lunes, 8 de julio de 2024

El relato de julio: "Operación Salida"

Operación salida 

            Mi hermana llegó con el coche a las ocho y media de la mañana. Qué menos, en un puente de cuatro días, la gente deseando salir cuanto antes y volver lo más tarde posible, la salida de la capital se va a volver un infierno. Conclusión: cuanto antes nos marchemos, mejor. Mi hermana aparca cerca de mi casa, yo dejo mi equipaje en el maletero del coche, y me siento en la parte de adelante. Los mismos saludos de siempre: dos besos, muac, muac, en cada mejilla, los protocolarios, nada del otro mundo. Mi hermana arranca. Vamos a salir de Madrid.

            -No vayas tan deprisa, que para eso hemos salido temprano.

            Mi hermana pone la primera cara de perro del día. Ya empezamos con la misma discusión de siempre. A ella, con el carnet recién sacado, le encanta conducir demasiado deprisa, sesenta kilómetros por encima del límite permitido, para ser exactos. Que no me importa que por la autopista vaya a ciento ochenta, pero que por ciudad circule a cien.... En cambio, a mí siempre me ha gustado manejar el coche dentro de la ley... Pero bueno, eso vale para casi todo en la vida de los dos. En todo caso, empezamos de nuevo. Si yo tuviera coche, no tendríamos esos problemas. Pero claro, cada vez que bajamos a casa, una pequeña ciudad del sur, pasa lo mismo: que yo no tengo coche, porque no me he casado con un multimillonario rico, y divorciado tan sólo un año después, adquiriendo una gran parte de su fortuna. De hecho, mi mísero sueldo de becario no me da casi para vivir, menos para comprarme un auto. Por eso bajamos juntos. Y por eso, siempre tenemos la misma discusión.

            -Ya me he perdido –dice ella-. Puñeteras obras.

            Efectivamente, las obras de esta ciudad no acaban nunca, lo extraño es que no hayan encontrado todavía el esqueleto del eslabón perdido o el piso de arriba del apartamento del diablo. Yo frunzo el ceño.

            -Siempre te pierdes.

            -Es culpa de las obras.

            -¿Todos los años?

            -No empecemos.

            -No empezamos.

            ¿Soy un borde?, me pregunto, mientras reflexiono sobre las cosas que le digo a mi hermana. Probablemente, ¿y qué?¿A quién le importa, a estas alturas? La relación entre yo y mi hermana ya está bastante deteriorada. De hecho, ¿qué es lo que hace que sigamos hablándonos?¿Haber nacido del mismo padre y de la misma madre? Por Dios, ni siquiera les queda demasiado tiempo de vida. Ya queda poco para que cesen nuestras dramáticas excursiones hacia el sur, tal vez cuando mueran (él primero; un año después, lo hará ella) ya no nos quede ninguna excusa para volver a encontrarnos. ¿Qué hacemos entonces juntos? Quizás, la fuerza de la costumbre. Quizás, haber jugado juntos de niños. De pequeños, los dos, separados por cuatro años de edad, nos colocábamos juntos, armados con pistolas láser de juguete en un extremo del cuarto, mientras nos preparábamos para levantar las sábanas que nos ocultaban la parte de debajo de la cama, en donde se escondía, según mi hermana, el hombre del saco. Yo le decía que éste no existía: sin embargo, cada vez que levantábamos la sábana, a los dos se nos aceleraba el corazón.

            -Bien. Ya salimos a la carretera. Son las nueve. No es mala hora, después de todo.

            Me lo dice con cierto retintín. Ahora se aproxima la hora terrible de la fatídica decisión.

            -¿Cogemos la R-4?

            Una vez más, la R-4.

            -Te he dicho más de mil veces que es muy cara.

            -Pero vamos más tranquilos. Y no hay camiones.

            -Pero sigue saliendo muy cara.

            -Pero la que conduzco soy yo.

            -Pero pagamos los dos a medias, y eso implica...

            -Pues mira –empieza a enervarse-, si quieres, lo pago yo, y nos dejamos de tonterías.

            -Pues no, porque yo tengo que pagar la mitad.

            -No tienes por qué pagar la mitad.

            -Pero es que quiero pagar la mitad.

            -¡No empieces a ponerte cerruco!

            -¡La que estás poniendo cerruca eres tú!

            -Ya da igual, ya nos hemos metido de camino a la R-4.

