martes, 26 de septiembre de 2023

La historia corta de septiembre: Una historia rural real

 Una historia rural real

            Los nietos yonquis cogieron el dinero del abuelo, tomaron también el tractor, y se fueron a la ciudad a comprar droga.

            Cuando volvían con el dinero ya gastado, los dos, más tontos que hechos aposta (de hecho, a uno de ellos, cuando estaba haciendo la mili, le dió un “yuyu” y pilló un tanque con la intención de irse a las Barranquillas), volcaron el tractor en mitad de la carretera. Fue entonces cuando la guardia civil les pilló y fue por eso por lo que se enteró el abuelo.

            <<¡Os habéis fumado el dinero de mi entierro>>, bramó el abuelo, suspirando por lo que le había costado adquirir tantos años. <<¡Me moriría aquí mismo, de no ser porque no tengo sitio donde morirme!>>.

lunes, 18 de septiembre de 2023

Los libros de septiembre: "El club de los desayunos filosóficos" y "Tierra de magos"


Hablamos hoy de dos libros que, en cierta medida, parecen una imagen especular uno de otro. En primer lugar, nos ponemos con "El Club de los desayunos filosóficos", de Laura J. Snyder. En este volumen, la autora nos cuenta la historia de cuatro amigos que estudiaban en Cambridge a principios del siglo XIX y que, mientras tomaban unos opíparos desayunos en la habitación de uno de ellos, debatían cómo, de encontrarse en sus manos, transformarían la forma de hacer ciencia. Ellos aspiraban a que ésta fuera una actividad de la que uno pudiera vivir, y no, como hasta entonces, dependiente de que tus padres fueran ricos o de que consiguieras una posición con mucho tiempo libre, como hombre de iglesia o vicario; pretendían que la ciencia se basara en el método científico de Francis Bacon, y no en teorías sacadas de la manga, como seguía haciéndose en aquella época; y también querían que los filósofos naturales (como se les llamaba en ese momento) contribuyeran al progreso de la sociedad en todos los niveles, también disminuyendo la pobreza o aumentando el nivel cultural de la sociedad. Lo cierto es que esos cuatro amigos, con el tiempo, se hicieron muy famosos por sus descubrimientos científicos: Whewell -el más versátil quizá de los cuatro- fue clave para el descubrimiento de las leyes que rigen las mareas, pero también hizo abundantes contribuciones en terminología científica, arquitectura o matemáticas (de hecho, se supone que esta última era su especialidad principal, aunque oficialmente fue profesor de mineralogía y de filosofía moral); Jones, junto con Whewell, trató de convertir la economía en una ciencia que empleara los métodos de Francis Bacon, y también participó en las reformas impositivas de Gran Bretaña; John Herschel (hijo y sobrino de William y Caroline Herschel, famosos astrónomos) destacó en la rama de su familia, pero también en la química, y en ser uno de los pioneros en distintas técnicas aplicadas a la fotografía; y qué vamos a decir de Charles Babbage, ideólogo de la máquina analítica que sería la precursora de los futuros ordenadores, pero que, como sus compañeros, estaba metido en casi todos los saraos -lo cual, como veréis, a veces era un problema para sus propios proyectos-.

