lunes, 22 de abril de 2013

El libro de abril. "El cónsul honorario", de Graham Greene

Graham Greene es de este tipo de escritores de los cuales os recomendaré una obra, pero os podría hablar de muchas otras. En este caso nos vamos a centrar en "El cónsul honorario", escrita en 1973, y ambientada en la realidad argentina y paraguaya de aquella época.

Quizás el término que sirva mejor para definir los trabajos de Graham Greene sea el título de su obra de 1978, "El factor humano". Porque aunque sus historias traten sobre espías y e intrigas internacionales, y transcurran en gran medida en pequeñas habitaciones de los edificios donde se alojan los servicios secretos en Inglaterra, aunque también en exóticos parajes por todo el mundo (Haiti, Vietnam, Argentina, Cuba), en el fondo, esto son tan sólo excusas para relatar el verdadero teatro donde transcurre la acción: el interior del hombre, la sala íntima de la mente del ser humano, el trasfondo de los personajes y de los individuos que deben dar la cara ante las diversas circunstancias que se les presentan.

Graham Greene utiliza las grandes cuestiones políticas e históricas del momento, simplemente como modo de averiguar cuál es la verdadera naturaleza de la condición humana, y en qué nos convertimos cuando nos enfrentamos a retos que nos hacen dudar sobre qué pasta estamos hechos en realidad. Sus personajes son muchas veces tipos comunes, mundanos, sin ideología, que tienen que afrontar muchas veces de manera involuntaria grandes decisiones que ponen a prueba sus convicciones, pero en el transcurso de las cuales casi siempre acaban decant'andose por cuestiones personales que serán las que al final importen, mucho más que los condicionamientos previos o las lealtades patrióticas. Son por tanto individuos repletos de incertidumbre, obligados a elegir entre aristas formadas de falsa certeza, las cuales coquetean con los conceptos de traición y de compromiso, hombres que normalmente anteponen -mucho antes que a un estado o una idea-, el nombre de un amigo o de una mujer. En "El factor humano", unos espías demasiado mundanos se ven atrapados entre telones de acero cuando lo único que pretenden -cada uno a su manera- es ser felices. En "El décimo hombre" (donde un hombre ofrece toda su fortuna a otro a cambio de que sea ejecutado en lugar de él), los nazis y la Segunda Guerra Mundial tan sólo son una excusa para averiguar en qué medida la vida se mide por los valores materiales que posees. Sus dilemas se plantean  alrededor de la muerte, la religión, los sentimientos familiares, la inseguridad que rodea la vida en cada paso y nuestros mayores ambiciones y miedos. Graham Greene dividía sus historias entre novelas de entretenimiento y novelas serias; no obstante, incluso en sus obras de mayor éxito, las aparentes tramas de evasión sirve de base para las cuestiones filosóficas y morales más serias.

Como escritor interesado por las pulsiones del ser humano, no es raro encontrarse con que Greene se acercó a uno de los géneros artísticos que más han impactado en los últimos siglos, y éste fue el cine. De casi todos es conocida "El tercer hombre", novela que partió como base a un guión mejorado gracias a las intervenciones del director Carol Reed e incluso de Orson Wells (con su mítica frase acerca de Renacimientos italianos y relojes suizos, y quien según algunos dirigió la película desde las sombras). También fue adaptada al cine por dos veces "El americano impasible", aunque éste podrá ser uno de los pocos casos donde cabe considerarse que la mejor versión es la moderna, pues en la primera se trató de purgar todo rastro del antiamericanismo que a la segunda estuvo a punto de eliminarla de la agenda cinematográfica en 2003, de tal forma que sólo gracias a la intervención de su actor estrella, Michael Caine (que amenazó con no autorizar su siguiente película si ésta no veía la luz) la película pudo estrenarse. Y siguiendo con la nómina de actores ilustres que han encarnado a sus personajes, Alec Guinness interpretó al protagonista de la deliciosa "Nuestro hombre en La Habana", donde un modesto vendedor de aspiradoras en apuros les vende los planos de dichos electrodomésticos al gobierno británico haciéndoles creer que tratan acerca de valiosísimas informaciones sobre instalaciones comunistas ultra-secretas. Otras obras conocidas -y también llevadas al cine- son "El agente de la confidencial" (ambientada en la guerra civil española) o "El tren de Estambul". Su influencia se ha extendido a autores como John Le Carré, y actualmente se celebra todos los años, en su localidad natal, un festival literario en su honor.

"El cónsul honorario" parte de un hecho que podría haber sido real; tanto, que ocurrió uno muy parecido cuando Greene se estaba documentando para la misma. Un grupo de rebeldes izquierdistas paraguayos cruzan la frontera y pretenden secuestrar, en una remota región del norte de Argentina, al embajador americano para así hacer presión para la liberación de algunos de sus compañeros detenidos. Sin embargo, cometen un error y a quien secuestran es al cónsul honorario británico, un tipo al borde del alcoholismo, sin ninguna importancia diplomática, y por el que ninguno de los cuatro gobiernos implicados piensa mover un dedo para salvarlo. En medio de todo esto, el doctor Plarr, un inglés que lleva conviviendo de manera anodina toda su vida en la Argentina, se ve sacudido por el fenómeno por un doble motivo: en primer lugar porque él ha colaborado con los secuestradores a cambio de que éstos exijan la liberación de su padre (uno de los presos politicos en manos del ejército de la dictadura paraguaya), y en segundo, porque él se está acostando con la mujer del cónsul honorario británico que han secuestrado por error, lo cual determina que si bien su desaparición de la escena le vendría muy bien, también es responsable de lo que le pase, y hace que la culpa le pese todavía más de lo que le pesaría a cualquier otra persona.

