Una de las máximas de la civilización occidental podría resumirse en la mítica frase del Dr. House: "Todo el mundo miente". En buena parte, el proceso de maduración del ser humano consiste en aprender que lo que existe a nuestro alrededor tiene un buen componente de embuste: desde los animales que se camuflan, las apariencias que siempre engañan, las pequeñas (o no tan pequeñas) mentirijillas que nos relatan nuestros padres, o incluso las falsedades que toleran nuestra mente o nuestros sentidos, de manera inconsciente o en un protector autoengaño. La cuestión es que -del mismo modo que la evolución de las especies remeda las fases del estado embrionario- la civilización, a semejanza que el ser humano como individuo, ha aprendido con paso del tiempo a no fiarse de lo primero que le cuentan, sobre todo después de haber constatado (normalmente a base de errores) de que mucho de lo que le narraban era un auténtico dislate. En definitiva, con el tiempo nos hemos vuelto más escépticos y, tras el descubrimiento del método científico, no nos creemos ninguna afirmación sin antes haberla corroborado nosotros mismos.
En ese sentido, hay personas que fueron auténticos adelantados a su tiempo. Por ejemplo, el griego Heródoto (o Herodoto, ya que se puede escribir de las dos maneras, aunque con tilde se aproxima más a la pronunciación helena). Considerado el padre de la historiografía como disciplina, iba preguntando, a lo largo de los distintos pueblos por los que pasaba, por los acontecimientos de aquel lugar. Trataba de encontrar una causa racional a los hechos, en lugar de buscar explicaciones divinas. De vez en cuando, sin embargo, se la colaban. Como cuando los egipcios le contaron que, en unas inscripciones en un lugar sagrado, lo que habían escrito era cuántas cebollas y cervezas se comieron los albañiles que lo construyeron. O cuando le dijeron que en Egipto el agua no proviene de la lluvia, sino sólo del Nilo, del cual, por cierto, le describieron un recorrido imposible. A pesar de eso, y de ciertos errores (por ejemplo en las traducciones), hay que reconocerle a Herodoto el valor de lo que hacía: además de ser el primero que intentaba una cosa parecida, trataba en los nueve libros de sus Historias de discernir lo verdadero de lo falso, realizaba juicios críticos y -como hace por ejemplo el lenguaje turco en su gramática- distinguía con frecuencia lo que le habían referido otros de lo que había sido él testigo a través de sus propios ojos. Aunque, desde luego, a veces metía la pata hasta el fondo, como cuando habló de unos seres humanos con cabeza de perro.
Lo cierto es que, si la tradición de narrar las aventuras de los pueblos es un oficio antiguo, el arte de reírse a costa de los extranjeros que pretenden conocer tus costumbres presume de ser más arcaico todavía. Un ejemplo interesante nos lo aporta "El antropólogo inocente", la historia real de cómo el joven autor Nigel Barley, un investigador algo cínico y escéptico, decide desarrollar su trabajo de campo en Camerún y, cuando habla con los nativos, se da cuenta de que los oriundos del lugar se han dedicado a vacilar a cualquier estudioso que se haya atrevido a poner sus pies por allá. De hecho, conforme el protagonista va describiendo costumbres de la tribu que estudia, te das cuenta de que muchos de los detalles que el autor aporta probablemente provienen de bolas que le han metido también a él. Claro que, pensémoslo desde el punto de vista del objeto de estudio, es decir, de los pueblos aborígenes de cada sitio: ¿qué ganan ellos con un libro sobre su cultura que se publicará en Europa, o con cualquier artículo de investigación?¿Por qué le van a contar nada a ese señor que conocen desde hace cinco minutos, y cuyo futuro profesional ni les va ni les viene? Ya puestos, pueden divertirse y pasar un buen rato. Aunque sea a costa de un pobre incauto, y de algo tan frágil y poco valorado como la verdad.
