Inspirado en una idea original de Helena Tejera
El
lugar no tenía nada de particular. Nada hacía pensar que era uno de los
restaurantes más de moda de la ciudad. Al menos en aquella salita de espera
anodina, que lo único que alojaba era a varios futuros comensales aguardando,
expectantes, por lo que prometía iba a ser la experiencia gastronómica de sus
vidas. Al menos, hasta la siguiente temporada.
-Me
llama mucho la atención esto del “restaurante a ciegas” –conversaba Oliver con
una mujer que tenía al lado, a la que no conocía de nada, pero que, como él,
iba a ser uno de los afortunados aquella noche-. Cuando Adrián me invitó, me
puse a pensar en posibilidades, y me volví loco. Yo es que soy muy aficionado a
las novelas de Agatha Christie, ¿sabe?, y me imaginaba una reunión, todos a la
oscuridad, sentados a la mesa, y que hubiera un asesinato… O, qué sé yo, que
consiguiera juntar a todos mis herederos, en el futuro, en una cena como ésta,
y les dijera “el que haya sobrevivido cuando encienda la luz, heredará toda mi
fortuna”. ¿No le parece hilarante?
-Eh…
sí, claro –gruñó la mujer, no muy convencida de aquellos argumentos. La pareja
de Oliver, Adrián, intervino con prestancia:
-No
le haga caso. Le gusta mucho el humor negro.
-Uy,
es verdad, creo que me he pasado –se disculpó Olivier-. Es que no todo el mundo
entiende mis chistes. Menos mal que tengo a Adrián para advertirme de vez en
cuando con un “cariño, te estás pasando”… Pero bueno, como yo digo, al final se
me acaba queriendo, o al menos él, ¿verdad, Adrián? –dijo complacido mientras
acariciaba a su compañero de vida por la zona de la mandíbula, donde su media
barba rascaba de modo agradable-. No sé qué haría yo sin él. Tres años llevamos
juntos. Y ahí estamos, tan felices como el primer día.
Ahí
la mujer desconocida parecía más cómoda, y de hecho dio la impresión de que iba
a decir algo, pero entonces llegó una de las camareras del restaurante, quien
interrumpió su conversación.
-Buenos
días, bueno, ya buenas tardes… Bienvenidas, damas y caballeros, a su velada en
“Cena a ciegas”, donde tendrán la ocasión de degustar platos exquisitos, como
bien saben, en la más absoluta oscuridad. Nuestros camareros invidentes les
conducirán uno por uno a su sitio, de tal manera que, aunque estarán todos
juntos en la misma sala, cada pareja o grupo de comensales tendrá su propio
rincón donde disfrutar de su cena con intimidad. Después, les iremos trayendo
los platos, que están preparados para que los puedan degustar con total facilidad
con el tenedor y la cuchara que tendrán a los lados. La ventaja de hallarse
privados del sentido de la vista es que podrán gozar con total intensidad del
sabor de los alimentos, y el hecho de no saber que están comiendo no
condicionará sus percepciones. Empezamos pues: ahora iremos nombrando a cada
uno de ustedes y, por orden, uno de nuestros camareros les colocará en su
asiento.
A
Oliver le tocó su turno cuando ya habían pasado la mitad de los invitados,
incluyendo Adrián. Se sintió un poco nervioso conforme el camarero le desplazó
delicadamente a través de las sucesivas puertas generadas a base de cortinas de
terciopelo, las cuales les iban conduciendo, conforme las apartaban, a zonas de
de mayor penumbra, hasta desembocar en la oscuridad más absoluta. Cuando se
sentó, Oliver se agitó inquieto:
-¿Adrián,
estás ahí? Dime que estás, por el amor de Dios…
-Sí,
estoy –respondió lacónico Adrián. El tono cansado ya le debió de dar pistas a
Oliver, pero este último se hallaba demasiado embargado por la emoción como
para percatarse.
-Ay,
qué chulo, Adrián, esto es estupendo. Muchas gracias por el regalo. Todo me
parece tan maravilloso…
-Oye,
hay una cosa que quería decirte…
-Ya
verás cuando se lo cuente a todas nuestras amigas. Les va a encantar…
-No
te he traído sólo para disfrutar de la comida…
-¡Ay,
alguien me ha tocado!¿Qué ha pasado?
-Perdone,
señor, soy su camarero. He venido a traerle los aperitivos.
-Ay,
gracias, ya pensé que me querían meter mano. Oyoyoy, qué bien huele todo.
-Gracias,
señor. Mi compañera y yo les dejamos estos entrantes y nos marchamos.
-Muchas
gracias… ¿cómo te llamas?
-Andrés.
-Muchas
gracias, Andrés, te vemos luego… Uy, en serio, qué bien huele esto. ¿Y qué
será? Voy a tocarlo con el tenedor a ver qué textura tiene. Oye, Adrián, ¿y qué
me querías decir? Cuéntame, cariño.
-Que
te dejo.
El
cubierto se le cayó de las manos a Oliver encima de plato, y ante la ausencia
de luz, resonó más de lo habitual, y provocó que las otras personas que se hallaban
en la misma habitación, pero en otras mesas, volvieran la cabeza, a pesar de la
inutilidad del gesto, porque no podían ver nada. Sin embargo, a Oliver no le
importaba el resto del mundo: ahora sólo tenía ojos –es un decir- para su
reciente ex pareja.
-¿Pero…
por qué?
-Mira,
te podría dar unas cuantas razones, pero no creo que importen mucho. El caso es
que ya no me gustas y que no quiero seguir contigo. Llevo tiempo queriéndotelo
decir, pero cada vez que hago la más mínima insinuación, me pones esa carita de
corderito degollado con la que, de verdad, no puedo, no puedo. Así que he
decidido cortar aquí. No era mi primera opción, pero me has obligado a hacerlo
de esta manera.