            -Pues ya da igual –bufó ella.

            -Ya da igual -bufé yo.

            Y nos preparamos para tomar el siguiente desvío, el que nos conduce hasta la R4. Giramos a la derecha...

 

            Y sin embargo, cuando giramos, nos damos cuenta de que estamos dando la vuelta. Estamos yendo en dirección contraria, de vuelta a la capital.

            -¿Qué ha pasado? –pregunta ella.

            -No lo sé –esta vez no quiero echarle la culpa-. Debería ser aquí. Pues nada, en cuanto puedas, da la vuelta.

            Y después de bordear completamente el pueblo de Pinto (ya lo habíamos pasado por un lado, ahora los pasamos por el otro), retomamos la carretera.

            -Bien. Vamos a pasarnos ese desvío. Seguro que hay otro para la R-4.

            Pasamos el primero.

            Efectivamente, encontramos un segundo.

            Volvemos a girar...

            ... y nos encontramos en un desguace, con unas cadenas que prohiben el paso. Casi nos pegamos el topetazo contra las cadenas.

            -Estupendo –mascullo yo.

            -Bueno –dice ella-, no hay problema: así, no tomamos la R-4.

            Seguimos entonces por el camino normal. El recorrido fue tenso, lleno de silencios marrones como las zonas desérticas que recorríamos. Así hasta que mi hermana, volvió hacia mí la cabeza, se apartó el pelo de la cara y me dijo:

            -La R-4 es una trampa para conductores, para así ir cargándose a los que se van de Madrid y disminuir la población.

            -Sí; podría ser. Pero ahí marca una dirección a Pinto que parece bastante verdadera.

            -Pinto no existe. Pinto es un estado de ánimo.

            Ella sonrió.

            Yo también sonreí, ante la ocurrencia, por otra parte lógica, teniendo en cuenta otras curiosas tendencias tan rocambolescas que tienen a veces tanto administraciones como empresas, como por ejemplo apagar la calefacción en invierno y enchufarla de nuevo en verano. Y por una vez, mi hermana me volvió a recordar de nuevo a esa chica con la que había jugado tantas veces de pequeños. Recuerdo que a ella le gustaba el tenis: yo, que era el mayor, la vencía cada vez que entrenábamos, pero de vez en cuando, seguía la pelota, y le dejaba incluso ganar. Sus saltitos de alegría, eran por aquel entonces lo que más conseguía alegrarme en este mundo.

            -Ahí está. Dejamos atrás a Esperanza Aguirre.

            Efectivamente. Se termina la Comunidad de Madrid. Un cartel enorme pone, “Comunidad de Castilla La-Mancha”.

            -En fin, ya queda menos –suspiro esperanzado.

            Y volvemos a estar callados un rato, solo un rato. Al poco tiempo, aparece un nuevo cartel.

            “Comunidad de Madrid”.

            Nos miramos espantados.

            -No puede ser.

            -¿Nos habremos equivocado en alguna dirección?¿Hemos dado la vuelta en algún sitio?

            -¡Qué va!¡Si he ido todo recto!

            -Espera: creo que esto me lo ha comentado un amigo, sales de la comunidad, pero luego vuelves a entrar, es por una especie de meandro que forma la frontera de las dos autonomías.

-Los meandros son de los ríos.

-Simplemente, sigamos –ignoro la precisión lingüística-, y volveremos a Madrid.

            -¿Seguro?

            -Seguro. Venga, sigamos.

            Efectivamente, al poco rato, una nueva señal nos tranquiliza. “Comunidad de Castilla La-Mancha”.

            -Uf, menos mal. Creí que...

            Pero antes de que puda terminar la frase, nuevo cartel, “Comunidad de Madrid”.

            -¿Cómo?

            Y conforme avanzamos, a distancias cortas, cuánto, es difícil calcularlas cuando vas en un coche, cien metros, trescientos, un kilómetro, nos vamos encontrando carteles. “Comunidad de Madrid”. “Comunidad de Castilla La-Mancha”. “Carreteras de Andalucía”. “Comunidad Foral de Navarra”...

            -No puede ser.

            -¿Esto qué es?

            -No lo sé.... No lo sé...

            Y cada vez más nervioso, le pido que pare el coche, y me paro a ver dos carteles, separados entre sí doscientos metros, recorro a pie la distancia que hay entre ellos, no puede ser, son sólidos, son reales, y sin embargo, sus mensajes son tan absurdos, tan contradictorios. Para colmo, la R4 tampoco apareció.