Dicen que, en los juicios, desde que se han popularizado las series del tipo CSI, los jurados exigen ver más pruebas forenses, y se fían menos de los testimonios. A pesar de que los abogados insisten en que en ocasiones no hay otro remedio que aceptar la palabra de los testigos oculares, es cierto que, si uno atiende a la calidad de ciertas declaraciones, los jurados hacen bien en desconfiar. Quizás uno de los ejemplos más significativos que podemos encontrar, a este respecto, en el mundo de la investigación académica, fue el de los samoanos que desgranaron la esencia de su cultura a la antropóloga Margaret Mead. De acuerdo a los libros de Mead, en la civilización samoana imperaba el sexo libre, apenas existían tabúes respecto a las relaciones carnales, y las relaciones entre hombres y mujeres eran felices y armónicas. Ha habido mucha polémica sobre estas publicaciones, o sobre si Mead sabía que la engañaban: sin embargo, hoy casi todo el mundo está de acuerdo en que la sociedad samoana era en aquel tiempo tan machista, falocéntrica y desequilibrada como la mayor parte de los colectivos humanos que conocemos. Teniendo en cuenta el nivel de alcoholismo, incesto y violaciones, probablemente más. ¿Los motivos para el fraude? Se discuten. Que si Mead escogió como fuentes a adolescentes cohibidas y llenas de vergüenza, que soltaron el primer embuste que se les pasó por la cabeza... Que si los samoanos quisieron pasar un buen rato a costa de una antropóloga que casi no salía de su alojamiento... O, tal vez, que a Mead le venían tan bien esa clase de declaraciones (muy populares en la época en que fueron aireadas, o sea, en pleno auge hippie) que no tenía el menor interés en contrastarlas. Pasaron años hasta que otros investigadores comprobaron que la cosa no era ni mucho tan idílica como Mead la pintaba en sus escritos, y que se reconsiderara la manera en que los antropólogos debían interactuar con las poblaciones con las que entraban en contacto.
Margaret Mead no era la primera en enfangarse en esta clase de enredos. Todos sabemos que el Dorado fue un mito que los conquistadores españoles crearon a partir de afirmaciones de los pueblos americanos oriundos, a quienes les convenía que los recién llegados creyeran que había tierras de incalculables riquezas muy, muy lejos de su hábitat, para que se largaran de aquel lugar cuanto antes, y así dejaran de incordiar. Un objetivo similar podía albergar el testimonio de ciertas tribus de Tierra de Fuego, quienes dijeron a los ingleses que entre los pueblos vecinos había caníbales (¿pretendían disuadirles de quedarse en la zona; o, quizás, ganarse su confianza mediante el clásico recurso de hablar mal de tus enemigos?). Lo extraño es que, en ciertas ocasiones, los colonizadores también tomaron parte activa y se mezclaron en el juego de mentiras. Un ejemplo es el de un sacerdote español que juraba, tras un viaje por la zona que hoy es fronteriza entre México y Estados Unidos, haber divisado las míticas siete ciudades de Cíbola. El religioso, que se llamaba Marcos de Niza, guió más tarde a la famosa expedición de Coronado hasta que quedó claro que allí no había ni ciudades, ni oro, ni mucho menos las favorables condiciones que el sacerdote había descrito, momento en el cual el fraile aprovechó para poner tierra de por medio. ¿Por qué se abonó Marcos de Niza a la mentira, conduciendo a sus compañeros a lo que, como poco, constituyó una trampa cuasi mortal?¿Fue por simple ansia de notoriedad, o él también se creyo sus propios embustes, sucumbiendo al encanto de hablar sobre lugares legendarios que prometían riquezas sin límite? Nunca lo sabremos. De hecho, de lo que conocemos del comportamiento humano, incluso en el caso hipotético de que pudiéramos carearnos con el religioso, probablemente el sacerdote no sería capaz de darnos una explicación coherente a por qué obró de esa manera.
