lunes, 30 de diciembre de 2019

Las historias cortas de diciembre (e inicio de enero). Regalos de musa.

Dos nuevos regalos de mi musa a domicilio, que espera que os hagan afrontar con alegría el final e inicio de año. Un saludo en estos días tan llenos de magia... de todos los tipos, también la que procede de medios digitales.



*             *              *


ABRACADABRA, PATA DE CABRA!
Y el fauno se desestabilizó y se cayó de culo.




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Una señora muy hacendosa vive dentro del pendrive. Siempre pregunta: ¿Quieres reparar esta unidad? Y se sienta de nuevo aburrida y ninguneada cuando le dices que no. Con su mandil de flores, plumero y destornillador, frota con desgana los circuitos, esperando otra instrucción. ¡Hora de guardar! Suenan las alarmas y llegan raudos, volando, los datos, bit a bit, mientras los caza al vuelo como un ninja y los coloca, ordenados, en su lugar. Hace esto cumplidora, porque cree que es su labor, aunque tú seas tan ceporro que te niegues a extraerlo, de manera segura, del complejo ordenador. Satisfecha, recoge los archivos viejos e inservibles y los acumula en un rincón. Un día esa montaña es demasiado grande y sale un mensaje aterrador: ¿desea desfragmentar la unidad? “¡No, no!”, grita ella, “¡eso es lo peor!”. Pero el usuario cliquea: “Yes”, y el tiempo se paraliza… “Adiós, adiós….”

lunes, 23 de diciembre de 2019

Los libros de diciembre. Divulgación científica: "¿Qué ven los astronautas cuando cierran los ojos?" y "500 años de frío".

A veces es sorprendente la escasa comunicación que existe entre los mundos literario y científico. Se dan casos de individuos eruditos en el campo de las letras que, sin embargo, no sienten en absoluto la necesidad de adquirir unas mínimas nociones de cultura científica (por supuesto, también ocurre al contrario). Dentro de los científicos, por otra parte, existen aquellos que consideran despreciable cualquier forma de comunicación que no sea para indicar contenidos prácticos, pero también hay algunos que constituyen infatigables consumidores de literatura, y que incluso se han sentido estimulados por los autores de ciencia ficción y fantasía para realizar sus particulares descubrimientos, u orientar su carrera profesional. Para mí, la ciencia siempre ha sido una fuente de inspiración y documentación: me descubre insólitos hechos de la naturaleza, abre infinitas posibilidades, y proporciona anécdotas sorprendentes. Es por ello por lo que valoro en gran medida la figura de los divulgadores científicos, quienes ponen en conexión el mundo de los investigadores (por lo general encapsulados dentro de la burbuja de sus respectivos laboratorios, aunque también puedes encontrar muy buenos divulgadores entre ellos) con el público general, y ayudan con su encomiable labor a que la sociedad reclame sus representantes una mayor inversión en ciencia. Un trabajo muy importante a la hora de obtener financiación, un tesoro muy preciado y que tiende a escasear en estos días.

Antonio Martínez Ron es uno de estos grandes divulgadores. Le conocí a partir de un desconcertante y curiosísimo blog "Libro de Notas. Guía para perplejos", pero luego le he visto nadando en todas las salsas. Colabora en Naukas, ha ejercido de divulgador científico en periódicos digitales, organiza debates y conferencias (la última en la que estuve, en el Planetario, discutía sobre la colonización de Marte) y por supuesto alimenta periódicamente su blog Fogonazos, del cual Martínez Ron ha extraído algunas de las historias más jugosas para publicar el libro que hoy nos ocupa, "¿Qué ven los astronautas cuando cierran los ojos?". La respuesta sencilla a esta pregunta sería decir -y por eso precisamente viene tan a cuento-, "fogonazos", pero el por qué concreto de esa respuesta dejo que vosotros mismos lo descubráis.



A lo largo de sus páginas, Antonio Martínez Ron (@aberron en Twitter, donde despliega una bulliciosa actividad) abre y cierra en pequeños capítulos varias decenas de universos en los que podemos sumergirnos y quedar arrebolados. Explosiones nucleares a tutiplén, aventuras sin parangón en el espacio, el cerebro de Einstein en el maletero de un coche, magos que entrenan a la CIA, granjeros virtuales chinos del World of Warcraft, cabezas criogenizadas, cerditos que viven sin sangre, calamares gigantes custodiados por el ejército de Estados Unidos, cápsulas del tiempo, dioses informáticos creados por sus propios seguidores y un largo etcétera. Entre ellas, sorprendente especialmente las asombrosas maneras de funcionar del organismo humano, y en concreto de su el cerebro: gente que percibe que su mente sale de su cuerpo, o que el tiempo se ralentiza; individuos que están convencidos de que su pene está encogiendo; Philip K. Dick proclamando que otros escritores forman parte de una conspiración internacional... Como veis, la diversión está asegurada. Y, de paso, todos incrementamos un poquito nuestro conocimiento científico. Quizás, si hay que ponerle una pega, es que a lo largo de las historias algunos temas se repiten, y supongo que es porque Martínez Ron, como todos, siempre tiene asuntos fetiche que le llaman en mayor medida la atención (por supuesto, cada cual encontrará ciertos capítulos más apasionantes que otros). Pero, al tratarse de un libro de historias independientes, es fácil seleccionar sólo las que más nos entusiasmen a título individual.



El otro libro de divulgación que venía a recomendaros hoy -aunque éste tiene también mucho de historia y de aventura- es "500 años de frío", de Javier Peláez, @irreductible en Twitter, red social en la que comparte amistad y cachondeo con Martínez Ron entre otros, aunque este nombre de guerra sirve también de homenaje a su blog particular. En este caso, Peláez trata de resumir bastantes más de 500 años de exploración ártica en busca del Polo Norte y los míticos pasos del Noreste y Noroeste, entre otros hitos históricos. De paso, el libro habla también sobre el comercio de las especias, novedades científicas, balleneros, las casi siempre complicadas relaciones con los pueblos indígenas, y las situaciones límite que vivieron los exploradores y que les llevaron a explorar de manera adicional los aspectos más íntimos de la condición humana, ésos que exhibimos -de manera más diáfana-, cuando nadie nos ve: traición y altruismo, engaño y coraje, perseverancia y fracaso, ansia de descubrimiento o de gloria, tragedia y belleza. Todo ello, por supuesto, unido a chapuzas, planes surrealistas, errores descomunales y un sinfín de divertidas anécdotas. Por otra parte, si resulta que después de leer este libro no os habéis quedado congelados del todo en tan inhóspitas latitudes, entonces quizás deberíais echarle mano a otro libro, "Confines" de Javier Reverte, donde el célebre cronista de viajes cuenta a su propia manera la búsqueda del paso del Noreste y la conquista del Polo Norte (Reverte ya escribió otro libro, "En mares salvajes", sobre la búsqueda del paso del Noroeste, cuya conclusión no os adelanto, pero que otro periodista resumió de manera muy poética y simbólica aquí), para luego dirigirse al otro extremo del mundo y narrarnos las desdichas de los viajeros que se dedicaron a explorar la Tierra de Fuego chilena y argentina y algunas de las regiones más salvajes de la zona sur del continente americano. Lo curioso de leer varias versiones del mismo tema reside, especialmente, en hallar las diferencias entre las interpretaciones de unos y otros, lo cual indica que buena parte de lo que sabemos de los viajes árticos dependen en gran medida de lo narrado por los supervivientes, y que a veces la verdad no es tan sencilla de dilucidar. Por otra parte, si preferís congelaros a través de una pantalla, la bastante atractiva primera temporada de la serie "The Terror" de la AMC, disponible en Amazon Prime y producida por Ridley Scott -basada, a su vez, en una novela de Dan Simmons, el creador de "The Wire"-, se centra precisamente, aunque de un modo bastante libre (no es de extrañar, pues carecemos de bastantes datos del episodio original, uno de los más misteriosos del Ártico), en una de estas expediciones polares.

