Hay personas que viven rodeadas de tanta cantidad de historia que en un momento determinado les eclipsa. Quizás éste sea el caso del oficial de la marina británica Robert FitzRoy, quien pasaría a los anales principalmente por ejercer el rango de comandante del HMS Beagle, el barco que llevaría a las Galápagos a Charles Darwin, donde el biólogo británico reuniría las evidencias que le llevarían a proponer una teoría de la evolución que revolucionaría el mundo, iniciando una discusión cuyos ecos reverberan todavía hoy día con nuevas capas de matices sucesivos. Sin embargo, FitzRoy destacó por muchos más aspectos: fue un arrojado explorador, participó en relaciones innovadoras con las culturas aborígenes (lo cual incluye ser uno de los primeros defensores de los derechos de los nativos, así como ambivalentes experimentos que acabaron en tragedia), y tiene el logro de constituir un pionero en la ciencia de la meteorología, convirtiéndose en el primer hombre que realizó una previsión del tiempo con bases científicas. Más tarde os detallaré todos esos aspectos, incluyendo si la predicción acertó o no.
Hay dos pilares principales en los que descansa la biografía de FitzRoy y que motivan buena parte de su carrera profesional y motivaciones: en primer lugar, era un hombre noble, de padres ambos pertenecientes a la aristocracia (su apellido, por señalar, deriva de un ancestro que fue hijo bastardo de un rey), lo cual implicaba una educación exquisita y también la posibilidad de acceder a una serie de cargos en la oficialidad de la marina británica que, de no ser así, le hubieran sido vedados. Y, dos, era un hombre profundamente religioso, defensor exacerbado de la Biblia, una parte de su personalidad que influyó tanto en su relación con Darwin y sus teorías como en sus tratos con las comunidades indígenas.
FitzRoy había ejercido diversos cargos en la marina británica -de hecho, obtuvo la máxima calificación posible en el examen para teniente, algo que nadie había conseguido hasta entonces- hasta que en 1828, con veintitrés años, le llega la oportunidad de comandar el HMS (acrónimo para "His/Her Majesty Ship", nombre que por definición se le otorga a los buques de la armada en el Reino Unido) Beagle, en un momento circunstancias ominosas. El anterior comandante, Pringle Stokes, había sufrido una depresión después de atroces sucesos que habían tenido lugar en Puerto del Hambre (el nombre lo dice todo), uno de los muchos enclaves en la miríada de canales que forman parte de la Tierra de Fuego en el extremo sur del continente americano. El HMS Beagle se encargaba de la exploración de esas zonas con el objetivo de reclutar información que pudiera ser útil para los intereses estratégicos de un Reino Unido que, tras derrotar a Napoleón, había dejado de ensimismarse en Europa para mirar qué otros muchos rincones del mundo podía usar en su provecho, y el sur de lo que hoy es Chile y Argentina era uno de estos puntos clave. Como dice Javier Reverte en su libro <<Confines>>, que mencionamos de pasada en otra ocasión, ésta es una región inhóspita, poco fértil y de temperaturas muy bajas la mayor parte del año, donde casi todos los apelativos impuestos a los distintos accidentes geográficos tienden a destacar las dolorosas calamidades que tuvieron que afrontar los viajeros que arribaron a estas tierras. Sin embargo, FitzRoy, fiel a la flemática actitud clásica de la oficialidad británica, sigue adelante con su viaje y, de hecho, tuvo una idea basada en sus creencias religiosas: se llevaría a unos cuantos nativos de aquella zona, los denominados "fueguinos"; los trasladaría a Inglaterra, les enseñaría la fe cristiana, y ellos volverían más tarde a su tierra para difundir la buena nueva por el Nuevo Mundo. En total se llevó a cuatro aborígenes, tres de la tribu kawésquar (que fueron bautizados como York Minster, Boat Memory y Fuegia Basket -esta última sólo contaba con 9 años-) y un joven de catorce años de la tribu yagán, denominado Jemmy Button porque el pago que recibió su familia a cambio de su cesión fue un botón de nácar (button en inglés). Luego veremos la importancia que tuvieron estos nativos. La cuestión es que el viaje del Beagle prosiguió y, de hecho, descubrió el canal que lleva su mismo nombre, uno de los pasos marítimos más seguros por donde atravesar el continente americano todavía hoy en día -el artificial canal de Panamá le arrebataría su preeminencia-, sobre todo en comparación con los traicioneros estrechos y lenguas de agua que pueblan Tierra de Fuego, los cuales han servido de trampa para numerosos barcos que han arrostrado toda clase de penalidades (también horrendos naufragios) en esa región desde la época de Magallanes. La labor exploradora de FitzRoy ha sido reconocida sobradamente por su patria, ya que su nombre se yergue en numerosos hitos a lo largo de la geografía tanto de Sudamérica como del Reino Unido, incluyendo entre otros varios enclaves de las británicas islas Malvinas, o el monte FitzRoy, situado en el Campo de Hielo Patagónico, no muy lejos del famoso glaciar Perito Moreno.
El segundo viaje del Beagle empieza en 1831. Por lo visto, no mucho antes de que el barco zarpara, se planteó una cuestión fundamental, y era quién iba a acompañar al comandante FitzRoy durante las comidas. Como hemos mencionado, los oficiales de las marina británica solían ser hombres ricos e instruidos, y no resultaba adecuado que se mezclaran con los recios y embrutecidos marineros -además de que aquello hubiera generado diálogos de besugos-. Por eso, era típico que, a bordo, se hallara un individuo que le hiciera compañía y charlara con el comandante durante almuerzos y cenas; aparte, podría ejercer en el buque una labor de tipo científico, pero en todo caso la principal función era actuar como apropiado conversador para la máxima autoridad del buque. Fue entonces cuando, merced a una serie de recomendaciones y contactos, surge el nombre de Charles Darwin, un joven por supuesto perteneciente a una buena familia, además de extensa y bien avenida (ambas ramas de la familia de Darwin mantenían relaciones de consanguineidad, y él mismo acabó casado con una de sus primas; de hecho, la observación de cómo ciertas enfermedades hereditarias que él poseía se acrecentaban en sus hijos le sirvió para un estudio sobre el tema). Fue también uno de sus tíos quien le recomendó al joven Charles que viera mundo antes de cumplir sus planes de ordenarse clérigo, el destino primigenio de la carrera del muchacho. Finalmente, es el escogido tras una entrevista personal para embarcarse en el navío. Hay que decir que ambos hombres, FitzRoy y Darwin, se llevaron bien (apenas se sacaban unos pocos años), a pesar de que desde muy pronto surgieron las diferencias. Aunque ambos fervorosos cristianos, los descubrimientos que Darwin iba encontrando le fueron convenciendo cada vez más a este último de que la visión de la Biblia en la que Dios crea al mundo en siete días era poco compatible con las evidencias naturales a favor de un cambio paulatino por el que las especies se adaptan a su entorno. Si bien esto generó discusiones entre ambos individuos, es verdad que mantuvieron en todo momento un comportamiento civilizado, y procuraban olvidar estos desacuerdos a la hora de comer. También fue problemática la relación de un Darwin poco avezado en asuntos de la mar con respecto a la tripulación, que veía cómo aquel intruso les llenaba la cubierta de "bichos" y "porquerías" que necesitaba para sus investigaciones. Aunque parece que le perdonaron tanto esa actividad como su tendencia a los mareos, porque le denominaron cariñosamente "el Filo" (de "filósofo"). Después del mítico viaje por Sudamérica, donde 1) el Beagle realizó nuevos descubrimientos geográficos, 2) Darwin recogió especímenes durante el mes y pico escaso que fondearon por las islas Galápagos, y 3) los fueguinos reclutados en el primer trayecto volvieron a casa (luego volveremos sobre eso), los caminos de los dos hombres divergieron. Cada uno, de una manera u otra, le acabó por dar una sorpresa al otro: FitzRoy, porque se casó casi inmediatamente a la vuelta, cosa que sorprendió a Darwin porque el comandante nunca le había hablado de ningún compromiso previo. En cuanto a la campanada de Charles, ésta tuvo que esperar: Darwin era un hombre religioso, pero más lo era su mujer, con lo cual el científico, sabedor de que su rompedora teoría de la evolución no gustaría a la iglesia -ni tampoco a su santa esposa- guardó sus hallazgos en un cajón durante décadas