Operación salida
Mi hermana llegó con el coche a las ocho y media de la
mañana. Qué menos, en un puente de cuatro días, la gente deseando salir cuanto
antes y volver lo más tarde posible, la salida de la capital se va a volver un
infierno. Conclusión: cuanto antes nos marchemos, mejor. Mi hermana aparca
cerca de mi casa, yo dejo mi equipaje en el maletero del coche, y me siento en
la parte de adelante. Los mismos saludos de siempre: dos besos, muac, muac, en
cada mejilla, los protocolarios, nada del otro mundo. Mi hermana arranca. Vamos
a salir de Madrid.
-No vayas tan deprisa, que para eso hemos salido
temprano.
Mi hermana pone la primera cara de perro del día. Ya
empezamos con la misma discusión de siempre. A ella, con el carnet recién
sacado, le encanta conducir demasiado deprisa, sesenta kilómetros por encima
del límite permitido, para ser exactos. Que no me importa que por la autopista
vaya a ciento ochenta, pero que por ciudad circule a cien.... En cambio, a mí
siempre me ha gustado manejar el coche dentro de la ley... Pero bueno, eso vale
para casi todo en la vida de los dos. En todo caso, empezamos de nuevo. Si yo
tuviera coche, no tendríamos esos problemas. Pero claro, cada vez que bajamos a
casa, una pequeña ciudad del sur, pasa lo mismo: que yo no tengo coche, porque
no me he casado con un multimillonario rico, y divorciado tan sólo un año después,
adquiriendo una gran parte de su fortuna. De hecho, mi mísero sueldo de becario
no me da casi para vivir, menos para comprarme un auto. Por eso bajamos juntos.
Y por eso, siempre tenemos la misma discusión.
-Ya me he perdido –dice ella-. Puñeteras obras.
Efectivamente, las obras de esta ciudad no acaban nunca,
lo extraño es que no hayan encontrado todavía el esqueleto del eslabón perdido
o el piso de arriba del apartamento del diablo. Yo frunzo el ceño.
-Siempre te pierdes.
-Es culpa de las obras.
-¿Todos los años?
-No empecemos.
-No empezamos.
¿Soy un borde?, me pregunto, mientras reflexiono sobre
las cosas que le digo a mi hermana. Probablemente, ¿y qué?¿A quién le importa,
a estas alturas? La relación entre yo y mi hermana ya está bastante deteriorada.
De hecho, ¿qué es lo que hace que sigamos hablándonos?¿Haber nacido del mismo
padre y de la misma madre? Por Dios, ni siquiera les queda demasiado tiempo de
vida. Ya queda poco para que cesen nuestras dramáticas excursiones hacia el
sur, tal vez cuando mueran (él primero; un año después, lo hará ella) ya no nos
quede ninguna excusa para volver a encontrarnos. ¿Qué hacemos entonces juntos?
Quizás, la fuerza de la costumbre. Quizás, haber jugado juntos de niños. De
pequeños, los dos, separados por cuatro años de edad, nos colocábamos juntos,
armados con pistolas láser de juguete en un extremo del cuarto, mientras nos
preparábamos para levantar las sábanas que nos ocultaban la parte de debajo de
la cama, en donde se escondía, según mi hermana, el hombre del saco. Yo le
decía que éste no existía: sin embargo, cada vez que levantábamos la sábana, a
los dos se nos aceleraba el corazón.
-Bien. Ya salimos a la carretera. Son las nueve. No es
mala hora, después de todo.
Me lo dice con cierto retintín. Ahora se aproxima la hora
terrible de la fatídica decisión.
-¿Cogemos la R-4?
Una vez más, la R-4.
-Te he dicho más de mil veces que es muy cara.
-Pero vamos más tranquilos. Y no hay camiones.
-Pero sigue saliendo muy cara.
-Pero la que conduzco soy yo.
-Pero pagamos los dos a medias, y eso implica...
-Pues mira –empieza a enervarse-, si quieres, lo pago yo,
y nos dejamos de tonterías.
-Pues no, porque yo tengo que pagar la mitad.
-No tienes por qué pagar la mitad.
-Pero es que quiero pagar la mitad.
-¡No empieces a ponerte cerruco!
-¡La que estás poniendo cerruca eres tú!
-Ya da igual, ya nos hemos metido de camino a la R-4.
-Pues ya da igual –bufó ella.
