Continuación de la historia que empezamos aquí. El episodio anterior a éste podéis encontrarlo acá. Y, abajo, una nueva entrega. Que la leáis con gozo y alborozo:
El hombre entra a la pastelería a las seis menos diez. Le gusta
llegar pronto a los sitios; quizás por eso le disgusta tanto que la gente se retrase,
porque a él le toca con frecuencia esperar. Se sienta en una de las mesas de la
pastelería y pide un café. Repasa por vigésima vez sus frases…
Antes de venir, justo después de abandonar su trabajo para
siempre, se ha pasado un momento por la zona del cajero, para comprobar si todo
sigue en orden, como si temiera que le fueran a robar la calle de un instante
para otro. Aunque quién sabe –levanta la ceja mientras lo cavila–, con la de
obras que hay en esta ciudad, te puedes topar por la tarde un agujero que ese
mismo día, por la mañana, no estaba allí. En todo ha caso, ha pasado revista, y
chequeado que el entorno circundante era normal. Ha elevado la mirada hacia
edificio de esa mañana, ése a la derecha del cajero (el que antes hemos
denominado “portal de la silueta”), y ha encontrado un piso emplazado a una
altura intermedia donde estaba teniendo lugar una extraña escena: en el apartamento
situado en el lado izquierdo del bloque, las ventanas entreabiertas y sólo
parcialmente cubiertas por cortinas no logran disimular la presencia de una
pareja de hombre y mujer pasándoselo (por así decirlo) muy bien; mientras que,
en el lado de la derecha, su vecino, un joven de barba poblada y castaña, se
levanta de un taburete que se localiza junto a un piano y se acerca hasta la
pared limítrofe entre las dos casas para propinar un par de golpes en el muro,
sin duda con objeto de protestar a causa del ruido. La otra pareja, sin
embargo, no se da aludida: nuestro hombre incluso cree vislumbrar cómo la chica
empieza a arrear puñetazos contra la pared compartida. Al improvisado voyeur
le hubiera gustado seguir presenciando la escena, pero tras mirar su reloj
decide marcharse en el metro, en dirección a la cita con su novia…
Esta última tarda mucho. Aparece en la puerta del establecimiento
a las seis y veinte. No es demasiado, al menos para lo que es habitual en ella.
No obstante, sigue siendo, como casi siempre, tarde, demasiado tarde.
–Hola, cariño –dice saludándole desde el otro lado de la
pastelería, con una sonrisa de dama encantadora en el rostro, moviendo mucho la
mano de un lado para otro con entusiasmo, tal vez demasiado exagerado.
Él se levanta, ella se acerca. Dos besos, smuack, smuack.
–Hola, cariño, ¿qué tal, cómo estás? En el trabajo, ¿todo bien?
Inspiración (por parte de nuestro hombre): apertura de boca, intención
de ponerse a hablar…
–Yo, mira, acabo de venir de la peluquería. No veas el debate con
la peluquera. Que si patatín, que si patatán. Yo quería que me lo cortaran
liso, pero ya sabes cómo son esta gente, que si ya verás, que si a ti te queda
mejor de esta manera…
–…
–Sí, cariño, luego me lo cuentas, espera un momento, que pierdo el
hilo. En ese instante, yo me acerco hasta ella y le digo…
–…
–… pero es que claro, es lo que ocurre siempre, una creyendo que
las cosas van por donde una espera que tiren y al final…
–…
–…es el problema de la gente, no paran, no paran, no paran, y se
ponen pesados hasta que por fin consiguen lo que quieren. ¿Nunca has
experimentado, cariño, esa sensación?
–…
–… Ay, mi ángel, ya lo tengo todo preparado, estoy emocionada,
fíjate cómo me tiemblan las manos. Las flores, los invitados, los canapés,
todo, todo, qué ilusión, va a venir hasta el cocinero de mis padres desde
París, imagínate qué bien, no sé por qué tienes la obsesión de que les caes
mal, si ellos piensan que eres un primor, lo mismo que yo sé desde el principio,
ay, mira qué mancha tienes en la camisa, espera que te la limpie, si es que
estás siempre hecho un desastre… Lo único que se preguntan mis padres es por
qué no tenemos viaje de bodas: ellos andan insistiéndome a cada rato acerca de qué
clase de trabajo tienes que no puedes abandonarlo ni un solo segundo…
Y nuestro hombre calla, mientras permite que ella le limpie la
mancha de la camisa y ahoga un suspiro derrotado, sabiendo que nada de lo que
diga (si es que logra decir algo) va a cambiar la situación. Contempla a la que,
dentro de menos de veinticuatro horas, según la agenda de la iglesia, se
convertirá en su esposa.
