lunes, 24 de julio de 2023

Las historias reales de julio: nuevos hilos de Twitter

Unos cuantos relatos en formato hilo (filtradas a través de una página web, para que podáis leerlos los que no teneís Twitter) acerca de esas pequeñas grandes curiosidades que nos dan la vida: por ejemplo, cómo la evolución puede explicar por qué nos encanta el alcohol, el origen de la mesa del Despacho Oval, las peripecias del código de Hammurabi en el Louvre, y cómo perder unas patatas de la manera más tonta. Espero que los disfrutéis.

lunes, 17 de julio de 2023

Los libros no son sólo para el verano: una serie de recomendaciones literarias

Los libros no son sólo para el verano... pero la verdad, tumbados en la playa bajo la sombra, sientan muy bien. Por eso, una serie de recomendaciones rapiditas en esta época en que tenemos más tiempo de lo habitual para leer:

-"Roma desordenada: La ciudad y lo demás" es una recopilación de reflexiones y anotaciones de elección absolutamente personal (como indica el propio título) del diplomático Juan Claudio de Ramón, quien tuvo la suerte de vivir un tiempo en la Ciudad Eterna y, como él mismo dice, hubiera resultado más extraño no escribir un libro sobre la experiencia que abstenerse. Por supuesto, cualquier texto sobre una ciudad que ha mudado tantas veces de piel y vivido tantas vidas va a ser interesante (de hecho, me ha enseñado a reconocer un número más amplio de capas), y en el haber del libro tenemos historias apasionantes, mucha erudición y documentación detrás, y algunas sugerencias bibliográficas dignas de apuntarse -en particular, la película Confidencias y el libro La casa de la vida, que me están permitiendo conocer a uno de esos personajes tan pintorescos que habitan Roma-. En el debe, por contra, flota la sensación de que buena parte del libro no se ha hecho pensando en los lectores, con referencias tan crípticas que sólo los que hemos leído previamente sobre el tema vamos a entender (por supuesto, en alguna seguro que me he perdido). Aparte de eso, este ensayo tiene un poco de todo, desde apreciaciones personales del autor en las que uno no tiene por qué estar de acuerdo -como en cualquier libro- e ilustrativas postales acerca de cómo se sufre la vida cotiiigadores, se embarcan en una serie de disquisiciones a medio camino entre la biología, la antropología, la gastronomía y unas cuantas ciencias más para explicar qué comemos, por qué lo hacemos y, sobre todo, cómo de rico está. Aporta ideas muy interesantes y sorprendentes para un acto sólo aparentemente sencillo como es nutrirse, y satisfará tanto a los que saben del tema como a los aficionados que pretenden encontrar un plato sabroso.

-"El invencible". Esta novela de ciencia ficción de Stanislav Lem (Ciberiada, La voz de su amo) se ha comparado con Solaris, y aunque desde luego no le sale tan redonda, tiene algo en común: Lem reflexiona sobre qué tipo de criaturas podremos encontrarnos cuando exploremos los confines del espacio exterior, y nos obliga a salir de nuestro antropocentrismo. El "pero" es que da la sensación de que a veces la narrativa le estorba, y que ciertas cuestiones tecnológicas están un poco cogidas por los pelos (aunque, por otra parte, Lem se inventa máquinas bastante chulas). En conjunto, sin embargo, como digo, y teniendo en cuenta cómo Lem afronta el misterio y la perspectiva ante las distintas situaciones, bastante recomendable.

