de
tira y afloja, de ensayo-error, que a la larga, tenía éxito, pero era, sin
discusión alguna, un método tedioso, y lo que es más, irritante, que le
obligaba a perder el tiempo en correcciones absurdas que, pensaba él, le
restaban calidad de vida para disfrutar de las ventajas que ansiaba obtener. De
tal manera que a Herbert, a veces, le hubiera gustado disponer de la
posibilidad de que -si no él- alguna otra persona pudiera alterar en su nombre
el futuro. Sin embargo, esto no parecía ser posible.
No obstante, cuando te
acostumbras a que hechos que nunca imaginaste te acontezcan, cuando comienza a
ser demasiado usual que tus deseos se cumplan, entonces dejas de ver imposibles.
Y, en ese momento, empiezas a buscar soluciones alternativas. Y, muy
habitualmente, las encuentras. Herbert lo consiguió. Ideó la forma de modificar
el futuro a voluntad propia, utilizando otra persona como instrumento.
Anteriormente, ya había demostrado lo fácil que era crear vidas… Ahora rizaría
el rizo: se inventaría a sí mismo. Literalmente.
Lo planeó todo. Buscó una época
y un lugar más o menos interesante para colocarse a sí mismo en el pasado. El
París de finales del XIX, por ejemplo. Luego se describió a sí mismo en los
sucesivos folios que, conforme se iban redactando, iban haciéndose realidad. Se
colocó, como personaje, en un entorno definido, y aquí venía la dificultad:
anotó, muy específicamente, que este personaje (tan histórico, tan real, y tan
imaginario como él mismo) conocía su propia existencia en 1959 y su facultad de
cambiar el pasado. Y, tenía al mismo tiempo, la capacidad de transformar el
futuro, el de cualquier época, del mismo modo en que Herbert lo hacía,
simplemente redactándolo. Adjuntó Herbert una carta que debía llegarle a su
homólogo en una determinada época de su vida, y que le explicaría todos estos
hechos y le propondría un trato de beneficio mutuo, de tal forma que ambos
procurarían colaborar recíprocamente en las variaciones en la Historia que
ejerciesen, al mismo tiempo, y con las mismas manos; hoy por ti, mañana por mí.
Su forma de comunicarse sería a través de misivas que se irían mandando
periódicamente y que aparecerían, como por arte de birlibirloque, cada cierto
tiempo, junto a la máquina de escribir. Cuando terminó, Herbert contempló su
obra admirado. Sentía que había hecho magia.
No tuvo que esperar mucho antes
de obtener la respuesta. Ésta apareció a los pocos días. Durante ese tiempo expectante,
Herbert estuvo maldiciéndose a sí mismo por creer en ese infame truco de
prestidigitador que le había hecho perder tiempo y fuerzas. O pensó,
angustiado, que tal vez su homólogo se tropezase con problemas, o que no
hubiera recibido la carta, o que no supiera emitir la respuesta, o que ni tan
siquiera le creyese. Mil ideas se le pasaron por la cabeza, y aceptó y desechó
como buenas todas ellas, varias veces cada una. Finalmente, las dudas se
despejaron. Herbert se sintió, estremecido, como una de esas fantasías que
Borges hilvanaba a partir de personajes que se imaginaban los unos a los otros
y que, de esa manera, se hacían más reales a ellos mismos. Se sintió verdad y
mentira, carne y alma, sueño y pesadilla y, cuando contemplaba su imagen en el
espejo, se preguntaba, intrigado, cuál de los dos Herbert Trust era el que se
reflejaba allí… quién se hallaba al otro lado.
Pronto se dio cuenta de que su
hermano, su compañero de tragedia, no era exactamente igual que él. Sí, tenían
la mayor parte de las características en común, pero eso no lo era todo. Al fin
y al cabo, el hombre es una mezcla de genética y ambiente, y como tal conforma
su carácter. Herbert había creado para su homólogo una biografía, unos hechos
que giraban a su alrededor, un contexto histórico, y su gemelo no podía
sustraerse a ello, igual que Herbert no podía olvidar que buena parte de sus
concepciones y modo de ser procedían de ser un habitante del 1959. Y, como
habitualmente ocurre entre extremos iguales, que, de ser tan similares, se
distancian tanto; que de ser tan parecidos, desprecian en mayor medida sus
mutuos defectos; como entre el abuelo fascista y el nieto comunista, como entre
el radical de una doctrina y el radical de la contraria (que en el fondo, a los
ojos de Dios, y de Borges, son el mismo hombre), los dos Herbert Trust llegaron
a detestarse. Primero fue un ligero distanciamiento, una sensación de no
pertenecerse a sí mismos a pesar de compartir cuerpo y buena parte del alma. El
Herbert del XIX no le perdonaba el haberle creado exclusivamente con fines
egoístas, y el Herbert del 1959 renegaba de él por no reconocerle como creador,
como su propio Dios dador y receptor de vida, por negarle el respeto. Luego,
surgió la sospecha mutua, el recelo sobre ese hombre que, desde tan lejos, y
sin haberle visto nunca, podía llegar a ejercer tanta influencia sobre su vida.
