lunes, 26 de julio de 2021

El relato del mes: Eterno retorno

Eterno retorno

<<No quisiera yo haber vivido en aquellos tiempos>>, subrayaba extasiado, en mitad de una carcajada, un jovial Julian Mankis sobre el estrado de la Asociación de Periodistas del Chicago durante la recogida del Premio al Mejor Cronista de la Ciudad de aquel año, mientras relataba la historia de ibn-Jasana, el hombre que había constituido su principal fuente de inspiración: <<Entre otras cosas>>, retomaba la historia Mankis, <<porque murió atropellado por una caravana de camellos>>. Risas entre la multitud. <<Pero, ciertamente, se trataba de un personaje fascinante>>, prosiguió. <<Aunque hijo de un camellero (quizá por eso el destino le reservó aquella irónica muerte), supo ganar los contactos suficientes entre las clases altas para situarse cerca de los más destacados dirigentes de aquel tiempo. Y, aunque sin duda alcanzó aquella preclara posición gracias al amiguismo y a las habilidades sociales desplegadas durante las fiestas, actitudes con las que los presentes no nos identificamos en absoluto>>, leve tos cómplice y cómica, nuevas risas entre un público entregado, <<aprovechó este lugar de privilegio para narrar de manera fidedigna las tramas y conspiraciones que se urdían a su alrededor, en un inmenso tapiz humano del que ibn-Jasana nos ofreció una reproducción exacta. De hecho, lo hizo de manera excepcional para la época, pues siempre buscó, como explicación para los hechos, causas y consecuencias humanas, sin atribuir los sucesos al designio de algún dios o a aquel fatalismo determinista tan propio de la época y de la comunidad islámica. Salvo, quizás, durante aquella ocasión excepcional en la que, conmovido por el relato que escuchó acerca de una lluvia roja, como producida por sangre -hoy sabemos que probablemente se debía a la influencia del polvo del desierto-, especuló con que los ominosos acontecimientos que tuvieron lugar a continuación pudieron ser augurados por este signo de pronóstico infausto. Pero incluso el cronista más incólume posee espacio, en su corazoncito, para algo de poesía, una pizca de romanticismo y un fragmento de humanidad. Salvo yo, por supuesto>>, apuró el orador la copa mientras la rendida audiencia prorrumpía en un estruendoso aplauso.

Al abandonar la gala en su flamante deportivo, Mankis se hallaba eléctrico, exacerbado por el hecho de haber alcanzado la cresta de la ola de su profesión y, por supuesto, lo que menos le apetecía era irse a la cama. Por ello, se dirigió a un lugar donde no estaba seguro de lo que se estaba cociendo, pero de lo que sí tenía certeza es que sería algo interesante: la mansión Hamilton. No iba por supuesto en busca del viejo Hamilton (cuya fortuna iba a la par con los años que cargaba a la espalda), sino del joven heredero, el apolíneo Mark Henry Jr., un chico que a la tierna edad de treinta años ya había sido bendecido con casi todas las virtudes y dichas que puede recibir un hombre y, a partir de entonces, con esa galante desenvoltura de la que hacen gala los que siempre han tenido dinero y, además, poseen la suerte de atesorar talento, se había dedicado a exprimir la vida al máximo. Filántropo, viajero, inversor, doctorado en Estudios Clásicos, con un grupo de amigos excepcionales que uno sólo puede fraguar en Eton y Cambridge (esta última opción fue una elección personal, para llevar la contraria a su oxfordiano padre), había hecho hasta sus pinitos en el teatro interpretando a un Casio bastante notable, a decir de los más inclementes críticos. Pero, como Oscar Wilde, Mark Henry Jr. reservaba el talento para sus actividades profesionales, y en su vida sólo desplegaba un derroche incesante de genialidad. Por eso, Mankis se sorprendió al hallarle en su mansión, aquel viernes por la noche, solo en medio de su salón, en compañía de una copa de vino, en medio de una tan escasamente estimulante actividad como atender a un documental de leones que ponían en la televisión, sin ninguna perspectiva de celebración o desmadre a largo de las próximas horas.

-¿Qué te ocurre, amigo mío?¿Te encuentras mal?¿Enfermo acaso? -inquirió Mankis.

-Sólo un poco melancólico -esgrimió el multimillonario-. El otro día me currió una cosa extraña.

Empezó su relato. No duró mucho, apenas unos cuantos minutos. Pero hubo un apartado que a Mankis le llamó poderosamente la atención: <<... atravesamos un desierto de roca con el jeep. En medio, empezó a caer una lluvia densa, plomiza. Nos fijamos en que ésta posería un tono rojizo. No nos atrevimos a salir del coche: tenía un tacto barroso, pesado, inquietante. El vehículo llegó a la ciudad como si le hubieran vertido una tonelada de pintura roja. Luego nos enteramos, a través del servicio metereológico, de que por lo visto se había debido a un tipo especial de lluvia ácida. Muy extraño. Ése es el tipo de acontecimientos que te hace reflexionar sobre el futuro del mundo. En general, es de esta clase de cosas que te hace pensar...>>.

Mark Henry Jr. no conocía el discurso que Mankis acababa de dar en la entrega de premios. El tono conmovido de sus palabras, además, incitaba a pensar al periodista que aquello no se trataba de ninguna clase de broma o de jugarreta, sino de una genuina meditación a partir de un hecho excepcional. Así pues, aquella extraña semejanza con la narración de ibn-Jasana, ¿constituía tan sólo una casualidad afortunada? Bien pudiera ser, meditó el periodista: bien sabemos que este tipo de fenómenos existen, y que, si bien no poseen ese poder omnímodo para modificar el argumento de una historia o el curso de una vida, como ocurre en las novelas del siglo XIX, han de atribuirse más a la aleatoriedad del mundo que a cualquier clase de maquiavélica conspiración. Así pues, Mankis no le concedió mayor importancia al hecho y, a pesar del tono meditabundo de su amigo, consiguió migrar la conversación hacia temas más agradables y mudanos.

Pero hete aquí que, un par de días más tarde, llegó la segunda coincidencia a sus vidas, y allí Mankis encontró una suerte de confirmación. En apariencia, el hecho no podía ser más anecdótico: Mark Henry Hamilton Jr. se había enamorado. Mankis era sabedor de que, para el volátil y atractivo vástago, aquello no era una novedad. Al fin y al cabo, cual Romeo atolondrado, el bello Aquiles encontraba al amor de su vida unas dos veces por semana, y se desenamoraba, sin mayores consecuencias, con la misma facilidad. Pero en aquella ocasión fue distinto. En sus ojos había un candor, un punto de fe incalculable, que no existía en ellos unas cuantas noches antes. Era como si, del cínico, el vividor, el que no se tomaba nada en serio, hubiéramos pasado al hombre que ha apostado absolutamente todas sus cartas a una causa, y sabe que ya no habrá marcha atrás. La pura fuerza de aquella pasión lo obnubilaba y, de la misma manera, perturbó el corazón de Mankis. Más aún cuando le reveló la identidad de la agraciada: se llamaba Claudia de Nó, y era descendiente de Lorente de Nó, un conocido gángster de la época en que las disputas en Chicago se arreglaban a tiros; quien, para limpiar su escudo familiar y aportarle una pátina de respetabilidad a la estirpe, se había cambiado el nombre a Lawrence de Nó, más acorde con el anglicismo imperante. Pero ahí fue donde las campañas resonaron con furia en el cerebro de Mankis y, sin apenas mediar palabra, mientras su colega de farra le detallaba absorto el sentimiento profundo de su alma, el periodista pergeñó una excusa para abandonar al heredero con sus musas y sus flores, y marchó de inmediato a la biblioteca a releer concienzudamente a ibn-Jasán.

Allí estaba, en efecto: el pasaje donde el príncipe Ahmed (personaje altivo y heroico; inspirador, entre otroa, de narraciones de <<Las mil y una noches>>, de una cautivadora película de los años 30 elaborada a base de formas chinescas, y de una simpática comedia de animación protagonizada por un dicharachero djinn), impactado todavía por el espectáculo de la lluvia rojiza, cae prendado, cual sacudido por un hechizo, de la princesa Jaida, descendiente de una tribu de bandoleros del desierto que habrían trocado el antiguo negocio por uno muy similar, el de políticos y comerciantes. El amor entre Ahmed y Jaida se presentaba como ingenuo y puro, pero oscuras fuerzas se cernían amenazadoras a su alrededor, entre otras razones por el tradicional enfrentamiento que se había desplegado entre familias. Mankis recordó que entre Lorente de Nó (contrabandista durante la Ley Seca) y el abuelo Hamilton (policía, en una época en la que se llegaba a comisario por recomendación familiar) se habían producido sus más y sus menos. ¿Era posible que aquel evidente paralelismo se debiera a algo más que a la aleatoriedad en las relaciones humanas? Sólo se le ocurría a Mankis una manera de averiguarlo, a tenor de la información de la que disponía, y por tanto se levantó, recogió la tarjeta con la invitación que le había entregado Hamilton aquella misma mañana, y se dirigió al lugar donde rezaba, para sus adentros, por no observar ninguna clase de maravilla.

La recepción de la Fundación del Patronazgo para las Ciencias de Chicago destinaría el dinero recaudado por la cena benéfica a laboratorios donde se cultivarían bacterias, y sufridos jovenzuelos se esforzarían por renovar sus becas, pero lo que desde luego no faltaba en aquel evento eran ni brillos ni oropel. Abrigos de visón antiguos alternaban con lustrosos anillos modernos, pero Mankis no se detuvo en ninguno de estos aspectos para redactar crónica alguna, sino que se dirigió a tumba abierta en dirección al ostentoso automóvil que se hallaba aparcando en la puerta de entrada, cuya portezuela se abrió para dejar paso a un exultante Hamilton Jr. acompañado del brazo de una despampanante joven de hermosos cabellos rubios recogidos en un moño, un deslubrante vestido de lentejuelas negras que dejaba al descubierto los níveos hombros, y un collar de perlas refulgentes que servían sobre todo para destacar aún más la esbeltez del hueso de su clavícula. Aunque, sobre todo, entre su bien perfilada nariz y unas cejas tan bien perfiladas como dominadoras de la situación, se abrían unos ojos enormes... y heterocrómicos: verde un irs, azul el contrario. Ya no cabía duda, se estremeció Mankis: no era posible tanta casualidad. La historia se estaba repitiendo, punto por punto, en el caso del príncipe de Ahmed y en el de su amigo Hamilton. Ya eran demasiadas notas de azar en la misma melodía. La similitud entre ambos acontecimientos se hizo aún más exacta cuando en mitad del evento de la fundación, para pasmo y aplauso de la concurrencia, la pareja anunció su compromiso, el cual sellaron (entre dos ávidas bocas) con un sensual y atropellado beso. Pero aquel momento en apariencia tan romántico, para el periodista, se trataba de un pronóstico infausto. Porque aquello significaba que, dentro de una semana exactamente, su amigo iba a morir.

No cabía duda: por más que repasara tanto las fuentes originales (siempre había que volver a ellas, recordaba Mankis para sus adentros, para así huir de las mentiras y tergiversaciones con las que otros historiadores habían construido sus carreras) como las diversas intepretaciones que sesudos eruditos habían llevado a cabo a partir de las primeras, no cabía alternativa. Todos los datos apuntaban a que, de allí a una semana, Mark Henry Hamilton Jr. fallecería asesinado bajo los puñales de la familia de su esposa, merced a una traición en la que ésta seguramente jugaba alguna clase de papel. Mankis se hallaba profundamente indignado por esta serie de circunstancias. No sólo porque nunca le había apasionado esta secuencia de acontecimientos descritos por ibn-Jasán (por muy narrativamente interesante que pudiera resultar, venía aparejado con la moraleja de que una familia de bandidos siempre será una familia de bandidos, cosa que a Mankis, por razones tanto ideológicas como personales, no le hacía gracia creer), sino porque le situaba en una encrucijada de difícil salida. ¿Debía el periodista -y amigo de la familia afectada- hacer algo al respecto? Y, de ser así, ¿cómo? Por otra parte, ¿quién iba a creerle?¿Con qué cara se presentaba ante cualquiera y le hablaba de improbables coincidencias y de enterrados cronistas musulmanes?¿Aludiría a las historias circulares de Borges, por las cuales el pasado se repite indefinidamente por idénticos o similares protagonistas?¿Mencionaría el eterno retorno de Nietszche, bajo el cual nos hallamos condenados a cometer los mismos errores los hombres, los hechos, la entera filosofía recurrente de la civilización occidental? Cuanto más lo pensaba, más absurdo se le antojaba, más inverosímil, más difícil de confrontar con ninguna otra persona, salvo quizás con la Casandra de la mitología griega de quien nadie creía sus profecías, la cual se sentíría muy empática al respecto. Aun así, Mankis se creía en la obligación moral de hablar con el joven Hamilton: a pesar del riesgo de incredulidad, de la exposición al ridículo, habían compartido demasiado y le debía demasiadas cosas como para no expresarle sus sospechas.

Por supuesto, no sólo halló incomprensión. Recibió mofa, befa, y hasta descalificaciones personales. El heredero de la fortuna de los Hamilton se lo tomó primero a broma. Pero luego, al darse cuenta de que Mankis acusaba al amor de su vida, ¡a su prometida!, de traición en potencia y de complicidad en su asesinato, el joven millonario estalló. Le acusó de tenerle envidia, de haber caminado siempre a su sombra, de sentirse celoso y pretender ahora ahogar su felicidad para ocultar su propia amargura de patética plumilla, el cual siempre permanecería solo, embebido en su ruin mezquindad. Mankis abandonó la casa de su amigo no sorprendido (ya había augurado el desenlace de la reunión, en forma de fracaso, desde antes de entrar en la mansión), pero sí dolido por las palabras tan abruptas y desabridas que le había dirigido su amigo. Aunque no sabía si ese último término era ya válido para utilizar.

No obstante, había una cuestión que a Mankis le intrigaba sobremanera. ¿Por qué ella? Era evidente, a la luz de los textos que investigaba, que la princesa Jaida (Claudia de Nó 
en una ¿reencarnación? posterior) había tenido algo que ver en las malvadas maquinaciones de su clan, al menos en la parte final de las mismas. Pero, ¿por qué lo había hecho? Su amor asemejaba -entonces y ahora- sincero. Ella sólo tenía que perder con la muerte de su amado. ¿Qué la conducía entonces a participar en la conjura?¿Era verdad al final que, después de todo, la fuerza de la sangre siempre tira, por encima de cualquier otra consideración? Mankis se negaba a aceptarlo. Pero sólo existía una insensata manera de desentrañarlo. "De perdidos al río", meditó para sus adentros, y se dirigió a preguntárselo directamente a la interesada.

La vivienda de los De Nó era una inmensa casita de muñecas con figurines articulados a escala 1:1, sapicada de lámparas de araña, nervaduras de oro apuntalando vigas, remaches de plata en los cuidadísimos detalles, y tacitas de delicada porcelana que parecían estar a punto de saltar en un baile coreografiado al igual que la vajilla del príncipe Ahmed en aquella película de animación que le dedicaron (¿o se trataba de otro film?). Hasta la servidumbre daba la facha de un conjunto orquestado de autómatas, prestos a aparecer ipso facto ante a la llamada del señor. En este ambiente del siglo XVIII, la imagen de la bellísima Claudia de Nó, con sus tatuajes a la espalda, sus cabellos tintados de rubio, y su vestido de corte vintage con puntillitas y transparencias oscuras alrededor de los hombros, constituía la quintaesencia de la modernidad que ha conquistado e incorporado lo antiguo, como una estrella de rock apalancada en un palacio de rancio abolengo. Sin embargo, a pesar de sus exquisitos modales y su bien medida cortesía, Mankis supo apreciar, en el trato de aquella mujer en apariencia inaccesible por las preocupaciones mundanas, un punto de íntimo pavor. Fue el ligero temblor con el que sostuvo la taza de etérea porcelana lo que le llevó a Mankis a escrutar con detenimiento cada milímetro de la superficie de la habitación hasta encontrar un objeto que a la pulcra dama, en su nerviosismo, se le había pasado ocultar: un test de embarazo. En cuanto lo avistó, volvió los ojos hacia ella, quien agachó la cabeza, tan avergonzada como temerosa. Mankis supo que era el primero que descubría aquel secreto, unos pocos minutos después de ella misma. Sin embargo, en aquel momento lo entendió todo: esto explicaba por qué una pareja tan bien avenida, tan cómplice en sus manifestaciones públicas (y, según decían, privadas; tanto que los que se hallaban alrededor durante sus arranques de fogosidad tenían que marcharse antes de que la cosa pasara a mayores), de repente se iba a romper de manera irreversible, y ella iba a consumar la traición de apuñalarle entre los hombros. Porque ahora, ambos eran dos pero, en cuanto entrara en juego esa tercera persona, ella pasaría a ser dos también, pero con otro ser. Y entonces (sin duda chantajeada por su propia familia, que se enteraría pronto del secreto que hasta aquel momento tan escrupulosamente guardaba) se vería obligada a ceder. y a anteponer la vida del niño a la del amor que lo había concebido, para darle muerte en una orgía de sangre y violencia. Mankis no pudo juzgar a aquella mujer, igual que no podía valorar aquella intempestuosa pasión que a ambos amantes estaba abocando a la degeneración y la violencia y por ello, sin decir nada más, abandonó aquella casa en silencio, arrostrando miles de dudas sobre cuál era el mejor paso que podía efectuar a continuación.