-"1177 a.C. El año en que la civilización se derrumbó". A lo largo de este ensayo, Eric H. Cline repasa lo poco y fragmentado que sabemos acerca de esta época en que múltiples civilizaciones del Mediterráneo Oriental (el primer mundo más o menos globalizado que se conoce) decayeron a la vez al final de la Edad de Bronce por culpa de causas sólo hasta cierto punto conocidas, generando una Edad Oscura. El libro se apoya en gran medida en los descubrimientos sobre el terreno (de hecho, traduce un gran número de inscripciones, y cita trabajos de diversas campañas arqueológicas), y por supuesto no consigue resolver el misterio sobre qué pasó exactamente, aunque apunta una interesante hipótesis que no conocía: el hecho de que, en un mundo tan complejo, una serie de factores pequeños concatenados pudieron desencadenar la caída de un sistema que estaba cogido por pinzas, pues se hallaba demasiado interconectado (¿qué pasa si tu economía se basa en exceso del comercio extranjero?), quizá porque todo dependía de unos pocos cuellos de botella. Esta última teoría es interesante, porque si en el pasado esos puntos críticos pudieron ser los centros palaciales que dominaban las redes del comercio internacional, hoy en día podemos establecer analogías al observar cómo fenómenos locales como una guerra en Ucrania o un atasco en el canal de Suez trastocan las conexiones y provocan consecuencias que se traducen en crisis globales. En ese sentido, como siempre, analizar la historia es esencial para comprender el presente, y aunque es difícil establecer comparativas, uno se siente con frecuencia tentado de trazarlas.

lunes, 10 de julio de 2023

La historia corta de julio: "Dedicado a Daniel Rabinovich (o una conversación de mensajería instantánea en medio soluble)"

A todos nos ha pasado en un grupo de Whatsapp o similares. Lo escribimos mal (por el autocorrector o por la prisa), el otro lo interpreta peor... y ya se ha liado. Una conversación que les sonará mucho a miembros de grupos de padres del cole o de otro tipo:

Dedicado a Daniel Rabinovich

(o una conversación de mensajería instantánea en medio soluble)

 

Oye como va

                                                  Ah, bueno.

                                                  El va qué es, un superalimento o algo así?

 

No, que digo

Que que talva

                                                   Calva lo será tu madre, hijo de puta.

Noooo

Que como stas

                                                   Bien, ahí tirando

¿Ah, de reciclaje?

                                                   No, en una boda.

Ah

Quien casa

                                                    Yo tengo casa.

                                                     ¿No te enseñé el contrato de la hipoteca?

                                                     Luego te lo mando.

Que de quien es la boda

                                                     De mi cuñado.

                                                      Ha dado un discurso el primo Antonio.

                                                     Oye, qué bien lo ha hecho.

                                                     Que bien hablo.

Sí, claro, tú hablas muy bien.

 

                                                    Ah, muchas gracias.

Oye, has pensado en lo que te dije de ir al pueblo

                                                     Ah, sí.

¿Sí qué?

                                                    ¿Qué qué?

¿Que si “sí”, vamos, o “sí”, te lo has pensado?

                                                    Aaaaah.

                                                     Pues sí.

COMOOOO

                                                                Ya, ya me has dicho que comes. Y que comes va.

                                                     No te pases mucho, no vaya a ser indigesto.

Pero que si vamos al pueblo!!!????

                                                     Yo estoy en el pueblo.

                                                      Yo me he comprado casa en un pueblo.

                                                      Yo me he ido de boda a un pueblo.

Esto parece un diálogo de besugos.

                                                      Pues anda carísimo el besugo.

                                                        Sí, es verdad, tiene un precio… malditos políticos. 

                                                        Si es que son todos iguales

                                                        Yo tenía de mascota un besugo. ¿O era un pez payaso?

                                                        ¡FELIZ CUMPLEEEEE!

                                                        ¿Me estás llamando payaso?

¿Pero de quién es el cumple?

                                                        No sé, he visto que tenía 46 mensajes sin leer y he pensado que era un cumpleaños.

                                                        ¿Habéis visto los nuevos emojis?


                                                                  Qué divertido, jugar a las películas

                                                          Creo que la respuesta es “Pulp Fiction”

Yo compro vocal.

                                                           Si vamos al pueblo, deberíamos comprar besugo.

                                                           Este mensaje ha sido eliminado.

                                                                               

                                                            ¿Quién es ese tal Jesús?

No sé, debe de ser de otro grupo

                                                            El de los apóstoles.

En ese yo no estoy. ¿Me habrán excluido?