mientras se dedicó a otros asuntos (entre otros, el estudio del percebe, al que analizó tanto que lo llegó a aborrecer). Probablemente hubiera fallecido sin exponer sus teorías de no ser porque un joven llamado Alfred Wallace acudió a él para decirle que, en sus investigaciones en la Amazonía y el archipiélago malayo, había llegado a muy parecidas conclusiones, momento en que Darwin aprovechó para sacar del armario sus descubrimientos. Hay que decir que, pese a que en aquel primer momento la teoría se consideró fruto tanto del genio científico tanto del más prestigioso Darwin como del bisoño Wallace (se presentaron como co-descubridores, aunque hay polémica sobre cómo se ensalzaron los méritos de cada uno), el nombre de este último ha tendido a caerse del imaginario colectivo ya que, si bien Wallace realizó contribuciones muy interesantes en otros campos, incluyendo en el activismo social (estaba en contra de las políticas coloniales británicas, y realizó propuestas económicas novedosas, algunas de las cuales se aplican hoy en día), su apoyo al espiritismo le fraguó el descrédito de la comunidad científica, y le llevó a romper la relación con varios científicos y amigos, incluyendo el propio Darwin. La cuestión es que -por motivos radicalmente distintos, claro-, FitzRoy también se disgustó con Darwin, al sentirse ultrajado por las consecuencias que la teoría respecto a la sagrada creación del mundo por parte del Dios cristiano en siete días. Sin duda, además, pesaba en su airada crítica la responsabilidad que él mismo había tenido al proporcionar a Darwin los medios para elaborar aquel abyecto libro que pronto estaría en boca de todos bajo el nombre abreviado de "El origen de las especies". Siete meses después de la publicación del texto, tuvo lugar un fogoso debate en la universidad de Oxford entre partidarios y detractores de la teoría, hallándose entre los primeros Thomas Huxley (pariente de Aldous Huxley, el autor de "Un mundo feliz", y a quien Darwin, apocado polemista, concedió la responsabilidad de erigirse en paladín de la casa darwinista) y, entre los opositores, Robert FitzRoy, quien presentó como principal testimonio una Biblia y pidió a los allí presentes que concedieran credibilidad a Dios antes que al hombre. Pero ese debate FitzRoy, como otros en su vida, lo acabaría perdiendo.
Pero antes de llegar a ese momento pasaron muchas cosas, incluyendo el segundo viaje del Beagle, durante el cual Darwin y FitzRoy aún se llevaban bien durante los almuerzos, y el comandante llevaba de vuelta a los fueguinos que se había llevado en el primer viaje (salvo uno de ellos, Boat Memory, que había fallecido en Inglaterra, según las fuentes de viruela o de sífilis). Hay que decir que los fueguinos fueron en general bien tratados, recibieron vacunas para prevenirse de las enfermedades del Viejo Mundo, aprendieron inglés y las enseñanzas cristianas, y fueron agasajados con regalos, incluyendo un sombrero que Fuegia Basket (como habéis comprobado, los nombres no fueron muy imaginativos) recibió de la soberana británica. Sin embargo, es difícil saber cuál era el punto de vista de estos expatriados, los cuales no pertenecían además a las mismas etnias. Por poner un ejemplo, los tres convencieron a los británicos de que en Tierra de Fuego había caníbales, idea de la que no se halló ninguna evidencia posterior pero que tardaría en descartarse un siglo (¿fue un malentendido?