El Herbert de 1959 se dio cuenta de que había creado un arma de doble filo, y
que, si bien su homólogo podía beneficiarle, también podía destruirle. ¿Qué
pasaría al dar la vuelta a la manzana?¿Se encontraría un regalo inesperado, o
un accidente dispuesto a cercenar su vida?¿Sería su compañero (¿sería él
mismo?) tan maligno, tan infame (¿era su alma así, por otra parte?) para, mediante
algún misterioso virus, conseguir paralizar sus manos, de tal manera que no
pudieran volver a escribir? No lo sabía… no se atrevía a imaginarlo. En todo caso,
el otro compartía unos recelos iguales, o bastante parecidos, aunque ninguno de
los dos lo confesaba. Perdieron el control. Nunca se mataron, o se destruyeron,
más que nada porque, al no saber del todo en función de qué se ejercía esta
magia bienhechora, temían que lo que le ocurriera al uno pudiera acarrear
consecuencias inimaginables para su partenaire. De hecho, llegaron a
pensar que si el uno existía, lo hacía porque el otro escribía acerca de él. El
miedo, el escalofrío que te recorre la espalda, que te dice que tu vida ha
dejado de depender de ti, les atenazaba como un nudo en la garganta. Ni
siquiera se esforzaban en mejorar sus propias vidas, que se iban deteriorando
día a día, sino simplemente, en vigilar las actividades del otro, releyendo una
y mil veces las cartas que el contrario les enviaba, que cada vez eran más
crípticas, menos frecuentes, más mentirosas, y que revelaban, con el tiempo, la
falta de confianza suficiente para confesar sus verdaderos secretos a un
extraño. No se fiaban. No creían en su propia fidelidad. Conocían las ponzoñas
de sus almas y, precisamente por ello, no podían llegar a amarse. Hicieron uno
o dos vagos intentos de reconciliación, pero nunca funcionaron. Ni siquiera el
Herbert de 1959, a pesar de ser el autor primigenio de esta parodia, pensaba
por ello que estaba en una situación ventajosa. Porque, al fin y al cabo, había
ocurrido hacía tanto tiempo, ¿quién había creado a quién? Estaba claro. Nunca
podrían vivir tranquilos el uno con el otro. Y era mejor una guerra declarada,
sin cuartel, a cielo descubierto, que una sospecha invisible que nunca
terminaba de fraguarse y que estaba erizando sus nervios. Así pues, lo
establecieron: la pelea no sería a través de escritos que cambiasen la historia
personal del otro (de haber sido así, temía Herbert, el daño que podrían
hacerse mutuamente sería inefable), sino de un modo a la antigua usanza.
Cogerían un momento concreto en el tiempo, más o menos intermedio entre las dos
épocas en la que se encontraban: cada uno de ellos interpretaría un personaje,
y ese personaje tendría la capacidad, y la oportunidad, de alcanzar el poder en
la Historia. Con el tiempo, sus imperios se harían tan fuertes, que no tendrían
más remedio que colisionar y, de esta manera, decidir el destino final de
ambos, en una suerte poética, que le recordaba a Herbert (¿el uno, los dos,
quién sabe?) la de los guerreros medievales en sus sangrientos duelos a muerte. Finalmente,
después de tanto hablar sobre la Historia, y sus personajes, Herbert participaría
de ella, como un miembro más de la misma. Otras personas escribirían sobre él,
de la misma forma que él había hecho, y redactaría esta vez Historia no con
lápiz y papel como había hecho siempre, sino con sus propias manos. Era mucho
menos manejable, desde luego, que el método primigenio, pero más auténtico, más
puro; un retorno a los orígenes. Una forma habitual de cambiar el curso de los
tiempos: reyes que invaden países, hombres que deciden liderar a toda una
nación, soldados que deciden su propio destino. Para los dos Herbert, podía significar
la muerte… Pero, aún así, una muerte con honor y, en todo caso, una muerte en
el ambiente que más les entusiasmaba a ambos: el tablero de Historia. Un
entorno que, por otra parte, nunca habían abandonado y que, quizás, fuera lo
único que, a pesar de todas las cosas por las que habían luchado, hubieran amado
alguna vez. Así que, finalmente, sellado el pacto, echada la suerte, Herbert se
miró al espejo, sonrió, y pensó en lo quw estaría haciendo su homólogo en este
momento. No lo sabía; ni le importaba. Tan sólo le preocupaba el futuro a
partir de entonces. Un futuro al que no tenía miedo, que jamás volvería a
aterrorizarlo. Se olvidó del pasado. Se olvidó del presente. Se olvidó de quién
era.
Herbert Trust invadió Polonia el
1 de septiembre de 1939; la Historia le conocería por otro nombre.