lunes, 8 de enero de 2024

Una novela por fascículos. El cajero (7)

Empezamos a aproximarnos al cogollo de un asunto que dio sus primeros pasos en este capítulo y nos realizó las últimas revelaciones en éste. Ya no queda mucho para el final...

Hay una hora tonta en la madrugada en la que, como dice un viejo proverbio, sólo son felices los fantasmas. Si para ese momento no estás metido en una actividad interesante con la persona a quien realmente quieres (o roncando en tu cama, que es otra forma de decir casi lo mismo), es que andas muy perdido en la vida. Por eso, conforme se desplazaron las manecillas del reloj, las calles se fueron vaciando cual afluentes desembocando en ríos– hacia zonas más céntricas, y los personajes que caminaban por allí resultaban más desconcertantes y, en apariencia, se encontraban más fuera de sitio. Hay que decir que muchos de los disfraces andaban, a esas alturas, ya bastante marchitos como consecuencia del transcurso de la fiesta. Por otra parte, ciertos trajes, que en medio del conjunto pasaban desapercibidos, en aquellos momentos en que circulaba menos gente se apreciaban de manera más destacada, al menos en cuanto a su originalidad, genialidad o crudeza. Desde esa perspectiva, eran dignos de observar los atuendos con los que la gente cruzaba de vez en cuando por encima de la acera (calle arriba, calle abajo). Unos cuantos resultaban verdaderamente pintorescos. Apareció por allí un mago que iba seguido por un baúl. Eso hubiera resultado muy normal: lo extraordinario era que el que iba disfrazado era el baúl, y el bártulo que formaba parte de los accesorios de vestuario era el mago. También había un reloj andante, con los brazos y las piernas sobresaliendo a la altura de las múltiples manecillas, por el cual, sin embargo, no daban la impresión de pasar las horas; quizá llevaba por allí circulando cinco minutos, o puede que cinco mil años. Oculto a simple vista, sin embargo, se exponía el más disimulado camuflaje: un chico trans iba disfrazado de chica que, en la superficie (con una barba tan realista que daba el pego), se hacía pasar por chico. Para su sorpresa, nunca se había sentido más natural, y jamás había percibido que le trataba de manera menos extraña la gente a su alrededor. Ni siquiera el año pasado, cuando había puesto pañuelos entre sus senos y el sujetador y había fingido que no iba de nada. O que, en cambio (respondía cuando le preguntaban, mostrando su bolso y el carmín rojo sobre sus labios), iba “disfrazado de chica”. La gente se reía cada vez que lo decía; pero él era absolutamente sincero. Vaya fiesta, el carnaval.

Sí, había de todo: buenas gentes que simulaban ser villanos, y villanos que trataban de hacer creer que, el resto del año, no lo eran. Sin embargo, los ropajes que la mayor parte llevaba puestos clamaban a voz en grito: “gente que finge pasar casualmente por allí”. Casi en su totalidad se trataba de individuos que se había desviado de su ruta al escuchar que por allí repartían comida en oferta, y cuyo objetivo era recogerla, pero como si no supieran nada acerca de esa circunstancia, recibiendo las viandas cual regalos inesperados caídos del cielo. Quizá por ello, en aquel cruce, había más densidad de puntitos humanos que en el resto de las calles aledañas. En ese sentido, el restaurante chino debería haber cerrado hace tiempo, pero, arrastrado por el mismo espíritu que le llevaba a no desaprovechar los alimentos que se estaban estropeando a marchas forzadas dentro de sus frigoríficos, empezó a repartir comida a domicilio a la gente que no podía cocinar a causa del apagón, y después a todo el que pasara por allí, casi a precios irrisorios, a semejanza de nuestro hombre de los kebabs, quien seguía haciendo su particular agosto. Entre tanto, en los pisos superiores, unas persianas continuaban bajadas mientras, en la vivienda contigua, el pianista (quien por fin había encontrado algo con lo que iluminarse) emborronaba partituras al tiempo que echaba una ojeada ocasional en dirección a la pared adyacente, como evocando posibilidades perdidas… Arriba, la mujer cuyo marido quién sabía dónde andaba se había desvelado, y contemplaba de vez en cuando el implacable mundo exterior, intentando desnudar la oscuridad, quizá con el objetivo de discernirle un cuarto de segundo antes. “Desde luego”, caviló nuestro hombre, “el esposo debe de estar de verdad trabajando porque, si estuviera pasando el tiempo con una amante, no utilizaría estas horas tan sospechosas para zascandilear por ahí”. Justo después de pensar esto, le invadió un casi incapacitante bostezo. Le echó un furtivo vistazo al cajero, tan impávido e inexpresivo como siempre. Volvió la mirada hacia las aceras opuestas, para observar si sus compañeros seguían al pie del cañón. El joyero se mantenía en su puesto, pero se adormecía con cierta periodicidad: agachaba muy lentamente la cabeza y, sólo cuando estaba a punto de caerse, alzaba el vuelo cual búho real, para recuperar su efigie de soldado en mitad de una guardia. Entre tanto, el dueño del kebab se mantenía de pie, aunque en ocasiones, cuando no se acercaba nadie a su negocio, la cabeza también amenazaba con desplomársele.