-Ya da igual -bufé yo.
Y nos preparamos para tomar el siguiente desvío, el que
nos conduce hasta la R4. Giramos a la derecha...
Y sin embargo, cuando giramos, nos damos cuenta de que
estamos dando la vuelta. Estamos yendo en dirección contraria, de vuelta a la
capital.
-¿Qué ha pasado? –pregunta ella.
-No lo sé –esta vez no quiero echarle la culpa-. Debería
ser aquí. Pues nada, en cuanto puedas, da la vuelta.
Y después de bordear completamente el pueblo de Pinto (ya
lo habíamos pasado por un lado, ahora los pasamos por el otro), retomamos la
carretera.
-Bien. Vamos a pasarnos ese desvío. Seguro que hay otro
para la R-4.
Pasamos el primero.
Efectivamente, encontramos un segundo.
Volvemos a girar...
... y nos encontramos en un desguace, con unas cadenas
que prohiben el paso. Casi nos pegamos el topetazo contra las cadenas.
-Estupendo –mascullo yo.
-Bueno –dice ella-, no hay problema: así, no tomamos la
R-4.
Seguimos entonces por el camino normal. El recorrido fue
tenso, lleno de silencios marrones como las zonas desérticas que recorríamos.
Así hasta que mi hermana, volvió hacia mí la cabeza, se apartó el pelo de la
cara y me dijo:
-La R-4 es una trampa para conductores, para así ir
cargándose a los que se van de Madrid y disminuir la población.
-Sí; podría ser. Pero ahí marca una dirección a Pinto que
parece bastante verdadera.
-Pinto no existe. Pinto es un estado de ánimo.
Ella sonrió.
Yo también sonreí, ante la ocurrencia, por otra parte
lógica, teniendo en cuenta otras curiosas tendencias tan rocambolescas que
tienen a veces tanto administraciones como empresas, como por ejemplo apagar la
calefacción en invierno y enchufarla de nuevo en verano. Y por una vez, mi
hermana me volvió a recordar de nuevo a esa chica con la que había jugado
tantas veces de pequeños. Recuerdo que a ella le gustaba el tenis: yo, que era
el mayor, la vencía cada vez que entrenábamos, pero de vez en cuando, seguía la
pelota, y le dejaba incluso ganar. Sus saltitos de alegría, eran por aquel
entonces lo que más conseguía alegrarme en este mundo.
-Ahí está. Dejamos atrás a Esperanza Aguirre.
Efectivamente. Se termina la Comunidad de Madrid. Un
cartel enorme pone, “Comunidad de Castilla La-Mancha”.
-En fin, ya queda menos –suspiro esperanzado.
Y volvemos a estar callados un rato, solo un rato. Al
poco tiempo, aparece un nuevo cartel.
“Comunidad de Madrid”.
Nos miramos espantados.
-No puede ser.
-¿Nos habremos equivocado en alguna dirección?¿Hemos dado
la vuelta en algún sitio?
-¡Qué va!¡Si he ido todo recto!
-Espera: creo que esto me lo ha comentado un amigo, sales
de la comunidad, pero luego vuelves a entrar, es por una especie de meandro que
forma la frontera de las dos autonomías.
-Los meandros
son de los ríos.
-Simplemente,
sigamos –ignoro la precisión lingüística-, y volveremos a Madrid.
-¿Seguro?
-Seguro. Venga, sigamos.
Efectivamente, al poco rato, una nueva señal nos
tranquiliza. “Comunidad de Castilla La-Mancha”.
-Uf, menos mal. Creí que...
Pero antes de que puda terminar la frase, nuevo cartel,
“Comunidad de Madrid”.
-¿Cómo?
Y conforme avanzamos, a distancias cortas, cuánto, es
difícil calcularlas cuando vas en un coche, cien metros, trescientos, un
kilómetro, nos vamos encontrando carteles. “Comunidad de Madrid”. “Comunidad de
Castilla La-Mancha”. “Carreteras de Andalucía”. “Comunidad Foral de Navarra”...
-No puede ser.
-¿Esto qué es?
-No lo sé.... No lo sé...
Y cada vez más nervioso, le pido que pare el coche, y me
paro a ver dos carteles, separados entre sí doscientos metros, recorro a pie la
distancia que hay entre ellos, no puede ser, son sólidos, son reales, y sin
embargo, sus mensajes son tan absurdos, tan contradictorios. Para colmo, la R4
tampoco apareció.