En este caso, hay varios aspectos de la novela que son bastante interesantes. Una es aproximación de Graham Greene al modo de vida sudamericano, destacando mucho el "machismo" (entendiendo aquel como la tendencia natural del hombre a defender su honor y llegar a las armas por cuestiones relacionadas por el orgullo o las mujeres) imperante tanto en la literatura como en la vida de la zona. Quizás se produzca la impresión de que Greene está mostrando esta cualidad como lo haría un turista, entre otras cosas por el uso tan reiterado de la palabra, cuando da más la sensación de que el "machismo" no es algo que en la Sudamérica de los años 70 se nombre a menudo en el contexto coditiano, sino que, más bien al contrario, en las conversaciones habituales no se menciona en absoluto porque en realidad es el modo "natural" de hacer las cosas. No obstante, en el contexto de la novela tiene mucho sentido, al ser un término expuesto por personajes típicamente británicos (con su flema característica), para nada inmersos en la cultura del país en el que habitan, y que lo observan todo con la mítica distancia y frialdad que se le atribuye a los hombres procedentes de regiones anglosajonas. De hecho, el personaje principal no parece en un principio capaz de amar o de mantener compromisos, aunque sí que se van apreciando a lo largo de la novela una serie de cuestiones, como el sentimiento de añoranza por un padre que nunca conoció en realidad, ciertas obsesiones que se mantienen latentes, y también un fuerte sentido del deber acerca de cuestiones que deben ser evitadas. Entre otras, que un inocente -el cónsul honorario- pague con su vida por pecados que no merecen tanto castigo.

También, con grandes dosis de ironía y un agudo manejo de las réplicas y contrarréplicas de los personajes (a veces quizás obviando las terceras personas alrededor), el libro contiene una serie de personajes secundarios muy ricos y variados: el escritor argentino Saavedra, obsesionado con su propia obra, con "el machismo", y con unos códigos internos incomprensibles para el resto del mundo pero que él llevará, de manera consecuente, hasta la extrema radicalidad; Clara, la mujer del cónsul honorario, que procede de un burdel y pretende aparentemente (como hacía en el prostíbulo) complacer a todos, junto con el hijo que alberga en su interior, el cual no hace más que complicar las cosas; un coronel Pérez a cargo de la investigación, más interesado en capturar o liquidar a los secuestradores que en salvar al cónsul británico (el cual, por cierto, va adquiriendo valor literario conforme pasa la novela); y una serie de ingleses que, muy educadamente, prefieren ignorar la muerte de un compatriota antes que tomarse la más mínima molestia en salvarlo o dejar de degustar un plato de salmón. Entre el bando de los secuestradores, destacar a uno de los cabecillas de la expedición, el antiguo padre León, sacerdote reconvertido a guerrillero y de cuyos labios provienen los mejores debates acerca de la religión y el cambio social, las víctimas necesarias, el perdón y la confesión, el amor a Dios o al aparataje humano que le rodea, e incluso una de las más originales teorías teológicas que he tenido el gusto de leer. El padre León -como Plarr, como todos nosotros- se ve sacudido por las consecuencias de un terrible error que, sin embargo, les plantea unos dilemas morales inexorables, que tendrán que asumir de alguna manera y de los que no se les permite huir. Pero Greene (que pretende mantenernos interesados acerca de lo que va a pasar a continuación) se guarda mucho de adelantarnos nada, para que seamos muy conscientes de que, aunque hay ciertas cosas que tendrán que ocurrir necesariamente, no estemos jamás seguros de cuál va a ser el final.

En suma, esta es una novela que trata sobre el amor, la muerte y, quizás especialmente, la soledad. La soledad de una provincia argentina, muy lejana a la capital, y donde nunca pasa nada. La soledad de los tres únicos hablantes en inglés de esta provincia , que habitan como peces de agua dulce en medio de un trópico, obligados a refugiarse en la pecera de sus clubs. La soledad de un hombre que se ve atrapado entre numerosos frentes y que no encuentra a nadie en quien realmente apoyarse. La soledad de una antigua prostituta que todavía no acaba de entender por qué la sacaron de un burdel. Y también la soledad de un hombre que ama a una mujer que le engaña con uno de sus pocos amigos y quien quizás sólo pueda confiar, en el fondo, en su medida apropiada de whisky. No obstante, como toda novela de la soledad, ésta es una sobre la posiblidad de que esta se rompa. Y sin pretender desvelar el final, lo cierto es que el de esta novela me recordó mucho al apoteósico de "Las uvas de la ira", de John Steinbeck; no porque pasen cosas parecidas (ni por asomo), sino por la capacidad de Graham Greene, como Steinbeck de encontrar belleza -y amor- en los sitios más insospechados, en las situaciones aparentemente más contradictorias. En los resquicios de la duda, de las incertidumbres y de nuestros peores temores, dentro de aquellos lugares tan lejanos por los que a Greene le apasionaba tanto transitar...

lunes, 15 de abril de 2013

El relato de abril: Cuentos fantásticos (I). La biblioteca de las maravillas


La biblioteca de las maravillas.