                                                           De uno heavy, por lo menos, con esas melenas

Hay un Jesús en el grupo de padres del cole. 

Más gracioso...

Paqui, añade va a la lista de la compra.

Y también besugo.

Perdón, me he equivocado de sitio.

                                                          Ay, fijaros este sitio que he encontrado con vídeos de

gatos tan bonito que acabo de encontrar

Los gatos serán bonitoSSSS

No, no, monitos no, gatos, ¿no te lo he dicho?

Deberías mirar tu teclado, hace cosas raras.

Oye, joder, que si vamos al pueblo.

                                                          Escribiendo…

                                                          Escribiendo…

                                                          Escribiendo…

                                                          djañkdlakdja

                                                          Mira, capullo, como me vuelvas a llamar 

                                                           payaso, tevas a enterar

                                                           Ah, y dice Juan que compres la revista Telva.

                                                           ¿HE LEÍDO TETAS?

                                                           ¿Al final vamos a por setas?

                                                            ¿Quién decís que sale en la revista Telva?

No, pero me gustaría verlas.


Escribiendo…

Escribiendo…

                                                          Escribiendo…

                                                          Escribiendo…

@Arroba1986 ha añadido un audio de 30 minutos

domingo, 2 de julio de 2023

El relato de julio. Una novela por fascículos: "El cajero" (1)



Portada de Joleene Naylor para la novela corta "El cajero"

Como muchos de vosotros sabéis, muchas de las grandes novelas del siglo XIX no se publicaban directamente en un libro (al menos al principio), sino que iban saliendo con periodicidad semanal -normalmente acompañando a una revista o periódico-, de tal manera que los lectores tenían que leer un capítulo y esperar a la continuación a la siguiente semana. Este tipo de formato, los llamados fascículos, dejó de utilizarse de manera tan profusa conforme los libros se hicieron más baratos, pero hoy en día, con el auge de Internet, que permite mucho esta clase de experimentación, están empezado a florecer de nuevo. Tenía ganas de ensayar esta posibilidad, y he encontrado un texto que puede casar con ella, así que iré publicando aproximadamente un fragmento al mes a lo largo de las siguientes semanas, en la sección que en este blog suele corresponder con "el relato del mes". Ya sabéis la emoción que llevan aparejadas este tipo de narraciones: no conoces la extensión final del texto, y puede que cada entrega sea la última. Espero que ésta, en particular, la disfrutéis. No os comento mucho más de esta novela (en realidad novela corta), porque creo que es mejor que os introduzcáis en la misma como en la piscina, de un chapuzón, sin conocimiento previo. De todas maneras, al final de esta primera entrega os dejo una breve sinopsis, allá donde encontréis el asterisco*, por si queréis echarle un vistazo. Así que, sin más preámbulos, con vosotros, El cajero:


I

 

            Nuestro hombre abre los ojos. Acaba de sonar el despertador.

            Rápido, tienes que ponerte en marcha.

            Hoy es viernes de carnaval.

            Comienza sus rutinas diarias; sigue un escrupuloso orden, como todas las mañanas, pero esta vez, más agitado, intranquilo. Se levanta, se pone las gafas situadas en su mesita de noche, va al cuarto de baño, orina, se lava las manos, se lava la cara, dos, no, tres veces, ni una más y ni una menos, lava las gafas, pone a hervir el té. Mientras tanto, mete los papeles en el maletín; le saldría más práctico hacerlo por la noche, pero no se acostumbra, y para él muy difícil desprenderse de una costumbre; a continuación, prepara el té; pone las tostadas en la tostadora; le añade la leche al té. Se bebe el té, saca las tostadas, les unta mantequilla, se las come, se lava los dientes en las ocho direcciones que recomienda la Asociación Nacional de Dentistas: vertical con el cepillo vertical, vertical con el cepillo horizontal, lo mismo, pero por el otro lado de los dientes, por las encías arriba y abajo, por la lengua arriba y abajo, y por supuesto, nunca en contra de la dirección de los dientes, pues podría dañarse el esmalte. A continuación, se viste: una camisa a cuadros sobre un pantalón marrón, es lo que toca en este día de la semana con esta camisa; las otras opciones serían el pantalón gris y el negro, nunca el azul, pero no puede ponérselos porque están metidos dentro de la maleta; luego enciende el televisor, estudia el estado del tráfico, apaga la televisión, ase el maletín para marcharse, pero no lo hace todavía, casi se le olvidaba, tacha en el calendario la fecha del día anterior, y entonces, ahora sí, se marcha, en la que va a ser la jornada más importante de toda su vida.