Por cierto, un detalle: estos dos libros que os recomiendo me los envió, en formato ebook, una persona muy querida como presente de cumpleaños. Lo digo por si estáis buscando ideas para esta época, en la que vienen de perlas regalos que reconforten cuerpo y alma, y que cumplan además los requisitos de que no haya que talar ningún árbol para generarlos (o, si hay que hacerlo, que al menos se adquieran en una librería pequeña, de ésas a las que tanto les cuesta hoy en día sobrevivir), y también que no sea imprescindible comprárselos a ningún gigante de los que se dedican de manera sistemática a evadir impuestos. No sé si el receptor del obsequio os lo agradecerá, pero desde luego el medio ambiente, el pequeño comercio o la justicia social se verán beneficiados por vosotros. Porque, al fin y al cabo, ¿no se supone que estas fechas están hechas de buenos propósitos?

martes, 17 de diciembre de 2019

El relato de diciembre. "Relatos de cuando las historias se pintaban (II): Bronce".

Continuación de un cuento anterior, aquí va la segunda parte, ubicada miles de años después de la primera. Cuidado con el salto, no os vayáis a tambalear.


RELATOS DE CUANDO LAS HISTORIAS SE PINTABAN

2.      BRONCE
(El arco)

 (Localización espacial: región del hoy yacimiento arqueológico de Los Millares. Cerca del río posteriormente conocido como Andarax. Sureste de la península ibérica.
Localización temporal: hace unos 4.500 años).