            Todo empezó un día de lluvia. Aquella tarde, a la gente no le apetecía salir a tomar el sol; tampoco querían ir al cine, la cartelera era muy mala, no era época de buenas películas. Así que algunas parejas de enamorados, que se encontraban paseando tranquilamente por los parques, y se vieron sorprendidos por el aguacero, decidieron refugiarse, y pasar la tarde, en una biblioteca.

            Muchos de estos recién llegados no habían visitado un edificio de este tipo desde hacía mucho tiempo. Algunos, se dedicaron simplemente a pasar el rato, disfrutando de juegos tontos, garabateando corazones en las mesas de lectura. En cambio, una de las parejas –se llamaban Alexander y Ana-, se dedicó a contemplar los títulos de los libros, como paseando por una calle donde pudieran espiar en los buzones el nombre de los habitantes de esas casas. Algunos los conocían; otros, en cambio no.
            -El Aleph-encontró Alexander-. ¿Qué demonios querrá decir eso?
            -Suena como a nombre de detergente-le respondió Ana-. ¡Eh, fíjate, El Hombre Invisible!¡Éste me lo leí yo!
            Luego se rió al encontrar otro volumen:
            -El hombre que perdió su esterilla. Vaya título.        
            -¡Eh, no te rías!-le respondió su novio-. Yo me lo leí.
            -¿Y eso?
            -Una vez entré en una librería de ocasión cuya publicidad era que tenían todos los libros posibles. Les dije el primer nombre que se me pasó por la cabeza, completamente inventado, para que no pudieran encontrarlo. Pues van y me lo sacan.
            -¿Y qué hiciste?
            -¡Qué remedio, no tuve más remedio que comprarlo! Y, puñetas, si me gasto el dinero, supongo que tendré que leerlo.
            Ana se rió. Pero en ese momento, el lomo de un libro –suave y erizado, como la espalda de los animales, alguien tuvo razón al ponerle el mismo nombre a las dos cosas- le llamó la atención.

            Para sorpresa de Alexander, la chica se quedó quieta, su rostro se volvió lívido, pétreo, su garganta enmudeció, la sorpresa petrificaba su alma.

            Alexander se acercó entonces, para ver qué era lo que había cautivado la atención de su chica. Y entonces él también lo leyó:
            -La vida de Ana Swzeig.
            No había nombre del autor.
           
            Ana sonrió con alegría.
            -¡Que casualidad, ¿no?!¡La protagonista de este libro se llama igual que yo!
            Alexander se rascó la cabeza.
            -Bueno, no es tan raro; son nombres relativamente comunes.
            Ana dio un par de saltitos.
            -¡Venga, vamos a leerlo, a ver de que va!
            Y Alexander:
            -Bueno, si insistes...
            Y se sentaron a leerlo. Tampoco estaba dentro del libro el nombre del autor. No había editorial. Las cubiertas eran de un color marrón anodino, hubiera sido muy fácil que les hubiera pasado desapercibido. Le echaron una hojeada general.
           
            Comenzaron a turbarse sus miradas.
            >>Ana tiene veinte años. Le gustan las manualidades y los paseos por el parque. Es alérgica a los ácaros del polvo y a las picaduras de avispa.
            Ana contempló a su novio, con una expresión incómoda. Todo coincidía. Alexander tragó saliva. Buscó un par de páginas más adelante.
            >>Cuando conoció a Alexander, parecían hechos a entenderse. A Alexander también le gustaba la música dance y el mismo estilo de películas. Su primer beso fue en el cine, viendo La vida es bella. La primera vez que hicieron el amor, fue en el coche de ella.
            Los dos se contemplaron aterrados. Ana siguió leyendo:
            >>Pero todo cambió el día en que Alexander conoció a Elena. Fue Ana quien les presentó. Ella, por supuesto, no sospechaba lo que iba a ocurrir...
            Alexander cerró entonces bruscamente el libro.

            Ana giró la cabeza, con mirada de interrogación.      
            -¿Qué coño está diciendo este libro, Alexander?¿Tú lo sabes?
            Alexander negó con la cabeza.          
            -Esto es una estupidez-replicó-. Éste es un libro, no puede saber nada de nuestra vida. Además, lo de que me presentases a Elena fue hace sólo una semana. Es imposible que esto salga en un libro. No es real; así que vamos a dejar de leerlo.
            Ana enfrentó su mirada a la de su novio.
            -¿Y entonces por qué no quieres que siga leyendo?
            Alexander trató de apartarle el libro. 
            -Porque no quiero que te obsesiones por una tonterí...
            Pero no le dio tiempo a terminar la frase. Ana le había arrebatado el libro de las manos. Volvió a la misma página.
            >>... y fue entonces cuando ella averiguó, de las páginas de este libro, que la misma noche en que presentó a su novio y a Elena, ellos dos hicieron el amor en su propio cuarto de baño...
            Ana giró la cabeza. La mirada estaba llena de furia. 
            -¿Es esto verdad, Alexander?
            Él trató de negar con la cabeza. <<¿A quién vas a creer, a mí o a un libro?>>, preguntaba, pero a Ana ya no había quien la parara.
            >>Después de dejar definitivamente a Alexander, para siempre, Ana salió de la biblioteca... A la salida, se encontró, por este orden, a un anciano ciego, a un perro cojo, y a su antiguo profesor de música.
            Ana salió de la biblioteca. Alexander la intentó parar, pero su antigua novia le hizo un gesto con el dedo corazón que le indicaba adónde podía irse.