            -Dónde estamos –me pregunto-... Dónde estamos.

            Pero no obtengo respuesta del páramo desierto. Simplemente, me subo al coche, y seguimos caminando, no sabemos en qué dirección.

            -Saca el mapa –me dice mi hermana- y empiezo a mirar, pero por una vez, el mapa no coincide con ninguna señal que nos encontramos. Estamos perdidos, o el mapa está completamente desactualizado, o algo, lo que sea, pero aquí hay algo que no encaja.

            -Eso te pasa por comprar mapas pasados de fecha –me reprocha mi hermana-. Lo que sea con tal de ahorrar.

            -¡El mapa está perfectamente, eres tú, quien no sabes conducir y te pierdes!

            Los dos sabemos que el otro no tiene la culpa, pero se la echamos porque es sobre la única persona sobre la que la podemos descargar. Pronto, sin decirnos nada, nos damos cuenta de que hay dos posibles soluciones ante este panorama: o bien empezar a pelearnos el uno con el otro y acabara enfangados en discusiones sin sentido, o bien unirnos, volver a trabajar juntos, como hacíamos cuando cada uno ayudaba al otro en las tareas del colegio, yo con sus matemáticas, ella, con mis clases de manualidades, y comenzar a colaborar para salir juntos de ésta. Pero es tan difícil. Ha pasado tanto tiempo...

            -¿Qué hacemos?-pregunta mi hermana.

            Y aunque es una pregunta muy concreta sobre una situación muy concreta, yo sé, como si ella hubiera seguido todo el monólogo interior que yo me he marcado, que en realidad es una pregunta genérica, qué hacer con nuestra relación, con nuestra vida, con nuestros más o menos quince mil genes compartidos, qué hacer con todos ellos.

            -No lo sé –respondo, a pesar de que el sentido común me dice que tenemos que ayudanos el uno al otro, tal y como nos decía siempre nuestra madre, me resisto, me muestro reacio a hacerlo. Sé que la chica que se sienta a mi lado está pasando por el mismo trance. Es el mismo debate interior. Para algo, después de todo, somos hermanos.

            -Mira, paremos en cualquier sitio, en una estación de servicio, lo que sea. Paramos allí y preguntamos.

            Será lo mejor, decimos ambos, porque en todos caso, entre pitos y flautas, ya son cerca de la una, entre que llegamos y no es la hora de comer. El sitio al que vamos a parar no podía tener pinta: probablemente la última vez aquí que hicieron la inspección sanitaria, lo hizo un regimiento republicano también en plena operación salida. Apenas hay cuatro gatos, y me extraña, como también me extraña que la carretera haya estado tan despejada a lo largo de toda la mañana. Pero no estamos para comentarios. Comemos prácticamente en silencio y nos acercamos a los parroquianos –unos cuantos camioneros y moteros con pinta de no tener nada mejor que hacer que reírse a costa nuestra-, los cuales nos realizan unas breves indicaciones para volver a la carretera. Les agradecemos la intención, dejamos una generosa propina, y volvemos a la carretera.

            Una vez allí, seguimos el camino que nos han trazado. Pero nada cuadra: el puente no está donde tiene que estar, la rotonda tampoco. El desvío nos obliga a dar la vuelta, y donde tenía que haber un cartel que señale a Valencia se encuentra sin embargo otro que señala a Zamora. En cuanto hemos dado la enésima vuelta, observamos algo al fondo que le hace perder del todo el sentido al asunto.

            -Espero que no sea…

            Si no lo es, lo parece. Exactamente la misma estación de servicio. Con el mismo baño asqueroso a un lado. Y con la misma fonda asquerosa para comer a un lado. Entramos, más poseídos por la incredulidad que por un propósito concreto. Y efectivamente, ahí están. Los mismos tipos, sentados en la misma pose, e incluso repitiendo el mismo chiste del momento anterior.

            -Oigan, perdonen –les digo-, es que las indicaciones que nos han dado no corresponden…

            La cara que nos dedicaron hubiera sido menos incrédula si yo me hubiera tratado de un marciano. “¿Qué se les ofrece, señores?”, se atrevió a decir el barman, como si fuera la primera vez que nos hubiera visto en la vida. Y parecía que para ellos fuera verdad. Me dieron ganas de abofetearles la cara por tomarnos el pelo de esta manera, pero mi hermana me detuvo con las manos.