¿O había alguna intencionalidad detrás de ese embuste?¿Quizás probar hasta qué punto creían sus mentiras de cara al futuro, o se trató simplemente de un cómico "vacile"?). Para este segundo viaje, además de a los fueguinos y a Charles Darwin, FitzRoy -quien había subvencionado al completo la educación y mantenimiento de los aborígenes- se llevó, en su esfuerzo evangélico, al pastor Richard Matthews, quien debía colaborar en transmitir las enseñanzas cristianas entre los nativos. Mientras tanto, Charles Darwin no se llevaba muy bien con los fueguinos, y aunque tenía que reconocer que el adolescente Jemmy Button era muy simpático (todo el mundo destacaba que reía mucho), le resultaba difícil creer que esa clase de gente pertenecieran a la misma especie que los británicos. En descargo de Darwin, hay que recordar que más adelante (según algunos) se arrepentiría de esos primeros juicios, y que fue un firme defensor de la abolición de la esclavitud en cuanto contactó con la realidad de los países esclavistas. También es pertinente recordar que las costumbres de los fueguinos eran muy distintas de los occidentales: los habitantes de Tierra de Fuego, bien adaptados a su medio, tendían a untar su piel con grasa de animal de tal manera que no les hacían falta ropas para soportar el frío clima de su tierra natal (hasta se bañaban desnudos en el agua), pero el olor que desprendía esa grasa no debía de antojársele muy sofisticado a los europeos. De hecho, cuando -merced al esfuerzo civilizador- los fueguinos abandonaron esas técnicas de supervivencia y se pusieron ropas, esto provocó que dejaran de bañarse tan a menudo y les hizo víctimas de numerosas enfermedades. Pero esto se sabría mucho más tarde, y formaría parte de los tradicionales desencuentros entre distintas etnias, incluyendo también los que protagonizarían los fueguinos arrastrados al otro lado del mundo por el aprendiz de brujo FitzRoy.
Lo que ocurrió con ellos es confuso, pues sólo poseemos una de las versiones de lo sucedido, la que se anotó en los diarios de viaje de los ocupantes del Beagle. Por lo visto, desembarcaron y Jemmy Button tuvo oportunidad de reencontrarse con su antigua familia (aunque uno de sus parientes había muerto, lo cual le llenó de pesar). Tanto él como los otros dos fueguinos decidieron quedarse, y se construyeron chozas para ellos y para el pastor Matthews. A los pocos días, sin embargo, los navegantes del Beagle observaron cómo otros indígenas portaban objetos pertenecientes a sus fueguinos y Matthews, así que se alarmaron y volvieron al lugar donde los habían dejado, donde encontraron el campamento saqueado, a los fueguinos intactos, y a Matthews tan asustado por el asalto que se subió al Beagle y no quiso saber nada de la labor misionera nunca más. Los tres fueguinos, no obstante, optaron por permanecer allí. El problema fue que, casi un mes más tarde, cuando el Beagle retornó a la zona, encontró el lugar desierto, sin ninguna cabaña, y sólo más adelante una canoa donde divisaron a Button. Éste comentó que la tribu de Fueguia Basket y York Minster, los kawésqar, le habían robado todo lo que poseía, y que sus antiguos compañeros en Beagle habían participado en el ataque. Aun así, insistió en permanecer allí junto con la mujer nativa con la que recientemente se había desposado. Con lo cual, parece que, pese al tiempo transcurrido juntos, la rivalidad entre las distintas etnias había permanecido latente y se había manifestado al fin.