               El calor le obligaba a trabajar casi desnudo, mientras cuidaba con precisión sus movimientos, con el objeto de no quemarse bajo las alturas temperaturas de las piezas que iba metiendo y sacando. A un lado y otro del taller, se acumulaban fragmentos rotos de arcilla, escayola, y también moldes desechados de cera, todo lo que habían constituido las pruebas previas de un intenso trabajo cuya síntesis definitiva iba a fraguarse en el interior del horno, alimentado por un pavoroso incendio generado a base de troncos de madera. El hombre se apartó el sudor de la frente antes de agarrar unas tenazas, abrir la compuerta de aquel infierno y emplear ese instrumento para extraer su contenido del interior. Arrojó el material incandescente sobre la piedra, y contempló con ansiedad cómo el rojo fulgor iba amainándose, hasta convertirse en un color marrón con un leve tono dorado. Durante el eterno lapso que tardó en enfriarse, no pudo hacer otra cosa que admirarlo y, nada más se redujo a la temperatura mínima para asirlo, lo empuñó y lo repasó como si fuera a utilizarlo. Pero Zeizon estaba lejos de eso. Él era algo más. Y con esta punta de metal que había construido, acababa de demostrarlo.
               Ahora venía la pregunta fundamental. Qué hacer con ella.
               Cuando se enfrió del todo, el hombre se vistió, cogió un paño, y ocultó la pieza de metal colocando el trapo alrededor de la misma. Iba a necesitar más información -y muchas consultas- para tomar una resolución definitiva. Marchaba en busca de alguien que pudiera, al menos, alguna de sus múltiples dudas solventar.
               Salió de su cabaña y caminó por el poblado. Mientras lo hacía, realizó una revisión mental de los componentes, tanto estructurales como humanos, de la villa, con el objetivo de no olvidarse de ninguna de las “fuerzas vivas” que podían influir en futuros acontecimientos. El poblado de Milia era similar a otros que se situaban dentro la misma región. Varias capas concéntricas de murallas. Campos de cereales cercándolo. El cercano río, bañando los sustentos fundamentales del pueblo, la ganadería pero sobre todo la agricultura. Dentro de las murallas de gruesos bloques de piedra, artesanos, comerciantes, agricultores que entraban y salían del pueblo para cultivar sus tierras, sacerdotes, guerreros. Un par de miles de almas, que convivían en relativa paz. Tenían soldados pero, en concordia con sus vecinos desde hacía tiempo, casi no los necesitaban. Les lideraba un jefe del poblado, pero su poder era más organizativo que otra cosa, pues la mayor parte de las decisiones se tomaban en la Asamblea Mayor, donde el conjunto del pueblo se reunía para discutir los asuntos de mayor relevancia, o en la Menor, donde se dirimían las disputas, y debatían sobre el día a día los representantes elegidos del Consejo. Milia era un lugar donde reinaba la paz. El problema era que Zeizon había creado algo que iba a ponerla en peligro, y quién sabe si a destrozarla hasta que nadie la pudiera reconocer.
               Tardó poco tiempo en llegar a la cabaña que buscaba. Había ido allí tantas veces, que casi hubiera podido recorrer el camino con los ojos cerrados. Garbur era un buen amigo, y las visitas mutuas se habían sucedido entre ambas casas en múltiples ocasiones. Que Garbur supiera (y hubiera practicado a ratos) decenas de maneras posibles de matar a un hombre, sólo lo convertía en un conversador más interesante.
               -¿Qué te ocurre?-preguntó Garbur, ante quien Zeizon no sabía disimular su turbación-. ¿Por qué vienes tan agitado?
               Sólo necesitó unos pocos segundos para desenrollar la tela situada alrededor del objeto que traía a escondidas, y depositarlo sobre el suelo de la cabaña. Ambos se quedaron mirándola.
               -¿Qué es esto?
               Darmón dudó un segundo.
               -Una punta de flecha.
               -Ya sé qué es una punta de flecha, ¿por quién me tomas? Lo que pregunto es por qué me la traes aquí.
               -Tú eres el guerrero. Dímelo tú.
               Su amigo se agachó hacia el objeto. Lo recogió con cuidado. Lo blandió en el aire, de manera similar a como lo había hecho él un rato antes. Pero al contrario que Zeizon, Garbur dio un paso más. Salió al exterior de la cabaña, al patio cercano. Allí, sin ninguna clase de vacilación o miramiento, agarró a una gallina de manera certera por una de sus patas y, casi al tiempo que le daba la vuelta, degolló el cuello del animal de un preciso tajo. El cadáver empezó a sangrar profusamente, pero Garbur sólo tenía ojos para la punta de flecha y para la cara de su amigo.
               -Es el mejor filo que he visto en la vida. ¿Qué has hecho con él?
               Zeizon se tomó el halago casi como una maldición.
               -Llevo tiempo explorando aleaciones. Intento mezclar el cobre con otros metales. He realizado varias pruebas, con distintas condiciones… y ésta, con estaño, ha salido bien.
               Garbur no era muy ducho en cuestiones técnicas. Más bien tendía a quedarse con los aspectos prácticos.
               -¿Has creado un nuevo metal?
               -He creado un nuevo metal.
               -¿Cuál?
               -¿Cua…? Yo qué sé. Es nuevo.
               -Tendrás que ponerle nombre.
               Zeizon se revolvió incómodo, mientras encogía los hombros.
               -Yo qué sé. Pónselo tú si quieres.
               Los dos entraron lentamente en la casa. Garbur inició los preparativos para cocinar la gallina que acababa de liquidar.
               -¿Y qué vas a hacer con él?
               Zeizon se rascó la cabeza.
               -Ésa es mi pregunta. Tengo dudas. Esperaba que me lo dijeras tú. O, al menos, que me dieras una buena sugerencia.
               Garbur elevó las cejas.
               -Yo lo tendría claro. Se lo daría al jefe.
               Zeizon desplazó los pies con cansancio, como si le pesaran mucho. Como si no se sintiera a gusto poseyéndolos.
               -¿Te acuerdas de cuando éramos pequeños? Cuando salió ese nuevo tipo de daga. Al principio, sólo lo teníamos nosotros. Después se extendió; el conocimiento de cómo hacerlo se propagó entre las tribus. Al final, acabó compartiéndolo todo el mundo. Pero, ¿te acuerdas de los pectos?
               Garbur negó con la cabeza.
               -No. Yo era más pequeño que tú. ¿Quiénes son los pectos?          
               -Ésa es la cuestión: que no has oído hablar de ellos. No llegaron a tiempo.
               Garbur se tomó unos segundos para procesarlo, hasta que finalmente lo captó.
               -Entiendo. Temes lo que pueda ocurrir si sólo hay una persona que pueda manejarlo.
               -En efecto.
               -Pero tienes la obligación de entregar al jefe del poblado todos tus descubrimientos. Y siempre que sales del poblado, has de estar acompañado con un guerrero.
Garbur enunció en voz alta cuestiones que ambos conocían. Las normas llevaban mucho tiempo, desde que se había descubierto que los herreros expertos eran susceptibles de ser secuestrados por enemigos del poblado. Pero esas reglas llevaban sin ser útiles desde tiempos inmemoriales, en que las tribus combatían entre sí. Sólo ahora se hacían plenamente conscientes, y relevantes.
               -Exacto –corroboró su amigo.
               -Con lo cual, tu única opción es entregárselo al jefe del poblado.
               -Correcto otra vez.
               -Pero no quieres hacerlo.
               Zeizon agachó la cabeza.
               -No.
               Garbur trataba de descifrar cada arruga alrededor de los ojos de Zeizon.
               -¿Entonces, qué quieres hacer?
               Zeizon titubeaba. Todos los revueltos pensamientos que tenía en la cabeza se acumulaban, y tuvo que priorizarlos para articularlos con propiedad.
               -Si se lo revelo al jefe, abortará las posibilidades de que pueda salir afuera a contárselo a ninguna otra tribu. Pero si salgo fuera, serán otros los que no me dejarán volver.
               Garbur era un hombre sencillo. De objetivos simples, pero rico en recursos. Era una buena cualidad para un militar. Quizás por eso le habían escogido como soldado, o tal vez por ser un soldado se había convertido en aquello. Parecía más interesado (como Zeizon la mayor parte de sus días) en asuntos del tipo “cómo llegar desde aquí a este punto” que en solucionar problemas filosóficos.
               -Ven conmigo –dijo Garbur, orientándose de manera natural hacia la dirección que con menos restricciones se abría-. Conmigo podrás salir a la linde del bosque.
               Cogió una bolsa de tela colgada de un clavo, y empezó a acumular pertrechos, incluyendo comida. Zeizon le observaba con expectación.
               -¿Adónde vamos?-inquirió.
               Garbur sonrió como si le estuviera tomando el pelo.
               -Es evidente, ¿no?¿Cómo vas a probar una punta de flecha, sin que forme parte de una flecha?
               En unos pocos minutos, se encontraban fuera, y camino del exterior de poblado. A Zeizon le resultó sorprendente la forma en que pudieron desplazarse entre sus vecinos como si no ocultaran nada, como si no llevaran un secreto encima que podía cambiar la vida de todos. Y que además lo hicieran con tanta facilidad, con cada uno atendiendo sus cosas y sin fijarse en absoluto en ellos. También le chocó la indiferencia del guarda de la muralla, que les permitió atravesarla sin más, en confianza absoluta, a pesar de lo que todo lo que podían estar tramando y quizás se hubieran atrevido a hacer. Garbur, sin embargo, se mostraba muy tranquilo. Aguardó hasta un lugar cerca del río, donde se abría un claro que se interrumpía de manera abrupta mediante una delimitación formada por un nutrido grupo de árboles. Empleó su machete para cortar unas ramas, y escogió de entre ellas la más adecuada para sus fines. Junto con la madera y algo de cuerda, montó una hermosa flecha. No era la más sólida posible, pero para las condiciones en las que había sido elaborada, constituía una creación bastante decente. Un pensamiento tan cotidiano como ése, por muy tonto que resultase, al herrero le tranquilizaba. La bolsa de pertrechos se convirtió entonces en carcaj. De la misma bolsa de tela, Garbur extrajo un pequeño arco, ingeniado también en su día por Zeizon. Pequeño, flexible, muy útil para pasar desapercibido. El soldado ajustó la flecha en la cuerda y, tras unos minutos necesarios para cuadrar la colocación, disparó a uno de los árboles. La flecha cruzó rauda el aire y se clavó en el tronco de un árbol con un ruido que resonó a lo largo del claro. Garbur volvió después de arrancar la flecha de su destino; se notaba que le había costado.