La boda (tan rauda como inesperado el compromiso; y Mankis sabía, al contrario de lo que vituperaban las malas lenguas, que no se debía a un embarazo el cual, en el momento de anunciar el enlace, desconocían: sino a un prístino, arrebatador, trágico amor envuelto en llamas) se celebraba aquel domingo en una iglesia presbiteriana que constituía un buque insignia de la ciudad, a pesar de la oposición de la católica familia de la novia. Mankis estaba oficialmente invitado aunque, después del incidente que había tenido con el joven Hamilton poco tiempo antes, sabía que su presencia no sólo sería de mal gusto, sino aborrecida. Sin embargo, el periodista tenía la necesidad de acudir, de presenciar, de estar allí, quizás para hacer algo o (si al final la predestinación, algo en lo que ibn-Jasán en el fondo creía, se acababa imponiendo de manera inexorable) al menos para ser testigo de los hechos. La novia, hay que decirlo, estaba radiante en su vestido blanco, tan virginal como estimulante para la imaginación; un trémulo movimiento de emoción se apreciaba en los labios, gesto que la concurrencia atribuyó a la felicidad, pero sólo Mankis era consciente de que aquellas lágrimas no eran de alegría. Lo cierto es que se respiraba una calma tensa en el ambiente, como si en cualquier momento fuera a acontecer una desgracia. La manera en que se desarrollaba todo por el carril previsto era tenida más por una inminencia de desastre que como la consecuencia de una ceremonia bien organizada. Cuando al final se pronunció el "sí, quiero", y la pareja se entregó un trémulo beso en los labios que sonó a despedida, ambos se cogieron del brazo y desfilaron hacia la salida. Mankis sentía que caminaban en cámara lenta hacia un Ragnarok del que sólo él era consciente, pero cuyos signos podían, como las profecías de Casandra, intuirse desde hacía mucho.

La multitud salió al exterior. Momento de fotos en mitad de las escaleras: con toda la pompa y el boato que dos grandes familias de la aristocracia local podían ofrecer. Mankis se había colocado al pie de las grandes escalinatas de mármol, casi al límite del borde entre la calzada y la acera, con el objetivo de ver el conjunto con cierta perspectiva: divisar cada uno de los actores en el conflicto, localizar patrones y hasta, si era posible, ser capaz de prever acontecimientos medio segundo antes de que acaecieran. En todos los microambientes de aquel cuadro de Rembrandt se respiraba felicidad -hasta en el rostro del novio, pasados los nervios, cual exitoso Paris tras conseguir el mayor logro de su vida-, salvo alrededor de la figura de la novia, lívido su rostro en un blanco céreo, como si acabara de ver llegar a la muerte en Damasco. Y tal vez la vio, conforme el anciano Lorente de Nó (ahora Lawrence) se aproximaba a la feliz pareja. Mankis se envaró: ¿era éste el momento que aguardaba? Agitó la cabeza con incredulidad: no era posible que un hombre tan mayor alzara el puñal mortificador; aunque sí que resultaba más factible que realizara el gesto que incitara a los asesinos a ejecutar su macabra misión. El provecto De Nó saludó primero a la pareja y luego se volvió hacia el resto de la concurrencia para enunciar unas palabras. Mankis casi pudo deletrearlas en los labios con él, porque ya las había leído en alguna otra parte: "Toda mi vida se ha  dicho que mi familia ha sido una de ladrones, cuatreros, asesinos... Me han dicho que las personas no cambian. Y tenían razón". Ahí, sin embargo, hubo un silencio: algo más, se produjo una pausa. Y, después, la música cambió. "Pero el hijo que salga de la unión de esta feliz pareja será distinto: él no será un ladrón". Mankis sintió como si le hubiera atravesado un rayo: de repente, fue como si se cayera el telón y se desarmara la tramoya. La historia (la Historia) había cambiado: el relato ya no se desarrollaba del mismo. Mankis se sintió sobrecogido ante la verdad que le había sido revelada: el mundo no era un mecanismo de relojería ineluctable y preciso; el libre albedrío constituía algo más que una entelequia; las personas tenían la posibilidad de enmendar sus errores, de corregirse y cambiar. Fue como si un rayo se sol se abriera paso entre las opacas nubles e iluminara el semblante de los presentes, hasta el de la novia, a quien le había mudado de la cara el color para presentarse con la lozanía de quien sabe que tiene, delante de sí, todos los días de la primavera. Fue tanto el alborozo que cundió entre el gentío, tan altos se desplegaron los gritos de júbilo y algarabía, que por ello Mankis tardó un segundo de más en escuchar la bocina que le increpaba desde su derecha. Así que sólo cuando se volvió (una décima de instante demasiado tarde) fue cuando el historiador comprendió que en algunas ocasiones la historia rima, sí, pero que nunca se fija en los mismos personajes ni idéntica perspectiva; que algunos cuentos no son los que protagonizan el príncipe o el califa, sino un mísero vagabundo, o un irrelevante cronista oficial; y que, en este eterno retorno, las cosas que se repiten no son necesariamente aquellas en las que nos fijamos los espectadores ajenos, ni mucho menos las que observan ensimismados los que se hallan en el vórtice de la acción. Todo eso le pasó por la cabeza antes de que el camión que circulaba a intrépida velocidad por la calle se saliera por la acera y le arrollara, con el mismo ímpetu y resolución que una caravana de camellos.


lunes, 19 de julio de 2021

El libro del mes: "La cosa esa y otros monztruos"

Los "monztruos" ya están empezando a invadir a las casas. La prueba es esta imagen: ha llegado "la cosa esa" al hogar de unos amigos, ha debido de comerse alguna palabra en mal estado... y ha dejado el pasillo así, lleno de letras sueltas.