Porque lo cierto respecto a estos cuatro polímatas es que, si sus contribuciones científicas fueron relevantes, más importantes fueron aún las posturas que estos inquietos amigos adoptaron para convertir la ciencia en lo que es hoy en día. Desde sus puestos como profesores, directores de college, presidentes de sociedades científicas o consejeros de aristócratas o reyes, comenzaron a esculpir las instituciones del modo que ellos creían más necesario para mejorar el progreso científico. El polímata Whewell, en ese sentido, también fue el más destacado, y de hecho se erige en el principal protagonista de la obra: no sólo acuñó el término científico (scientist en inglés) para definir esta nueva profesión, que para él tenía aspectos con común con el arte y la teología; también defendió el método científico de Bacon a todos los niveles, a través de sus libros acerca de la filosofía de la ciencia, y sobre temas muy variados. Además, estableció las bases de la cooperación internacional para proyectos que requirieran la colaboración de múltiples especialistas, apoyó la creación de subvenciones y cargos que permitieran una dedicación exclusiva a tareas científicas, lideró la creación de un itinerario universitario centrado en la investigación de la naturaleza, abogó por el desarrollo de instrumentos de medición más precisos, y fomentó el contacto interdisciplinar entre científicos de distintos campos o con otros miembros de la sociedad. En las páginas del libro de Snyder, podemos ver cómo grandes científicos del siglo XIX aparecen y se cruzan con las vidas de estos hombres, que pueden ser sus profesores, las personas con las que colaboran, las que critican sus investigaciones, o quienes contribuyen al debate que surge a raíz de algunos de los más destacados descubrimientos científicos: la teoría evolutiva de Charles Darwin, los hallazgos en electromagnetismo de Faraday y Maxwell, la predicción de la existencia del planeta Neptuno, Ada Lovelace y Daguerre, el inicio de la ciencia ártica y de la meteorología, y un largo etcétera. A lo largo de sus carreras, veremos cómo estos cuatro amigos se apoyan entre sí (científica y personalmente) a pesar de las múltiples discusiones y divergencias de puntos de vista, aunque ciertas cuestiones con las que traten acaben por abrir distancias insalvables entre algunos de ellos. También hay que decir que, si los logros de estos cuatro amigos que se juntaban durante los desayunos fueron muchos, algunos jugaron en su propia contra: durante sus vidas, la ciencia progresó y se especializó tanto que era imposible que surgieran carreras como las suyas, de filósofos naturales que estudian latín y griego, escriben artículos sobre derecho y teología, estudian física por la mañana, astronomía por la noche, y herborizan durante sus vacaciones -todo ello después de escalar una montaña, de la cual lo mismo te encuentran un mineral o te componen un poema-. De hecho, durante esta época, se empieza a abrir una grieta entre ciencias y letras (una brecha que, en mi opinión, hoy en día, intentan disminuirse los intelectuales que se interesan por la ciencia, los científicos que actúan como figuras públicas, y -cómo no- los divulgadores), y también entre hombres de ciencia y de fe: porque aunque estos cuatro amigos eran firmemente religiosos y trataron de demostrar que existía armonía entre las verdades teológicas y las científicas, lo cierto es que los nuevos descubrimientos cada vez hacían menos prescindible la figura de un Creador. En ese sentido, puede decirse que estos grandes hombres, si pecaron de algo, fue de exceso de éxito.


El contrapunto a este texto lo representa "Tiempo de magos. La gran década de la filosofía (1919-1929)", de Wolfram Eilenberger. Nos situamos unas cuantas décadas más tarde, esta vez en Alemania. La ciencia ha revelado tantas cosas sobre el mundo y sobre el ser humano que los pensadores se preguntan si ésta ha resuelto las grandes cuestiones de la metafísica y de la filosofía en su conjunto, o si ésta se ha vuelto innecesaria. Frente a estos, cuatro intelectuales alemanes toman cuatro determinaciones radicalmente distintas: Wittgenstein (muy especial, siempre a su modo propio) reflexiona sobre lo que el ser humano puede conocer sobre el mundo a través de una obra, el Tractatus, tan controvertida como poco entendida -atributos con los que se podría calificar al propio Wittgenstein-; Walter Benjamin, de vida errática, coincide con Wittgenstein en destacar la importancia del lenguaje, e introduce derivaciones religiosas; Ernst Cassirer es el que más abiertamente defiende el poder de la ciencia (entre otras cosas, trata de analizar de manera metódica el lenguaje para encontrar un nexo común entre los hombres), y de hecho el libro que nos ocupa toma como momento clave el debate que estableció con Martin Heidegger, quien decidió, en una época de dominio de la ciencia, centrarse en el sentido de la existencia del hombre, y cómo éste se ubica en el mundo. La obra va alternando detalles de la biografía y el pensamiento de estos cuatro filósofos, y quizá el único pero (aparte de lo abstrusos que son algunos de los conceptos tratados) es que se concentra en una década muy específica de la historia, poniendo punto y final justo cuando llega el momento más interesante: cuando Wittgenstein renegará del todo de sus teorías, cuando Heidegger (antiguo amante de la pensadora judía Hannah Arendt) apoyará el fascismo, y cuando Benjamin encuentre la muerte en un oscuro episodio en mitad de los Pirineos. En realidad, la filosofía, como la ciencia, como la lectura, como la vida y el pensamiento, siempre es un camino a medio terminar.

