La noche deja
paso a una hora todavía más bruja que la precedente. Entre otras cosas, porque de
ella no puede salir nada bueno: ya es muy tarde para acostarse, incluso aunque
nos caigamos rendidos de sueño; pero también es demasiado pronto para empezar a
hacer cualquier otra cosa, por mucho empeño que le pongamos, y aunque nos
esforcemos en despertar a todo el personal. Para más inri, el clima se está
volviendo desapacible. Se respira un aire excesivamente fresco. De hecho, en el
horizonte caen rayos y truenos, en lo que tiene pinta de ser una tormenta seca,
de ésas que atemorizan más que ninguna otra, no se sabe por qué extraño motivo;
quizá, porque no constituyen la imagen típica que tenemos en la cabeza acerca
de cómo ha de ser una tempestad. Los símbolos (o la ausencia de los mismos) infunden
más miedo, en ocasiones, que los hechos físicos per se.
Pero allí, de momento, irreductibles
frente a las inclemencias meteorológicas, (además de ante todas las demás)
resisten de momento los cuatro gatos que habitan en esa pequeña esquina del
mundo que hemos estado observando, cada uno atento a sus particulares objetos
de valor, sus preciados tesoros, los cuales custodian como un dragón que ya ha
olvidado que en otro tiempo su vida consistía en echar fuego y surcar el aire con
libertad. Por ejemplo, los empleados del restaurante chino tienen pinta de haber
agotado el negocio por esta noche, y con total tranquilidad hubieran podido
cerrar. Sin embargo, con esa camaradería que existe entre gente de una cultura
exótica que vive dentro de una civilización que (para ellos) resulta tan enigmática
e incomprensible como en sentido inverso, al local habían acudido más paisanos
de la misma nacionalidad, los cuales llegaron allí al principio para preguntar
cómo iba la cosa, permanecieron después con la excusa de jugar al mahjong o
conversar acerca de la madre patria y la tierra prometida, y al final se habían
quedado para pasar el rato hasta que volviera la luz, y también seguramente por
satisfacer una intrigante curiosidad acerca de cómo concluiría aquello. Entre
tanto, el vendedor de kebabs dormitaba a un lado, con unos ronquidos tan
sonoros como si a los integrantes de la filarmónica de Berlín les hubieran
sustituido por desafinados elefantes. En cuanto al joyero, en principio
permanecía imperturbable, cual estatua romana. Tanto que, según la posición en
la que se colocaba dentro de su pequeño reducto, a nuestro oficinista le
parecía que estaba lúcidamente despierto, dormido con los ojos abiertos, o se
hallaba tan sumido en los brazos de Morfeo como el vendedor de kebabs. Sin
embargo, la quietud de su negocio quedó totalmente abolida ante el sonido de un
teléfono móvil (una vieja antigualla, comprobó nuestro hombre: sólo le hubiera
resultado más anacrónico –o más en consonancia con la tienda– un auricular
decimonónico), el cual resonó estruendoso hasta que el joyero, de manera torpe,
lo agarró y consiguió accionar un par de botones que, presuntamente, lo
pusieron en comunicación con el otro lado. Comenzó entonces lo que sin duda se
trataba de un animado diálogo, aunque a nuestro (testigo silencioso)-barra-(cotilla)-barra-(hombre
agazapado fingiendo que no está escuchando) no le llegaba nada, porque el
joyero, fiel a la imagen de templanza que transmitía, hablaba en un volumen
demasiado bajo para que desde esa distancia pudiera escucharle. Sin embargo, sí
que se observaban, por parte del experto en piedras preciosas, vívidos ademanes
que dieron lugar, más adelante, a palabras serenas, muchos asentimientos, y
gestos cargados de sobreentendidos, algo muy extraño dado que la persona al
otro lado del teléfono no le veía, pero el oficinista estaba seguro de que (de
alguna manera) cada movimiento se estaba transmitiendo con fidelidad a través
de las ondas. Después, el joyero colgó y lenta, parsimoniosamente, salió de su
quiosco particular. Entonces, como si hubiera de declarar algo al resto del
mundo, y el único que tuviera a mano fuera el oficinista, anunció, parco y
tranquilo:
–Me voy.