Claro que, como decimos, es difícil hacer juicios de valor a partir de sólo una de las versiones. Y más con lo que ocurrió después. El Beagle no volvió por esa zona (su tercer viaje, ya sin FitzRoy, fue a Australia) pero, años más tarde, Allen Gardiner, un oficial retirado de la Marina británica, decidió evangelizar a todo bicho viviente y, después de una serie de sonoros fracasos a lo largo de Sudamérica, no escarmentó y, ya que conocía la historia de los fueguinos de FitzRoy, intentó localizar a Jemmy Button en Wulaia, la zona donde FitzRoy lo había dejado. No sólo no lo logró, sino que falleció en el intento, como otros muchos soñadores cerriles que se adentraron en esa parte del mundo. No obstante, la sociedad misionera fundada por él decidió enviar otro barco (de nombre Allen Gardiner, en honor a su fundador), y esta vez tuvieron más suerte: unos nativos con los que contactaron reconocieron el nombre y avisaron al fueguino, así que Button pudo desempolvar un para nada olvidado inglés. Para entonces, ya se había desposado con otras dos mujeres y tenía, además, tres hijos varones. Después de unos primeros compases prometedores, los misioneros decidieron dejar una misión permanente en Wulaia. Sin embargo, como pasaron los meses y no tenían noticias de aquel rincón del mundo, los misioneros (con su sede principal en la isla de Keppel) enviaron una goleta que, cuando llegó, encontró la Allen Gardiner desmantelada y, como único superviviente, al cocinero de la misma, que había salvado el pellejo en unas condiciones penosas. El cocinero contó que los hombres de Button, con quienes los tripulantes de la Allan Gardiner mantenían una tortuosa relación (los occidentales se quejaban de robos, mientras que los indígenas les acusaban de no hacerles suficientes regalos), les habían tendido una trampa justo antes de celebrar la primera misa en la zona, y habían matado a todos los británicos salvo el cocinero, hasta ocho víctimas en total. A la serie de pesquisas públicas con las que se investigó el suceso se sumó el propio Jemmy Button, quien se presentó voluntario para declarar, afirmando que los ataques habían sido perpetrados por la enemiga tribu ona. No está muy claro si los ingleses lo creyeron o no, pero sí que decidieron dejarlo correr y no enviar una expedición de castigo. Quién sabe si los británicos no querían sumar nuevos enemigos a causa de un suceso que no tenían muy claro, o si es que pensaron que poco más podían sacar en limpio de aquella maldita tierra. De Jemmy Button poco se volvió a saber (su tribu siguió manteniendo relaciones con los misioneros, y alguno de sus hijos viajó a Inglaterra), pero hay un hecho curioso, y es que uno de sus descendientes fue bautizado como FitzRoy. En cuanto a los auténticos pensamientos de Button respecto a los hombres que trataron de civilizarlo, no los conoceremos nunca. Cuando pienso en su historia, me acuerdo de los pueblos de ciertas islas de la Polinesia que fingieron aceptar la fe cristiana, pero al tiempo seguían creyendo en sus antiguos dioses (o hacían un extraño sincretismo con la nueva religión), aunque esperaban bienes materiales de los viajeros recién llegados. Viajeros que por otro lado pretendían que los indígenas aceptaran sin más sus costumbres y su dominio, y no mantuvieran en cambio pensamientos negativos o ambivalentes ante aquellos "turistas" que trastocaban su modo de vida, mientras además creían que les estaban haciendo un favor. Sin embargo, lo más probable es que no dijeran mucho en voz alta. En parte tal vez por costumbres aún persistentes entre ciertas culturas (en resumen: si no tienes nada bueno que decir, es mejor no decir nada, expresar una esperanza o cambiar de tema); o, en parte, quizás, porque no servía de nada oponerse. Con lo cual, lo más fácil era lo que hacía Jemmy Button: guardarse el rencor, sonreír hasta que llegara un momento en que pudieran decidir por sí mismos, y tal vez entonces vengarse. Al final, como siempre, las relaciones entre distintas civilizaciones no son una cuestión de buenos y malos, sino más bien de bastante egocentrismo, y sobre todo mutua incomprensión. Aunque en algunas ocasiones, estas interacciones se encarrilan hacia buen puerto, o terminan en cambio como el rosario de la aurora.