lunes, 11 de septiembre de 2023

El relato de septiembre. Una novela por fascículos: "El cajero" (3)

Continuación de la historia que empezamos aquí. El episodio anterior a éste podéis encontrarlo acá. Y, abajo, una nueva entrega. Que la leáis con gozo y alborozo:

El hombre entra a la pastelería a las seis menos diez. Le gusta llegar pronto a los sitios; quizás por eso le disgusta tanto que la gente se retrase, porque a él le toca con frecuencia esperar. Se sienta en una de las mesas de la pastelería y pide un café. Repasa por vigésima vez sus frases…

Antes de venir, justo después de abandonar su trabajo para siempre, se ha pasado un momento por la zona del cajero, para comprobar si todo sigue en orden, como si temiera que le fueran a robar la calle de un instante para otro. Aunque quién sabe –levanta la ceja mientras lo cavila–, con la de obras que hay en esta ciudad, te puedes topar por la tarde un agujero que ese mismo día, por la mañana, no estaba allí. En todo ha caso, ha pasado revista, y chequeado que el entorno circundante era normal. Ha elevado la mirada hacia edificio de esa mañana, ése a la derecha del cajero (el que antes hemos denominado “portal de la silueta”), y ha encontrado un piso emplazado a una altura intermedia donde estaba teniendo lugar una extraña escena: en el apartamento situado en el lado izquierdo del bloque, las ventanas entreabiertas y sólo parcialmente cubiertas por cortinas no logran disimular la presencia de una pareja de hombre y mujer pasándoselo (por así decirlo) muy bien; mientras que, en el lado de la derecha, su vecino, un joven de barba poblada y castaña, se levanta de un taburete que se localiza junto a un piano y se acerca hasta la pared limítrofe entre las dos casas para propinar un par de golpes en el muro, sin duda con objeto de protestar a causa del ruido. La otra pareja, sin embargo, no se da aludida: nuestro hombre incluso cree vislumbrar cómo la chica empieza a arrear puñetazos contra la pared compartida. Al improvisado voyeur le hubiera gustado seguir presenciando la escena, pero tras mirar su reloj decide marcharse en el metro, en dirección a la cita con su novia…

Esta última tarda mucho. Aparece en la puerta del establecimiento a las seis y veinte. No es demasiado, al menos para lo que es habitual en ella. No obstante, sigue siendo, como casi siempre, tarde, demasiado tarde.

–Hola, cariño –dice saludándole desde el otro lado de la pastelería, con una sonrisa de dama encantadora en el rostro, moviendo mucho la mano de un lado para otro con entusiasmo, tal vez demasiado exagerado.

Él se levanta, ella se acerca. Dos besos, smuack, smuack.

–Hola, cariño, ¿qué tal, cómo estás? En el trabajo, ¿todo bien?

Inspiración (por parte de nuestro hombre): apertura de boca, intención de ponerse a hablar…

–Yo, mira, acabo de venir de la peluquería. No veas el debate con la peluquera. Que si patatín, que si patatán. Yo quería que me lo cortaran liso, pero ya sabes cómo son esta gente, que si ya verás, que si a ti te queda mejor de esta manera…

–…

–Sí, cariño, luego me lo cuentas, espera un momento, que pierdo el hilo. En ese instante, yo me acerco hasta ella y le digo…

–…

–… pero es que claro, es lo que ocurre siempre, una creyendo que las cosas van por donde una espera que tiren y al final…

–…

–…es el problema de la gente, no paran, no paran, no paran, y se ponen pesados hasta que por fin consiguen lo que quieren. ¿Nunca has experimentado, cariño, esa sensación?