–Porque claro, cariño, qué te digo yo, un crucero, un yate, un paseo
en el barco de papá, no sé, una cosita de esas, aunque sea corta, ¿me prometes
que te lo pensarás para la semana que viene? En fin, como te iba diciendo…
Va a ser una pena, piensa él, mientras contempla el futuro: verla
allí, en el altar, agarrándose al ramo de flores como si fuera lo único que la
separara del acto de quedar traumáticamente (por culpa del dolor, el oprobio,
la vergüenza) desconectada de este mundo. La escrudiña de manera privilegiada en
ese escenario de su mente, en lo que se tratará sin duda de una circunstancia
excepcional: perpleja, paralizada y muda, sin palabras para describir la
magnitud de la tragedia… Va a ser una pena, reitera su cerebro, y no lo dice
con sorna, sino que lo hace, en realidad, con profundo pesar en el corazón.
Después de todo, él es un tipo pacífico, tranquilo, acostumbrado a pasar
desapercibido, a no hacerle mal a nadie: si le pisan en la cola de un cine, no
se enoja, si alguien le pega un codazo, no protesta, si un amigo le insulta con
una grosería, él simplemente se aleja, y deja que la vida circule por su cauce
habitual… Pero no puedo hacerlo, se repite; es lo que ha estado repitiéndose
durante toda la noche anterior, y ya durante demasiados meses. No soy capaz. No
puedo hacerme esto a mí mismo, no a lo largo de tantos años, no a través de un
compromiso de esa magnitud. Además, se pregunta, ¿qué flaco favor le haría a
ella si siguiéramos con esto, para acabar rompiéndole el corazón más tarde o
más temprano? <<Pues díselo ahora, gilipollas>>, le susurra su voz
interior, ocasionalmente muy poco condescendiente consigo mismo. Ya, responde
lacónico él. Pero qué será peor, ¿amargarles a ambos el trance de esa manera? ¿Y
los invitados, y los canapés, sus padres, sus cocineros, todo ese ambiente de
alta sociedad con el que yo no pego nada y que la rodea, y el escándalo, los
reproches, y tener que soportar sus lágrimas? Yo jamás he sido capaz de ver
llorar a nadie, ni siquiera en las películas: a Dios gracias, nunca he tenido
la suerte o la desgracia de que haya alguna persona que llore por o a causa de
mí. Además, suspira angustiado, cuándo quieres que se lo diga. Dime cuándo, se
insta a sí mismo. Dime cuándo, le pregunta a ella, aunque sin decírselo.
–Es el violín –prosigue la muchacha–: seguro. Ese tío no hace más
que darle a la bebida, es por su culpa por lo que desafina toda la orquesta.
Qué digo; haría que desafinaran los Tres Tenores si tocaran a su lado…
Y ahora qué, se pregunta el hombre, mientras interroga los ojos
claros de su prometida. Qué será de ella después de esto. Podrá seguir
adelante. Sí, seguro que sí, medita nuestro hombre. En los primeros días lo
pasará mal: el bochorno, la rumorología, todas esas cosas, pero luego, el
tiempo es siempre el mejor anestésico, la lluvia acaba limpiando todo. No sería
extraño, de hecho, que, todavía con el vestido de novia puesto, un atractivo y
opulento amigo de la familia, más acorde con su clase social, se ofreciera
llevarla a casa en su coche…
–Porque claro, es lo que tiene fiarte de las cosas baratas: al
final salen caras. Es lo mismo que le pasó a mi tía Gertrudis, que un día le
apeteció darse una vuelta por el mercado matutino y entonces…
De repente, un silencio. El hombre se sorprende, incluso, de no
escuchar ningún sonido rellenando como una broca sus oídos. Gira la vista. Su
novia le está observando, sonriente, con mirada angelical, como a él le
gustaría que estuviese mucho más a menudo. Pero sigue siendo tarde, como casi
siempre… demasiado tarde…
–Cariño, estás muy callado…
Él no responde. No se le ocurre con qué hacerlo. Por lo menos,
agradece que, por una vez, ella lo haya notado, incluso aunque no se encuentre
hablando mucho menos que otras veces. La chica alarga la mano, le coge la suya.
El tacto suave de la piel femenina le produce tanto daño como el hielo intenso
que quema.
–¿Me quieres?
Le ha preguntado ella, con todo el candor, la inocencia, la
ingenuidad, que puede atesorar una mujer el día antes de su boda. Con una
sonrisa de oreja a oreja, de niña pequeña, que no conoce qué es la traición ni
sabe lo dura que es la vida, una muchacha a la que nadie se atreve a revelar el
secreto de los Tres Reyes Magos. Y ahora qué, se pregunta nuestro hombre: cómo
debería obrar durante los próximos diez segundos. Si le digo que no, ella me
preguntará por qué: al principio creerá que es una broma, luego se dará cuenta
de que es en serio y comenzará a interrogarme, y luego vendrán la recriminación,
los lamentos, los llantos… Aunque si no se lo digo, ¿qué he de hacer entonces?
