Hoy ha salido la noticia en los periódicos: la niña sirena, esa monstruosidad de la naturaleza la cual fue operada con notable éxito por unos brillantes cirujanos para restituirle sus nunca poseídas piernas, ya ha dado sus primeros pasos.
Cuando estaba en el vientre de su madre, la niña, lejos de tomar su condición como una aberración o capricho del destino, lo asumió como una condición ideal. Sumergida en el líquido amniótico, chapoteaba de un lado para otro, y lejos de dar pataditas, se dedicaba a bucear y a cerrar los ojos mientras se zambullía de nuevo en las cálidas aguas de color amarillento (algún día, al recordarlo, comenzará a darle cierto asco, al recordar que parecía y sabía a pis).
Pero cuando nació, los médicos, sus padres, el mundo, la miraron con ojos asombrados. La vieron como lo que quisieron verla: un humano malformado. Pero se equivocaban. No era un humano: sino una sirena. Mientras constituía un animal mitológico, encajaba perfectamente con su ambiente y con su cuerpo. Considerada como humana, la transformaron en un monstruo. La operación, básicamente, la convirtió en efecto en humana: en efecto, en una humana más.
Nadie le preguntó si quería dejar de ser sirena. Nadie le planteó la disyuntiva entre gatear y no poder saltar de la cuna (como sirena, en el mar, no hay vallas que te detengan), o seguir los bancos de peces desde el Atlántico al Pacífico. No pudo elegir.
Hoy contempla sus piernas, con una desconcertante sensación de extrañeza, y sin saber si quejarse o si dar las gracias. Hoy, al dar
sus primeros pasos, ha sido como volver a aprender a nadar.
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