–…

–… Ay, mi ángel, ya lo tengo todo preparado, estoy emocionada, fíjate cómo me tiemblan las manos. Las flores, los invitados, los canapés, todo, todo, qué ilusión, va a venir hasta el cocinero de mis padres desde París, imagínate qué bien, no sé por qué tienes la obsesión de que les caes mal, si ellos piensan que eres un primor, lo mismo que yo sé desde el principio, ay, mira qué mancha tienes en la camisa, espera que te la limpie, si es que estás siempre hecho un desastre… Lo único que se preguntan mis padres es por qué no tenemos viaje de bodas: ellos andan insistiéndome a cada rato acerca de qué clase de trabajo tienes que no puedes abandonarlo ni un solo segundo…

Y nuestro hombre calla, mientras permite que ella le limpie la mancha de la camisa y ahoga un suspiro derrotado, sabiendo que nada de lo que diga (si es que logra decir algo) va a cambiar la situación. Contempla a la que, dentro de menos de veinticuatro horas, según la agenda de la iglesia, se convertirá en su esposa.

–Porque claro, cariño, qué te digo yo, un crucero, un yate, un paseo en el barco de papá, no sé, una cosita de esas, aunque sea corta, ¿me prometes que te lo pensarás para la semana que viene? En fin, como te iba diciendo…

Va a ser una pena, piensa él, mientras contempla el futuro: verla allí, en el altar, agarrándose al ramo de flores como si fuera lo único que la separara del acto de quedar traumáticamente (por culpa del dolor, el oprobio, la vergüenza) desconectada de este mundo. La escrudiña de manera privilegiada en ese escenario de su mente, en lo que se tratará sin duda de una circunstancia excepcional: perpleja, paralizada y muda, sin palabras para describir la magnitud de la tragedia… Va a ser una pena, reitera su cerebro, y no lo dice con sorna, sino que lo hace, en realidad, con profundo pesar en el corazón. Después de todo, él es un tipo pacífico, tranquilo, acostumbrado a pasar desapercibido, a no hacerle mal a nadie: si le pisan en la cola de un cine, no se enoja, si alguien le pega un codazo, no protesta, si un amigo le insulta con una grosería, él simplemente se aleja, y deja que la vida circule por su cauce habitual… Pero no puedo hacerlo, se repite; es lo que ha estado repitiéndose durante toda la noche anterior, y ya durante demasiados meses. No soy capaz. No puedo hacerme esto a mí mismo, no a lo largo de tantos años, no a través de un compromiso de esa magnitud. Además, se pregunta, ¿qué flaco favor le haría a ella si siguiéramos con esto, para acabar rompiéndole el corazón más tarde o más temprano? <<Pues díselo ahora, gilipollas>>, le susurra su voz interior, ocasionalmente muy poco condescendiente consigo mismo. Ya, responde lacónico él. Pero qué será peor, ¿amargarles a ambos el trance de esa manera? ¿Y los invitados, y los canapés, sus padres, sus cocineros, todo ese ambiente de alta sociedad con el que yo no pego nada y que la rodea, y el escándalo, los reproches, y tener que soportar sus lágrimas? Yo jamás he sido capaz de ver llorar a nadie, ni siquiera en las películas: a Dios gracias, nunca he tenido la suerte o la desgracia de que haya alguna persona que llore por o a causa de mí. Además, suspira angustiado, cuándo quieres que se lo diga. Dime cuándo, se insta a sí mismo. Dime cuándo, le pregunta a ella, aunque sin decírselo.