            Lo primero de todo, se dirige al trabajo. Llega en metro; lo coge a las siete y media, realmente a y treinta y uno, le ha interrumpido el paso el semáforo que siempre se pone en rojo a destiempo, “maldita sea”, se dice el hombre, todos los días me ocurre lo mismo. Sale a la superficie a las ocho menos once; esta vez el metro anduvo más rápido de lo habitual, a pesar de hallarse más concurrido. Antes de dirigirse hacia la oficina, en contra de sus obligaciones, aunque de acorde a lo que lleva haciendo las últimas semanas, se aleja ligeramente de su ruta típica y se dirige hacia un lado, a una calle anexa. Le echa un ojo, lo ubica con la vista: ahí está, efectivamente, localizado, perfecto, la visión específica que ha acudido a buscar… Nosotros no sabemos lo que es; tan sólo acompañamos la mirada con la que inspecciona la zona. El lugar donde nuestro protagonista parece descansar la vista se trata de un callejón estrecho aunque bullicioso, que forma parte de un cruce con una avenida. Delante de nuestro hombre, al otro lado de la calle grande, se encuentra un cajero automático; a su izquierda, justo enfrente del cajero, separado por el callejón, un puesto móvil que vende kebabs, casi más un carrito; un poco más allá, una joyería, y luego, a ambos lados, una nube de edificios. El hombre no hace nada al respecto; simplemente, le echa una ojeada general a todo, y a continuación se va. Son las ocho menos nueve minutos; ya tendría que estar en la oficina, y por culpa de esa descompensación, más tarde o más temprano, su úlcera se resentirá.

Sube las escaleras; las ocho menos cinco; luego coloca su abrigo sobre el perchero, la chaqueta encima de la silla, ajusta de nuevo milimétricamente (como ya lo hizo la noche anterior) el lapicero y la plaquita donde pone su nombre y que se encuentra encima de la mesa: debe quedar visible ante el público, para que los clientes sepan quién es (eso es lo que dictaminan las ordenanzas: otra cosa es que a los clientes les importe lo más mínimo). A continuación, abre uno de los cajones. Éste se encuentra casi por completo vacío: recoge lo único que queda en él (una pequeña carpeta azul) y, con cuidado, procurando que nadie se dé cuenta, abre el maletín, toma la carpeta, y la deja caer discretamente. Cae así, a pelo, sin más; sólo tiene que soltar los dos dedos y la carpeta se coloca como por arte de magia entre sus cosas, aunque también es debido a que ha dejado un hueco preparado para ella: todo se hallaba previsto de manera minuciosa. Cierra el cajón a toda velocidad: muy bien, nadie le ha visto, todo sigue tan normal. La mesa parece, por fuera, igual que el resto de los días, y sólo él conoce el vacío (y el significado del mismo) que aloja en su interior. Enciende entonces el ordenador, no sin antes apoyar la mano derecha sobre la CPU; lo hace en todas las ocasiones, no sabe por qué; le tranquiliza sentir cómo el calor aumenta conforme el aparato se pone en marcha. Mientras lo enciende, le echa una ojeada al despacho del jefe; este último sigue allí, hablando por teléfono, discutiendo sobre los pedidos con el de la distribuidora, entretenido en sus cosas. Eso es, se dice a sí mismo nuestro hombre: cuanto más rato esté perdiendo el tiempo con otros asuntos, mejor. El ordenador se enciende: bien, ahora es el momento. El hombre repasa mentalmente –no tiene más remedio, no puede dejar constancia escrita de nada de lo que haga ese día–, los cálculos repasados una y otra vez en su casa y en su mente. Ya no queda nada, tan sólo un paso final, una o dos operaciones matemáticas, y el plan habrá sido rematado. Se cerciora de que nadie le está mirando e, inmediatamente después, con sigilo, se prepara para el iniciar la siguiente fase. Sin embargo, de improviso, el proceso se interrumpe: suena el teléfono.