            -Déjalo, esto lo resuelvo yo de otra manera –me indicó con confianza en sí misma. Entonces, se acercó con un gesto cadencioso de las caderas hacia uno de los moteros, y le pasó sinuosamente el dedo por el pecho. Inmediatamente, el motero le dedicó por completo su atención.

            -Disculpa –dijo mi hermana con el acento más indisimuladamente provocador que pudo encontrar-, mi hermano y yo nos hemos perdido y somos tan torpes de no encontrar la carretera que buscamos. ¿No serías tan amable de guiarnos una parte del camino?

            El motero se reía, y miraba a sus compañeros orgulloso de su hazaña. Trató de hacerse de rogar.

            -Pero eso supondría desviarme mucho de camino, y entonces…

            Mi hermana se inclinó hacia él, seguramente mostrándole algo de escote. Aquello, y la larga cabellera morena cayendo cerca de sus ojos era algo que tendía a volverles locos.

            -Sin duda yo sabré cómo agradecértelo…

            Y al decirlo, creo (no podría afirmarlo con total seguridad) que sacó un poco la lengua para rozarle la oreja al motero.

            Éste no esperó ni dos segundos. Apuró la cerveza de un trago, entre las risas de sus compañeros, cogió el casco, y se encaminó hacia la salida.

            Mi hermana parecía sonreírme con un tinte de superioridad conforme caminábamos al coche.

            -¿Qué cojones se supone que acabas de hacer?-la increpé.

            Mi hermana levantó una ceja, escéptica ante la agresión.

            -¿Yo? Acabo de encontrar un medio de reencontrar el camino. ¿Qué has hecho tú en cambio?

            Yo me enardecí de furia conforme entramos en el coche.

            -No sé qué pensaría tu marido de esto si lo supiera.

            Ella me miró con un deje de desprecio.

            -Más o menos lo mismo que opinaría tu novia… Ay, no, que nadie te soporta…

            Cruzo los brazos, encabritado. Pero sin poder responder nada, me tengo que callar.

            El motorista nos lleva a través de carreteras que van haciéndose progresivamente más áridas y desoladas. Vamos dando vueltas y más vueltas; me da la sensación de que estamos pasando otra vez por los mismos sitios. Pero el motorista prosigue. Me gustaría observar en su cara una expresión de triunfo, o al menos de indiferencia, la cual me indicase que está haciéndonos a propósito esta jugada y llevándonos en círculos; pero, al contrario, cuando observo de refilón su rostro, encuentro una total estupefacción. Como si él tampoco pudiera explicarse por qué le está pasando esto. De golpe cae una repentina niebla, tan densa, tan profunda, que parece que nos acabamos de introducir de lleno en el mar de nubes del cielo…

            Poco a poco, se hace de noche. Definitivamente, estamos perdidos. La anterior sonrisa brillante sobre la cara de mi hermana se ha difuminado: un rictus circunspecto gobierna su gesto. Esto escapa a la comprensión de ella: de ella y de todos. En medio, no encontramos ninguna gasolinera, ninguna otra estación de servicio, ningún pueblo, nada. A pesar de haber vuelto al punto de origen, no encontramos el bar. Tengo la vaga sensación de que si diéramos media vuelta y desanduviéramos exactamente el camino, incluso en el supuesto de que fuéramos capaces de hacerlo, tampoco volveríamos a Madrid. Soy consciente de que no volveremos nunca.

            No es un momento determinado. Ocurre sin más, podría haberlo hecho antes o después y tampoco sabríamos a qué causa debíamos echar cuenta. El intermitente izquierdo de la moto se encendió y el vehículo se detuvo a una corta distancia a nuestra izquierda. Mi hermana también detuvo el coche. Se acercó al motorista.

            -¡Se supone que nos ibas a llevar a algún sitio!¿Qué cojones has hecho?

            El motorista se quitó el casco y la miró muy severamente.

            -Me dijeron que iba a haber una recompensa. Y me la voy a cobrar.

            El motorista se acercó a ella con mirada lasciva. Ella puso una expresión de incredulidad en su mirada.

            -¿Qué demonios te crees que…?