¡Hola a todos! Me llamo Emilio y sin duda me recordaréis de aquella ocasión en que en este blog os estuvimos dando la brasa con el libro que he coescrito en colaboración con Cristina Sendra, el cuento infantil "La cosa esa y otros monztruos" (de la editorial Libros.com, ilustrado por Celeste Mür y corregido por Miriam Villares). En efecto, los monztruos ya están arribando a vuestras moradas, por tierra, mal, aire, alcantarilla o tubo al vacío. A los mecenas os ha tenido que llegar un correo preguntándoos a cuál de vuestras mansiones queréis que os envíen los ejemplares de "La cosa esa y otros monztruos". Si no lo albergáis en alguna de las carpetas, avisadnos porque ya sabéis que los monztruos son muy despistados, y es probable que haya que avisar al monztruo que reparte el correo antes de que devore los paquetes.

A los que en en su momento no pudisteis apuntaros en la campaña de crowdfunding, por cualquier motivo, no pasa nada. Si queréis conseguir ejemplares en papel de este superlibro que entretiene a pequeños y mayores, sólo tenéis que entrar aquí para reservar vuestro trocito de felicidad: https://bit.ly/3hSNMar. Próximamente, además, podréis contar con la posibilidad de conseguir también el ebook porque, aunque creemos que es un libro muy para jugar con él en las manos, entendemos que existen toda clase de gustos y los textos digitales también nos encandilan.

En cambio, si -como nosotros- sois amantes de las librerías tradicionales, podéis acudir a vuestro establecimiento habitual y preguntarles por nuestro libro: le decís el nombre de la editorial y del volumen, y ellos harán que viaje volando hacia donde os encontréis.

Por otra parte, si conocéis a alguna persona (quizás vosotros mismos), niño, biblioteca, asociación o peña de petanca que creáis que necesita urgentemente este libro pero no puede permitírselo, no os preocupéis. Hablad con nosotros, porque los que amamos la lectura tenemos que ayudarnos entre nosotros, y siempre hay hueco para un ejemplar suelto y bienintencionado en buscar de un hogar.

Pasadlo "monztruosamente" con vuestros nuevos amiguitos.

lunes, 12 de julio de 2021

La historia corta de julio. Historias del metro (18): "Lo observó mi musa"

 Historias del metro (18)

Lo observó mi musa

Viernes tras viernes, a la hora de comer, de vuelta a casa tras el trabajo, los avisto. Están en uno de esos pasillos que ven pasar riadas inconmovibles, alternadas con periodos de silencio, como un cruce de semáforos. Sentados, no destacan hasta que te preguntas de donde viene la música. Es un hombre el que toca, sentado en un pequeño taburete, con un atril que sujeta pentagramas llenos de líneas para mí indescifrables. Acaricia las cuerdas del violín (el instrumento en particular no descuella por su apariencia), el cual suena… afinado. A su lado, una mujer, de su misma edad, o similar, compartiendo arrugas y apenas un metro cuadrado de una estación suburbana. Su esposa -piensas-, que le acompaña allá donde él va, por amor, por obligación, por no quedarse sola, ¿quién sabe? Allí están los dos: él ligeramente volteado, dando la espalda a su compañera, quien mira con tristeza a los viajeros que pasan. Eso es lo que me transmiten: agotamiento, tristeza, pesadumbre, hastío, a pesar de ser capaz de tocar un instrumento difícil, de esgrimir notas y hacerlas volar por encima del rebaño, provocando que éstas lluevan para empapar hasta el fondo del alma de algunos de los que pasan sin ver. Quizá me gustaría conocer su historia, pero tengo prisa. O me da miedo saberla.

 


jueves, 1 de julio de 2021

La historia real de julio: Nepal y yo

Hace muchos, muchos años, en mi familia reproducíamos con asiduidad un viejo chiste privado. Todo partió de una noticia según la cual, en Madrid (un lugar muy lejos de la Almería donde entonces habitábamos), un juez había mediado una disputa entre una señora que quería sentarse en un banco del parque, y una vagabunda que dormía en él y le había impedido a la primera sentarse. El juez -seguramente sin ganas de discutirle a la mendiga la autoridad de su pequeño mundo- dictaminó que la estancia durante un largo período en un emplazamiento concreto equivale a la posesión y que, por tanto, el banco del parque era propiedad de la vagabunda. Regocijados y entretenidos por el veredicto, en mi familia teorizábamos con la idea de viajar a Nepal, sentarnos en uno de los escalones de los largos caminos de subida necesarios para el acceso a los templos, aguardar el tiempo suficiente y, con la autoridad que emanaría de los muchos meses apoyados sobre nuestras posaderas, cobrarle el equivalente de un euro a cada uno de los muchos creyentes que cada día ascendieran o bajaran por las escalinatas. Era nuestro sueño anhelado, el retiro ideal: vivir de sentarse en unas escaleras, disfrutando del aire puro, de la espiritualidad religiosa, y de la paz del entorno. Porque, ¿qué demonios puede pasar en un país como Nepal?

