Recordaréis que este verano, en tres entregas, desgranamos el cuento de "Casa cercada". La historia surgió como una propuesta de mi musa, que quería combinar el fenómeno de las casas de indianos que pueden hallarse en Cantabria con la aventura de un español que había viajado a las Filipinas. La idea de "Casa cercada" surgió muy pronto, pero dio lugar a un relato algo tétrico que no pegaba nada con el estilo habitual de mi musa (y sólo hasta cierto punto con el mío). Por eso, como descargo, esta variante mucho más luminosa, y que satisface -como casi todas sus criaturas, de una manera o de otra- también a su creador. De hecho este último cree, en concreto, que esta versión le completa y le reconcilia más con la vida. Pero tendréis que opinar vosotros. Aquí viene la cara B, porque (como decía "13 reasons why" y Woody Allen en "Melinda&Melinda") toda visión tiene dos caras:
Tigris y Pas.
Había llevado un
tiempo arribar a aquel pueblo tan pequeño, situado a las orillas del Pas. Fue
curiosa la llegada, pues cuando cruzamos el puente que pasaba por encima del
río aún era de noche, y no había ni una luz que iluminara la carretera, más
allá de la que alumbraba la terraza del restaurante que se erigía en uno de los
lados. Eso quiere decir que tuvimos que atravesar el puente (y con ello la
carretera que iba con él) por completo a oscuras, no sólo expuestos a la
peligrosa aparición de algún auto, sino sobre todo escuchando el rumor del
cercano río, cargado de lluvias merced a las recientes tormentas, como si una
riada le atravesara y fuera a ahogarlos, pese a que yo sabía de sobra, por haberlo
visto de día en otros meandros, que no llevaba agua suficiente como para
salirse de su caudal. “Aún así”, me dije a mí mismo, “de noche es muy
distinto”. Despuntaba el amanecer cuando pisamos el pueblo. Ella no me dejó
siquiera entrar en uno de los bares y degustar un café o un sobao pasiego.
“Corre, vamos allí cuanto antes”, decía ella, y ante aquella voz cantarina, tan
alegre como (en contraste) amenazante era la gravedad rugiente del río, no me
pude sustraer a su atracción sin trampas, incluso aunque no tuviera ni idea de
adónde me conducía. Me llevó a una casa solariega, un pequeño palacio, una casa
de ésas que llaman de indianos, con un frontón romano en la portada. “La
construyó mi bisabuelo cuando volvió de Filipinas”, dijo ella, y no necesitó
más presentación. El amplio jardín y la muralla exterior, la cual saltamos
fácilmente, daban una impresión general de abandono, pero ella se encargó de
desmentirlo. “Pertenece a mi familia desde hace cuatro generaciones. Si está
así, es porque creemos que así debe estar”. Evadimos cadenas de metal, rompimos
sin compasión los candados. En un momento determinado, nos hallamos inmersos la
oscuridad. Entonces, Eva abrió una puerta. Se hizo de golpe la luz.
Dicen que hay enormes baobabs en el
interior de los cuales crecen huecos. Estos espacios han servido para construir
casas, tiendas, cárceles que han albergado prisioneros, capillas. Lo que yo
tenía delante de mí era lo inverso. Era una mansión, que en realidad no era una
casa, porque todo lo que había dentro de ella era selva. Y me explico. Para
ello, empezaré por el principio: el Verbo se hizo Luz. Imagínense una cúpula
gigantesca de alabastro, invisible desde el exterior, traslúcida en su
coloreada superficie. Ahora figúrense que, en el centro de dicha cúpula, se
abre un agujero a través del cual penetran los rayos solares en un orientado
halo, de la misma manera en que lo hace sobre la tumba de Rafael cada mañana la
luz procedente del sol dentro del Panteón de Roma. Pues bien, cesen de
imaginar: era esto. Pero al contrario del edificio restaurado por el emperador
Adriano, dentro no hay mármoles, obras de arte, artificial belleza, sino un
despliegue natural de los sentidos. Naturaleza en estado puro, mas no la
proveniente de Cantabria, la región donde nos encontramos, sino recortada
directamente desde los trópicos: tanto la cubierta como las paredes de este
edificio están cubiertas de lianas, plantas trepadoras, palmeras de grueso
tronco y ramaje, enredaderas, tapizados todas ellas de flores, hojas, musgo y
líquenes, de colores verdosos, amarillentos, rojos y violáceos, en un amplio
despliegue de la paleta de color de Dios. Desde arriba, desde abajo, desde los
lados, se exhiben los más exóticos frutos: mangos jugosos de enormes tamaños,
piñas, tamarindos, una planta de frutos ciclópeos y bellos cuyo olor, al
cortarla, es nauseabundo, pero posee un más que destacable sabor. Esta pintura
no es sólo visual y (como veremos más adelante), sonora: es también táctil,
pues un aire fresco lo envuelve todo de tal forma que parece que la selva nos
atrapa, y también olfativa, con el olor de las especias envolviéndonos, ya sea
el clavo o la canela, la vainilla, la pimienta o el azafrán. Tan sólo falta
abrir la boca para regalarnos el gusto, pero entonces un ruidito nos indica que
no estamos solos: y en cuanto nos apercibimos, no es vacío sino plenitud de
vida lo que nos encontramos en este fértil hueco. Desde el diminuto insecto al
ave de majestuoso plumaje multicolor, de la serpiente que se enrosca sobre un
tallo al mamífero que corre sigiloso entre nuestros pies. De hecho, en la
espesura diviso tarsieros, uno de los tipos de primates más pequeños del mundo,
capaz de darle la vuelta a su cabeza ciento ochenta grados y (es por esto por
lo que me hundo en la sorpresa) teóricamente imposibles de criar en cautividad.
“Pero es que esto no es una jaula”, me aclara Eva: “esto es la selva”. Así lo
construyó su bisabuelo, de esta manera evolucionó. De esa manera, a miles de
kilómetros de distancia, en esta tierra tan similar a los musgosos bosques de
la vecina Francia, yo me siento en el Trópico y me siento en una isla, los
sitios donde el bisabuelo de Eva, después de pisar aquellas playas rodeadas de
jungla, se quiso toda la vida quedar. “¿Qué te parece?”, me pregunta ella, y deduzco
que ha merecido la pena tanto camino para descubrir el secreto. De repente, me
doy cuenta de que, a casa del calor, las ropas se han apelmazado a mi piel, me
he ido quitando capas y me encuentro casi desnudo. Arreglo rápido ese problema
y me aproximo a Eva, abrazándonos los dos juntos, cometiendo la primera de
múltiples veces el suceso del milagro original…
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