Pocos saben que Robert Louis Stevenson, el escritor (autor del "Dr. Jekyll y Mr. Hyde" y "La isla del tesoro", entre otras) era desdendiente de una estirpe de ingenieros civiles especializados en la construcción de faros, como marcamos a continuación en este árbol familiar (extraído de la Wikipedia), donde podéis ver el recuadro que sañala al escritor, en la parte de abajo a la derecha:
De hecho, por lo visto, los padres de Robert Louis se sintieron muy decepcionados cuando su hijo dijo que no quería dedicarse a la saga familiar, y que prefería iluminar el mundo de otra forma. El caso es que los Stevenson ayudaron a construir numerosos faros. Algunos, en la cercanía de su tierra natal, en Escocia, como éste de "Butt of Lewis" ("culo de Lewis"), llamado así porque está situado en un extremo de la isla del mismo nombre (por cierto, un lugar muy chulo que visitar), adonde tuve la suerte de ir hace unos años.
Fotos del faro en el "Culo de Lewis", realizadas por el autor.
Esta es uno de los edificaciones que se describen en "Breve Atlas de los faros del fin del mundo", de José Luis González Macías (publicado por Ediciones Menguantes), un libro sobre algunos de los faros situados en las regiones más ignotas del mundo. Entre esas evocadoras construcciones se desgranan los detalles de varios faros construidos por los Stevenson. Otro lugar muy literario que también se menciona es el faro de San Juan de Salvamento, situado en las islas de los Estados en Argentina, en Tierra de Fuego, y uno de los más australes del planeta. Julio Verne ambientó en este lugar "El faro del fin mundo", una novela de aventuras que catapultó a la fama esta localización, y de la que por cierto hubo una entretenida adaptación cinematográfica con Kirk Douglas como protagonista.
Pero volvamos a los Stevenson. Si os fijáis en el árbol familiar, os daréis cuenta que hay un primo de Robert Louis llamado David Alan, y que también era ingeniero de faros. Pues bien, este hombre tuvo una hija a la que llamó Dorothy Emily, la cual acabó siendo escritora. No sabemos si el parentesco con Robert Louis jugó un papel (ya sabemos que los inicios son duros, y que cualquier ayuda cuenta: aquí hablámos el caso de la bisnieta de Charles Dickens, que tuvo que trabajar con sus propias manos antes de conseguir reconocimiento literario), pero el caso es que Dorothy Emily se convirtió en una escritora muy exitosa, gracias entre otras historias a "El libro de la señorita Buncle" (Editorial Rara Avis), un ingenioso divertimento que no tiene nada que ver con faros, sino con un prototipo muy británico: los habitantes de un pequeño pueblo, los cuales andan tan perdidos como un barco en día de galerna.
En esta novela, la señorita Buncle, acuciada por las necesidades económicas, decide escribir un libro sobre lo único que conoce: sus vecinos. Lo lleva a un editor, quien, convencido de su éxito, lo publica bajo un pseudónimo. Sin embargo, los habitantes del pueblo de la señorita Buncle no tardan en reconocer sus propias personalidades en el texto de su paisana y, furiosos, tratan de dilucidar quién ha sido el autor de ese escandaloso ultraje, para así tomar medidas contra él. El argumento juega con las consecuencias inesperadas y equívocos que genera tan escandaloso volumen, y de paso sirve para describir todas las miserias de esta diminuta villa, tan igual a tantas otras. En conjunto, el libro puede parecer demasiado costumbrista (es lo que tiene denunciar la mezquindad de determinados ambientes: debes meterte hasta el fondo dentro de ellos), pero tiene detalles de ingenio que arrancan unas cuantas sonrisas, y juega muy bien con la mezcla entre realidad y ficción. No es extraño que muchos lectores se sintieran identificados por alguna de las situaciones que trataba: de hecho, el libro debió de gustar bastante, pues dio lugar a una serie de secuelas. En conjunto, no es inolvidable, pero es breve, sencillo y divertido. De esta clase de narraciones (fue un elogio que le dedicaron a las novelas de D.E. Stevenson) donde sabes que todo va a acabar bien: y ése al fin y al cabo es el objetivo de los faros, ¿verdad?
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