Patio interior de un templo nepalí. Todas las fotografías de este post son del autor

Unos años después, nos llegó una estremecedora noticia de la que hace poco se cumplieron 20 años: el príncipe heredero de Nepal, enfadado con su madre porque no le permitía casarse con la mujer que amaba, había tomado una ametralladora de uno de sus guardaespaldas y se había cargado a su madre, a su padre, a su prometida, a varios de sus guardaespaldas y hasta a once miembros de la familia real, percance en el que el autor había resultado muerto él mismo. El crimen sacudió el país, y muchos de su coletazos aún perduran. Hace tiempo (más adelante comentaré por qué) tuve la oportunidad de visitar el antiguo palacio real de Nepal. Un lugar curioso, con todo el boato que podía ostentar una monarquía después de todo tercermundista -el palacio, de hecho, ofrecía un cierto toque kitsch, fruto de la remodelación que sufrió durante los años 70-, en cuyo jardín habían dejado sin reconstruir el lugar donde tuvo lugar el acto violento. Hay que reconocer que los nepalíes habían logrado un curioso equilibrio entre pretender homenajear a los fallecidos, mantener lo que sin duda era un lugar de interés histórico y turístico, y al tiempo no exhibir de forma llamativa los aspectos más sensacionalistas del asunto: unos carteles señalan los lugares donde cayeron los muertos, pero el lugar se mantiene con austera sobriedad, las fotografías, por lo que recuerdo, están prohibidas (escribo de memoria buena parte de los detalles de esta personal crónica, así que me perdonaréis alguna inconcreción o errata), y en general el trayecto se realiza en un sepulcral y respetuoso silencio.

El antiguo palacio real de Nepal. Del moderno (donde tuvo lugar la tragedia) no poseo fotografías, pues no nos estaba permitido tomarlas.

El recorrido por el infausto jardín es, en el fondo, el réquiem final por una institución que ya no existe. Poco después del incidente, ante la muerte de los herederos de la casa real nepalí, un tío del príncipe heredero asumió la corona. El tío, de hecho, en un momento determinado, derrocó al gobierno elegido por el parlamento y puso el país bajo la ley marcial. Lo cierto es que mucha rumorología apunta a que el famoso episodio del príncipe heredero no fue sino una cortina de humo para efectuar un golpe de estado orquestado por el futuro soberano para apoderarse del país. En esta tragedia propia de Hamlet, y durante un período muy tenso, la guerrilla maoísta que desde hacía tiempo se hallaba combatiendo en las montañas de Nepal ganó fuerza y simpatía popular, y al final se hizo con el control del estado. Con el tiempo, el país ha adquirido una nueva constitución y ha recuperado la paz social, aunque quizás no sea todavía el paraíso idílico que se había dibujado en nuestra imaginación en el pasado. Los tiempos de soñar en vivir de sentarse en las escaleras, seguramente, no volverán.

Plaza Durbar (la plaza principal de Katmandú, la capital de Nepal), invadida perennemente por las palomas.

Un tiempo más tarde, llegaron nuevas noticias de Nepal. En este caso, más cercanas y personales. Una familiar se casaba con un nepalí. Y, por supuesto, la boda tenía que ser en Nepal: además, del modo tradicional. Este último implicaba ocho días de celebración, aunque por lo visto iban a reducirlo a tres. Una pre-fiesta en Katmandú, un evento -dos días después-, también en la capital (el cual constituiría la boda propiamente dicha), y luego una tercera ceremonia que se celebraría en el pueblo natal de la familia del novio y que implicaba un acto ritual durante el que entre otras cosas se cocina un pescado (al final, por lo visto, milagros de la modernidad, era posible sustituir esto último por pagarle a alguien para que lo haga, cosa que fue lo que acabó ocurriendo). La familia de la novia, ubicada en localizaciones tan dispares como el Alto Aragón y Madrid, fue invitada a las dos primeras secciones de la celebración, mientras que la tercera se preveía un poco más recogida, en parte debido la dificultad de los medios de transporte. Aunque gente curtida en viajes, había que reconocer que la idea de que un grupo de hispánicos nos encontráramos en mitad de Katmandú resultaba tan exótica como una panda de samurais en la Puerta del Sol, o la estampa de Paco Martínez Soria recién llegado a la gran ciudad en una película de los años 60; pero a pesar de todo (o precisamente a causa de ello), el reto nos entusiasmaba tanto que teníamos claro que no nos lo podíamos perder. Así que hacia allá partimos.

Muestra típica de comida nepalí

Llegamos por distintas vías de comunicación y a través de diversos trayectos. En particular, mi chica y yo efectuamos antes un acelerado periplo por la India que incluyó Varanasi (Benarés), Khajuraho, Agra, Nueva Delhi y una gastroenteritis por cabeza. Estuvimos a punto de perder los zapatos en un templo sij y tuvimos la ocasión de comprobar que la comida india de verdad no es como la de los restaurantes: en Oriente, los platos que se supone que son útiles cuando no te apetece regodearte en el picante, por supuesto, abrasan las papilas gustativas sin la menor clase de piedad. Desmentimos la idea de que los indios conducen por la izquierda (en realidad el sentido, y por supuesto los carriles, son una religión que no piensan adoptar nunca), y verificamos la célebre hospitalidad de los humildes por la cual una familia nos ofreció comida durante el viaje en uno de los míticos ferrocarriles indios. Cuando llegamos a Katmandú ya estábamos curados de espanto, a pesar de lo cual coincidimos con las impresiones de viajeros pretéritos -algunos de ellos, decimonónicos- respecto a que la ciudad será muy bonita el día que terminen de construirla. Cosa que resulta imposible porque entre los terremotos que provocan que la mitad de los edificios estén en ruinas, la perenne pobreza del país, y un cierto gusto de los nepalíes por lo caótico, damos por descontado que la ciudad seguirá durante los próximos años apenas sin asfaltar, con sus calles levantando polvo a causa del tránsito entrecruzado de hombres, motos y bestias. De todos modos, es un lugar muy interesante para quien gusta de disfrutar de "lo auténtico" (eso que nunca existe, pero que puede aproximarse hasta cierto grado), y contemplar la mezcla de hippies desfasados, montañeros, turistas embobados y elementos locales conviviendo sin molestarse los unos a otros.