A veces, los errores surgen de una serie de inexactitudes acumulativas. Testimonio indirecto a partir de un testimonio indirecto, y así hasta el infinito. Como los cuadros que se dibujan inspirándose en otros lienzos, o por parte de pintores que nunca han contemplado de primero mano el modelo. Fue por cuestiones de este tipo por las que, seguramente, ha quedado distorsionada para nosotros la figura del dodo. O las representaciones de rinocerontes (un animal que ya inspiró el mito del unicornio) que circularon durante un tiempo por Europa. Hay un interesante hilo de Twitter sobre este tema, que enlaza también con una curiosa anécdota: gracias a Plinio el Viejo, los europeos creían que el enemigo natural del rinoceronte era el elefante y, aprovechando una ocasión en que Lisboa albergaba ejemplares de los dos tipos, dispusieron una pelea entre ambas clases de colosos. Sin embargo, el elefante y rinoceronte implicados en la representación circense se ignoraron mutuamente, y el bochornoso espectáculo prosiguió hasta que al elefante le dio por derribar unas vallas y escaparse. Cosa que hubiera hecho con bastante certeza también Plinio si le hubieran cuestionado por sus afirmaciones, y a partir de qué fuentes las realizó.
El caso de Plino el Viejo es muy especial. Fue un autor extremadamente prolífico, aunque de sus textos sólo nos ha sobrevivido su Historia Natural (37 libros, que el romano elaboró a partir de una lectura de 2000 volúmenes). Plinio pretende hacer en ella un recopilatorio de todo el conocimiento que existía en aquel tiempo acerca de la geografía, la biología y el ámbito, en general, de lo que hoy entendemos por ciencias naturales. Abarca tanto que se ha convertido en una frase hecha la expresión "Cuenta Plinio que...", semejante a la introducción típica de: "Ya decían los babilonios...". Parece que no hubo tema en el que Plinio no metiera la cabeza. Obviamente, al pretender describir tantas cosas, es imposible que el sabio romano conociera de primera mano todos los asuntos de los que trataba. Pero claro, el problema es que, ante tu ignorancia, realices aseveraciones demasiado osadas. La Historia Natural de Plinio es también un compendio de criaturas míticas, lugares remotos que nunca se encontraron, verdades controvertidas y, en general, conceptos que permanecieron vigentes hasta que los exploradores de la Edad Moderna empezaron a observar por sí mismos que buena parte de lo que decía Plinio no era verdad. Por lo que me cuenta gente que ha leído tanto a Plinio como Herodoto, ambos contienen errores, pero el primero hace bueno al segundo: porque mientras el griego se plantea qué cosas que escucha pueden ser verdad o mentira, Plinio acepta ciertas afirmaciones demasiado acríticamente. Hasta autores no precisamente contemporáneos le reprocharon sus inexactitudes. Quizás el precio de escribir sobre tantas materias, y tan diversas, es no llegar nunca a profundizar. También es cierto que, en la antigua Roma, no estaba de moda aquello de contrastar tus fuentes, precaución que empezó a seguirse con los siglos, a partir de ejemplos como el de Plinio. (Haciendo un inciso, es curioso que desconozcamos los detalles un suceso que el romano podría haber narrado en primera persona, al menos en parte, pues es un enigma que se yergue en torno a su muerte. Plinio el Viejo falleció en una expedición al Vesubio cuando éste erupcionó en el año 79, asolando Herculano y Pompeya entre otros estragos. Su aciago final nos lo relató su sobrino, Plinio el Joven, pero lo que no nos aclaró fue qué iba exactamente su tío a hacer allí. Según teorizan muchos, la cercanía de Plinio a los círculos del poder imperial hace creer que marchaba en una expedición de rescate para intentar salvar a unos cuantos habitantes de las poblaciones que perecieron por culpa del volcán. No obstante, sobre este detalle, ambos Plinios guardan silencio).
Buena parte de las verdades de Plinio sobrevivieron, entre otras cosas, porque en la Edad Media se aceptaban a pies juntillas los postulados de los antiguos: es el llamado principio de autoridad, por el cual ciertas figuras merecen más crédito, merced a su reconocida sabiduría en un campo. Entre otras cosas, esta creencia se debía a que la primacía de la iglesia cristiana se basaba y se basa en este mismo supuesto: no puedes poner en duda lo que dice el Papa, ya que sus dogmas los revela Dios. Así, durante siglos, las verdades fundamentales fueron las de Platón y las de Aristóteles, los cuales habían sido señalados (y ubicados en un pedestal), en el mapa del cristianismo, gracias a la influencia de Santo Tomás de Aquino y San Agustín de Hipona. Sin embargo, la llegada del Renacimiento supuso un cambio de perspectiva, y surgieron nuevas formas de adquirir conocimiento: el empirismo, por el cual debíamos basarnos en el ensayo y error -así como en la observación directa- para adquirir un saber más valioso que el de los libros; o el método científico, que exige someter a escrutinio una hipótesis antes de aceptarla como cierta. El principio de autoridad todavía persiste, sin duda, sobre todo en aquellos campos que no podemos dominar (el saber humano es limitado, y el conocimiento extenso), o cuando comprobar los hechos por nosotros mismos resulta agotador, y hasta técnicamente imposible. Sin embargo, en nuestra sociedad, siempre se aceptará como más válido aquel conocimiento que proviene de la experiencia de primera mano, antes que una referencia aceptada sin cuestión.
No obstante, como en todos los aspectos de la vida, el equilibrio perfecto entre estas opciones nunca estará disponible. Y ahí es cuando surgen los dramas. Solemos decir que el poder de la ciencia consiste en que no confiere verdades absolutas e incuestionables, sino que te proporciona pruebas a partir de las cuales tú mismo puedes deducir sus leyes. Pero esta sistemática posee varios inconvenientes: lo primero, que las afirmaciones en ciencia suelen ser siempre perecederas, con un porcentaje de error (los científicos solemos decir, medio en broma medio en serio, que toda verdad lo es sólo con un 95% de probabilidad), expuestas a modificarse en mayor o menor medida según los nuevos descubrimientos. El segundo problema es que, conforme la ciencia se hace más compleja, se hace proporcionalmente más difícil exponer de manera sencilla sus demostraciones (¿cuántos fósiles necesitas ver y tocar para creer en la teoría de la evolución?), así que llega un momento en que tienes que volver al principio de autoridad: fiarte de científicos que llevan investigando mucho tiempo su campo de estudio. El dilema aquí reside en cuando llega un antivacunas, un creacionista o un negacionista y te cuelga un vídeo delante: "aquí tengo esta persona que dice lo contrario". Este último puede ser alguien sin ninguna experiencia en el tema, o quizás un supuesto experto, pero que ha decidido obviar el método científico (o directamente, mentir) para conseguir dinero o más followers. Ante estas dicotomías, es fácil para el público general sentirse perdido, y muy complicado para el científico hacerse entender. No se le exige ya sólo tiempo para defender sus afirmaciones, sino que también necesita, por parte de quien escucha, un espíritu crítico y escéptico que no funcione en una sola dirección. Además de, por supuesto, aplicar un principio de autoridad que esté basado en una buena brújula, para no depender del primer idiota que pretenda estafarnos. Como veis, este debate que empieza por Heródoto y Plinio se halla de plena actualidad: y sin duda es una cuestión recurrente que volverá a discutirse, con cierta periodicidad, a lo largo de los siglos.
Hay un detalle adicional que tengo que comentar sobre esta pequeña crónica. Escribir por placer (y no por dinero, o con jefes ante los que responder) tiene la ventaja de que, hasta cierto punto, puedes profundizar lo que te apetezca en los temas. Personalmente, no me he atrevido a leer toda la obra de Plinio o Herodoto: es demasiado extensa, tengo demasiadas lecturas pendientes (por obligación y por placer) y, si me pusiera a ello, seguramente este artículo no se hubiera terminado nunca. Pero me he aprovechado de largos y amenos diálogos, muchos de ellos a través de posts y comentarios en Twitter o Facebook (gracias especiales a @TiberioGraco6 y a sus amigos y seguidores), de personas que han ido comentando sus experiencias con estas lecturas, y de los que me he fiado como lo haría de artículos, libros o alegatos de expertos, cosa que por lo común no suelo hacer. Al aceptar estos testimonios, sin duda he cometido los mismos errores que algunos autores antiguos: fiarme de las fuentes secundarias antes que observar las cosas por mí mismo. Pero mientras redacto estas líneas, medito: ¡qué diablos!, ¿no es éste el mejor homenaje que podría rendirles a aquellos cronistas? Así que ya sabéis, si hay algo que haya escrito por aquí que nos os cuadre, no os fiéis y comparadlo con vuestros propios ojos: no sea que yo también os esté dando gato por liebre. Nos vemos, nos leemos. Un saludo.
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