El Cristo rebelde
Antonio Machado,
hablando por boca de su alter ego Juan de Mairena, insinúa que Cristo fue en
realidad un rebelde respecto a su padre. Habla de un Jesús que desciende a la
Tierra para vivir y morir antes de tener un hijo, frente a un Dios de Israel
para el cual la procreación era un aspecto clave. Argumenta que Jesús predica
el amor, una doctrina que para el Dios del Antiguo Testamento debía de resultar
más bien chocante. Algo similar opina Saramago en su Evangelio según
Jesucristo cuando el padre de Jesús le explica a su vástago que ha de hacerse
humano y fallecer para crear una nueva religión, una que perpetuará el recuerdo
de Yavhé a lo largo de los siglos, incluso aunque sea un Dios un poco distinto
del que anteriormente habíamos adorado. Yo me lo quiero imaginar de otra
manera; quiero pensar que Jesús bajó al territorio que hoy conocemos como
Palestina e Israel sin permiso del padre. Quiero creer que predicó por los
campos de Judea una doctrina que sabía rechazada por su progenitor, y aun así
la difundió, pues creía que era más válida que la ley vengativa y de obediencia
que Yavhé había establecido con Eva, Abraham y Noé desde el principio de los
tiempos. Creo que, cuando murió, Jesús era consciente de que iba a ir al
infierno, igual que el Judas especulado por Borges sabía que había de sufrir
condena eterna para obtener el perdón de nuestros pecados. Sólo entonces, tras
la muerte de Cristo, al verse obligado Dios a castigar a su propio hijo, Yavhé,
por amor de padre (ése que nunca sintió con tanto ardor por la gente que ahogó
durante el diluvio), decretó que la fraternidad ya no sería un pecado, sino un
motivo para ir al cielo. De esa manera se abrieron las puertas del Paraíso a
los creyentes, frente a una prohibición anterior de acceso que, por parte de la
iglesia, nunca había quedado bien explicada. Así, mi conclusión es que la
acción del Padre y del Hijo no fue coordinada, sino contrapuesta, como suele
ser natural porque, ¿qué hijo tiende a seguir los designios que le dicta su
ancestro? Algunos teólogos me reclamarán que, si Dios y Cristo actúan de
distinta forma, ¿no serían entonces dos dioses, en lugar de uno? Yo replico, al
contrario, que una divinidad perfecta no podría existir sin contener una de las
cosas más originales de la condición humana, que es el supremo acto de
contradecirnos: y, si estamos hechos a su imagen y semejanza, desde luego debe
de cambiar de opinión unas tres o cuatro veces por semana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario