Constitución
Constitución, “Consti” para los amigos
(los pocos que tenía), era una chica tímida, apocada, solitaria. La habían
criado señores mucho mayores de ella, de barbas canas y hosco ceño –muy doctos,
sin duda, pero de cariños los justos-, que llevaban toda su existencia
diciéndole qué debía hacer, qué decidir, y qué pensar. “Come esto”; “vístete
con esto otro”; “estudia esto, que te hará falta”. A la pobre muchacha nunca
le consultaban qué quería hacer ni cuándo: de hecho, una mañana se levantó y se
encontró con las cicatrices de una operación de cirugía estética. Así transcurrieron sus primeros
treinta y nueve años de vida, en que se pasó el rato estudiando de cara a un
sobrio atril y una insípida mesa de estudiante, enfrentada y rodeada de libros
gordos y cargados de polvo. Sin pensar, en ningún momento, que pudiera haber
algo más.
Un día, se le ocurrió volver la vista
hacia la ventana y vio algo en lo que nunca se había fijado: era el mundo
exterior. Había una casa blanca, y hierba verde, y un columpio amarillo, y
flores de variado color. No sabía que había allá afuera; no sabía lo que se
encontraría; su cabeza era un mar de dudas, pues salir al exterior no era algo
para lo que se había preparado.
Y por eso se levantó de la silla, dejó
sus libros, abrió la puerta… y salió caminando.
A la pobre muchacha nunca le consultaban qué quería hacer ni cuándo: de hecho, una mañana se levantó y se encontró con las cicatrices de una operación de cirugía estética.
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