            –¿Qué?–preguntó el oficinista al comerciante turco, con la confianza que se adquiere tras compartir durante un rato tan largo un destino común–. ¡Ya no pueden quedar más kebabs!

            El otro se rio con una carcajada estruendosa, tan natural y tan poderosa como una cascada.

            –Quedan, quedan… No muchos, pero alguno…

            –¿Y no sería mejor cerrar?¿O a ti también te pasa como al joyero, que no te fías de la tecnología?

            El hombre agitó la cabeza.    

            –No; yo no fiarme de tecnología; pero cierre de negocio, manual. De todos modos, voy a quedar aquí. Este ambiente me gusta, el follón… Tengo ganas de ver cómo acaba.

            –¿No te molesta… el caos?–terminó la frase, dubitativo, el cuadriculado oficinista. El otro negó enfáticamente.

            –Un poco de desorden anima la vida. Si no, ¿dónde estaría la gracia?

            El interpelado alzó la ceja. Visto así…

            –Por cierto, voy adentro –dijo señalando al local anexo donde almacenaba bebida, comida y otras cosas que no le cabían en el carrito–. ¿Quieres algo?preguntó el turco–. ¿Refresco para beber?

            –Ah, pues sí… Muchas gracias… Un poco de agua, si puede ser…

            –¿De montaña o del ayuntamiento?

            –¿De… qué…?

            El dueño del puesto de kebabs hizo un gesto desdeñoso con la mano, porque ya se dirigía hacia el interior del edificio.

            –Da igual, traigo yo lo que sea…

            El oficinista volvió a quedarse solo. Entonces, al otro lado, hubo una figura que le llamó la atención. El caso es que le sonaba. Sin embargo, no sabía identificarla de todo. Era mujer, era joven, era alta, llevaba unas gafas enormes… Se parecía sospechosamente a… Pero no. Era imposible. Aquella niña que había visto un rato antes tenía como máximo diez años menos, e iba vestida de bruja… Claro que esta chica también iba disfrazada de hechicera… bueno, a su manera. Sus ropajes podrían pasar por las de una esposa Amish, una arpía de la Edad Oscura… o esa tribu urbana que estaba tan de moda unos cuantos años atrás, ¿cómo se llamaban: siniestros, góticos? Pero (se preguntó nuestro hombre) ¿aún seguían existiendo? En todo caso, aquello no explicaba la transformación. Tampoco en la actitud. Las gafas le daban un aire de intelectual. Los abalorios en las muñecas, en la otra visión infantiles, en este momento denotaban un propósito más profundo. Y ahora, en lugar de una escoba, portaba bajo el brazo una caja con uno de esos artefactos mecánicos que se pasean por toda la casa, se supone que limpiando, pero en realidad persiguiéndote, chocándose con las paredes y generando imágenes escandalosas como consecuencia de su interacción con gatos. Además, le parecía que, esta vez, la chica era más morena. ¿Tenía un aire latino, tal vez?¿Era posible que seseara y le hablara de usted? Porque en sus oídos no lo parecía.