               -No se ha deformado nada; se ha clavado de manera profunda. Mucho más de lo normal. Y además, no me ha costado tirarla…
               Volvió a colocar la flecha en el arco, y probó una nueva disposición.
               -Vendría mejor con un arco más largo. Le daría más fuerza… mucho más alcance… Mayor poder de penetración.
               Zeizon se encogió al pensar, tratándose de carne humana, lo que esta última frase implicaba. Garbur se volvió para mirar a su amigo, por primera vez desde que habían salido del pueblo.
               -Desde luego, es un arma magnífica.
               El creador del invento se sobrecogió.
               -Sí. ¿No es una desgracia?
               Garbur apoyó la barbilla en el barco, sonriente a causa de las cuitas de su amigo, que para él hubiera consistido en un asunto menor. Trató de mostrarse tan empático como benevolente.
               -Preséntalo a un miembro de la Asamblea. Desvélale tus cuitas. En la Asamblea Menor se debatirá de manera abierta, delante del jefe. No podrá negar que se lo has entregado. Pero la Asamblea cuidará que el arma se emplee de forma defensiva y no para el ataque, como así temes. Luego, cuando el tema quede ratificado ante la Asamblea Mayor, esa decisión no podrá revertirse.
               Zeizon bizqueó. La verdad es que la solución no sonaba mala del todo. Se notaba que Garbur había tratado en mayor medida con los prohombres del poblado, y tenía más claro cómo lidiar con su particular psicología.
               -¿Y a qué miembro en concreto se lo cuento de la Asamblea? –volvió de nuevo la mirada hacia su amigo, en busca de guía.
               Garbur caviló un poco.
               -Zuhai. La gente le respeta. El resto de la Asamblea le seguirá.
               Zeizon asintió. No sabía si daría resultado, pero al menos era la mejor aproximación que había escuchado hasta ahora. La única que se le ocurría. Agradeció quedamente a Garbur la preocupación exhibida.
               Mientras regresaban, Zeizon le pidió al soldado que, para volver, efectuaran un pequeño rodeo. En realidad no era tan pequeño, pero si a Garbur le molestó que malgastaran el tiempo y la energía en aquella clase de cuestiones, bien que se cuidó en expresarlo. La idea de Zeizon era llegar a una zona montañosa donde, tras ascender un camino sin dificultad manifiesta, se abría un pequeño abrigo natural. En él, sobre la blanca pared, había dibujadas una serie de figuras de un color encarnado. Nadie sabía lo que querían decir. La mayor parte de los que pasaban por allí ignoraban la existencia de esas imágenes, y si acaso las despreciaban. Unos opinaban que era obra de dioses, o de criaturas monstruosas, muy distintas a los humanos, las cuales habían pasado por allí hacía mucho tiempo. Zeizon, sin embargo, tenía la teoría de que eran sus antepasados los que habían inscrito allí aquellos símbolos y, por el cúmulo de figuras que se acumulaban bulliciosas en las paredes, el conjunto le transmitía una sensación de narración, de ilación de una historia; de que la persona o personas que habían dibujado eso allí habían pretendido contar algo. ¿El qué? No tenía ni idea. Simplemente, tenía el pálpito de que aquellas efigies tan complejas, y a su vez tan esquemáticas, servían para describir un suceso de manera sencilla, empleando símbolos que resumieran, ante la vista de todos, un acontecimiento del pasado, una verdad fundamental o una advertencia. La cual, pese a todo lo simplificada y carente de matices que pudiera resultar al quedar expuesta de esa manera, cumplía su propósito y de ese modo era, con respecto al espíritu de la historia, más fiel incluso que la siempre compleja realidad. Pero en concreto, había una representación que a Zeizon siempre le había llamado la atención, y que le tocó aún más de cerca (como si todo su cuerpo fuera un instrumento, y alguien hubiera presionado con precisión las cuerdas) durante aquella circunstancia concreta. Se trataba de una figurilla humana que elevaba hacia arriba un arco. ¿Era un guerrero que apuntaba hacia el cielo, con el propósito quizás de cazar algún animal?¿O aquella imagen tenía una significación más profunda?¿El arquero desestabilizaría la tribu, o su acción, en cambio, la salvaría de sus males? Zeizon no tenía claro lo que quería decir, pero hubiera pagado buena parte de sus escasas convicciones por la posibilidad de averiguarlo. Quizás los antiguos (probablemente más valiosos que los dioses, según la sabiduría que contuvieran sus secretos) le hubieran proporcionado una respuesta que hoy necesitaba y que, por el momento, no había conseguido dilucidar.
               Fue tarde, al final del día, cuando llegaron de regreso al poblado. El guardia de la entrada apenas reparó en ellos, ni les preguntó dónde habían estado. Garbur le acompañó hasta casa de Zuhai. Allí, los miembros de su familia se mostraron circunspectos ante la inesperada visita. Solicitar una reunión, así, cuando ya había caído la noche, era atípico e indicaba que ocurría un suceso anómalo. Pero no alzaron una palabra, tan sólo avisaron al patriarca de la familia. Éste ya se encontraba asomándose al complicado trance (“el abismo”, lo denominaba el propio Zuhai, pues una vez caías dentro del mismo nadie te aseguraba que fueras capaz de salir) de prepararse para dormir. Sin embargo, la posición de sus pocos cabellos blancos arremolinados de manera desordenada alrededor de su calva fue el único indicio que Zuhai dio, aparte de sus párpados entrecerrados, de que la intempestiva reunión le había enojado o interrumpido en algo. Zeizon fue muy directo –en contraste con Garbur, que se comportó casi como si estuviera de incógnito-, y le mostró la punta de flecha. Zuhai abrió progresivamente los ojos conforme fue el herrero fue detallando la explicación. Cuando Zeizon terminó, se mesó la barba y, tras unos segundos sumido en sus pensamientos, como si extrajera agua de un pozo muy profundo, al fin abrió los labios y afirmó:
               -Te entiendo, Zeizon. Estoy seguro de que te entiendo. Tú eres un constructor. Quieres fabricar herramientas para tus compañeros. Quieres que la gente trabaje mejor, use un martillo mejor, posea mejores instrumentos de cocina. Pero no pretendes que tu creación sea empleada para la guerra. ¿Tengo razón?
               Zeizon asintió. Sus ojos se mostraron solícitos, indicando el límite de su desesperación.
               -No te preocupes, Zeizon. Ve a tu casa. Esta noche reuniré a algunos miembros del Consejo. Hablaremos y mañana convocaremos Asamblea. Allí lo arreglaremos todo.
               Zeizon se despidió agradecido. De Zuhai primero y más tarde de Garbur, de quien se separó al tener que tomar la bifurcación del camino que conducía a su casa. Zeizon se acostó, después de balbucear unas incoherentes explicaciones a su mujer sobre por qué llevaba fuera todo el día sin haberla avisado previamente de nada. Al minuto siguiente se durmió y, si tuvo sueños intempestivos, no los recordaba en absoluto cuando llegó la mañana del día.
               Con el alba, se alzaron también nuevas perspectivas. Zeizon se quedó un rato sobre la cama, con su esposa dormida al lado, rememorando los acontecimientos de la jornada anterior. No tenía motivos para creer que nada saldría mal. Si lo miraba fríamente, debía ser optimista. Ésa era, sin duda, la actitud que debía adoptar.
               Se levantó y, al poco, hablando con los vecinos, descubrió que había convocada Asamblea Menor. También fue advertido de que, de manera excepcional, le habían llamado a formar parte de la misma. Puso en orden un par de cuestiones imprescindibles, y marchó al lugar de la cita. Mientras lo hacía y contemplaba a lo largo del trayecto el despertar del pueblo, atravesándolo en canal por segunda vez en dos días, pensó en lo mucho que le gustaba vivir allí. En las hacendosas rutinas. En el modo en que la tribu había sabido organizarse para que, entre sus habitantes, apenas se produjeran conflictos. Eso no significaba que no hubiera injusticias o que cada detalle fuera perfecto, pero, al menos, todo el mundo tenía un hogar donde cobijarse, una profesión que le proporcionaba un sustento, o una serie de personas a las que recurrir en caso de necesidad. Zeizon, en ese sentido, se mostraba alérgico al cambio; él trabajaba los metales porque le gustaba, porque el poblado lo necesitaba y porque, diablos, se le daba rematadamente bien. Tanto que a veces no podía evitar divertirse, y ponerse a jugar con innovaciones, algo que sin duda las autoridades de la tribu alentaban. Pero en el fondo, Zeizon no quería modificar nada, ni quería que nada cambiara. Se mostraba a su gusto con su mundo. Por eso estaba contento de acudir a aquella Asamblea cuyo objetivo era que dicho sueño se pudiera cristalizar.
               En el momento en que se abrió la sesión, Zeizon echó un vistazo general a los allí congregados. Sentados sobre el suelo de la cabaña, adornada con toda clase de calaveras empleadas en su día en actos ceremoniales, cubierta con gruesas alfombras elaboradas a partir de pelo de animal, se mostraban los individuos más destacados del pueblo, oscilando entre el anciano Zuhai, situado en un lado, y el un poco más joven e hirsuto jefe, con su barba castaña formando un todo con el vello corporal que, sobre espalda y pecho, le cubría como si se tratara de una segunda piel. El aspecto del líder era suspicaz, y más cuando echaba un vistazo de reojo a Zeizon, situado en un discreto segundo plano. Sin embargo, aquella situación individual no duró mucho pues, nada más Zuhai rompió a hablar, casi todos los ojos se volvieron hacia él.