–¿Sí?

–¡Hola, cariño!¿Cómo estás?¿Has llegado ya al trabajo?

El hombre, visiblemente turbado, se cubre la boca con la mano al tiempo que conversa por el auricular; no sabe del todo por qué lo hace, pero no quiere que el resto de la oficina sepa de qué habla por teléfono. Por un segundo se plantea que quizá sea por un sentimiento de vergüenza. Entre tanto, mantiene la cabeza gacha, como si así el resto del mundo no le observara; aun así, atisba de reojo, para averiguar quién está mirando y quién no.

–Cariño, te he dicho ya que no me gusta que me llames al trabajo… Sí, claro que estoy en la oficina; de no ser así, no te hubiera respondido por este teléfono.

–¡Lo siento, es que nunca me termino de aprender los números de la memoria, no sé si el del trabajo es el uno, o es el dos, o en cambio es el…!

–Mira, perdona, no me dejan mucho tiempo, estoy ocupado –mintió él, organizando a la vez los lápices, ordenándolos de mayor a menor (ocho lápices en concreto) con el propósito de tranquilizarse–. ¿Querías decirme algo en particular?

–Bueno… era para ver si te apetecía que merendásemos juntos esta tarde.

–Eh… en fin, sí, vale… eh… ¿Dónde quieres que quedemos?

–¿Qué te parece en la pastelería que está al lado de mi casa?¿Ese sitio te gusta?

–De, de… de acuerdo. Entonces, ¿nos vemos allí… no sé, cuándo te viene bien?

–A las seis –propuso ella.

–Sí, perfecto, nos vemos en la pastelería a las seis.

–¡Maravilloso!

–Estupendo, sí… Adiós.

Y colgó. Tuvo que sacar un pañuelo para enjugarse el sudor de la frente. Aquella distracción le había desconcertado: ahora tendría que tomar resuello, y ponerse de nuevo en acción. De repente, justo lo contrario de lo que esperaba: uno de sus compañeros de oficina, con un grasiento bollo en las manos, se aproximaba peligrosamente hacia él.

–¿Cómo va, hombre de la semana?¿Qué tal?¿Preparado para el gran día?

El oficinista (que sólo puede contemplar la mano de su colega, exudando aceite y grasa, mientras imagina las pegajosas gotas que caen del dulce extendiéndose, como una mancha de petróleo, sobre la hasta ahora impoluta superficie de su mesa) apenas puede responder mientras contiene la respiración. Alza la vista por encima de sus propias gafas para escrutar directamente la cara de su compañero, con el objetivo de evitar que su mirada se desplace hacia el fangoso líquido que se yergue amenazante desde aquellas manos, y que le causa un indecible horror. Rápido, se dice, tengo que alejarlo de aquí.

–Eh, sí, bueno, sí, aunque preparado, preparado, falta algún…

–¿Ya lo tienes todo listo?–pregunta el otro, como si no hubiera escuchado nada–. ¿Los invitados, la comida?

–Sí, claro, por supuesto, to…

–¡Espero que no seas tacaño con estas cosas!¡Algunos estamos deseando ponernos las botas…!

Y levanta el bollo para dejar constancia de aquella afirmación. Nuestro hombre se espanta a cada segundo más, <<quita eso de mi vista, por favor>>, transmite a través de sus ojos, <<van a necesitarse años para que desaparezca el olor de mis fosas nasales>>. Poco importa que no piense acudir por la oficina el lunes o cualquier otro día del resto de su vida, eso le da lo mismo a efectos de asco y de repugnancia. Rápido, se repite, debes apartar a ese tipo de tu mesa cuanto antes.

