lunes, 8 de octubre de 2018

El relato de octubre: "Tigris y Pas"


Recordaréis que este verano, en tres entregas, desgranamos el cuento de "Casa cercada". La historia surgió como una propuesta de mi musa, que quería combinar el fenómeno de las casas de indianos que pueden hallarse en Cantabria con la aventura de un español que había viajado a las Filipinas. La idea de "Casa cercada" surgió muy pronto, pero dio lugar a un relato algo tétrico que no pegaba nada con el estilo habitual de mi musa (y sólo hasta cierto punto con el mío). Por eso, como descargo, esta variante mucho más luminosa, y que satisface -como casi todas sus criaturas, de una manera o de otra- también a su creador. De hecho este último cree, en concreto, que esta versión le completa y le reconcilia más con la vida. Pero tendréis que opinar vosotros. Aquí viene la cara B, porque (como decía "13 reasons why" y Woody Allen en "Melinda&Melinda") toda visión tiene dos caras:

Tigris y Pas.

Había llevado un tiempo arribar a aquel pueblo tan pequeño, situado a las orillas del Pas. Fue curiosa la llegada, pues cuando cruzamos el puente que pasaba por encima del río aún era de noche, y no había ni una luz que iluminara la carretera, más allá de la que alumbraba la terraza del restaurante que se erigía en uno de los lados. Eso quiere decir que tuvimos que atravesar el puente (y con ello la carretera que iba con él) por completo a oscuras, no sólo expuestos a la peligrosa aparición de algún auto, sino sobre todo escuchando el rumor del cercano río, cargado de lluvias merced a las recientes tormentas, como si una riada le atravesara y fuera a ahogarlos, pese a que yo sabía de sobra, por haberlo visto de día en otros meandros, que no llevaba agua suficiente como para salirse de su caudal. “Aún así”, me dije a mí mismo, “de noche es muy distinto”. Despuntaba el amanecer cuando pisamos el pueblo. Ella no me dejó siquiera entrar en uno de los bares y degustar un café o un sobao pasiego. “Corre, vamos allí cuanto antes”, decía ella, y ante aquella voz cantarina, tan alegre como (en contraste) amenazante era la gravedad rugiente del río, no me pude sustraer a su atracción sin trampas, incluso aunque no tuviera ni idea de adónde me conducía. Me llevó a una casa solariega, un pequeño palacio, una casa de ésas que llaman de indianos, con un frontón romano en la portada. “La construyó mi bisabuelo cuando volvió de Filipinas”, dijo ella, y no necesitó más presentación. El amplio jardín y la muralla exterior, la cual saltamos fácilmente, daban una impresión general de abandono, pero ella se encargó de desmentirlo. “Pertenece a mi familia desde hace cuatro generaciones. Si está así, es porque creemos que así debe estar”. Evadimos cadenas de metal, rompimos sin compasión los candados. En un momento determinado, nos hallamos inmersos la oscuridad. Entonces, Eva abrió una puerta. Se hizo de golpe la luz.
            Dicen que hay enormes baobabs en el interior de los cuales crecen huecos. Estos espacios han servido para construir casas, tiendas, cárceles que han albergado prisioneros, capillas. Lo que yo tenía delante de mí era lo inverso. Era una mansión, que en realidad no era una casa, porque todo lo que había dentro de ella era selva. Y me explico. Para ello, empezaré por el principio: el Verbo se hizo Luz. Imagínense una cúpula gigantesca de alabastro, invisible desde el exterior, traslúcida en su coloreada superficie. Ahora figúrense que, en el centro de dicha cúpula, se abre un agujero a través del cual penetran los rayos solares en un orientado halo, de la misma manera en que lo hace sobre la tumba de Rafael cada mañana la luz procedente del sol dentro del Panteón de Roma. Pues bien, cesen de imaginar: era esto. Pero al contrario del edificio restaurado por el emperador Adriano, dentro no hay mármoles, obras de arte, artificial belleza, sino un despliegue natural de los sentidos. Naturaleza en estado puro, mas no la proveniente de Cantabria, la región donde nos encontramos, sino recortada directamente desde los trópicos: tanto la cubierta como las paredes de este edificio están cubiertas de lianas, plantas trepadoras, palmeras de grueso tronco y ramaje, enredaderas, tapizados todas ellas de flores, hojas, musgo y líquenes, de colores verdosos, amarillentos, rojos y violáceos, en un amplio despliegue de la paleta de color de Dios. Desde arriba, desde abajo, desde los lados, se exhiben los más exóticos frutos: mangos jugosos de enormes tamaños, piñas, tamarindos, una planta de frutos ciclópeos y bellos cuyo olor, al cortarla, es nauseabundo, pero posee un más que destacable sabor. Esta pintura no es sólo visual y (como veremos más adelante), sonora: es también táctil, pues un aire fresco lo envuelve todo de tal forma que parece que la selva nos atrapa, y también olfativa, con el olor de las especias envolviéndonos, ya sea el clavo o la canela, la vainilla, la pimienta o el azafrán. Tan sólo falta abrir la boca para regalarnos el gusto, pero entonces un ruidito nos indica que no estamos solos: y en cuanto nos apercibimos, no es vacío sino plenitud de vida lo que nos encontramos en este fértil hueco. Desde el diminuto insecto al ave de majestuoso plumaje multicolor, de la serpiente que se enrosca sobre un tallo al mamífero que corre sigiloso entre nuestros pies. De hecho, en la espesura diviso tarsieros, uno de los tipos de primates más pequeños del mundo, capaz de darle la vuelta a su cabeza ciento ochenta grados y (es por esto por lo que me hundo en la sorpresa) teóricamente imposibles de criar en cautividad. “Pero es que esto no es una jaula”, me aclara Eva: “esto es la selva”. Así lo construyó su bisabuelo, de esta manera evolucionó. De esa manera, a miles de kilómetros de distancia, en esta tierra tan similar a los musgosos bosques de la vecina Francia, yo me siento en el Trópico y me siento en una isla, los sitios donde el bisabuelo de Eva, después de pisar aquellas playas rodeadas de jungla, se quiso toda la vida quedar. “¿Qué te parece?”, me pregunta ella, y deduzco que ha merecido la pena tanto camino para descubrir el secreto. De repente, me doy cuenta de que, a casa del calor, las ropas se han apelmazado a mi piel, me he ido quitando capas y me encuentro casi desnudo. Arreglo rápido ese problema y me aproximo a Eva, abrazándonos los dos juntos, cometiendo la primera de múltiples veces el suceso del milagro original…

No hay comentarios:

Publicar un comentario