El aludido se sintió tan
desconcertado que se vio impelido a levantarse y acercarse hacia su
interlocutor.
–¿Cómo que se va?
El hombre asintió, aunque se apreciaba
que no necesitaba ninguna clase de refuerzo, ni externo ni interno, para su
decisión:
–Mi mujer está asustada. Por los
rayos. No lo dice, pero yo se lo noto. No hemos dormido separados en… bueno, no
sé, tantos años que ni me acuerdo. No me va a reprochar que me quede aquí… Aunque
sé que lo va a pasar mal si ve que no llego a casa.
El oficinista casi temblaba. Le
entraban ganas de decirle: <<oiga, no puede dejarme usted solo aquí, con
todo lo que hemos pasado juntos>>, aunque él mismo se daba cuenta de lo
absurdo que sonaba.
–¿No teme que le roben la tienda? Si
se ha quedado este tiempo, es porque no está seguro del todo. Ya que ha
invertido una buena cantidad de horas, ¿no le merecían la pena unas pocas más,
al menos hasta el amanecer, sólo por estar seguro?
El joyero indicó con la cabeza que,
desde luego, entendía, pero que (desde luego también) el veredicto era
inapelable:
–Si me roban, me habrán hecho un
roto. Tengo seguro, claro, aunque esas cosas las acabas pagando, de una manera
u otra. No obstante, sólo es dinero: se puede recuperar. En cambio, hay
momentos en un matrimonio en que tienes que estar ahí, sí o sí.
Le miró, solicitándole comprensión:
–Ella me necesita. Si no voy, sin
duda podrá perdonármelo. Pero yo no. Ahora mismo no quiero estar en ningún otro
lado que no sea allá.
En ese momento, el oficinista,
invadido por un súbito impulso, decidió dar un paso hacia adelante. Literal.
Pero, asimismo, metafórico:
–Yo me quedaré vigilando. Le echaré
un ojo… también a la tienda. Puede irse tranquilo.
–No se preocupe, no hace falta…
–No, no, insisto; total, ya me iba a
quedar aquí de todas maneras, los dos sitios están cerca, no me cuesta
demasiado…
Se notaba que el anciano no tenía
ganas de discutir; en cambio, estaba deseando marcharse con su mujer, abrazarla
y meterse juntos bajo las sábanas para esconderse de la tormenta.
De hecho, mientras se marchaba,
nuestro hombre consideraba que él quizá podría encontrarse, de haberlo querido,
en una situación muy similar…
Mientras meditaba qué hacer con su
vida, escuchó el ruido de unos pasos detrás y, al darse la vuelta, observó
llegar tambaleándose y todavía medio abotargado al vendedor de kebabs. Llevaba
a un lado una bolsa de plástico.
–Va a ser difícil –esgrimió–. Si
vuelve la luz a “todos sitios” a la vez, ¿cómo vas a estar en cajero y joyería?
Es imposible…
–¿Estabas escuchándonos?¡Pero si
estabas dormido!
–Dormir y a la vez escuchar: buen
truco. Lo aprendí en Turquía. Creéis que este país es difícil: Turquía sí es
difícil. No has respondido pregunta –de la bolsa sacó dos refrescos. Le ofreció
uno de ellos–. No es kebab, ¿OK? Esto sí lo puedes aceptar.
Los dos se sentaron al lado de la
joyería. El cajero quedaba relativamente lejos. El hombre había dejado allí su
equipaje, como si ya no le importara que se lo robasen. Se pusieron a beber al
unísono, con tranquilidad, a sorbitos cortos.
–No sé qué haré si vuelve la luz a
la vez en todas partes –respondió finalmente el hombre–. A estas alturas, ni
siquiera sé del todo que hago aquí. Pero el joyero estaba obrando de un modo…
maravilloso. Pensé que era mi deber ayudarle.
El vendedor se encogió de hombros:
–¿Y qué?¿Cómo estás ahora?¿Qué tal
sienta hacer algo diferente?
El oficinista tomó otro trago de su
bebida.
–Sorprendentemente… bien.
El vendedor levantó con prudencia la
bolsa.
–¿Un… kebab?