Responderle que la quiero. Pero, ¿es posible acaso? ¿Se puede actuar así,
sabiendo el dolor que vas a provocar al día siguiente?¿No es quizá la mayor de
las traiciones no proporcionar la más mínima pista, mantener suelta la cuerda
de la soga para que no apriete hasta el final…? “Da cosa”, reflexiona nuestro
hombre, “acariciar su mano, besar sus mejillas, decirle que la quiero, pese a
que es lo que ella desea, y aunque lleves haciéndolo todo este tiempo”. Lo que
pasa es que esta vez es distinto. A partir de esta noche, todo va a cambiar…
–Claro que te quiero, cariño –y sonríe. Pero es una sonrisa falsa,
forzada, triste; la parte exterior de las comisuras se le dobla hacia abajo,
cualquiera mínimamente atento lo notaría; no obstante, ella está enamorada, y
ya se sabe que ésa es una estación de migración para las aves de la
desconfianza.
–Llegarás pronto mañana, ¿verdad…? No me harás esperar…
No sé cómo se las apaña, piensa él, pero siempre acaba haciéndome
las preguntas que más hieren. Es casi como si lo sospechase y estuviera
tendiéndome una trampa para, en cualquier momento, confesar que está al tanto
de todo. Sin embargo, yo sé que no es verdad. Ella no tiene la capacidad, ni
tampoco las ganas, de mantener esa doblez. No sería entonces la persona que he
conocido. De saberlo de verdad, rompería ahora mismo en lágrimas.
–Las que hacen esperar –una frase manida, ésas siempre nos sacan
de apuros– suelen ser las novias…
Y la mira entonces, sabiendo que quizás es la última vez,
valorando lo que pierde y lo que echará de menos… Pero la decisión está clara.
Por mucho que le duela, (más por lo que le hace a ella como ser humano que lo
que le provoca como novio), cada cual debe seguir su propio camino. Y él
necesita vivir en uno en el que sea capaz de respirar…
–Me tengo que ir, cariño –le indica la chica–. Nos vemos mañana,
¿eh?
Empero, al hombre ese “mañana”, y esa interjección, más que a
esperanza, se le antojan melancólicos. Aunque tal vez esos tonos no sean de
ella, sino suyos, porque en cualquier caso le resuenan como propios. Ambos se
levantan. Su prometida le da un leve beso en los labios, muy afectado, de ésos
de rosa de pitiminí. Él intenta no mover mucho la expresión de la cara: es más
sencillo permitir que ella se lo dé y ya está, dejar pasar el mal trance. No
puede hacer más, no le parece justo: qué ganas tendría de deslizarle una pista,
un pequeño indicio, que se diera cuenta por sí misma sin tener que decírselo.
Sin embargo, hace todo el esfuerzo posible porque no se aperciba, como el
hermano pequeño que está deseando vengarse del mayor, pero lo mantiene en
secreto para que no le pegue una colleja, en una victoria oculta que nadie
tendrá intención de reclamar. En realidad sí que estoy dejándole evidencias, se
dice, pero todas a posteriori: que, quizás, cuando el mal trago haya pasado
(barrunta el hombre), ella sepa cómo interpretar. Y luego, en el momento en que
la novia se halle allí, delante de los invitados, mirando una puerta que no se
abrirá, agarrando el ramo, tal vez se acuerde de todos estos momentos, de esos
besos regalados a destiempo, y se preguntará: <<si les hubiera prestado
atención a esas nimiedades…>>. Aunque tal vez ni siquiera, sopesa el
supuesto novio, decepcionado y resignado, dolido ya antes de poseer la certeza;
probablemente ni se haya fijado, ni se acordaría de esos detalles si se los enumerara
delante de su cara, la cual tendría una expresión de no saber de qué estaba
hablando en absoluto. <<De que yo estuve allí, y que sin embargo, a pesar
de orbitar de modo continuo a tu alrededor, para ti seguía siendo invisible…>>.
–¡Nos vemos, cariño!–lanza un beso al aire la muchacha, y se
despide abriendo y cerrando la mano, en un gesto casi cómico. Él saluda
agitando el brazo, sin entusiasmo; qué extraño debo de parecer desde fuera, se
dice el hombre, con esta cara amargada y triste, cansada, moviendo la
extremidad mientras el resto del cuerpo adopta una posición antinatural, como
la de un muñeco roto. Pero ella no se da cuenta. Para ella todo es siempre perfecto.
Así que sencillamente, agarra más fuerte su bolso y se aleja, como si nada
fuera a pasar.
El hombre se desploma sobre la silla. La camarera, en un ridículo
uniforme, se acerca a su mesa.
–¿Va a querer algo más, señor?
Sí, se dice para sus adentros el oficinista. Voy a querer algo
más. Voy a pedirle algo más a este día.
Escapar. Esta noche. Largarme en cuanto sea posible, y antes de que siga siendo demasiado tarde…
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