-Dónde estamos –me pregunto-... Dónde estamos.
Pero no obtengo respuesta del páramo desierto.
Simplemente, me subo al coche, y seguimos caminando, no sabemos en qué dirección.
-Saca el mapa –me dice mi hermana- y empiezo a mirar,
pero por una vez, el mapa no coincide con ninguna señal que nos encontramos.
Estamos perdidos, o el mapa está completamente desactualizado, o algo, lo que
sea, pero aquí hay algo que no encaja.
-Eso te pasa por comprar mapas pasados de fecha –me
reprocha mi hermana-. Lo que sea con tal de ahorrar.
-¡El mapa está perfectamente, eres tú, quien no sabes
conducir y te pierdes!
Los dos sabemos que el otro no tiene la culpa, pero se la
echamos porque es sobre la única persona sobre la que la podemos descargar.
Pronto, sin decirnos nada, nos damos cuenta de que hay dos posibles soluciones
ante este panorama: o bien empezar a pelearnos el uno con el otro y acabara
enfangados en discusiones sin sentido, o bien unirnos, volver a trabajar
juntos, como hacíamos cuando cada uno ayudaba al otro en las tareas del
colegio, yo con sus matemáticas, ella, con mis clases de manualidades, y
comenzar a colaborar para salir juntos de ésta. Pero es tan difícil. Ha pasado
tanto tiempo...
-¿Qué hacemos?-pregunta mi hermana.
Y aunque es una pregunta muy concreta sobre una situación
muy concreta, yo sé, como si ella hubiera seguido todo el monólogo interior que
yo me he marcado, que en realidad es una pregunta genérica, qué hacer con
nuestra relación, con nuestra vida, con nuestros más o menos quince mil genes
compartidos, qué hacer con todos ellos.
-No lo sé –respondo, a pesar de que el sentido común me
dice que tenemos que ayudanos el uno al otro, tal y como nos decía siempre
nuestra madre, me resisto, me muestro reacio a hacerlo. Sé que la chica que se
sienta a mi lado está pasando por el mismo trance. Es el mismo debate interior.
Para algo, después de todo, somos hermanos.
-Mira, paremos en cualquier sitio, en una estación de
servicio, lo que sea. Paramos allí y preguntamos.
Será lo mejor, decimos ambos, porque en todos caso, entre
pitos y flautas, ya son cerca de la una, entre que llegamos y no es la hora de
comer. El sitio al que vamos a parar no podía tener pinta: probablemente la
última vez aquí que hicieron la inspección sanitaria, lo hizo un regimiento
republicano también en plena operación salida. Apenas hay cuatro gatos, y me
extraña, como también me extraña que la carretera haya estado tan despejada a
lo largo de toda la mañana. Pero no estamos para comentarios. Comemos
prácticamente en silencio y nos acercamos a los parroquianos –unos cuantos
camioneros y moteros con pinta de no tener nada mejor que hacer que reírse a
costa nuestra-, los cuales nos realizan unas breves indicaciones para volver a
la carretera. Les agradecemos la intención, dejamos una generosa propina, y
volvemos a la carretera.
Una vez allí, seguimos el camino que nos han trazado.
Pero nada cuadra: el puente no está donde tiene que estar, la rotonda tampoco.
El desvío nos obliga a dar la vuelta, y donde tenía que haber un cartel que
señale a Valencia se encuentra sin embargo otro que señala a Zamora. En cuanto
hemos dado la enésima vuelta, observamos algo al fondo que le hace perder del
todo el sentido al asunto.
-Espero que no sea…
Si no lo es, lo parece. Exactamente la misma estación de
servicio. Con el mismo baño asqueroso a un lado. Y con la misma fonda asquerosa
para comer a un lado. Entramos, más poseídos por la incredulidad que por un propósito
concreto. Y efectivamente, ahí están. Los mismos tipos, sentados en la misma
pose, e incluso repitiendo el mismo chiste del momento anterior.
-Oigan, perdonen –les digo-, es que las indicaciones que
nos han dado no corresponden…
La cara que nos dedicaron hubiera sido menos incrédula si
yo me hubiera tratado de un marciano. “¿Qué se les ofrece, señores?”, se
atrevió a decir el barman, como si fuera la primera vez que nos hubiera visto
en la vida. Y parecía que para ellos fuera verdad. Me dieron ganas de
abofetearles la cara por tomarnos el pelo de esta manera, pero mi hermana me
detuvo con las manos.