            Corrió entonces por donde le guiaba su instinto, sin tomar dirección alguna; y a lo largo de camino, se encontró tres cosas...

            Un anciano ciego...
           
            ... un perro cojo...

            ... y a su antiguo profesor de música...

            De repente, ella lo supo. Aquel libro le revelaba su futuro...

            Fue algo extraño. Ana volvió a la biblioteca al día siguiente El libro seguía allí; estaba alucinada; aquel libro narraba todos los detalles de su vida, los que sólo ella conocía, y los que nunca había advertido, su pasado... y también su futuro. ¡Qué arma más poderosa había puesto el destino en sus manos, se dijo!¡Qué increíble suerte había tenido!

            No sacó el libro de la biblioteca porque no quería despertar sospechas. Tampoco quiso leerlo de principio a fin; no se atrevía aún del todo hacerlo. Simplemente iba, le echaba una miradita, se conformaba con ver lo que iba a pasar al día siguiente. Al principio, mantuvo un silencio riguroso sobre la cuestión. Sin embargo, el ser humano acaba contando todos los secretos en cuanto le dan una oportunidad. Se lo confesó a una amiga, la cual, ante su incredulidad, tuvo que ir personalmente a la biblioteca para comprobar que, efectivamente, lo que le contaba Ana era cierto.

            La amiga se quedó preocupada. Al día siguiente, volvió a la biblioteca, esta vez sin Ana. Buscó por todas partes un determinado volumen, pero no lo encontró. Esa tarde, se quedó visiblemente desazonada, sin embargo, a la mañana siguiente, se le ocurrió una idea. Así que fue visitando, una por una, todas las bibliotecas de la ciudad. Tardó varias semanas, pero finalmente lo encontró: La vida de Audrie Cherguev.

            Ella también trató de mantenerlo en secreto: pero le pudo la ansiedad, no se puede tener tanto tiempo oculto un suceso tan asombroso. Así que, poco a poco, comenzó a extenderse el rumor; la gente comenzó a visitar las bibliotecas, a buscar sus libros, a encontrar sus volúmenes. Poco a poco, fue confirmándose: los libros estaban allí, esperando ser descubiertos. Cada cual era distinto, tenía distinta textura, tamaño, color de la portada, o tamaño de la letra; pero en todos ellos faltaba la editorial y el nombre del autor, en todos los casos, no había registro escrito sobre cuándo o cómo había entrado a formar parte de la colección de la biblioteca, y todos ellos narraban, de principio a fin, el desarrollo de toda una vida de los habitantes de esa ciudad. Más tarde, se descubriría que ello afectaba a todo el país. Y más adelante, los países vecinos comenzaron a movilizarse.

            Lo que tenían en sus manos, descubrieron conforme los fueron encontrando, era un instrumento poderosísimo que les permitía administrar de una manera nueva y distinta lo que iba a ser el resto de sus vidas; la posibilidad de conocer, minuto a minuto, lo que les había pasado, lo que les iba a pasar. Nos quejamos muy a menudo de que la vida es compleja, de que nunca viene con un manual de instrucciones, pues bien, allí estaba, presente e impreso, justo a su disposición. ¿Qué no hubieran pagado, qué no hubieran entregado a cambio de ello? Nadie se atrevía tan siquiera a proponer el precio.

            Pronto, las bibliotecas se llenaron de multitudes enfervorecidas buscando sus correspondientes libros. Jamás se habían visto colas tan inmensas para acceder a las bibliotecas, los responsables públicos se inquietaron –a pesar de que en un inicio se alegraron de que a la gente le hubiera dado tan repentinamente este ansia de leer-, el alcalde pensó en requisar estos libros, pero fue imposible, por dos motivos: primero, porque la avalancha de seres humanos en busca (nunca mejor dicho) de su destino, lo hubiera impedido a toda costa. Segundo, porque se descubrió que cada libro sólo podía ser encontrado por su correspondiente dueño: ni uno solo de los miles de policías que hubiera estado dispuesto a dirigir el alcalde en busca de los libros malditos, hubiera hallado otro texto más que el suyo propio.