–Es el violín –prosigue la muchacha–: seguro. Ese tío no hace más que darle a la bebida, es por su culpa por lo que desafina toda la orquesta. Qué digo; haría que desafinaran los Tres Tenores si tocaran a su lado…

Y ahora qué, se pregunta el hombre, mientras interroga los ojos claros de su prometida. Qué será de ella después de esto. Podrá seguir adelante. Sí, seguro que sí, medita nuestro hombre. En los primeros días lo pasará mal: el bochorno, la rumorología, todas esas cosas, pero luego, el tiempo es siempre el mejor anestésico, la lluvia acaba limpiando todo. No sería extraño, de hecho, que, todavía con el vestido de novia puesto, un atractivo y opulento amigo de la familia, más acorde con su clase social, se ofreciera llevarla a casa en su coche…

–Porque claro, es lo que tiene fiarte de las cosas baratas: al final salen caras. Es lo mismo que le pasó a mi tía Gertrudis, que un día le apeteció darse una vuelta por el mercado matutino y entonces…

De repente, un silencio. El hombre se sorprende, incluso, de no escuchar ningún sonido rellenando como una broca sus oídos. Gira la vista. Su novia le está observando, sonriente, con mirada angelical, como a él le gustaría que estuviese mucho más a menudo. Pero sigue siendo tarde, como casi siempre… demasiado tarde…

–Cariño, estás muy callado…

Él no responde. No se le ocurre con qué hacerlo. Por lo menos, agradece que, por una vez, ella lo haya notado, incluso aunque no se encuentre hablando mucho menos que otras veces. La chica alarga la mano, le coge la suya. El tacto suave de la piel femenina le produce tanto daño como el hielo intenso que quema.

–¿Me quieres?

Le ha preguntado ella, con todo el candor, la inocencia, la ingenuidad, que puede atesorar una mujer el día antes de su boda. Con una sonrisa de oreja a oreja, de niña pequeña, que no conoce qué es la traición ni sabe lo dura que es la vida, una muchacha a la que nadie se atreve a revelar el secreto de los Tres Reyes Magos. Y ahora qué, se pregunta nuestro hombre: cómo debería obrar durante los próximos diez segundos. Si le digo que no, ella me preguntará por qué: al principio creerá que es una broma, luego se dará cuenta de que es en serio y comenzará a interrogarme, y luego vendrán la recriminación, los lamentos, los llantos… Aunque si no se lo digo, ¿qué he de hacer entonces? Responderle que la quiero. Pero, ¿es posible acaso? ¿Se puede actuar así, sabiendo el dolor que vas a provocar al día siguiente?¿No es quizá la mayor de las traiciones no proporcionar la más mínima pista, mantener suelta la cuerda de la soga para que no apriete hasta el final…? “Da cosa”, reflexiona nuestro hombre, “acariciar su mano, besar sus mejillas, decirle que la quiero, pese a que es lo que ella desea, y aunque lleves haciéndolo todo este tiempo”. Lo que pasa es que esta vez es distinto. A partir de esta noche, todo va a cambiar…

–Claro que te quiero, cariño –y sonríe. Pero es una sonrisa falsa, forzada, triste; la parte exterior de las comisuras se le dobla hacia abajo, cualquiera mínimamente atento lo notaría; no obstante, ella está enamorada, y ya se sabe que ésa es una estación de migración para las aves de la desconfianza.

–Llegarás pronto mañana, ¿verdad…? No me harás esperar…

No sé cómo se las apaña, piensa él, pero siempre acaba haciéndome las preguntas que más hieren. Es casi como si lo sospechase y estuviera tendiéndome una trampa para, en cualquier momento, confesar que está al tanto de todo. Sin embargo, yo sé que no es verdad. Ella no tiene la capacidad, ni tampoco las ganas, de mantener esa doblez. No sería entonces la persona que he conocido. De saberlo de verdad, rompería ahora mismo en lágrimas.

–Las que hacen esperar –una frase manida, ésas siempre nos sacan de apuros– suelen ser las novias…

Y la mira entonces, sabiendo que quizás es la última vez, valorando lo que pierde y lo que echará de menos… Pero la decisión está clara. Por mucho que le duela, (más por lo que le hace a ella como ser humano que lo que le provoca como novio), cada cual debe seguir su propio camino. Y él necesita vivir en uno en el que sea capaz de respirar…

–Me tengo que ir, cariño –le indica la chica–. Nos vemos mañana, ¿eh?