-Déjalo, esto lo resuelvo yo de otra manera –me indicó
con confianza en sí misma. Entonces, se acercó con un gesto cadencioso de las
caderas hacia uno de los moteros, y le pasó sinuosamente el dedo por el pecho.
Inmediatamente, el motero le dedicó por completo su atención.
-Disculpa –dijo mi hermana con el acento más
indisimuladamente provocador que pudo encontrar-, mi hermano y yo nos hemos
perdido y somos tan torpes de no encontrar la carretera que buscamos. ¿No
serías tan amable de guiarnos una parte del camino?
El motero se reía, y miraba a sus compañeros orgulloso de
su hazaña. Trató de hacerse de rogar.
-Pero eso supondría desviarme mucho de camino, y
entonces…
Mi hermana se inclinó hacia él, seguramente mostrándole
algo de escote. Aquello, y la larga cabellera morena cayendo cerca de sus ojos
era algo que tendía a volverles locos.
-Sin duda yo sabré cómo agradecértelo…
Y al decirlo, creo (no podría afirmarlo con total
seguridad) que sacó un poco la lengua para rozarle la oreja al motero.
Éste no esperó ni dos segundos. Apuró la cerveza de un
trago, entre las risas de sus compañeros, cogió el casco, y se encaminó hacia
la salida.
Mi hermana parecía sonreírme con un tinte de superioridad
conforme caminábamos al coche.
-¿Qué cojones se supone que acabas de hacer?-la increpé.
Mi hermana levantó una ceja, escéptica ante la agresión.
-¿Yo? Acabo de encontrar un medio de reencontrar el
camino. ¿Qué has hecho tú en cambio?
Yo me enardecí de furia conforme entramos en el coche.
-No sé qué pensaría tu marido de esto si lo supiera.
Ella me miró con un deje de desprecio.
-Más o menos lo mismo que opinaría tu novia… Ay, no, que
nadie te soporta…
Cruzo los brazos, encabritado. Pero sin poder responder
nada, me tengo que callar.
El motorista nos lleva a través de carreteras que van
haciéndose progresivamente más áridas y desoladas. Vamos dando vueltas y más
vueltas; me da la sensación de que estamos pasando otra vez por los mismos
sitios. Pero el motorista prosigue. Me gustaría observar en su cara una
expresión de triunfo, o al menos de indiferencia, la cual me indicase que está
haciéndonos a propósito esta jugada y llevándonos en círculos; pero, al contrario,
cuando observo de refilón su rostro, encuentro una total estupefacción. Como si
él tampoco pudiera explicarse por qué le está pasando esto. De golpe cae una
repentina niebla, tan densa, tan profunda, que parece que nos acabamos de
introducir de lleno en el mar de nubes del cielo…
Poco a poco, se hace de noche. Definitivamente, estamos
perdidos. La anterior sonrisa brillante sobre la cara de mi hermana se ha
difuminado: un rictus circunspecto gobierna su gesto. Esto escapa a la
comprensión de ella: de ella y de todos. En medio, no encontramos ninguna gasolinera,
ninguna otra estación de servicio, ningún pueblo, nada. A pesar de haber vuelto
al punto de origen, no encontramos el bar. Tengo la vaga sensación de que si
diéramos media vuelta y desanduviéramos exactamente el camino, incluso en el
supuesto de que fuéramos capaces de hacerlo, tampoco volveríamos a Madrid. Soy
consciente de que no volveremos nunca.
No es un momento determinado. Ocurre sin más, podría
haberlo hecho antes o después y tampoco sabríamos a qué causa debíamos echar
cuenta. El intermitente izquierdo de la moto se encendió y el vehículo se
detuvo a una corta distancia a nuestra izquierda. Mi hermana también detuvo el
coche. Se acercó al motorista.
-¡Se supone que nos ibas a llevar a algún sitio!¿Qué
cojones has hecho?
El motorista se quitó el casco y la miró muy severamente.
-Me dijeron que iba a haber una recompensa. Y me la voy a
cobrar.
El motorista se acercó a ella con mirada lasciva. Ella
puso una expresión de incredulidad en su mirada.
-¿Qué demonios te crees que…?