            Y entonces, la gente empezó a leer. Nadie se atrevía a sacar los libros de su sitio, quién sabe por qué, simplemente, no se atrevieron. Hubo uno que lo buscó, pero, cuando se acercaba a la puerta, misteriosamente, fue arrepintiéndose, hasta volver de nuevo a su asiento de la biblioteca. La gente les echaba al principio un vistazo, luego, una hojeada mayor, alguno sólo quería contemplar algún pequeño detalle de algún punto de su futuro que particularmente le atormentaba. Un detalle importante era quién se atrevería a leer descrita su propia muerte; hubo alguno que lo hizo, sin ningún miedo en el cuerpo. Otros, en cambio, quedaron traumatizados durante días, en los cuales no fueron capaces de salir de la biblioteca, y se quedaron lánguidos, en sus asientos, carentes de comida y de bebida, sin saber qué decir, sin atreverse a respirar...

            Se dieron circunstancias varias, diversas, variantes; se dice, de hecho, que un día una chica leyó su propio asesinato, y se encontró, frente a frente, con los ojos de su agresor, que también leía su libro, quizás el mismo pasaje... Hubo quien se volvió loco al comprobar que los sueños de su vida no se hacían realidad, arremetió contra los libros de la biblioteca, dijo que nadie debería retomar la letra escrita, y produjo una inmensa hoguera, que incluía títulos como El Quijote, La Divina Comedia, El libro de las Maravillas de Marco Polo, o las obras completas de Chejov. A nadie le importó, todos andaban demasiado ocupados con sus propios relatos, incluyendo los mismos bibliotecarios, a nadie le interesó que ese enajenado fuera biblioteca por biblioteca quemando todos los libros que hallaba a su paso. La gente sólo pensaba en volver a sus casas para planear qué es lo que harían de cara al día siguiente, en función las predicciones (¡qué predicciones!, hechos contrastados!), que les habían otorgado sus libros. Y entonces fue cuando se reveló el mayor de los misterios.

            Y es que el futuro era variable: se podía modificar, ligeramente, según las decisiones que tomáramos. Así pues, al finalizar el día, uno podía volver a su libro, para comprobar qué había cambiado en el resto de su vida por haber modificado sus actos con respecto a los que originalmente planeaban realizar. O sea, que el futuro no estaba escrito; era variable, incluso comprobable, podíamos dirigir para nuestro beneficio nuestras propias vidas, con tan sólo leer qué modificaciones habíamos provocado. ¿Qué más se podía pedir?

            Sin embargo, ni siquiera las cosas perfectas lo son como uno se lo esperan. Porque aquí llega la paradoja. Durante todos los días de nuestra vida, tomamos miles de decisiones, minuto a minuto, hora a hora. En la mayor parte de los casos, no somos conscientes de qué repercusión tienen o no esas decisiones; no tenemos la posibilidad de volver atrás, solemos decir, bueno, da igual, todo hubiera sido igual de la otra manera. Pero ahora, no; ahora, todas las decisiones quedaban escritos en papel, y tenían su reflejo en la evolución del libro: cambiaban, alteraban, incluso agregaban o quitaban una o dos páginas. En esas circunstancias, cualquier ligera modificación, pesaba como una losa de plomo en el libro de la vida. Y fue en esos momentos, cuando la gente empezó a coger miedo.

            Porque se dieron cuenta de la cantidad de saltos sobre el precipicio, de opciones al filo de la navaja, tomaban cada día. Porque comenzaron a darse cuenta de lo difícil que era vivir, de lo complicado que era manejarse sin un manual de instrucciones. De hecho, se preguntaron, cómo podían haber sobrevivido todo ese tiempo antes. Y de repente, salir a la calle, sin el libro de las respuestas, sin la piedra filosofal del control sobre nuestra propia vida, se convirtió en una empresa arriesgada; que incluso podía ser mortal.

            Y la gente comenzó a no salir; a encerrarse en las bibliotecas, leyendo página tras página, contemplando párrafos y letras. Los habitantes de la ciudad, de todo el país, de todo el mundo, comenzaron a comer, a lavarse, a dormir en las bibliotecas... Algunos dejaron de comer, simplemente, leían el libro, que, de alguna extraña manera, les proporcionaba sustento vital suficiente como para no necesitar alimento... Y de repente, se enlazó un extraño giro, personas leyendo un libro que narraban la historia de esas propias personas leyendo un libro, que narraban la historia de esas personas leyendo un libro, en un bucle cerrado, en un ciclo interminable, que nunca pararía ni dejaría de parar. Pero la gente, lejos de escapar de ese círculo vicioso, se sintió a gusto en él, se sintió temerosa de la vida, prefirió esta existencia irreal y anodina al riesgo de enfrentarse al mundo exterior... Y la civilización, tal y como la conocemos, comenzó a derrumbarse de golpe.