Empero, al hombre ese “mañana”, y esa interjección, más que a esperanza, se le antojan melancólicos. Aunque tal vez esos tonos no sean de ella, sino suyos, porque en cualquier caso le resuenan como propios. Ambos se levantan. Su prometida le da un leve beso en los labios, muy afectado, de ésos de rosa de pitiminí. Él intenta no mover mucho la expresión de la cara: es más sencillo permitir que ella se lo dé y ya está, dejar pasar el mal trance. No puede hacer más, no le parece justo: qué ganas tendría de deslizarle una pista, un pequeño indicio, que se diera cuenta por sí misma sin tener que decírselo. Sin embargo, hace todo el esfuerzo posible porque no se aperciba, como el hermano pequeño que está deseando vengarse del mayor, pero lo mantiene en secreto para que no le pegue una colleja, en una victoria oculta que nadie tendrá intención de reclamar. En realidad sí que estoy dejándole evidencias, se dice, pero todas a posteriori: que, quizás, cuando el mal trago haya pasado (barrunta el hombre), ella sepa cómo interpretar. Y luego, en el momento en que la novia se halle allí, delante de los invitados, mirando una puerta que no se abrirá, agarrando el ramo, tal vez se acuerde de todos estos momentos, de esos besos regalados a destiempo, y se preguntará: <<si les hubiera prestado atención a esas nimiedades…>>. Aunque tal vez ni siquiera, sopesa el supuesto novio, decepcionado y resignado, dolido ya antes de poseer la certeza; probablemente ni se haya fijado, ni se acordaría de esos detalles si se los enumerara delante de su cara, la cual tendría una expresión de no saber de qué estaba hablando en absoluto. <<De que yo estuve allí, y que sin embargo, a pesar de orbitar de modo continuo a tu alrededor, para ti seguía siendo invisible…>>.

–¡Nos vemos, cariño!–lanza un beso al aire la muchacha, y se despide abriendo y cerrando la mano, en un gesto casi cómico. Él saluda agitando el brazo, sin entusiasmo; qué extraño debo de parecer desde fuera, se dice el hombre, con esta cara amargada y triste, cansada, moviendo la extremidad mientras el resto del cuerpo adopta una posición antinatural, como la de un muñeco roto. Pero ella no se da cuenta. Para ella todo es siempre perfecto. Así que sencillamente, agarra más fuerte su bolso y se aleja, como si nada fuera a pasar.

El hombre se desploma sobre la silla. La camarera, en un ridículo uniforme, se acerca a su mesa.

–¿Va a querer algo más, señor?

Sí, se dice para sus adentros el oficinista. Voy a querer algo más. Voy a pedirle algo más a este día.

Escapar. Esta noche. Largarme en cuanto sea posible, y antes de que siga siendo demasiado tarde…

CONTINUARÁ...

viernes, 1 de septiembre de 2023

Nuevo capítulo de "El Gato de Hubble": ¿qué es el arte? (y, sobre todo, ¿se puede comer?)

Una de las chicas francesas de Pablo Picasso. A saber dónde la conoció.

En esta nueva entrega de "El gato de Hubble" hablamos sobre el mundo del arte, y, claro, la conversación ha derivado hasta terrenos insospechados. ¿Cualquier cosa es arte?; ¿la gastronomía también puede serlo?; ¿el valor de un cuadro tiene algo que ver con el precio?; ¿cuál es la diferencia entre un autor y un artesano; es el concepto de autor tan importante hoy en día como en otros momentos de la historia?¿Hay una zona de confort para los creadores, y otra para los espectadores? En un episodio con mucha libertad creativa, donde hablaremos mucho y muy bien del Prado, Viena y Elche, preparaos para descubrir historias increíbles como la del detective a quien le negaron que una pintura era un Pollock, lo bien orquestada que está la música del Mario Bros, o cómo las innovaciones técnicas y las cuestiones económicas han pesado en la simbología artística (incluso en el color del manto de la Virgen). Bienvenidos, pues, a un programa con mucho arte.