            –Tú… tú…–balbuceó conforme la chica se le acercaba, con las mismas dosis de serenidad y aparente indiferencia–. Tú antes eras…

            –¿Cómo?–replicó ella, tan vivaz como afilada–. ¿Más joven?¿Una niña?¿Tú crees que yo era así? O, más bien al contrario, ¿me querías ver así? De hecho, ¿quién te dice que no me estás imaginando ahora de esta manera, y que es “esta versión” la que no es de verdad?

            El hombre empezó a sentirse un poco mareado.

            –Yo… No me líes… Lo que yo quería decir…

            –Ah, ¿con que te estoy liando? Ahora resulta que la culpa es mía si no ves las cosas tal como son. Qué oportuno todo. Odio la gente que simplifica los hechos mediante estereotipos.

            El oficinista plantó una expresión de disgusto.

            –Oye, que yo no me he metido contigo.

            –¿Ah, no?¿Cómo me has llamado antes…? Oh, sí: rarita. ¿Tú te crees que se le puede soltar eso a alguien? A una niña, además. Claro, y como me ves rarita, me tienes que imaginar con la pinta que habrían de tener las raritas, o más bien lo que al señor le parece “anormal”, como si él fuera la cosa más estable y equilibrada del mundo. Y por eso me has puesto con esta ropa: que no es que tenga nada en contra, desde luego, porque podría ser mucho peor… No, no, no sigas por ahí, cesa inmediatamente de pensar eso –le apuntó con el dedo–, porque como vayas por ese camino vamos a tener serios problemas tú y yo.

            Antes de que pudiera darse cuenta, la chica se había sentado en la acera, a unos pocos centímetros de él. La forma que tuvo de callarse de golpe le incitó (le obligó más bien) a agacharse junto a ella y reproducir la misma postura.

            –A ver, hablemos claro –enunció la chica, rompiendo la paz del lugar como una bola de demolición en medio de un concierto de ópera–. ¿Qué demonios haces aquí?

            El hombre, que ya llevaba allí unas cuantas horas, se descolocó:

            –¿Qué hago en…?

            –Aquí, en este momento, en este lugar. A otras preguntas llegaremos más adelante.

            –Pues –cerró los párpados, cansado, el hombre– el cajero se ha tragado mi tarjeta…

            La chica bufó con toda la contundencia que le fue posible. Tanto, que el oficinista creyó sentir que unas gotas de saliva le caían en la mano.

            –¡A otro perro con ese hueso! Uno no se queda toda la noche aguardando por una tarjeta que está protegida, o que puede desautorizar en cualquier momento con una llamada telefónica al banco. Todos esos “por si acaso” suenan muy bien para justificarse, pero, a la hora de la verdad, tú y yo sabemos que no estás aquí por eso. De hecho, ¿cuánto dinero tienes ahí? Si te quisieras largar para siempre, te importaría muy poco esa cantidad.

            El hombre iba a decir algo, pero, justo en el momento en que su boca había alcanzado el máximo ángulo de apertura, sonó un pitidito procedente del teléfono. La chica le miró casi de refilón desde el otro lado de los enormes cristales de sus gafas.

            –¿No vas a contestar?

            El oficinista se había llevado el móvil a la mano. Negó taciturno con la cabeza.

            –No. Creo que no.

            La muchacha inclinó la cara en su dirección.

            –¿Qué es lo que ha podido hacerte esa chica que ha sido tan grave?

            Nuevo movimiento de cabeza.

            –No lo entenderías.

            –¿Lo entiende ella?¿Se lo has explicado acaso?

            Ahora tocaba encogimiento de hombros.

            –Ni siquiera me dejaría meter baza.