               -Nuestro herrero Zeizon ha vuelto a sorprendernos con sus habilidades –anunció Zuhai en voz alta-, y me han comunicado que ha forjado una nueva aleación que presenta propiedades inigualables. Es más dúctil que el cobre, y más resistente que la piedra. No creo ser un profeta al augurar que esta invención traerá un largo período de bonanza al poblado, y garantizará nuestro futuro.
               Zuhai le dedicó una amplia sonrisa. Zeizon agachó la cabeza y procuró encogerse hasta hacerse diminuto, para que nadie pudiera concentrar la mirada sobre él.
               -Es entonces necesario, cuanto antes, que esta tecnología forme parte integral de la vida del pueblo. Por tanto, propongo que Zeizon enseñe inmediatamente a un ayudante la forma de manejar este nuevo material y, mientras tanto, que vaya creando los diversos utensilios que le soliciten los habitantes del pueblo. Es imprescindible que los miembros del poblado comprueben lo importante que es este metal y que puedan utilizarlo en su vida cotidiana. Por ello, hay que fabricar de todo: tenazas, cadenas, yunques, cuchillos, dagas, cualquier cosa que a los hombres de nuestro pueblo pueda serles provechoso.
               Zeizon levantó la cabeza de golpe. ¿Dagas? No era eso de lo que habían hablado. Flechas y espadas eran propias de guerreros. Pero una daga la podía transportar cualquiera. Los cuchillos se necesitaban para la cocina de acuerdo, pero… ¿dagas?¿Qué era esto?¿Es que Zuhai quería equipar a todo el pueblo con un arma?
               Durante la reunión, apenas se concretó nada. Todos llenaron su discurso de palabras vanas para más o menos argumentar que la noticia era demasiado inesperada, y que cualquier actuación significativa debía meditarse muy a fondo. Daba la impresión de que todo el mundo quería saber lo que el otro pensaba antes de expresar con rotundidad con su opinión. O en otras palabras, que no se atrevían a mojarse. Tras la reunión, Zeizon se acercó en un aparte al hombre de la Asamblea en quien había confiado.
               -Zuhai, agradezco mucho tu labor y consejo, pero no sé si me han tranquilizado tus frases. Tú sabes lo que puede ocurrir si los miembros de la tribu salen del poblado cargados con armas que saben mejores que las de sus vecinos, y se produce algún roce entre dos pescadores en el río, o dos cazadores en el bosque. No sé si el panorama que estás abriendo, o dicho de otra manera, el futuro que estás montando, puede resultar arriesgado. Incluso amenazador.
               Antes de que Zeizon hubiera terminado de hablar, el anciano ya estaba agitando la cabeza de manera casi violenta, negando de manera reprobatoria, y chistando con los labios.
               -No te puedes hacer una idea, Zeizon, de las tensiones que hay ahora mismo entre las distintas facciones del Consejo –continuó realizando aspavientos de un lado a otro-, y en concreto con el jefe del poblado. Hay unos equilibrios de poder muy delicados en los que tenemos que movernos como si camináramos sobre nenúfares en el agua. Y en medio de esta batalla, ayer, hablando con otros miembros del Consejo después de irte, me di cuenta de que, para la gente, el progreso, la mejora de sus condiciones de vida, depende completamente de objetos construidos con tu nuevo material. Y no puedo negárselo, porque ellos son la fuente de mi poder. ¿O cómo crees que mantengo mi influencia en la Asamblea?¿Entiendes, Zeizon?¿Entiendes lo que te quiero decir? No puedo negarles algo tan útil. Es la única manera de mantenerme en mi puesto, y de esa manera garantizar que tu metal se aprovecha exclusivamente para la paz.
               Zeizon entendía. Zeizon entendía, y al mismo tiempo no comprendía nada conforme se acercaba a su casa, se encerraba, y visualizaba un escenario en que todos los miembros del poblado (que se pasaban el tiempo saliendo fuera e interaccionando con componentes de otras tribus vecinas) portaban armas fabricadas por él.
               En eso estaba pensando mientras hacía tiempo en su taller, pero en realidad no estaba fabricando ningún objeto; simplemente huía de todo y de todos, de un mundo que sentía inseguro y tambaleante a su alrededor. Hasta de su mujer, quien fue la que apareció aquella tarde para interrumpir sus toneladas de no hacer nada.
               -Hay alguien que quiere verte –susurró.
               Él se quedó descompuesto. Quién había acudido allí. Y si había venido, por qué no pasaba directamente a verlo, o por qué no se anunciaba él mismo. Pero los gestos de su compañera de vida le indicaron que aquello era distinto, que tenía que salir. Sacudido por demasiados seísmos contrapuestos, Zeizon caminó hacia aquella pequeña región de terreno que pertenecía a su casa y que su mujer consideraba una especie de privado jardincito, mientras que él lo empleaba para enfriar pruebas o simplemente refrescarse del tremendo calor de la fragua. Aquel humilde patio sin muros, abierto a la naturaleza, se encontraba separado del pueblo por la frontera de su propia vivienda, con lo cual no era accesible a la vista desde la senda principal del poblado. Era por eso por lo que el jefe del poblado había accedido allí directamente, en lugar de por la entrada principal. Para que nadie más supiera que aquellos dos se estaban reuniendo.
               -Zeizon, voy a ir al grano, y te voy a ser muy sincero –arrancó-. No voy a reprocharte que le enseñaras primero a Zuhai tu nuevo invento. Comprendo tu reticencia. Tú eres un hombre de paz. Pero, por lo que he visto, tampoco te has quedado muy a gusto con la propuesta de la Asamblea.
               Zeizon alzó una ceja. Como toda respuesta, el jefe del poblado enarcó las dos.
               -Tú conoces la vida habitual del pueblo. Sabes quién va a pedir, antes que nada, un cuchillo. Sabes que esa persona atacó a su mujer la semana pasada. Aquella vez no le salió bien porque no era un cuchillo muy bueno; se partió cuando ese par de histéricos andaban corriendo por la casa. Pero también sabes que ella sigue viviendo con él. Y que, si esta vez tiene a mano un arma más efectiva, el resultado puede ser fatal…
               El jefe suspiraba. El herrero se mordía las uñas.
               -Has creado una herramienta muy poderosa, Zeizon. Precisamente por eso, no la puede utilizar cualquiera. Como sería terrible que los humanos pudiéramos disponer del poder del rayo, en lugar de que lo monopolizaran los dioses. Esa tecnología debe ser contenida, controlada. Es la única manera de que el orden del que disfrutamos llegue a sobrevivir, y de que no nos matemos los unos a los otros.
               Zeizon abre la boca. No llega a enunciar la pregunta. Qué hago. Dime qué hago, por el amor de cualquier dios. Dime lo que tengo que hacer, o que decir.
               -Ven conmigo. Refúgiate en mí, Zeizon. Trae tu taller, tus instrumentos de trabajo. Conseguiremos que tus armas las manejen un número limitado de personas. Gente sensata, que sabe qué es lo que en cada momento debe hacerse. Ven conmigo y todo saldrá bien. El pueblo prosperará.
               Zeizon cerró la boca. No le gustaba. No sabía si se fiaba. No tenía otra alternativa. Con un silencio que hablaba a voces, aceptó.
               A partir de entonces, todo transcurrió muy deprisa, en un aura de ficción en el que Zeizon no tuvo claro en determinados puntos si aquello se trataba de un sueño o de una difusa realidad. Se diría, en base a sus recuerdos, que le habían llevado casi en volandas, a él y a todos los materiales de su taller, y en medio de aquel desbarajuste, había quedado en una sala aislada, de paredes de piedra, cercado por soldados tanto durante la noche como durante el día, entre los cuales al principio se encontraba Garbur, aunque en un momento determinado éste desapareció. Mientras tanto, Zeizon trabajaba, trabajaba sin descanso, como una mula, construyendo hachas, dagas, puntas de flecha y de lanza, convirtiendo lo que antes era una simple curiosidad científica en toda una colección, el armamento de un ejército, el cual periódicamente iba menguando porque alguno de los guerreros del poblado pasaba por allí y tomaba un elemento para sí mismo. Pero Zeizon no parecía darse cuenta, o tal vez no quería hacerlo, quizás porque, mientras ocupaba su cerebro en hacer funcionar la fragua, no corría el riesgo de pensar…
               Un día, al final de esa sucesión de jornadas interminables sin sentido, sucedió algo extraordinario. Nadie le había ordenado en los últimos días que hiciera construyera nada nuevo, y había terminado el último objeto que tenía que forjar. El recién montado y no obstante exhausto taller se encontraba sorprendentemente tranquilo. Entonces, llegaron un grupo de hombres. Guerreros. Zeizon les reconoció por sus atavíos, pero en realidad no conocía a ninguno en persona. De hecho, estaba seguro de que no pertenecían al pueblo, y ni siquiera le sonaba haberles contemplado de pasada en los poblados vecinos. A Zeizon se le ocurrió entonces, por primera vez en todo aquel tiempo, abrir la boca y preguntar:
               -¿Dónde está Garbur?
               Los otros no respondieron. Empezaron a revolver entre las armas recién creadas, y pertrecharse de escudos, corazas, yelmos. Zeizon contempló a lo lejos, a través de la única puerta entreabierta, la figura del jefe del poblado dando órdenes a diestro y siniestro, blandiendo gestos con impetuosidad.
               -¿Cuándo ha sido la última asamblea?-reiteró Zeizon-. ¿Dónde están los miembros del Consejo?
               Uno de los guerreros, de mirada más expresiva que el resto, y una cicatriz que le cruzaba el párpado y se extendía hacia la cara,  le respondió:
               -Esa gente de la que hablas no se encuentra aquí ahora para coger estas armas, ¿verdad?
               Y entonces, sólo entonces, Zeizon empezó a tener una vaga idea del mundo que había contribuido a crear.

