Historias del metro (18)
Lo observó mi musa
Viernes tras viernes, a la hora de comer, de
vuelta a casa tras el trabajo, los avisto. Están en uno de esos pasillos que ven
pasar riadas inconmovibles, alternadas con periodos de silencio, como un cruce
de semáforos. Sentados, no destacan hasta que te preguntas de donde viene la
música. Es un hombre el que toca, sentado en un pequeño taburete, con un atril
que sujeta pentagramas llenos de líneas para mí indescifrables. Acaricia las
cuerdas del violín (el instrumento en particular no descuella por su
apariencia), el cual suena… afinado. A su lado, una mujer, de su misma edad, o
similar, compartiendo arrugas y apenas un metro cuadrado de una estación
suburbana. Su esposa -piensas-, que le acompaña allá donde él va, por amor, por
obligación, por no quedarse sola, ¿quién sabe? Allí están los dos: él
ligeramente volteado, dando la espalda a su compañera, quien mira con tristeza
a los viajeros que pasan. Eso es lo que me transmiten: agotamiento, tristeza,
pesadumbre, hastío, a pesar de ser capaz de tocar un instrumento difícil, de
esgrimir notas y hacerlas volar por encima del rebaño, provocando que éstas lluevan
para empapar hasta el fondo del alma de algunos de los que pasan sin ver. Quizá
me gustaría conocer su historia, pero tengo prisa. O me da miedo saberla.
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