–¡No te preocupes, Alfredo, no te preocupes por eso, en absoluto!–exclama con una energía poco común en él, levantándose de la silla, y aplicando una palmada cariñosa al hombre en su brazo (el que no tiene el bollo), de tal manera que hasta el otro se sorprende–. ¡Te juro que será una comilona para chuparte los dedos! Y ahora, por favor, te pediría que marchases, hoy querría salir pronto –y le guiña el ojo, sabiendo que él comprenderá. El otro, efectivamente, comprende, y con un gesto afectuoso, <<¡Ay, pillín!>>, se aleja para molestar a otro sitio. Por fin, susurra en su fuero interno nuestro protagonista, y saca uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis kleenex con el objeto de limpiar la mesa: lo hace una, otra, y otra vez, restregándose a su vez los dedos si cree que la grasa ha rozado levemente sus yemas. Luego saca el pequeño limpiamuebles que guarda siempre el cajón –ése todavía no se lo ha llevado–, y le pasa un último trapo a la superficie. Evalúa el resultado definitivo y queda satisfecho; libre ahora de interferencias externas (y tras aplicarse gel hidroalcohólico en las manos), nuestro individuo se dispone actuar. Coloca de nuevo la pantalla del ordenador a la altura de sus ojos, y comienza a escribir. Al tiempo que lo hace, le echa un ojo de vez en cuando al jefe. Éste sigue a lo suyo, peleado con los pedidos. Más adelante, nuestro particular conspirador dedica un riguroso escrutinio a los empleados. Tampoco hay novedad en ese aspecto: el ligón de turno intentándolo infructuosamente con la secretaria de la oficina, un repartidor con cascos en las orejas que se desplaza entre un puesto y otro dando el cante, Alfredo terminando de manchar con el bollo las fotocopias… en resumen, la estampa habitual. Tras unos minutos de análisis más que calculado, nuestro intrépido administrativo encuentra la circunstancia ideal: no hay nadie mirando, es el momento… El hombre contempla la pantalla, y eleva solemne el dedo, para a continuación descenderlo con ímpetu en dirección a una tecla…

Por fin. Ya está.

Seis meses de planificación y esfuerzos han merecido la pena.

Luego desconecta el programa, cierra los archivos, borra toda hipotética huella que hayan podido dejar sus pasos. Después, realiza una última comprobación y lo certifica: cada uno de los hilos de la tela de araña que ha montado brilla radiante, y resiste de modo incólume frente al viento. De no ser porque, para él, tan sólo es una obligación (y porque no puede decírselo a nadie, si pretende que no le pillen), incluso se vanagloriaría orgulloso de lo que ha logrado.

Ahora sólo queda dejar pasar el día hasta la hora del almuerzo.

El tiempo se le hace eterno. Nuestro hombre se siente agobiado, enjaulado como un león en una habitación, pese a mantener la programación habitual de su día a día. Porque él sabe que hoy es distinto, y eso le causa mucho estrés. No está muy acostumbrado a cambiar de patrón; ya se lo dijo el psicólogo, que no debía obsesionarse demasiado con las pequeñas modificaciones de su vida, aunque él no le hizo mucho caso: al fin y al cabo, ir al psicólogo no es un acto rutinario y, a causa de eso, acudir a su consulta no le convenció nada. Sin embargo, a pesar de sus cuitas, hasta los minutos acaban por volar. En algún momento entre el primer instante de angustia y el fin del mundo, llega la hora de comer. En lugar de bajar con su fiambrera con los demás a la cafetería del trabajo, se despide de la gente y les dice:

–Hoy me salgo a tomar algo fuera, chicos. Es por mi novia.

Los demás sonríen con aprobación. Sin embargo, nuestro hombre ha sudado a chorros y a mares al decir esto. No se le da especialmente bien contar mentiras: se pone muy nervioso, tiene siempre la sensación de que le van a pillar, y por eso, frecuentemente, van y le pillan. Pero esta vez ha colado; la gente estaba predispuesta a creerlo, así que marcha al exterior, de nuevo a la calle donde le vimos con anterioridad.