              
Post-scriptum: Los Millares fue la cultura más avanzada para su época en el oeste de Europa, llegando ser expertos en el manejo del cobre. Quedan pocos restos de sus viviendas y tumbas, que hoy se exhiben junto a réplicas plausibles de sus construcciones. La población llegó a tener tres murallas concéntricas –hechas de barro y de mampostería, y de una altura de hasta seis metros- y una ciudadela, aunque en su nacimiento y su decadencia, la población se reducía a la ciudadela. Se desconoce los motivos por los que la civilización de los Millares cayó en decadencia, pero se asume que a partir de cierta época se produjeron crisis, enfrentamientos armados, y una evolución hacia un nuevo tipo de sociedad…


miércoles, 11 de diciembre de 2019

La historia real de diciembre. Grandes modificaciones terráqueas (II): matar moscas a cañonazos (o construir a base de bombas atómicas)

Como mencionamos en un post anterior, el ser humano se ha empeñado en transformar la Tierra a gran escala, y para ello no ha dudado en emplear la energía que tenía a mano. Tracción humana, animal, mediante ingenios mecánicos o utilizando petróleo. Pero, sin duda, la palma se lo llevan algunos momentos en que tanto Estados Unidos como la Unión Soviética pretendieron construir grandes obras públicas a base de explotar ingenios nucleares.

En ese sentido, los pioneros fueron los estadounidenses, que empezaron el programa en 1958 y empezaron a desarrollarlo a inicios de la década siguiente. Lo denominaron Operación Plowshare y, entre otras cosas, intentaron edificar puertos artificiales, crear una especie de máquina de vapor a partir del producido en las explosiones nucleares, y también explorar las posibilidades en la minería. En ese último apartado, una de las detonaciones nucleares que se efectuaron, la llamada Sedan, desplazó doce millones de toneladas de tierra y creó un agujero de 390 metros de ancho y 100 de profundidad, tan similar a los cráteres de la luna que se llegó a acondicionar como zona de prácticas para futuros astronautas.

Lo cierto es que las explosiones que se llevaron a cabo (alrededor de 27) fueron muchas menos que las que se planificaron en un principio como experimentos para explorar las aplicaciones pacíficas de las armas nucleares. Entre los proyectos iniciales se hallaban desde una forma más rápida de construir el Canal de Panamá, hasta como método para conectar acuíferos, levantar carreteras o extraer petróleo. En todo caso, ni siquiera las pruebas dieron resultados concluyentes que sirvieran para demostrar la utilidad de las detonaciones nucleares como un método factible para la ingeniería a gran escala. De hecho, lo poco apropiado de esa idea era fácil de deducir desde el primer momento, y desde luego no será porque los estadounidenses no tenían evidencias acerca del peligro -para el que las arroja, se entiende- de las armas atómicas. A los accidentes en centrales nucleares como el de Three Mile Island en Pensilvania (y el más antiguo de su socio británico, en Windscale) han de unirse una larga lista de pruebas nucleares en el desierto de Nevada -explosiones que llegaron a ser visibles desde Los Ángeles, o rompían cristales de las ventanas en Las Vegas-, empleando toda clase de estructuras (entre otros, armazones, edificios, maniquíes, túneles y búnkeres) para demostrar los distintos efectos que una detonación atómica podía tener sobre las poblaciones afectadas, e incluyendo la participación de pilotos de avión para averiguar qué ocurría si te metías en el interior del hongo resultante. Las últimas pruebas de ese tipo se realizaron en 1992. Desde entonces, parece que Estados Unidos se ha convencido no sólo de que las armas nucleares hacen mucha pupita, sino que resultan muy difíciles de utilizar para algo que no sea hacer pupita también.

La Unión Soviética emprendió este tipo de ensayos algo más tarde (a mediados de los 60), probablemente para mantener una cierta coherencia con su inicial alegato a favor de la prohibición de las armas nucleares. Pero como era la Guerra Fría y todo el mundo tenía que imitar lo que hacía el gran enemigo a batir en el bando contrario, el país de los soviets también se dispuso a desarrollar la opción de "Explosiones Nucleares para la Economía Nacional". Las aplicaciones hipotéticas eran muy similares a las pergreñadas por los norteamericanos (a los soviéticos se les ocurrió además utilizarlas para la construcción de embalses o como forma de extinguir los escapes de gas natural), aunque hay que reconocer que los soviéticos fueron más sistemáticos, pues llegaron a realizar hasta 115 detonaciones. El programa cesó en 1988 bajo la influencia de Mijail Gorvachov, y aunque muchos defienden la rentabilidad del mismo y que, gracias a él, han podido lograrse objetivos que sólo son asumibles mediante el uso de armas nucleares, la mayor parte de los que han opinado al respecto (en base además a unos datos que en buena parte siguen bajo estricto secreto) argumentan que existen otras metodologías alternativas que no tienen, como contrapartida, la desventaja de sembrar de radiación buena parte de las zonas incluidas.

En ese sentido, la Unión Soviética es la que ha tenido más problemas no sólo con estas pruebas, sino con accidentes asociados a centrales nucleares. A la devastadora catástrofe de Chernobyl (reflejada en libros, películas, o la célebre serie de televisión que pobló nuestras pantallas hace unos meses) hay que sumar el incidente de Kyshtym, que dejó un rastro de contaminación radiactiva a lo largo de una línea de 350 km -afectando a un río, un lago, y un área de población de 250.000 personas-, o el reciente incidente radiactivo en el país ahora denominado Rusia, con el que se ha demostrado que el secretismo y el desprecio por la vida humana no son necesariamente exclusivos del comunismo y ni siquiera de las dictaduras, sino que puede darse también en una democracia bastante imperfecta como la que encarna ahora mismo la dirigida con mano de hierro por Vladimir Putin. La pérdida en salud, vidas humanas y coste medioambiental han tenido estos sucesos nunca ha podido ser valorada en toda su dimensión, pero sin duda ha supuesto un daño irreparable para las regiones golpeadas por los mismos.

