lunes, 29 de junio de 2020

Reencuentro


Reencuentro

                Le conocí superficialmente pero, aun así, me caía bien. Profesional en su campo. Defensor de la ciencia. Progresista. Yo colaboraba con él en un estudio de corte académico. Desarrollamos una investigación donde yo ejercía un trabajo de compilación y actualización de datos, una labor más mecánica que otra cosa, aunque creo que útil (me incluyeron en los agradecimientos del artículo), con lo cual nuestra relación tuvo lugar la mayor parte del tiempo a distancia. Me hablaron de su filiación a un partido político. Le felicité por correo electrónico el día que ganaron unas elecciones. Me contestó: “En cuanto vencen, siento que dejan de ser un poco los míos”. Me congratuló la respuesta, porque cuadra con mi sentimiento respecto a la política, donde uno no pertenece a un grupo humano o a un clan sino que crees en unas ideas, y por tanto eres leal a ellas y no a los que las traicionan en aras del poder o de cuestiones personales. Lo que últimamente ha venido en llamarse un partido instrumental, y que es lo que muchos creemos que debería haber sido desde el principio. La última vez que me lo encontré me quedé con un mal sabor de boca. Me lo topé por casualidad un día que visitaba aquel edificio que teníamos en común, en lo que esperaba fuera una misión breve y acelerada, y me sentí con la incomodidad de toparte con quien no esperas en el momento menos adecuado posible. Charlamos y, no sé muy bien cómo, aquello derivó en un debate, uno que estaba muy en boga aquellos días (¿cuándo no lo estará?) acerca de una generación de más edad que está claro que trabajó mucho pero que, en mi opinión, ha cerrado, en un exceso de ambición, las expectativas de la precarizada cohorte que la sucedía. Sin duda vosotros habéis visto ejemplos que justifican la discusión: individuos de sesenta años que defienden la política de recortes económicos, los cuales impiden que pierdan valor sus activos o su plan de pensiones, pero que no se dan cuenta de que esto dificulta el acceso a la universidad por parte de sus hijos (supongo que esperan garantizárselo ellos mismos pero, claro, uno cabe preguntarse qué van a hacer los hijos que no pueden confiar, para las cuestiones monetarias, en el paraguas de sus padres). Al mismo tiempo, supongo que la generación por delante de la mía rememora todos los trances que han atravesado -una dictadura, varias crisis, muchos años deslomándose a fondo, una legislación más dura en muchos aspectos- y se preguntan cómo estos pipiolos que acaban de llegar exigen cosas que en su tiempo no se daban por garantizadas. Es un debate legítimo, por supuesto, entre otras cosas porque da pie a múltiples matices. La cuestión es que en un momento determinado, en el fragor de la conversación (me emociono mucho durante esta clase de momentos; sin duda demasiado), hasta le llamé de manera algo enfática “hijo”, cosa de la que inmediatamente me arrepentí, no sólo porque no venía a cuento de nada aquella familiaridad, sino porque el otro me sacaba varias décadas. Mi interlocutor me replicó con otro “hijo” en la frase siguiente -que acepté como equitativo estoque de regreso- y recuerdo que a continuación me dijo que quizás las generaciones más jóvenes deberían reclamar con más fuerza sus derechos, tal y como hicieron las pasadas, cosa en la que le di la razón (en parte porque sí, porque la tenía, y en parte también porque después de mi salida de tono previa, quería terminar la charla de manera conciliadora). Y ésa fue la última vez que le volví a ver.
                Hace poco, he visto otra vez su nombre. Vinculado a un movimiento que tiene que ver en parte con la lucha generacional (de fantasmas del pasado que ya creíamos superados) pero, sobre todo, con el odio. No sé de qué extraña manera ha podido acabar este hombre, con sus antecedentes, en aquel punto. Con los datos que tengo, desde luego, resulta difícil dilucidarlo, y menos bajo aquel axioma de que para entender cualquier paso de un individuo has de recorrer, de principio a fin, su completa biografía. Pueden haber sido razones concretas, razones personales, quizás una complicada evolución ideológica y motivacional. Es posible que exista un motivo más o menos explicable, e incluso (arrepentido) me pregunto si el tono de la conversación que mantuvimos aquel día tuvo algo que ver. Pero, aun así, me resulta inconcebible. Sobre todo porque uno puede entender que -acerca del discurso de esa clase de grupos- haya aspectos muy concretos que seas capaz de discutir, matizar, justificar. Pero el argumentario en su conjunto resulta claramente infumable. Por la cantidad de colectivos contra los que atenta, por la insolidaridad general que manifiesta, por el aire destructor que mantiene, como los bárbaros que arrasan la hierba a su paso, sin mirar nunca atrás. Sigo sin entenderlo, pues. Podría tratar de indagar más a fondo para descubrir cómo ha ocurrido, pero no sé si me interesa recorrer cada uno de los escalones que puede llevar a una persona a ingresar en una asociación así. Es de aquella clase de preguntas que no te quieres realizar porque sabes que la respuesta tiene pinta de ser demasiado triste. Supongo que la historia de todo crecimiento personal pasa primero por decepcionarse con la generación de sus padres y, más adelante, decepcionarse con uno mismo. Quizás lo más sabio es aceptar simplemente que es así.
                Recuerdo una anécdota más sobre este hombre. Tiene un apellido curioso, por sus ancestros extranjeros (aspecto que a mí me encanta, pero que no sé si sus compañeros verían tan bien). Este apellido está relacionado con una vieja leyenda asociada a un héroe. De hecho, él solía contar que muchas personas le hacían el típico chiste referido a si era descendiente del insigne mito. Según él, su abuelo solía responder que no: que ellos descendían del villano. Por lo visto, el nieto rebuscó en la genealogía y se dio cuenta de que, en cierta medida (y dentro de lo en serio que pretendas tomarte las leyendas), tenía razón. Entonces pienso que quizás sea nuestro destino: bromeamos con el hecho de jugar a ser el malvado, y al final acabamos por transformarnos en él. O, como decía Nolan en su revisitación del murciélago oscuro, muere joven o vive lo suficiente como para convertirte en ya sabemos qué. Como he dicho antes, no puedo juzgar el caso (no quiero) porque no tengo información suficiente (no me atrevo) como para analizarlo a fondo. Seguramente porque prefiero quedarme con la imagen más positiva que guardaba en mi recuerdo. Sólo espero, con una petición callada, que algo como esto nunca acabe por ocurrirme a mí.

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