Y a pesar del goteo infecto de
grasa, de que llevaba un tiempo a la intemperie, de que la bolsa rezumaba
líquido por cada uno de sus poros (si es que las bolsas de plástico tienen
poros), el oficinista alargó la mano.
–Venga, ¿por qué no?
Comieron al unísono, manchándose por
completo las manos, gastando decenas de servilletas. Perdieron muchas veces la
visión del cajero y, aun así, al oficinista se le antojó una vista hermosa.
El vendedor de kebabs se ausentó
poco tiempo después; el sueño le seguía venciendo, y prefería amodorrarse
pegado a su carrito. Se acercaba el amanecer, pero se resistía, como si el sol
se cubriera con las sábanas de la noche y remoloneara un rato su salida.
Mientras tanto, algunas parejas habían salido a pasear, cogidas de la mano (era
difícil saber si venían de la fiesta o se habían despertado bien temprano), en
la soledad de las calles vacías y, para variar, exiguas en luces. En el cielo,
de hecho, se divisaba perfectamente, alineada con la larga calle, la estela de
la Vía Láctea, y unas estrellas que titilaban más vívidas que nunca.
Entonces llegó ella. Esta vez, era
una anciana. El arquetipo perfecto de bruja, aunque sin sombrero: pelo
ensortijado y cano, nariz larga, un par de verrugas en la cara, y un vestido
negro de pies a cabeza. Pensándolo bien, igual era una bruja que, sencillamente,
una señora mayor con atuendo de luto. Como ella misma le había dicho antes con
otras palabras, todo era culpa de las malditas atribuciones que el
subconsciente realiza de manera inmediata sin detenerse a plantear alternativas.
–Veo que la noche está acabando de
un modo muy distinto al que empezó –subrayó ella mientras se sentaba a su lado.
Él agradeció que no hubiera partido de un: “¿ahora, ya estás preparado para
hablar?”.
Porque, en el fondo, él no
necesitaba que le dijeran ninguna cosa para retomar la conversación:
–No es culpa de ella… ni es culpa de
nadie. No me quería marchar porque ella hubiera hecho nada malo. Ella es como
es, tiene sus defectos, como todo el mundo, claro, pero como también los muestro
yo… Es, es…
Le costó arrancarse, como si la
palabra estuviera atada, ensartándole con sus agudos filos la garganta:
–… es la nube negra –finalmente
expulsó–. Acude de vez en cuando, te atrapa, te envuelve, y no te deja
reaccionar. Te anula por completo. Te impide hacer nada, más que caer, y caer,
y reducirte a la más mínima expresión, hasta volverte un guiñapo de ti mismo…
–El perro negro, lo ha denominado
alguno de los que la han sufrido –matizó la mujer–. Que te muerde y te oprime
con cada uno de sus dientes.
–No puedo estar con nadie en ese
estado –prosiguió el oficinista–. No puedo arrastrar a alguien, que me vea convertido
en… ese despojo humano en el que me transformo cuando esto ocurre. No es justo
para ella. Ni para mí. Es mejor que me vaya, que me aísle de todos. Es culpa
mía: he dejado llegar las cosas demasiado lejos.
La bruja (hechicera, anciana, ser
humano, amiga) se acercó a él:
–¿Y no has pensado que es al
contrario?¿Que merecía la pena tener a alguien cerca con quien poder contar? La
mayoría de las personas suele quejarse de que no conocen a la pareja que tiene
al lado, y que luego les decepciona cuando las cosas vienen mal dadas. Tú posees
un test estupendo para probar que la gente está de verdad interesada en ti, a
pesar de tus defectos, y ni siquiera lo aprovechas.
–¿Quién va a aceptar a alguien
así?¿Quién va a querer cargar con esa losa encima?
–¿Has intentado contárselo? A
veces la gente te sorprende…
El oficinista bufó.
–¿Eso de qué manual de autoayuda lo
has sacado?
La bruja se rio. Lo hizo de manera
tan natural y sentida que no podías enfadarte con ella.