Intentó apartarle de un manotazo, pero el motorista la
tumbó sobre el capó del coche. Su trasero quedó justo en frente del motorista,
el cual, completamente enloquecido, comienza a desabrocharse el cinturón y la
bragueta.
-Te vas a enterrar, zorrita…
Yo llego desde detrás, con toda la fuerza del impulso,
asiendo una barra de hierro que normalmente sirve de antirrobos para el coche.
Pero que ahora aterriza, con toda su fuerza, sobre la espalda del motorista. Y
luego, ya en el suelo, sobre sus hombros. Y luego en el costado, y luego…
-¡Para por Dios, Alberto, que le vas a matar!
Sólo cuando ella me grita me doy cuenta de que lo está
pasando, y salgo del estado de entumecimiento en el que me encuentro. Entonces,
arrojo la barra a un lado. Tanteo el pulso en las carótidas.
-Demasiado tarde –digo…
Siento unos puños por detrás golpeándome la espalda.
-¡Serás gilipollas!¡Joder, podríamos haberlo arreglado
simplemente con un par de gritos o con un zarandeo, y vas tú, y tienes que
llevarnos a esto!¿No podías ser menos bruto?¡Esto ya es irreversible?
-¿Tienes idea de lo que iba a hacerte?-la increpo.
-¿Tienes idea de lo que nos va a hacer ahora la policía,
imbécil?
Me hierve la sangre. La acabo de salvar de una violación
y es así como me lo agradece. Ya sólo me faltaba esto…
-Si no te hubieras contoneado como una furcia –le espeto,
ya sin ningún atisbo de educación.
-¿Ah, qué pasa, que a ti te da rabia?¿Será porque te lo
hacen demasiado a menudo, eso de prometerte y dejarte sin nada?¿O peor, porque
ni siquiera te lo hacen?
Se me acelera el corazón. Se me enardecen las mejillas.
Siento la humedad de la noche en mi cuerpo. Siento el barro y la suciedad que
se me ha acumulado en los brazos mientras golpeaba con la barra de hierro a
aquel tipo. Lo que más rabia me da de todo es que lo que dice sea verdad.
Mientras tanto, mi hermana se ha derrumbado. Está sentada en el suelo,
manchándose del fango de la carretera. Ya no pasa ni un coche, sólo estamos
nosotros, perdidos en medio del mundo, respirando una atmósfera cada vez más
opresiva. Estamos a punto de explotar. Mi hermana tiene los brazos cerrados en
torno a las piernas y no hace más que repetir en voz baja: “No hay nadie. No
hay nadie. No hay nadie”…
-Siempre has sido una consentida y una malcriada. Alguien
que no tiene la más mínima educación y suelta lo primero que le viene a la
cabeza.
-Y anda que tú… Desde pequeños, teniendo que aguantar
siempre lo sabihondo que eres… Tratando de imponer constantemente tu superioridad
moral… Como una máquina de repetición, como si fueras absolutamente perfecto...
Ya está. Ya nos hemos lanzado. Ya nos estamos enfrentando
el uno contra el otro. Como, después de todo, lo han hecho todos los grandes
hermanos, desde Caín y Abel. Herencias disputadas. Hermanos guerreando que
deshacen entre luchas intestinas los reinos. Infancias que se rompen.
-Eres una embustera desagradecida…
-Y tú un creído presuntuoso…
-Maldita cretina…
-Perdedor…
-Puta…
Ella me sonríe mientras me suelta a la cara:
-Maricón…
Se me nubla la vista. No consigo ver nada. Pero de alguna
manera, siento de nuevo el tacto de la barra de hierro sobre mis manos.
No recuerdo cómo empieza. Pero sé cómo va a acabar…
Mientras todo se desencadena hacia su irremediable destino,
no puedo parar de mirar los ojos de mi hermana (que me recuerdan ahora a los
que tenía de pequeña, tan chica, tan tierna) mientras me balbucea, repite, en
un último y trémulo pensamiento ahogado:
-Eras tú… eras tú…
Y ahora lo entiendo. Lo he aprendido. Lo he sabido
siempre. Ambos lo sabíamos mientras mirábamos debajo de la cama, apartando las
sábanas, y esperábamos. Pero sólo ahora lo hemos averiguado.
-Yo siempre te quiso tanto –me dice con los ojos, justo
antes de cerrarlos. Está tan guapa así…
Era yo. Ahora lo sé. Había sido yo todo el tiempo.
Yo soy el hombre del saco.