Hoy en día, la posibilidad de emplear armas nucleares para los grandes proyectos de ingeniería ni está en la cabeza de prácticamente nadie, ni se contempla. Sin embargo, el balance que los seres humanos dejan de su utilización de la energía nuclear es bastante desolador. A las dos bombas atómicas detonadas en Hiroshima y Nagasaki (y la infinidad de pruebas que distintos países han aplicado en diversos lados del planeta), se unen los accidentes mencionados, el más reciente de los cuales es el de Fukushima, el cual ha provocado un cambio en la percepción de la energía atómica en todo el mundo. Es cierto (esgrimen sus defensores) que los accidentes son una excepción, que durante años han producido energía a raudales para nosotros y que, además, pueden suponer un alivio al planeta al no tener que recurrir a los combustibles fósiles que tanto están contribuyendo al cambio climático. Pero, como argumentan sus detractores, el riesgo de accidentes sigue existiendo (con su efecto tanto en la salud humana como en los animales, las plantas, el suelo, el aire y el agua), y los residuos que se producen continúan generando peligro durante miles de años (tanto, que se han planteado sistemas para advertir de su presencia cuando se produzca el colapso de la actual civilización). A ello hay que sumar que los últimos planes necesarios para la construcción de centrales nucleares se han revelado tan costosos que muchos países, como Alemania, aprovechando la alarma social originado por Fukushima, han decidido dejar de lado esta arriesgada tecnología, con lo cual cualquier debate sobre la posibilidad de centrarse en la energía nuclear para disminuir el efecto del cambio climático ha quedado aparcado, frente a la pujanza de las menos contaminantes energías alternativas. Quizás el ser humano ha aprendido que el poder atómico es demasiado poderoso para jugar con él como si fuéramos niños -como hicimos de manera en ocasiones despreocupada desde que se descubrió la radiactividad, incluyéndola en dentífricos y otros objetos de uso cotidiano-, y que es mejor restringir su uso al mínimo imprescindible (o, como mencionó el ex-relaciones públicas de una central nuclear y escritor Terry Pratchett, de modo probablemente simbólico, "a veces el mayor poder acerca de la magia radica efectivamente en no usarla"). La pena es que, ahora que quizás se ha conseguido, son otras las amenazas las que se yerguen en el horizonte, y no sabemos si de ésas estamos aún a tiempo de escapar.

domingo, 1 de diciembre de 2019

En un lugar de la memoria

Recientemente, me recomendaron un documental acerca de Kim Peek, un autista que tenía además la denominación de savant, afectado por el "síndrome del sabio" o, más vulgarmente, "tonto inteligente", es decir, aquella clase de enfermo mental (buena parte de los mismos, autistas o con síndrome de Asperger, aunque también se halla asociado a otras lesiones y problemas cerebrales) que se halla incapacitado para numerosas tareas de la vida cotidiana pero que tiene ciertas habilidades cognitivas que le hacen único, especialmente con comparación con el resto de los mortales. Así, en el caso concreto de Kim Peek, es dependiente para vestirse y asearse, no puede trabajar y apenas mantener una conversación normal, pero en cambio posee oído absoluto, y conoce qué día de la semana corresponde a cada una de las fechas de los últimos diez mil años; puede memorizar el contenido de un libro hasta la última palabra, pero si le preguntaras por un resumen de la historia o lo que ha sacado del texto en claro, te miraría con expresión aletargada, preguntándose qué has querido decir. A muchos les recordará a la famosa película "Rainman", y en el caso de Kim Peek (fallecido hace no muchos años), la referencia no es baladí, porque fue precisamente con él con quien contactó el mundo de Hollywood para inspirar el personaje interpretado por Dustin Hoffmann. Hasta la fecha, y a pesar de unas cuantas evidencias acumuladas y multitud de teorías propuestas, no se conoce el motivo por el cual los savant poseen estas habilidades (cada cual unas distintas), y qué relación tienen con las enfermedades con las que se encuentran asociadas. De hecho, que yo sepa (y a pesar de que, obviamente, existen personas con cualidades mentales extraordinarias que no son autistas), se ignora hasta qué punto sus habilidades especiales son consecuencia de su autismo o simplemente una derivación colateral, del mismo modo en que no sabemos discernir si los que reconocen números primos de más de seis cifras lo hacen porque identifican esos números como primos -como si en su cabeza estuvieran resaltados-, o en cambio lo hacen porque representan espacios en blanco en el contexto de todos los demás. En todo caso, los savant han sido objeto de admiración a lo largo de los siglos. Copan documentales, concursos de televisión, películas de ficción y novelas, de las misma manera que -desde el principio de los tiempos- nos han fascinado forzudos, gigantes, atracciones de feria, y también virtuosos de toda clase y condición.

En cierta medida, es paradójico que, en una época donde la alta tecnología permite levantar inconmensurables pesos, alcanzar alturas donde no soñaría llegar un pájaro, delimitar una nota en su precisión absoluta, aun así nos sigan fascinando estos fenómenos. Más aún en el caso de la memoria, aspecto en el cual un ordenador puede superar con diferencia al más dotado de los hombres, por muy savant que haya nacido o pueda llegar a ser. No hablemos ya de Internet, donde puedes localizar todo lo que deseas encontrar, incluso bastante más de lo que te hubiera gustado en un inicio. Y, sin embargo, nos siguen fascinando parábolas como la de Funes el memorioso, el célebre relato de Borges donde, a raíz de un accidente que le deja paralítico, un individuo adquiere una memoria portentosa que le permite recordar cada segundo de cada día. La contrapartida, apunta Borges, es que Funes pierde también la capacidad de abstracción: como evoca con exactitud la forma de un perro concreto de frente, y también de perfil, no puede imaginar que ambos sean el mismo perro, y al atisbar cada una de las infinitas diferencias entre los diferentes tipos de canes, no capta la idea de que exista el "perro" como especie, como conjunto de individuos. Lo cual no es exactamente lo que le pasa a los savant, pero es parecido. Y, de la misma manera, un ordenador de omnipotente sapiencia carece de esa capacidad de abstracción, de análisis. De hecho, y a pesar de las mejoras que se ha hecho de la inteligencia artificial en aspectos tales como el reconocimiento de objetos, cada captcha que nos realiza un oligofrénico test para demostrar que "no somos un robot" nos indica cuán lejos se encuentra ese propósito de alcanzar.

Y, tal vez, esa distinción entre el conocimiento que podemos memorizar (que es todo) frente al que podemos entender e interpretar (que es por definición menos), es el mayor síntoma de nuestros tiempos. Vivimos en una época donde podemos acceder a enciclopedias médicas en cantidad, pero abundan los antivacunas. Donde usamos GPS y accedemos a atlas continuamente, pero se fundan asociaciones de terraplanistas. Tenemos a nuestra disposición kilos de documentos publicados por la Unión Europea, pero en el Reino Unido, la búsqueda de los mismos ocurre, para gran parte de la sociedad, sólo justo al segundo siguiente de la votación del Brexit. En cierta medida, y salvando las distancias, parece que la sociedad en su conjunto (el ente colectivo, la inteligencia colectiva si es que eso existe y así quiere denominarse) se ha vuelto un poco savant. Hay una percepción bastante extendida -equivocada o no, asumiendo de manera quizá simplista de que haya una única causa a este fenómeno- de que tan amplia profusión de conocimientos se nos está indigestando, como si no supiéramos qué hacer con ella. Que, conformes conocemos más excepciones, estamos perdiendo de vista las reglas. En ese sentido, tal vez, en estos cruciales momentos de zozobra, algunos no miramos con tanta envidia a los "sabios autistas", sino más a aquellos que, con menos andamiaje de memoria, tienen más claro qué clase de estructura quieren edificar. Quizás no nos hacen falta tantos savant como sabios de veras. Aunque estos últimos no sean siempre fáciles de encontrar, ni siempre reconocidos como se merecen.