Pero volvamos a FitzRoy, que no tiene nada que ver con estos últimos sucesos. Entre otros motivos, porque éste había vuelto a Inglaterra, se había casado, le habían aceptado en la Royal Geographical Society y había publicado tres libros con los sucesos y observaciones (incluyendo numerosas de carácter científico) durante sus viajes en el Beagle. Fue entonces nombrado gobernador de Nueva Zelanda, heredando de su antecesor los problemas que enfrentaban a los colonos ingleses con los nativos maoríes. Lo cierto es que ahí FitzRoy -lejos ya de los experimentos que había llevado a cabo con los fueguinos- trató de manifestarse ecuánime en este nuevo contexto, atreviéndose a condenar acciones ilegales de los colonos y a defender que los maoríes debían recibir un precio justo por las tierras adquiridas por los británicos. Es más, trató de facilitar el comercio de tierras entre unos y otros, pero bien porque sus medidas no funcionaban con la efectividad esperada, bien porque no recibió un apoyo suficiente de la metrópoli, lo cierto es que las tensiones se incrementaron entre colonos y maoríes, y el conflicto se recrudeció. Al final, una compañía británica con intereses económicos en la zona protestó ante Gran Bretaña, y FitzRoy fue sustituido por un sucesor que, según se dice, sí contó de un sostén más firme por parte del gobierno británico.
Y aquí llegamos a la última de las vidas de FitzRoy, narrada de manera elocuente por el magistral quinto episodio de la serie de divulgación científica de Netflix "Superconectados: La ciencia oculta detrás de todo", el cual construye un círculo de ideas alrededor de algunos de los desafíos más apabullantes de nuestro presente. Influidos por una descomunal tormenta que había hundido a numerosos navíos en la costa inglesa, las autoridades de Gran Bretaña nombran a FitzRoy como jefe de un departamento cuyo objetivo sería acumular todos los datos posibles sobre el tiempo en alta mar, y tratar de averiguar si de allí podía deducirse cuál era el tiempo que iba a hacer al día siguiente, con todas las ventajas que ello implica. En su diario de registros, FitzRoy llega a realizar la primera predicción meteorológica (indicando que el tiempo iba a ser "despejado"), y lo llamativo es que acierta. Sin embargo, sus previsiones eran todavía muy poco fiables, y tenía tantos aciertos (que servían para reforzar sus conclusiones) como errores (que molestaban a los buques que no habían zarpado por previsión de tormenta, y utilizarían muchos científicos tradicionales para oponerse a este amateur que intentaba hacerles sombra). Quizás FitzRoy captó la ironía del hecho de que él, el ardiente defensor de la iglesia frente a Darwin, sería en aquella ocasión el impulsor del método científico frente a sus opositores, miembros del paisaje académico que invocaban a Dios como el único individuo capaz de controlar el tiempo meteorológico. FitzRoy se acabaría suicidando, aunque no podemos saber a ciencia cierta si su muerte se debió a la decepción ante el reto de la previsión atmosférica, pues se veía sumido en crisis de este tipo con cierta frecuencia. Sabemos, por otra parte, que en su decisión podría haber influido el hecho de haber dilapidado buena parte de su fortuna durante su vida pública. Sin embargo, tras su fallecimiento, las autoridades británicas y sus antiguos amigos (entre ellos el propio Darwin) no tuvieron inconveniente en auxiliar a su familia. Hoy, como mencionamos, toda clave de topónimos evocan su nombre, incluyendo el área de pronósticos meteorológicos donde realizo sus estudios climáticos, cuya denominación hubo de ser modificada para que no se confundiera con otra Finisterre, la que tiene localización en España.
Al final, Fitzroy fue muchas cosas. Según Darwin, quien le admiraba, era el hombre con la personalidad más fuerte que había conocido nunca. En buena parte de los episodios de su vida simbolizaba el fin de un mundo al que en cierta medida representaba, frente a un nueva concepción de la Tierra a la que ayudó a nacer. Quizás, como han dicho algunos escritores (y han dado a entender Greene, David Lean o Conrad), en todas las regiones perdidas del mundo, al mando de una causa tan delirante como sublime, siempre hay uno de esos hieráticos, imperturbables tipos dispuestos a no alterarse en absoluto por muy espinosas que vengan las cosas, y a llevar su visión del mundo hasta el final: en definitiva, un buen muchacho inglés.
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