            –¿Ah, sí?¿Pero lo has intentado? Y digo de verdad. No que te has encogido a la más mínima oportunidad sólo porque a ella le gusta llenar los silencios. A lo mejor lo hace precisamente porque tú eres el que no paras de crearlos.

            Conforme lo decía, alzó el mentón hacia arriba, señalando a la casa oculta bajo las persianas:

            –Es como lo de esa chica. Tu prometida pensaba que era una prostituta; tú también lo has acabado creyendo. Pero ¿tenéis ambos alguna prueba?¿Habéis valorado en otra posible interpretación que explique lo que habéis visto?¿O habéis ido adecuando lo que ibais observando a vuestro relato? Pues a lo mejor tú has hecho lo mismo con la persona con la que te vas a casar. ¿Te lo has planteado en algún momento?

            Esta vez no exteriorizó una negativa a través de su cuerpo, pero el hombre que, aquella noche, pretendía dejarlo todo atrás, realizó enérgicos aspavientos con su mente: <<¡No, no, no le hagas caso!¡Es mentira!>>.

            –¿Crees que de verdad tiene lógica esa manera de obrar?–continuó ella–. ¿Desaparecer así, sin más, sin dejar aclaración alguna?¿Creerás que habrás ganado algo con eso?¿En realidad, habrá ganado alguien nada?

            Lo cierto es que los músculos del –ahora, ya abiertamente– interrogado se encontraban cada vez más tensos. Le estaban entrando unas ganas tremendas de huir. Sin embargo, para terminar de descuadrarle, fue ella la que se levantó:

            –Volveré cuando tengas ganas de dialogar sobre el tema. Cuídate mientras tanto.

            La chica, en efecto, se alejó entonces, dejando a nuestro hombre más perplejo todavía que al inicio de la conversación.

            De todos modos, mientras el oficinista hablaba, la calle se había vuelto a animar. Se veía que grupúsculos procedentes del entorno de la fiesta principal se habían desplazado hasta allí, quizá atraídos por la comida o, simplemente, porque no tenían nada mejor que hacer y, conforme se desplazaban a lo largo de la ciudad, se les iba añadiendo más gente. Algunos iban disfrazados y otros, en cambio, dejándose llevar por el jolgorio, la emoción, y el influjo creciente del alcohol, se habían quedado desnudos de cintura para arriba, o en más o menos estructurados trajes de baño. Empezaron los bailes, los juegos y las coreografías. De improviso, el movimiento había vuelto a la calle, de manera alocada y caótica, como un mar embravecido. De hecho, la multitud se había puesto a jugar con una pelota gigante de plástico (que, por otra parte, nadie sabía exactamente de quién era, ni de dónde había salido) la cual, con sus vivos colores, salía rebotada de un lado a otro, arrastrando detrás a una muchedumbre que se movía en una trayectoria similar al movimiento ondulatorio de las olas. En cuanto la bola se alzaba en el aire, la calle contenía la respiración, para, en cambio, prorrumpir en gritos de júbilo cada vez que la enorme esfera caía, y alguno de los participantes de este improvisado juego impulsaba de nuevo el esférico hacia arriba.

            Sin embargo, a pesar de la jarana, de la alegría contagiosa que lo invadía todo, una inquietud creciente comenzó a extenderse entre los jugadores de esta actividad, que no tenía mayor propósito que el de pasárselo bien; y aquella sensación de intranquilidad nació conforme algunos se notaron más ligeros, se palparon en sus bolsillos, y se dieron cuenta de que habían desaparecido (quizá, porque alguien se los había sustraído) sus móviles o sus carteras. Los participantes del multitudinario evento se observaron cautos entre sí, dudosos de interrumpir un entretenimiento tan simpático e imaginativo, prudentes antes de dar la voz de alarma, hasta el instante en que uno de ellos avistó, con el rabillo del ojo, unos dedos ágiles moviéndose entre la multitud, enroscándose alrededor de un objeto valioso. En ese momento, su voz gritó:

            –¡Al ladrón, al ladrón!