En contraste, el savant sigue siendo admirado. Quizás, porque su capacidad es indiscutible, objetiva. La del intérprete, en cambio, no tanto. Quizás es porque la intención del intérprete no siempre fue pura. Porque muchos utilizaron a su savant como un juguete de feria, con el que sacar dinero por cada uno que quisiera disfrutar de la atracción. Quizás porque admitir que alguien interpreta bien significa que nosotros no lo hacemos, y esa decepción resulta más dura que la de no poseer las habilidades del savant, las cuales al fin y al cabo desistimos, como comunes mortales, de superar. Quizás porque lo que no ha aprendido el savant, ni casi ninguno, es reconocer lo que no sabe. Tal vez es que, en esta sociedad tan posmoderna y tan pasada de vueltas, hemos llegado a demasiados relativismos sobre lo que es saber y lo que no; quizás ha llegado el momento de aprender a olvidar...

lunes, 25 de noviembre de 2019

La historia corta de noviembre. Dedicadas a Eduardo Galeano (IX)

              El mendigo se encontraba con la mano alargada, pidiendo limosna. Entonces, se acercó un señor con un abrigo, y le entregó un papel.

            El mendigo creyó que era un billete de cinco euros, y se lo guardó en el bolsillo. Pero luego lo leyó: era una nota, y al lado, un cheque de viajes.

            La nota decía:
            “Hola. Yo no sé quién eres tú. Pero aquí te dejo este cheque de viajes: tiene dinero de sobra para que puedas viajar por todo el mundo, con todas las comodidades, alojamiento, alimentación. Sólo te pido una cosa: y es que allá donde vayas, me mandes una carta, contándome dónde estás, qué estás haciendo, qué lugares estás visitando, a qué gente estás conociendo; qué cosas estás aprendiendo, viajando a lugares donde no puedo moverme yo. A cambio de eso, te seguiré mandando cheques, para que sigas explorando el mundo. Lleva a cabo por mí, por favor, lo que yo no soy capaz de hacer”.

            El hombre contempló el cheque de viajes.

            Aquel día, partió hacia Katmandú.

lunes, 18 de noviembre de 2019

Los libros y las películas de noviembre: buenos libros eclipsados por sus (¿mejores?) adaptaciones

Siempre decimos aquello de que la adaptación cinematográfica de un libro suele ser peor que el original. ¿Y por qué?¿Precisamente, porque es el original?¿Porque en una película puedes expresar tan sólo una ínfima parte de los matices que eres capaz de desgranar en un libro?¿Influye mucho a cuál de las obras accedemos primero? No obstante, es también muy abundante el número de películas que han surgido a partir de novelas las cuales han pasado prácticamente desapercibida (recordemos "Los pájaros" o "Psicosis" antes de la adaptación de Hitchcock; o "La naranja mecánica" de Burgess, que sufrió la doble humillación de ver cómo tanto el editor como Kubrick recortaban el último capítulo -para el autor esencial- de su obra). Y, sin embargo, existen películas inmortales cuyo origen no es excesivamente conocido las cuales, sin embargo, cuando te aproximas a su génesis (por lo común después de la obra cinematográfica que las hizo famosa), se revelan fascinantes también, a veces por motivos completamente dispares a los de su adaptación. En una lista sin duda incompletísima, tenemos:

-De "Lolita" ya hablamos extensamente en su día. No es que se trate de dos historias distintas (el cuerpo general del argumento es muy similar entre la obra de Nabokov y la de Kubrick): es que la orientación que se da, y lo que Kubrick verbaliza a través de las imágenes, es radicalmente diferente de lo que -más que enseñó- insinuó Nabokov. Una razón más que ha podido contribuir a la profunda incomprensión sufrida por la obra.

-Muy adaptado a la gran pantalla fue Truman Capote. "Desayuno con diamantes" y "El arpa de hierba" se convirtieron en dos grandes películas, pero la prosa de Capote hace que ambos relatos se hagan igualmente conmovedores tanto cuando se leen como cuando se ven en pantalla. En ambos casos se captó muy bien el espíritu de la obra, aunque en "Desayuno con diamantes" comprobaremos unos cuantos cambios respecto al relato original.

-Eduardo Sacheri ha sido también un autor especialmente prolífico para el cine en los últimos tiempos. Campanella atrapó "La pregunta de sus ojos", le dio un par de vueltas adicionales, y convirtió una muy buena novela en una película fastuosa, "El secreto de sus ojos", que superó el difícil reto de ganar un Óscar. Recientemente han adaptado otra novela de Sacheri, "La noche de la usina" (que he de decir que estupenda) para transformarla en "La odisea de los giles", la cual aguardo con expectación.

-Es difícil, de una novela de Delibes, decir que la película superó al libro. Pero en el caso de "Los santos inocentes", Mario Camus altera un par de detalles que proporcionan una mayor fuerza a los hechos descritos. Si a ello le añades la música, supremas actuaciones, y la "milana bonita", todo queda muy redondo. Pero -y una vez más, siendo Delibes- vale la pena volver a la fuente original.

-"La noche del cazador", de Davis Grubb, fue una novela muy conocida en su día, y que ahora sin embargo ha caído en la noche del olvido. El impresionante actor Charles Laughton dirigió la adaptación en su momento, la cual pasó por las taquillas sin pena ni gloria para luego convertirse en una película de culto -y, al contrario de lo que ocurre en otras ocasiones, en este caso hemos de decir que con razón-. No obstante, merece la pena echarle un ojo a la novela, que se adentra en páramos donde la película (de líneas muy puras que refuerzan la carga simbólica) no tuvo capacidad de meterse.

-"El método Grönholm", escrita por el dramaturgo Jordi Galcerán, fue un gran éxito en el teatro, tanto de crítica como de público. En "El método", Mateo Gil (excelente tanto como co-guionista de Amenábar como en historias propias tales como "Blakcthorn") extrajo las ideas esenciales y jugó con el escenario y los personajes para encontrar una forma distinta de expresar un mensaje similar. Ambas muy recomendables, cada una a su manera.

-"Lo que queda del día". El reciente Nobel de Literatura Kazuo Ishiguro (nacido en Japón, nacionalizado británico) escribió una obra de lo más inglesa de la cual se hizo una muy célebre adaptación cinematográfica protagonizada entre otros por Anthony Hopkins y Emma Thompson. La mayor diferencia entre la novela -la más reconocida de su autor- y el film radica en el punto de vista subjetivo desde el que que está contada la historia, enfoque que ensalza las cualidades de su protagonista: un anticuado, clasista y rígido mayordomo que cree en el valor de las viejas tradiciones, las cuales a él mismo le han condenado a perder tantas cosas. Quizás este punto sea el más atrayente y original de la novela, pero al mismo tiempo el que más dificulta su lectura (especialmente si uno lo hace en el idioma original, como he intentado yo): el protagonista se nos vuelve tan insufrible, tanto por su carácter servil como por su modo de hablar pomposo y afectado, tan británico, que dan ganas de tirar la novela a la papelera y maldecir a todos los esclavos que se enorgullecen de su condición. Sin embargo, el empleo de la primera persona como recurso narrativo resalta de manera más destacada las contradicciones del personaje, creando matices -no mejores, sí distintos- que no se podían reconstruir en la película. Sólo por eso merece la pena echarle un vistazo.

Pero, más que nada, me gustaría conocer vuestra opinión. ¿Ha ocurrido que, al aproximaros al texto original de una película, lo habéis sentido como distinto, o habéis notado que tenía algo especial?¿Qué libros creéis que han sido injustamente eclipsados por sus adaptaciones? Espero vuestros valiosísimos comentarios.