–Míralo desde otro punto de vista
–abordó la mujer–: te está aguantando ya de normal, a pesar de que no eres
precisamente una perita en dulce. A lo mejor va a resultar que cree de verdad
que hay algo valioso en ti, aunque ninguno de nosotros lo percibamos ni aun acercándonos
a centímetros. No sé, a lo mejor le das algo que merece la pena, y por lo que
estaría dispuesta a aguantar a las duras y a las maduras. A ver si va a ser
verdad que en el fondo te quiere y todo.
A pesar del sarcasmo con el que
remarcaba cada una de las frases, nuestro oficinista no alteró el rictus para
esbozar siquiera una sonrisa. Contemplaba encogido, en cambio, un punto fijo en
el suelo:
–No se trata sólo de ella. Todo esto
(sí, por supuesto) va sobre mí. He sido tremendamente egoísta hasta para eso.
Pero, a la vez, también intentaba despegarme lo más posible de mis propios
problemas. Huir, ser otra persona. Aunque supongo que no puedes escapar de ti
completamente, ¿verdad?
Ella suspiró:
–No soy la mejor para responderte.
Llevo toda la noche yendo en dirección contraria a mí misma. En cada capítulo
de esta larga vigilia he sido un poco distinta, y en cada fase de la vida la
pifio de una manera diferente: unas por más, otras por menos, en ciertos casos
por un problema diametralmente opuesto, y en alguna ocasión volviéndola a cagar,
una vez más, al repetir el error original. A veces el fracaso pasa inadvertido,
y otras ilumina el cielo en forma de desastre magnífico, una hecatombe
espectacular. ¿Qué le vamos a hacer? Somos humanos. Y hasta las máquinas
fallan, ¿no?–dijo señalando con la barbilla lo que asemejaba un derrotado,
exangüe cajero–. No deberíamos exigirnos, a nosotros mismos, más que a esos viejos
cacharros de hojalata.
El oficinista volvió a contemplar al
expendedor de billetes: casi de igual a igual, por primera vez en toda la
noche.
–O tal vez sí -expuso el hombre, como
un suspiro-: si una máquina se equivoca, se obceca en su actitud de errar.
Nosotros podemos aspirar a hacerlo mejor.
En ese momento, comenzó a retornar
el movimiento a aquella sección de la calle. No sólo porque unos cuantos
volvieran ya de la zona de fiesta con las ropas tan maltrechas como si hubieran
pasado por un lavadero de coches, pero sin coche (para muestra, un botón: observando
los agujeros en las prendas de los recién llegados, el oficinista constató que
la natalidad iba a aumentar en gran medida a lo largo del siguiente año); sino,
sobre todo, por la insólita llegada de un colorido grupo: una banda de mariachis
que cruzaban la calle a un ritmo muy vivo –casi diríase que bravo– mientras
cargaban con sus guitarras con la misma actitud con la que un comando de
francotiradores portarían sus armas semiautomáticas. Dicha formación musical
avanzó con determinación hasta llegar a las proximidades de la zona donde se asentaba
nuestra pequeña congregación de personajes, momento en que los componentes de
la banda se detuvieron, justo enfrente del edificio anexo a la joyería. El que
parecía el líder consultó entonces un papelito en el que tenía algo anotado,
tratando de determinar si aquel era el punto final de su destino. Ante la duda,
el segundo de a bordo de tan peculiar tripulación sin barco intervino,
entablándose una discusión entre ambos dirigentes, los cuales llegaron a la
conclusión de que el edificio al que debían encaminarse no era ése, sino el
colindante, es decir, el de la silueta. Los que aún permanecían en el
restaurante chino escrutaron con curiosidad a los recién llegados conforme se
aposentaron y sacaron los instrumentos delante de ellos, mientras los pocos
viandantes aguardaban con anhelo el siguiente episodio. Éste no se demoró
demasiado. Los mariachis arramblaron con composiciones con un claro tinte
mexicano, provocando un estallido de música y color en un lugar que hasta hace
poco se erigía en una balsa de aceite sonora. Entonces, a la vez, empezaron a
suceder muchas cosas. Lo primero de todo, apareció de ninguna parte un hombre,
pero no uno cualquiera, sino uno que nuestro oficinista reconoció como el
marido de esa mujer del edificio de la silueta, la cual llevaba esperando toda
la noche a su esposo. El individuo se puso a pelear a gritos con el líder de