            Primero faltaron los servicios urbanos de las ciudades; luego, se pararon las factorías, los gigantescos motores industriales dejaron de funcionar. Finalmente, no llegaron los camiones procedentes de las granjas con los alimentos necesarios para la subsistencia de los individuos; todos se habían encerrado, los que no tenían biblioteca en su propia localidad emigraron a la más cercana; sólo los analfabetos se pudieron salvar, vagaron como almas en pena, por las calles vacías, por las esquinas desiertas, preguntándose qué había pasado, qué había empujado a los poderosos, a los poseedores de la palabra, a dejarles el camino a ellos, los seres inferiores de la sociedad... Muchos sonrieron, de forma irónica, satisfechos ante la reparación de la injusticia. Otros, que se enteraron del motivo que encerraba a los “hombres del libro” dentro de sus bibliotecas, trataron también de formar parte de la peligrosa, pero atrayente, ecuación suprema. Algunos aprendieron a leer; otros no pudieron, porque quienes pudieron haberles enseñado no querían desembarazarse de sus libros; incluso varios casos de muerte de lectores que se negaron a prestarle ayuda a aquellos que se la solicitaron, se la imploraron, -se la exigieron. Parecía que nada ni nadie iba a escaparse de esa epidemia, de esa hecatombe.

            Yo intenté salvarme. Me dije desde el principio que no me interesaba lo que un libro tuviera que decirme sobre mi vida. Luego, cuando me di cuenta del giro dramático que tomaban los hechos, procuré huir con todas mis fuerzas. Me fui quedando solo, sin pareja, sin amigos, las personas que yo conocía, mis padres, mis jefes, tenían en la cuenca de sus ojos el aspecto vidrioso de la lectura continua, del cerebro absorbido... Procuré aislarme, abstraerme, pero cuando me encontré solo, por entre las calles vacías, con el traje medio raído y el nudo de la corbata deshecho, con la basura repartida entre las calles, caminando por entre los ayuntamientos y las oficinas vacías, me di cuenta del dramatismo de la situación. Me di cuenta de mi absoluta soledad.

            Todo, hasta que un día, no tuve más remedio. Hasta que un día, me volví medio loco. Hasta que la soledad hizo mella en mí y me obligó a salir desesperado, por entre las calles, mientras uno de los pocos analfabetos que quedaban se bañaba entusiasmado en una estancada fuente pública. Corrí a través de los caminos desérticos, hasta finalmente penetrar en la primera biblioteca que encontré, hasta rebuscar uno por uno entre los libros, en medio de los lectores, que se mostraban indiferentes ante mi presencia frenética, ajado y encrespado como me encontraba. Así hasta que finalmente, encontré mi libro... y comencé a escribir.

            Y escribí y escribí y escribí, mientras yo mismo me sumergía en un bucle continuo que se repetiría por siempre; y escribí y escribí y escribí, sin ningún sentido, sin ningún por qué, lo primero que se me pasaba por la mente; y escribí y escribí y escribí, sin tener ni idea de qué quería decir en este escrito ni por qué... Escribí, como el último hombre que quedaba en el mundo con algo de cordura y los pies en la tierra... Escribí, mientras me zambullía, en un mar más plácido, más sincero, donde la vida es más fácil, más sencilla, pero es gris...

            Y todo hasta que finalmente este libro viajó por todo el mundo hasta llegar hasta aquí...

            ... para que a partir de ahora, amigo mío, tú empezaras, como nosotros, a leer...

lunes, 8 de abril de 2013

La historia real de abril. Parásitos del alma.

De primeras, ya advierto: esta sección contiene conceptos e imágenes que pueden resultar desagradables. Hipocondríacos y mentes sensibles, abstenerse.

Muchas veces nos parece que nuestra personalidad es característica de nosotros mismos, y por tanto inherente e imposible de separar de nuestro más íntimo ser. Sin embargo, siempre me he preguntado qué ocurriría si a una persona se le diera la oportunidad de volver a nacer de nuevo, en otro lugar distinto del mundo: seguramente, su piel tendría distinto color por la mayor o menor influencia del sol o por distinto trabajo. Seguramente, su forma de llevar el pelo sería diferente. Más que probablemente, su personalidad se hubiera visto alterada por las distintas circunstancias que ha vivido. Y así hasta hacerlo irreconocible. Al mismo tiempo, parte de estas circunstancias se ven también motivadas por nuestra salud. Un caso histórico muy conocido es el de Enrique VIII, que sufrió un accidente que le lastimó la pierna, impidiéndole montar a caballo, cazar y otras muchas diversiones regias, lo cual le hizo engordar y le agrió el carácter,  factor que sin duda contribuyó a que (aparte de otras circunstancias -históricas, políticas y personales-) tuviera la natural tendencia a cortar la cabeza de su actual mujer para a continuación casarse con otra. También se atribuido el comportamiento caótico de algunos gobernantes (como Iván el Terrible) a las consecuencias mentales de una sífilis no tratada, o a los propios tratamientos contra la sífilis. Sobre el faraón Akenatón -padre del futuro Tutankamón e instaurador durante una breve época de una religión monoteísta-, se ha defendido que la presencia de un síndrome de Marfan no diagnosticado (una enfermedad benigna hasta edades relativamente tardías, que provoca un perfil físico muy particular, con caras alargadas y dedos largos e hiperflexbiles) podría haberle hecho sentir diferente del resto de los seres humanos y hubiera favorecido ese cambio religioso tan radical que originó en el antiguo Egipto, cuando Akenatón creó un dios único cuya excepcionalidad se encontraba seguramente más acorde con la singularidad de los rasgos del gobernante. Pero a veces, todos estos cambios son sutiles, más difíciles de distinguir. Desde la persona que evita las escaleras porque tiene un problema imperceptible de visión que le dificulta manejarse ellas, hasta los que duermen con almohadas más duras porque su baja tensión les provoca grandes dolores de cabeza cuando se levantan bruscamente de la cama, pasando por aquellos cuya personalidad se modifica por una tendencia a la obesidad como consecuencia de un ligero problema metabólico, lo cual provoca que los chicos le llamen "gordito" en el colegio. En la naturaleza, incluso, están ampliamente descritos una serie de parásitos que son incluso capaces de modificar el comportamiento de sus víctimas para su conveniencia, y de los que hablaremos en alguna otra ocasión. Hoy, en cambio, trataremos acerca de dos parásitos humanos que también han modificado el comportamiento de nuestro especie: uno en lo cultural, y el otro, en lo personal de cada individuo.