Allí, encuentra inmediatamente lo que busca. Aprieta el botón para que el semáforo se ponga en verde. Los coches cruzan a toda velocidad por encima del paso de peatones, como suele ocurrir en las concurridas calles de las grandes capitales. Mientras espera, el hombre le echa un vistazo a la joyería en la otra esquina del cruce. Por dentro, se ve al joyero, de pelo blanco y regordete, la cara roja como un tomate cuando corre, a pasitos cortos, detrás de uno de sus clientes. De repente, el oficinista escucha un sonido a su izquierda.

–¿Quiere un kebab?–vuelve a oír el acento turco de siempre, que reconocería hasta con los ojos cerrados, de haberlo escuchado tantos días. Lo que ha cambiado es la posición del carrito, el cual, cada hora presente en un sitio distinto, le ha pillado en esta ocasión por sorpresa. Nuestro hombre, sintiendo ya la repugnancia desde antes de volverse, contempla cómo el dueño del puesto, un tipo abiertamente obeso y con camisa verde, mandil oscuro, la tez, el pelo y la perilla muy morenos, le tiende un pringoso, repleto de salsa blanca (y de cientos de extraños y exóticos condimentos), muy cargado kebab.

–No, gracias –responde con repelús nuestro oficinista favorito, que tiene que cerrar los ojos para reprimir un escalofrío. Mientras tanto, al otro lado de la calle, desde el edificio a la derecha del cajero, un hombre con gabardina, maletín, y sombrero, de pelo cano y hombros anchos, sale decidido al exterior. Una mujer de su misma edad, que asemeja ser su esposa, baja en bata y zapatillas a la acera. La recién aparecida corre unos cuantos metros detrás del tipo (ambos se encaminan, desde la perspectiva del oficinista, en dirección a la joyería) y cruza, casi sin mirar, el estrecho callejón, a través de un paso de cebra sin semáforo; el marido, mientras tanto, termina por hacerle caso a su esposa, aunque parece mucho más empeñado en evitar el escándalo.

–¿Otra vez a trabajar?¿Otra vez a trabajar?–repite con angustia la mujer, en un tono de voz nada resignado–. ¡Es carnaval!¿Es que no puedes reservar ni un poco de tiempo para tu familia?

–Cariño, ya te he dicho que no tengo más remedio…

–¡Sí, sí, eso me dices siempre, y en Navidades, y en vacaciones, y…!

–¿Seguro que no quiere un kebab?

Nuestro hombre vuelve a girar la cabeza.

–¡Ya le he dicho que no!–insiste encolerizado.

El dueño del restaurante alza los brazos al cielo.

–¡Todos los días lo mismo!¡Llevo dos semanas ofreciéndole mis deliciosos kebabs, y usted siempre, no, no, no, no!¿Qué pasa?¡Se lo puedo asegurar, están ricos!¡Son los mejores de la ciudad!

–No me gustan los kebabs –dice el hombre, tratando de huir de tan incómoda situación.

–¿Cuántos kebabs ha comido?¿Dónde?¿Cuándo los ha probado?

–No me gusta experimentar cosas nuevas –responde el otro de manera demasiado sincera, quizá porque está apretando insistentemente al botón del semáforo con el objetivo de escapar.

–¡Pero cómo va a saber si le gustan, si no los ha probado!–separó mucho entre sí el vendedor estas últimas cinco palabras, dándole así más énfasis a cada una. Con los sucesivos movimientos de brazo, agitaba todavía más el kebab, de modo que la salsa comenzaba a pringarle los dedos y la mano.

–¡Le he dicho que no!–casi suplicó el oficinista. Entonces el semáforo se puso en verde, y pudo cruzar por fin al otro lado de la calle, así que corrió a toda velocidad hacia allá.