Durante
unos segundos se hizo el silencio, que Adrián vio necesario rellenar:
-Al
menos, así podremos tener un último buen recuerdo. Una comida, agradable, en un
buen restaurante… Es una buena despedida, ¿no? Creo que he sido muy
considerado.
Sólo
a mitad de frase se dio cuenta de que Oliver estaba llorando. No de manera
discreta, no, aunque así parecía al principio: porque unos segundos más tarde,
cuando subió el volumen, era evidente que sollozaba como una magdalena, sin
freno y ninguna clase de control. Tanto, que empezaron a escucharse bisbiseos
desde las otras mesas. Adrián se rebulló incómodo en su asiento: estaba claro
que no se había pensado mucho lo que, en un primer momento, aparentaba ser una
buena idea.
-Oliver,
no me parece apropiado…
-¿Y
qué más da lo que te parezca, si ya no estamos juntos?¿También me vas a decir
cuándo llorar?-se escuchó cómo Oliver se sonaba los mocos estruendosamente; a
causa de la oscuridad, bien podía ser con una servilleta.
-Oliver,
esto es muy violento…
-¿Violento?¿Y
qué esperabas que dijera: <<uy, qué cosas, me dejas, bueno, qué le vamos
a hacer, mira, qué rico está el salmón>>? El salmón o la mierda que sea
esto, porque a mí no me sabe a nada. Necesito ver algo, maldita sea –el tenedor
resonó varias veces, clavándose en el plato como si estuvieran acuchillando una
escultura de mármol.
-Oliver,
deberíamos tomarnos esto como personas civilizadas que somos…
-¡Te
voy a dar yo a ti civilización!-se escuchó el ruido de un cuerpo desplazándose
hacia adelante sobre la mesa, y seguramente se hubiera oído cómo el tenedor se ensartaba
sobre la carne, de no ser porque un aullido de dolor reverberó por toda la
sala.
-¡Ay!-gritó
Oliver, retirando el tenedor y taponándose la herida de una mano con la otra,
menos dolido en los músculos dañados por el afilado metal que en el orgullo-.
¡Por favor, necesito ayuda!
-Hola,
señor, soy Andrés –sintió Oliver una mano sobre su codo-. Voy a llevarle a un
lugar donde haya luz para poder tratar su herida. Por favor, déjese llevar por
mí.
-Ay,
gracias, Andrés. Qué dolor, qué dolor.
Oliver
permitió que el camarero le desplazara a lo largo de sucesivas salas hasta
llegar a una donde había un botiquín y un par de asientos. Andrés le sentó
sobre uno de ellos y, tras abrir el botiquín y tantear su contenido, empezó a
manipular el instrumental médico como si conociera de manera perfecta donde se
hallaba cada medicamento. Tanto, que Andrés se preguntó si los nombres de las
drogas estaban escritos en Braille en los botes.
-Por
favor, indíqueme dónde tiene la herida –le rogó Andrés, mientras se sentaba, con
el objeto de aplicarle un algodón empapado en alcohol sobre la zona lesionada.
-Aquí
–obedeció dócil Oliver, llevando la mano del camarero hacia la sección de piel
de donde aún manaba la sangre-. Oye, Andrés, ¿te ha tocado hacer muchas veces
cosas de éstas?
-Se
sorprendería –apuntó el camarero-. De todas maneras, ya le he dicho a mi
compañera de servicio que me parece que lo que ha hecho su pareja está feísimo.
De hecho, ella me ha respondido que no tenía interés en volver a esa mesa en lo
que queda de noche.
-Gracias,
amore –le colocó la mano en el pecho
Oliver-. Uy, cuánto músculo, ¿no irás al gimnasio?
-Lo
dicho, señor, yo nunca le hubiera planteado una encerrona como ésa. No les
conozco a ninguno de los dos, pero ésas no me parecen formas… A mí me han
dejado de todas las maneras posible: por mensajes de texto, por carta… Un novio
me dijo una vez que le esperara a la puerta de un Primark porque tenía que
hacer unas compras… y todavía le estoy esperando. Incluso alguien me deslizó un
fragmento de papel debajo de la puerta y se largó a toda velocidad, antes de
que pudiera confrontarle.
-Ah,
pues sí que hay bastante variedad. ¿Y, de todas esas experiencias, cuál ha sido
la peor?-preguntó, vivamente interesado Oliver.
-Bueno,
señor, soy de la minoritaria opinión de que al final lo de menos es cómo te
dejen, sino lo importante que ha sido esa relación para ti y, por tanto, cuánto
significa esa ruptura. Claro que prefiero verlo de una manera optimista, y
encontrarle el lado bueno.
-¿Y
ése cuál es? Porque ahora mismo, Andrés, lo necesito mucho.
-Pues
que ahora tienes una nueva oportunidad para que alguien te pueda enamorar.
En cuanto dijo esto, concentrado como se hallaba en curar la herida en la mano, Oliver apoyó su dedo sobre el mentón de Andrés, lo levantó, y le plantó un suave beso en los labios. Lo que ocurrió a continuación lo omitimos, para dejar espacio a la intimidad. Lo único que vamos a decidir que las luces permanecieron encendidas, y los ojos de Oliver, abiertos.
Mientras
tanto, en la sala oscura, Adrián, que ya había terminado los entrantes y tenía
hambre, susurraba entre tinieblas:
-¿Camarero?¿Oliver…?
Sólo
escuchaba el silencio.
-¿Alguien…?
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