Empecemos por el Dracunculus medinensis. Este parásito habita sobre todo en zonas acuáticas de África, India y Oriente Medio, y por tanto suele afectar a trabajadores que pasan mucho tiempo en el agua y, sin pretenderlo, se tragan las larvas (las cuales, a su vez, se hallan contenidas en un diminuto crustáceo, pero de esto olvidaros, porque para lo que nos ocupan es como si estuvieran sueltas). Éstas abandonan el intenstino y marchan al tejido celular subcutáneo -o sea, la capita de grasa justo debajo de la piel que todos tenemos-, donde se convierten en adultas y copulan. Es entonces cuando la hembra se dirige hacia las zonas de la piel más expuestas al exterior, y en particular brazos, piernas o abdomen. Hay que aclarar que las hembras pueden tener una considerable longitud, de tal manera que los afectados pueden ver a un gusano de más de medio metro reptando bajo su piel. Finalmente, la hembra sale al exterior por uno de sus extremos, provocando una úlcera en la piel que duele, pica y quema, lo cual suele provocar que el paciente se introduzca el agua (ideal para el parásito, que busca liberar sus huevos allí). El gusano se queda colgando de la piel, con un extremo fuera y el otro dentro, algo que, como os podéis imaginar, suele producir una impresión bastante desagradable. Lo malo de todo esto es que quitarse el gusano de encima no es tan fácil como simplemente cortarlo o tirar de él: el problema de este tipo de parásitos es que, cuando liberan el contenido de su cuerpo a la sangre, inducen una reacción muy parecida a las alérgicas que, en circunstancias extremas, puede provocar la muerte. Por ello, para acabar con el parásito, lo que suelen hacer los habitantes de estas regiones es coger un palito muy fino e ir enrollando el extremo saliente del gusano en él, hasta finalmente, y tras mucho tiempo de cuidadosa extracción, sacarlo por completo del cuerpo, como podéis ver en esta fotografía.




Lo curioso es que este tipo de tratamiento ha influido en nuestra cultura de tal manera que ha inspirado las leyendas cerca del origen de la medicina. Si recordáis, el símbolo de la medicina es una serpiente que se enrosca alrededor de una vara. En la Biblia, Moisés crea el símbolo de una serpiente alrededor de un bastón para librarse de una plaga de serpientes que asola al pueblo de Israel, y se cree que este mito puede provenir del bastoncito que se emplea para sacar al Dracunculus. También en la mitología griega, las serpientes tienen una gran importancia, pues se las dejaba reptar libremente (cuenta la leyenda) por el templo del fundador de la medicina Asclepio, esperando que inspirara los sueños de sus pacientes a la hora de proponerles remedios para su curación. Por cierto, hablando de curaciones, la OMS ha dicho que va a intentar que el 2014 sea el último de este parásito sobre la faz de la tierra, a fuerza sobre todo de evitar que la gente beba de aguas contaminadas mediante la prevención y filtros adecuados. El anuncio es muy bonito, pero dado que llevan intentando lo mismo desde 1995, yo no perdería la esperanza, aunque sí que andaría precavido sobre el tema. Sin embargo, según la OMS, ahora sí que sí toca (sería la segunda especie que nos infecta que queda erradicada del planeta a lo largo de la historia, después de la viruela), y los números parecen indicar que, como ha dicho Bill Gates a propósito del tema, ahora sí hay una voluntad política para realmente hacerlo.

El segundo parásito del que hablamos hoy es el Toxoplasma gondii, causante de la enfermedad denominado toxoplasmosis. Esta especie debe su supervivencia, entre otras, a tener una amplia variedad de hospedadores, pero dos son los más importantes para el hombre: el gato y el ganado vacuno. Infectarse a través de los gatos es muy complicado, pues son animales muy limpios y requiere básicamente manipular sin precaución las deposiciones de los felinos (sin embargo, embarazadas, abstenerse, porque la toxoplasmosis para el feto es bastante perjudicial). Por tanto, la forma más común de infección es ingiriendo carne poco cocinada de ternera, pero, en general, el toxoplasma es un parásito capaz de ser controlado por nuestro sistema inmune, con lo cual no causa síntomas a no ser que nos encontremos inmunodeprimidos (una vez más, embarazadas, por si acaso, abstenerse), situación que se ha producido de manera relativamente frecuente en nuestro medio en los últimos años  como consecuencia del SIDA o de poblaciones inmigrantes con más bajo nivel de vida y peor sistema inmune. El toxoplasma, cuando se desarrolla, produce unos quistes en el cerebro que pueden llegar a ser fatales pero, como decimos, en sujetos con un buen sistema inmunológico no se producen aparentemente daños, de tal manera que, en determinadas poblaciones que consumen una alta cantidad de carne poco cocinada (el ejemplo más claro, los parisinos, con su adorado steak tartare) se puede encontrar hasta un 80% de individuos infectados por el Toxoplasma, todo esto, como hemos dicho, sin síntomas... al menos aparentemente.