La vida se abre camino, o simbiosis entre naturaleza y edificios en Katmandú.

El primer evento fue bien, chistoso y divertido, con todos los invitados vestidos a la manera nepalí, como mandaba la etiqueta. Entre otras cosas, todo transcurrió sin contratiempos porque la novia (mis aplausos para ella) había aprendido nepalí a una velocidad extraordinaria y se le daba muy bien organizar al personal de acuerdo a la idiosincrasia local. También tuvimos que dar las gracias a Flora, Fauna y Primavera, tres simpáticas componentes de la familia del novio -cuyos nombres nunca supimos, de ahí que las denominemos como a las madrinas de la Bella Durmiente- que echaron una mano a las mujeres españolas en la difícil misión de colocarse de manera adecuada esas prendas de vestir denominadas saris (doy fe en que hay que hacer un máster avanzado para ponérselas). Aunque si creíamos que con esto acababan las incidencias a lo largo de la boda, nos hallábamos muy equivocados.

La pre-boda (o primera ceremonia). Me disculparéis si, de todas las fotos del enlace de las que dispongo, coloco las más impersonales, desenfocadas y multitudinarias que tengo a mano, con el objetivo de preservar la intimidad de los participantes.

El plato fuerte se reservaba para la segunda celebración. Punto primero: aprendes que organizar una boda es cuestión de toda la familia. Tanto que, durante el desayuno del día anterior, nos encargaron una misión: "Necesitamos un voluntario", indicó el padre de la novia, "para ir a buscar el pastel junto a Sadam Husein". Para los que hemos vivido desde la televisión dos guerras de Irak, el nombre no deja de trastocar todas tus concepciones mentales (por supuesto, me presenté voluntario en cuanto averigüé la naturaleza de la misión). Resulta que Sadam era un pariente del novio -aunque la familia era mayoritariamente hinduista, había cierta sección musulmana-, el cual no tenía la culpa de que sus muy comunes nombre y apellido coincidieran con los de uno de los dictadores más conocidos en los últimos tiempos. Pronto, sin embargo, los cometidos se multiplicaron. A varios de los primos de la novia les encargaron que se hicieran responsables de "la parte del jarrón". Esta sección consistía en que el novio tenía, durante cierto momento de la ceremonia, que intentar atrapar un jarrón que sus "nuevos primos" tratarían, de manera fingida, de escamotearle: en suma, era una manera tan jocosa como cualquier otra de indicar que había entrado a formar parte de las bromas y pullas bienintencionadas habituales en toda familia. Asignados cada uno a sus tareas, llegó el gran día. En esta ocasión, Flora, Fauna y Primavera se reencarnaron en unas amabilísimas camareras de hotel que, sin necesidad de compartir con las españolas ninguna clase de idioma común, flotaron cual pajaritos alrededor de las muchachas hispanas para conseguir que los saris se mantuvieran en su sitio. Cumplida esta primera cuestión, fuimos al lugar de la boda. Quizás es momento de extendernos sobre algunos detalles de la ceremonia.

Llegada del cortejo nupcial

Lo primero de todo es que la familia del novio arriba al lugar donde se celebra el show (digo, el asunto), a cuya puerta aguarda el padre de la novia -lo sé porque una de las funciones improvisadas que me tocaron ejercer aquel día fue la de traductor oficial del mismo mientras no llegara alguien que pudiera transmitirle los mensajes en inglés al español-. Dicha llegada familiar es una especie de fantástico desfile triunfal sin mucho orden ni concierto, lleno de música, color y, sobre todo, vestidos fastuosos. Uno podría tener dudas sobre quiénes son los novios en una boda india porque todos los trajes son espectaculares: hasta que los ve, momento en el que le queda claro, porque son más rutilantes todavía. Aquí tenemos que expresar una cierta diferencia cultural entre los dos mundos que nos ocupan. En algunas civilizaciones, la moda es minimalista: menos es más; en la India y Nepal, se han quedado en el barroco: más es siempre más. A aquella exhibición sólo le faltaban los elefantes. De todas maneras, en aquella boda hubo una particularidad especial: resultó que durante el segundo evento, la mayor parte de los occidentales vestíamos ropas tradicionales, mientras que los nepalíes llevaban puestos trajes y corbatas. Fusión cultural así no la encontráis ni en un restaurante de lujo. Después del desfile exterior, la multitud penetra en el recinto donde se celebra la boda, cada familia por un lado, de tal manera que ambos grupos humanos (con los contrayentes como punta de lanza) se encuentran en la parte superior de unas escaleras donde confluyen novio y novia junto a un séquito de acompañantes, en un gesto que simboliza la unión de los futuros cónyuges y de sendas colectividades. Creo que estaría prohibido (o, al menos, sería de mal gusto) sentarse en las escalinatas y cobrar un euro a los participantes, aunque si lo hubiéramos llevado a cabo nos hubiéramos puesto las botas. Terminado el proceso del encuentro de los novios, comienza la ceremonia propiamente dicha.

Encuentro de los novios en las escaleras. Como podéis apreciar de las vestimentas, ninguna boda nepalí es sencillita ni minimalista.