            Todas las miradas se vuelven, entonces, al unísono, en dirección hacia donde ha señalado la acusación; el hombre al que apuntan todas las miradas observa, de repente, cómo su mano está situada en una posición tan inequívoca que, por mucho que le gustaría decir: “No es lo que parece”, al final lo único que puede argüir, más para sus adentros que de cara al exterior, es: “Ups”.

¡Es el de la bicicleta!¡A por él!

            El aludido, rodeado de dedos admonitorios, y de un entorno que se aprecia hostil por momentos, decide inmediatamente no defenderse de las acusaciones que se le imputan y, en cambio, salir rodando. Aunque, probablemente, huir era lo más sabio que podía hacer, ya que de sus propios bolsillos comenzaron a caer una nube de monedas y collares que, lejos de eliminar las sospechas de latrocinio, las fundamentaron bastante. Ante la muchedumbre enfervorecida, que había abandonado el juego de la pelota para afrontar una nueva misión (la siempre más popular formación de una turba), el criminal trató de escapar, pedaleando a toda velocidad sobre su bicicleta; sin embargo, ante tal masa de cuerpos estorbándole, el ladrón consideró más adecuado –como única salida frente a la barahúnda que le acosaba–, dejar el vehículo apartado a un lado, y huir en cambio por una estrecha callejuela por la que pocos se atrevieron a aventurarse. Primero, porque ahora los perseguidores se estorbaban entre sí y, frente a este camino tan angosto, más brazos y piernas no constituían una ventaja, sino una rémora. Además, algunos, al divisar el botín que había quedado desparramado –como un reguero–, a lo largo del camino de huida del criminal, se habían olvidado de todo lo demás, y dedicado a recoger las riquezas desperdigadas por el suelo, obstaculizando cualquier acción coordinada por parte del gentío. Entre eso, el hecho de que la organización de la marea humana se había disgregado, y la imposibilidad de reanudar el juego, ya que la pelota de enormes proporciones hacía mucho tiempo que había desaparecido (avanzando río arriba por encima de la corriente de jugadores), estaba claro, para los que aún se hallaban por aquella zona de la calle, que los incentivos para permanecer allá se habían volatilizado. Por eso, poco a poco, y tras unos primeros instantes para establecer prioridades, calcular puntos cardinales y marcar coordenadas de destino, muchos de los allí presentes decidieron imitar a las cigüeñas en invierno, y se dispusieron a viajar a latitudes donde pudieran continuar la diversión. En consecuencia, el entorno volvió a vaciarse poco a poco, retornando una vez más a un ambiente relajado y tranquilo, surgiendo sólo de vez en cuando algún personaje aislado que, seguramente, había acabado ahí despistado, y estaba deseando salir de aquel páramo a la máxima velocidad.

            La bicicleta, pues, en la que había estado montado el ladrón, reposa abandonada, junto con una miríada de objetos que han resultado esparcidos ante la huida de la multitud; enseres que, si un arqueólogo los estudiase, dirían mucho acerca de la civilización que los había dejado atrás. Pero, como decimos, ahora mismo sólo nos interesa la bicicleta, que ha quedado caída y solitaria, iluminada de manera aislada por la pálida luz de la luna. En ese momento, un nuevo personaje entra en escena. O, mejor dicho, un personaje anterior, al que el resto habíamos perdido de vista por algún tiempo. Se trata del mendigo que apareció unas cuantas escenas antes y le tomó el pelo a nuestro oficinista, y que ahora ha regresado, entre tumbo y tumbo, de nuevo a la escena del crimen. Se desplaza tambaleándose, con una botella de vino vacía en la mano, que arroja a un lado en cuanto vislumbra la bicicleta. En el momento en que se acerca a la misma, intenta subirse a ella, pero sus movimientos bamboleantes le dificultan la acción: apoya un pie en un pedal, deja caer este último, se desequilibra encima del vehículo, mantiene de forma precaria la posición y, finalmente, avanza a trancas y a barrancas (más a unas que a otras, porque siempre se desplaza hacia un lado, lo cual provoca que sus primeras trayectorias sean circulares). Al principio la gente lo contempla con indiferencia, más adelante con atención. En el momento en que empieza a aproximarse a nuestro oficinista, éste se pone nervioso, porque se da cuenta de que está cogiendo mucha velocidad, y más todavía conforme avanza hacia él. De hecho, se levanta con premura al percatarse de que, aun dando bandazos a izquierda y derecha, la trayectoria del mendigo sobre ruedas pasa peligrosamente por su sitio… Pero entonces, el vagabundo parece retomar de pronto el control del aparato, y no sólo eso, sino que se pone a hacer malabarismos con el vehículo, apoyándose sobre la rueda delantera, y dando saltos como el mejor equilibrista del lugar. Se pasa un buen rato en una auténtica exhibición circense, digna de los mejores espectáculos de variedades, hasta realizar un ligero pero bien calculado derrape a un lado, para continuación desmontar y sentarse, de un elegante salto, justo al lado de nuestro hombre:

            –¿Cómo ha hecho usted eso?–preguntó el oficinista, atónito ante tal demostración.

            El mendigo agitó la mano hacia un lado, como restándole importancia al suceso:

            –Oh, era campeón del mundo en mi especialidad hace tiempo.

            Se agolpaban tantas preguntas en la boca de nuestro individuo (las cuales, además, tenía dificultad para formular de una manera que no sonara descortés o insultante) que le costó un rato expresarse:

            –Pero, entonces… ¿cómo ha acabado usted aquí… así… ahora…?

            El mendigo no parecía entender (la prosodia del oficinista, desde luego, no ayudaba), hasta que, al bajar la vista para observar sus propias ropas, captó la intención final de su interlocutor, y el sentido de su pregunta. Como toda respuesta, encogiéndose de hombros, con la misma falta de relevancia con la que había tratado el fenómeno de haberse erigido en el pasado como un deportista de talla internacional, sencillamente manifestó:

            –Ah, eso. Fue la nube negra.

            Luego volvió la vista hacia el vendedor de kebabs y le espetó a nuestro hombre:

            –¿Oiga, me presta algo de dinero? Con tanto ejercicio me ha entrado hambre.

            El oficinista, atribulado y perplejo, sin dejar de mirarle, le pasó unos cuantos billetes, pero lo hizo como si estuviera en otro mundo. El vagabundo se alejó. Sólo entonces, muy poco a poco, se le acercó a nuestro protagonista una persona por detrás. Se trataba de la misma bruja que antes; sin embargo, ahora ya no era joven, y su piel era todavía más oscura, de un tono africano. De hecho, presentaba una edad madura y un aspecto cansado, junto a la escoba que, esta vez, era del tipo que usan las barrenderas. En realidad, más que un traje de hechicera, su apariencia era la de una empleada municipal. ¿Lo había sido todo ese rato? En cualquier caso, se la mujer se aproximó con aire comprensivo hacia él.

            –Te has quedado muy pálido. ¿Hay algo que te preocupa?

            El oficinista calló. En efecto, hasta él mismo sentía la lividez que mantenía en el rostro, y que se reflejaba en una intensa sequedad de boca. Las palabras que había dicho el mendigo parecían haberle golpeado como una onda sónica en la cabeza.

            –Sí… No… No sé decir… Es… complicado. Resulta difícil de explicar.

            Ambos se quedaron callados, un cierto rato. Ella simplemente permaneció allí, como ofreciendo sostén si fuera necesario, alguien a quien acudir a modo de primer recurso. Pero visto que nuestro hombre no reaccionaba en ese sentido, la mujer se marchó con igual sigilo y discreción. Una vez más, al oficinista, que esta vez permaneció sentado, cubriéndose las piernas con sus propios brazos, como si tuviera frío, le dejaron solo.

CONTINUARÁ...

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