Y es que, cuando uno empieza a hacer estudios en grandes poblaciones, surgen tendencias. Por poner un ejemplo, los ratones infectados por el toxoplasma empiezan a perder su miedo natural a los gatos e incluso se sienten atraídos por ellos (lo cual es muy útil para el toxoplasma, para continuar con la infección en otro hospedador). Y en los seres humanos, aunque sólo en ciertos individuos (estaríamos hablando de estadísticas en grandes grupos de poblaciones) se ha descrito una mayor frecuencia de esquizofrenia. Pero en sujetos sanos, también se ha visto que hay mayor porcentaje -en las personas infectadas por Toxoplasma- de individuos inseguros y dubitativos. El toxoplasma podría provocar más neurosis (de hecho, según ciertos investigadores, explicaría en parte por qué los franceses serían más neuróticos -según dicen las estadísticas- que los australianos), y también un mayor índice de suicidios. Las diferencias irían incluso por sexos: los hombres infestados tienden a tener más accidentes de tráfico, mientras que las mujeres, en cambio, parecen poseer una inteligencia más despierta que sus compañeras sanas, pero también, por contra, más tendencia a sentirse culpables.

¿Puede, por tanto, el Toxoplasma inducir al suicidio? Es aventurado decirlo. En este tipo de asuntos influyen una amplia variedad de circunstancias, desde factores genéticos hasta socioeconómicos, ambientales, climáticos. Un tipo con Toxoplasma no se va a suicidar porque sí, pero, en el caso de que viva unas condiciones que faciliten que esa idea pase por su cabeza, el Toxoplasma puede darle un pequeño empujón a favor de esta dramática vía. Esto no revela un determinismo absoluto sobre las decisiones humanas, pero sí que somos menos libres de lo que aparentemente creemos. Y que, tal vez, tratar estos factores subyacentes puede contribuir, a la larga, a disminuir nuestra infelicidad o el número de intentos autolíticos.

La vida son nuestros genes, nuestro entorno, nuestras células... y, a veces, pequeños invitados no esperados.

P.D. Como aderezo, os muestro un video que preparé para el concurso de monólogos científicos FAMELAB y donde, mal que bien, describo el ciclo biológico del Dracunculus medinensis, así como su relación con los símbolos de la medicina. Digo mal que bien porque no les ha gustado lo suficiente para ser seleccionado (quizás el hecho de que este escritor no sea el mejor orador del mundo para tiempos absolutamente medidos haya contribuido) aunque, por contra, esto tiene la ventaja en que os lo puedo mostrar ahora, unos pocos días de que se haya conmemorado el Día Internacional de la Salud. Como veréis, no hay grandes efectos especiales: una bolsa de farmacia, una serpentina y un bolígrafo. Pero ya es más de lo que se usa en la realidad. Un saludo.


martes, 2 de abril de 2013

La historia corta de abril. Historias del metro (7)


Esta historia me la contó un pajarito.


            Me encontraba en el autobús, aburrida, así que, en un momento de esparcimiento, me dediqué a pegar la oreja a la conversación más cercana. Una chica joven, de unos veintipocos años, síndrome de Down, llamaba por el móvil a su madre.
             -Mamá. Te llamo para decir que voy a llegar tarde. Te llamo para decirte que no te preocupes, porque he pensado que te ibas a poner muy nerviosa, que el autobús ha tenido una avería muy gorda, y el autobusero ha dicho, No llegamos, No llegamos, y al final hemos llegado, y ya estoy en el 27, y que llego a casa. Te llamo para decirte que hoy me he encontrado en la esquina del quiosco de las chuches a la directora del departamento de recursos humanos, y me ha dicho que mi jefa me quiere mucho, y habla mucho de mí, y muy bien de mí, y dice que trabajo muy bien. Mañana tenemos un congreso y hoy me ha tocado preparar la comunicación para las cien personas, y llamar a los de catering, y mi jefa, al terminar, ha venido, me ha dado la mano, y me ha dicho, Vengo a darte la mano, porque hoy has hecho muy bien tu trabajo, y decirte que te quiero mucho, no sólo como persona, sino porque además eres una buena trabajadora. Mamá... ¿estás orgullosa de mí? (Me pareció escuchar a la madre llorar al otro lado del teléfono, o quizá solamente me lo imaginé). Y mamá, y díselo también a papá, y díselo también a la familia, y díselo a mi hermano y a las primas, que quiero que lo sepa todo el mundo, ¿vale mamá?, (y ahí me bajé. Yo también tenía la lágrima en el ojo).

El pasado 21 de marzo fue el día internacional del Síndrome de Down