los mariachis (por lo visto, preguntaba que a qué venía ese estruendo tan
molesto, ahora que volvía a casa para disfrutar de un par de horas de sueño),
señalando al edificio de la silueta, donde su mujer –quien debía de creer que
andaban debatiendo sobre qué melodía concreta interpretar, pues estaba sin duda
convencida de que era su marido quien los había contratado–, exhalando
felicidad por los costados, daba palmas desde la ventana y se disponía a salir
del piso. La contienda verbal que estaba teniendo lugar allí abajo no afectó en
absoluto al registro musical de la banda, la cual siguió tocando, para regocijo
de los comensales del restaurante chino y hasta del vendedor de kebabs, que se
había desperezado y arrancó a bailar de manera espontánea una especie de
pasodoble (el cual combinaba apropiación cultural con un atentado evidente al
buen gusto) en colaboración con una encantada señora china, de edad
indeterminada entre los ochenta y los trescientos años. Mientras tanto, en los
pisos de arriba, los vecinos salían a las terrazas a mirar con asombro lo que ocurría
en la calle: entre otros el pianista, y también su vecina, la chica de al lado,
quien por fin se dejó ver a pesar de sus magulladuras. Entonces, ambos
prácticamente se sincronizaron para hacer lo mismo: gritarles a los mariachis,
lanzándolas una sátira de improperios, ordenándoles que les dejaran dormir,
trabajar, o lo que quieran que estuvieran haciendo al filo de aquella larga e
intempestiva noche. Lo más llamativo de todo fue que, entre el sonido
estridente de los mariachis y de sus propias voces, ambos ocupantes de los
apartamentos contiguos se giraron para darle las gracias al desconocido que
estaba dándoles la razón y, cuando se miraron a los ojos, surgió algo: esa
conexión que sólo se produce entre dos personas que vociferan hacia el mismo sitio.
El oficinista se rio. Se rio mucho. Pensó que hacía bastante tiempo que no se lo pasaba tan bien. Miró a su lado. La hechicera había desaparecido. Empezó a llegar más gente, que se incorporó a la charanga, y se puso a bailar bajo el compás de los mariachis, mientras la mujer del edificio de la silueta interrumpía a su marido en mitad del acalorado debate con los mexicanos, discusión la cual, por suerte, en su emocionado arrebato, la esposa no escuchó en absoluto. Por ello, la mujer agarró a su marido y le envolvió en un beso de película; el cónyuge se resistió al inicio, sorprendido, pero luego aflojó los músculos, dejó que ambos cuerpos se fundieran en un cálido abrazo y se olvidaran, los dos en sintonía, de cualquier discordia. La mujer tomó a su marido del brazo y se lo llevó en dirección al edificio, justo en el momento en que aparecía en la calle el joven que, aquella misma mañana, había contratado a los mexicanos, y que ahora les señalaba enérgicamente el edificio de al lado, recalcando la existencia de una confusión a la cual el resto de los mariachis daban la impresión de hacer caso omiso. Mientras tanto, el hombre del piso alto del edificio de la silueta avanzaba en dirección a casa con su mujer y, observando de reojo aquella nueva bronca en el lado de los mexicanos, agradecía su buena suerte, dejaba de prestar atención a la calle e, incluso, arrojaba a una papelera cercana su maletín del trabajo, con pinta de no tener la más mínima intención de ocuparse de su contenido nunca más. La calle volvió a llenarse de color y de sonido mientras nuestro protagonista, conmovido por todos estos acontecimientos, se levantaba y encendía el móvil para llamar a alguien. Conforme tecleaba los números, observó de reojo cómo, en los pisos intermedios del edificio bajo el cual tocaban los mariachis, la ventana de la casa de la chica mostraba que allí no había nadie, al tiempo que las persianas de la vivienda del pianista se hallaban completamente bajadas. Para cuando se alejó del lugar, de espaldas al cajero, el oficinista ni siquiera estaba considerando si, en medio del maremágnum, la luz se había recuperado o no (la joyería, por lo visto, permanecía a salvo), o si el cajero, solitario y mudo, había vuelto a funcionar.
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