            Intentó apartarle de un manotazo, pero el motorista la tumbó sobre el capó del coche. Su trasero quedó justo en frente del motorista, el cual, completamente enloquecido, comienza a desabrocharse el cinturón y la bragueta.

            -Te vas a enterrar, zorrita…

            Yo llego desde detrás, con toda la fuerza del impulso, asiendo una barra de hierro que normalmente sirve de antirrobos para el coche. Pero que ahora aterriza, con toda su fuerza, sobre la espalda del motorista. Y luego, ya en el suelo, sobre sus hombros. Y luego en el costado, y luego…

            -¡Para por Dios, Alberto, que le vas a matar!

            Sólo cuando ella me grita me doy cuenta de que lo está pasando, y salgo del estado de entumecimiento en el que me encuentro. Entonces, arrojo la barra a un lado. Tanteo el pulso en las carótidas.

            -Demasiado tarde –digo…

            Siento unos puños por detrás golpeándome la espalda.

            -¡Serás gilipollas!¡Joder, podríamos haberlo arreglado simplemente con un par de gritos o con un zarandeo, y vas tú, y tienes que llevarnos a esto!¿No podías ser menos bruto?¡Esto ya es irreversible?

            -¿Tienes idea de lo que iba a hacerte?-la increpo.

            -¿Tienes idea de lo que nos va a hacer ahora la policía, imbécil?

            Me hierve la sangre. La acabo de salvar de una violación y es así como me lo agradece. Ya sólo me faltaba esto…

            -Si no te hubieras contoneado como una furcia –le espeto, ya sin ningún atisbo de educación.

            -¿Ah, qué pasa, que a ti te da rabia?¿Será porque te lo hacen demasiado a menudo, eso de prometerte y dejarte sin nada?¿O peor, porque ni siquiera te lo hacen?

            Se me acelera el corazón. Se me enardecen las mejillas. Siento la humedad de la noche en mi cuerpo. Siento el barro y la suciedad que se me ha acumulado en los brazos mientras golpeaba con la barra de hierro a aquel tipo. Lo que más rabia me da de todo es que lo que dice sea verdad. Mientras tanto, mi hermana se ha derrumbado. Está sentada en el suelo, manchándose del fango de la carretera. Ya no pasa ni un coche, sólo estamos nosotros, perdidos en medio del mundo, respirando una atmósfera cada vez más opresiva. Estamos a punto de explotar. Mi hermana tiene los brazos cerrados en torno a las piernas y no hace más que repetir en voz baja: “No hay nadie. No hay nadie. No hay nadie”…

            -Siempre has sido una consentida y una malcriada. Alguien que no tiene la más mínima educación y suelta lo primero que le viene a la cabeza.

            -Y anda que tú… Desde pequeños, teniendo que aguantar siempre lo sabihondo que eres… Tratando de imponer constantemente tu superioridad moral… Como una máquina de repetición, como si fueras absolutamente perfecto...

            Ya está. Ya nos hemos lanzado. Ya nos estamos enfrentando el uno contra el otro. Como, después de todo, lo han hecho todos los grandes hermanos, desde Caín y Abel. Herencias disputadas. Hermanos guerreando que deshacen entre luchas intestinas los reinos. Infancias que se rompen.

            -Eres una embustera desagradecida…

            -Y tú un creído presuntuoso…

            -Maldita cretina…

            -Perdedor…

            -Puta…

            Ella me sonríe mientras me suelta a la cara:

            -Maricón…

            Se me nubla la vista. No consigo ver nada. Pero de alguna manera, siento de nuevo el tacto de la barra de hierro sobre mis manos.

            No recuerdo cómo empieza. Pero sé cómo va a acabar…

            Mientras todo se desencadena hacia su irremediable destino, no puedo parar de mirar los ojos de mi hermana (que me recuerdan ahora a los que tenía de pequeña, tan chica, tan tierna) mientras me balbucea, repite, en un último y trémulo pensamiento ahogado:

            -Eras tú… eras tú…

            Y ahora lo entiendo. Lo he aprendido. Lo he sabido siempre. Ambos lo sabíamos mientras mirábamos debajo de la cama, apartando las sábanas, y esperábamos. Pero sólo ahora lo hemos averiguado.

            -Yo siempre te quiso tanto –me dice con los ojos, justo antes de cerrarlos. Está tan guapa así…

            Era yo. Ahora lo sé. Había sido yo todo el tiempo.

Yo soy el hombre del saco.

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