–¡Pues algún día los comerá y, ese día, verá que están riquísimos!–le gritó el turco, pero nuestro hombre ya no escuchaba; había llegado al otro lado, hasta el cajero. “Al fin”, suspiró. A veces da la sensación que, cuando uno anda en pos de un objetivo, todas las circunstancias del universo se interponen en el camino para dificultárselo, al contrario de lo que dice la frase de Paulo Coelho, ¿o era de otro? “Da igual”, aparta nuestro individuo ese fútil pensamiento de su cabeza: se encuentra donde quería, después de todo. Resopla aliviado delante del cajero. Introduce su tarjeta y el número secreto. Otea furtivamente a su alrededor, al edificio a la derecha del cajero –si lo estás mirando de frente–, aquel del que han salido el hombre de la gabardina y la mujer en zapatillas. Más tarde nos encargaremos de ese edificio (en homenaje a la silueta de un hombre tirando a obeso que hay dibujada en la puerta, lo denominaremos “portal de la silueta”); pero, por ahora, no nos vamos a centrar en él. Simplemente diremos que la ventana a la que mira nuestro hombre –luego veremos por qué le está prestando atención– se halla cerrada. Sigamos contemplando el entorno: detrás del hombre en el cajero se localiza el puesto de kebabs, al otro lado de la calle. En cambio, a la izquierda del individuo, si este girara la cabeza, se encontraría primero el paso de peatones sin semáforo, luego la joyería y, después, un segundo portal. Allí, delante de la puerta, un chico joven está besando a la que parece ser su novia, una muchacha morena con gafas. No es en verdad muy guapa, pero, eso sí, sonríe mucho. Inmediatamente después del beso y de un ligero gesto de despedida, ella marcha en dirección al edificio, y es entonces cuando el hombre joven se encamina hacia la derecha y ejecuta una señal. De repente, aparece un individuo rechoncho, muy moreno, con pinta de latinoamericano, tal vez de México. El joven apunta a la entrada del edificio, como preguntándole si se ha fijado bien: luego señala hacia arriba e indica un piso. El mexicano asiente, tácito, demostrándole que ha comprendido. Entonces, el joven abre su cartera, le entrega un fajo de billetes, y el mexicano, muy sonriente, se despide. Cada cual se marcha por su lado, en direcciones opuestas. Nuestro hombre, mientras tanto, gira la vista, apartando la atención de esa escena que ha terminado, y constata que el cajero automático le está preguntando qué quiere hacer. Comprueba el estado de sus finanzas. Observa su saldo.

–Ya casi –se dice–. Un poco más…

El individuo extrae una cierta suma de dinero, no mucha, aunque sí lo suficiente para un par de aplicaciones interesantes. Todavía queda bastante efectivo en la cuenta, tampoco una cantidad exorbitante –nuestro héroe no es ni mucho menos millonario–, pero sí en una proporción que podría definirse fácilmente como “los ahorros de toda una vida”, si les sumamos esas asiduas salidas de dinero que este individuo ha estado realizando durante las últimas dos semanas, en horarios variados, aunque sobre todo al inicio del día y a la hora de comer. El hombre guarda el dinero, y se despide silenciosamente del cajero. Nos veremos esta noche, se dice. Cuando marcha, procura evitar pasar cerca del puesto de kebabs. Al desviarse, se cruza con la señora en zapatillas de andar por casa, la cual, con los brazos en jarras, ahora que ya no está su marido, y mientras contempla un infinito que no le devuelve la mirada, sigue todavía plantada allá.


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SINOPSIS DE EL CAJERO
Un hombre va a cambiar de vida. Pero, para hacerlo, antes tiene que pasar por un cajero automático para retirar todo su dinero. El problema es que, cuando lo está haciendo, hay un apagón. El problema es que afecta a toda la ciudad. El problema es que el hombre tiene que coger un avión, pero no se atreve a dejar el cajero solo. Así que, sin moverse del sitio, va a emprender un viaje que, en efecto, va a modificar su existencia... La ventaja es que no sabe adónde le conducirá.