Hay dos cuestiones que incrementan la confusión en una boda nepalí. En un enlace occidental, primero tiene lugar la boda propiamente dicha, luego el convite y al final el baile. En la celebración nepalí, las tres fases tienen lugar simultáneamente (por tanto, mientras los novios están a lo suyo, hay quien disfruta con su sufrimiento, hay quien baila, y hay quien se aproxima a la mesa a deglutir a ambos carrillos). La segunda cuestión se refiere al oficiante, que en nuestro caso era un hombre, acompañado de dos mujeres mayores las cuales iban repartiendo marrones (o tareas) al primero que veían, y que eran quienes designaban las líneas maestras de la ceremonia, aunque de vez en cuando se contradecían. A buena parte de los congregados les se les adjudicó un rol -o, mejor dicho, una misión-. Mi chica tuvo que reunir a cuatro mujeres casadas de la familia para un extraño ritual que incluía colocarse un cuenco relleno de cosas en la cabeza. El primo de la novia asignado a la ceremonia del jarrón la dirigió con tanto celo que, durante unos minutos, temimos que los prometidos no llegaran a casarse. El padre de la novia y su futuro yerno tuvieron durante un tiempo que obedecer extrañas consignas del oficiante que requerían trasvase de líquidos y variadas ofrendas. A mí (liberado ya de las labores de traductor, una vez la novia se incorporó a la parte religiosa del asunto) me tocó a continuación participar en una insólita invocación a la cosecha en la que seis nepalíes, el padre de la novia y yo tuvimos que golpear el extremo de un palo sobre un cuenco para simbolizar el aplastamiento del arroz para obtener harina. Como podéis constatar, la cosa estaba como para aburrirse.

Ceremonia de aplastamiento de arroz en un cuenco. En algún lugar ahí atrás, supuestamente, estoy yo.

Lo sorpredenten es que, mientras hacíamos todo esto, la boda seguía su curso. Yo participé en el rito del palo, me fui en un coche a buscar el pastel -por lo visto Sadam Huseim iba en el auto, aunque en aquel momento pensaba que le habíamos perdido., volvimos sin saber lo que había que hacer con la tarta (descubrimos que, sobre este dilema, la familia nepalí estaba tan perdida como nosotros, lo cual desconozco si nos unió o nos distanció culturalmente) y, mientras tanto, a la novia siguieron pidiéndole que hiciera cosas cada vez más complicadas. De lo poco que entendí de la ceremonia, debe de haber un cierto interés en hacer sufrir hasta el límite de sus fuerzas a la contrayente del enlace, por motivos que desconozco. Aun así, ella aguantó con relativa entereza un proceso que duró numerosas y largas horas hasta que, en un momento determinado, supongo que asumieron que no iba a rendirse y la soltaron. Ya de manera más distendida, como digo, se sucedían a la vez el convite y al baile. Al respecto de este último, he de decir que no soy muy fan de "Paquito Chocolatero", pero ver a unos nepalíes bailar esta canción no tiene precio. Sobre esta última, y a pesar de su gran desaparpajo, los asiáticos decían que el problema de las canciones españolas es que no entendían las letras, lo cual me producía una sonrisilla al recordar las coreografías de Bolllywood que los españoles habíamos efectuado de manera bastante jocosa en el primer evento. Lo más curioso del banquete -y aquí reenganchamos con la parte política- es que, en Nepal (como en otras partes del mundo; yo mismo participé en Túnez en una boda en la que sólo conocía a una amiga de los contrayentes), la cuestión de los invitados es bastante laxa. No llegaron hasta el punto de invitar a todo el pueblo de la familia al ágape, como he visto que ocurre en algunas localidades pequeñas, pero se considera que la gente entra y sale de las bodas con relativa facilidad. Por ejemplo, el lado musulmán de la familia solamente hizo acto de presencia durante un tiempo. Como el novio pertenecía a la casta de los guerreros -una de gran consideración social-, allí en nuestra gran boda nepalí había también un cierto número de políticos. Hasta creo recordar que el Primer Ministro se pasó a saludar. Fue curioso observar cómo el padre de la novia departía con ellos: él no sabía nepalí, ellos no hablaban castellano, y el dominio de ambos contendientes del inglés era bastante relativo. Pero ya conocéis la innata capacidad de comunicación del ser humano, más si es español, y más en las bodas. Sobre lo que conversaron los antiguos guerrilleros maoístas de las montañas, ahora reconvertidos en congresistas, con un individuo nacido en Castilla que ha estado tanto en el ejército como en una comuna (y sin duda no desentonaba en ninguno de los dos ámbitos), sólo podemos especular.

Fase de baile, fotos, "vivan los novios" y demás excesos que sigue a toda ceremonia de boda.

Nepal es un país que tiene muchos problemas. Pobreza, un pasado de inestabilidad política que esperemos haya quedado atrás, terremotos... Puedes adorar sus ancestrales tradiciones, la belleza de sus montañas y la riqueza de su cultura a la vez que lamentas la forma en que la contaminación ensucia sus ríos o que los problemas de la globalización y el cambio climático amenazan la esencial industria del alpinismo. Por otra parte, no tengo queja con respecto a los nepalíes: prácticamente todos los que conocimos, tanto de lejos como de cerca, familia política o no, se portaron de una manera encantadora y cordiabilísima con nosotros, pese a que sin duda las diferencias culturales hacen que tengamos perspectivas distintas sobre muchas cosas (aunque, qué queréis que os diga: entre el caos mediterráneo y el nepalí, no veo demasiadas diferencias; quizá por eso nos parecen tan divertidos, y no tan lejanas sus tradiciones). Un país tan lleno de contradicciones y paradojas merece la pena. Yo he querido compartir con vosotros la manera en que éste ha entrado en mi vida, a múltiples niveles, entrecruzándose la esfera política y la familiar. A cada uno nos ocurre algo parecido con uno o dos lugares distintos. Espero que los vuestros os deparen tantas alegrías como a mí.

Una porción del Himalaya saludándonos desde la ventanilla del avión.