Eterno retorno
<<No
quisiera yo haber vivido en aquellos tiempos>>, subrayaba extasiado, en
mitad de una carcajada, un jovial Julian Mankis sobre el estrado de la
Asociación de Periodistas del Chicago durante la recogida del Premio al Mejor
Cronista de la Ciudad de aquel año, mientras relataba la historia de
ibn-Jasana, el hombre que había constituido su principal fuente de inspiración:
<<Entre otras cosas>>, retomaba la historia Mankis, <<porque
murió atropellado por una caravana de camellos>>. Risas entre la
multitud. <<Pero, ciertamente, se trataba de un personaje
fascinante>>, prosiguió. <<Aunque hijo de un camellero (quizá por
eso el destino le reservó aquella irónica muerte), supo ganar los contactos
suficientes entre las clases altas para situarse cerca de los más destacados
dirigentes de aquel tiempo. Y, aunque sin duda alcanzó aquella preclara
posición gracias al amiguismo y a las habilidades sociales desplegadas durante
las fiestas, actitudes con las que los presentes no nos identificamos en absoluto>>,
leve tos cómplice y cómica, nuevas risas entre un público entregado,
<<aprovechó este lugar de privilegio para narrar de manera fidedigna las
tramas y conspiraciones que se urdían a su alrededor, en un inmenso tapiz
humano del que ibn-Jasana nos ofreció una reproducción exacta. De hecho, lo
hizo de manera excepcional para la época, pues siempre buscó, como explicación
para los hechos, causas y consecuencias humanas, sin atribuir los sucesos al
designio de algún dios o a aquel fatalismo determinista tan propio de la época
y de la comunidad islámica. Salvo, quizás, durante aquella ocasión excepcional
en la que, conmovido por el relato que escuchó acerca de una lluvia roja, como
producida por sangre -hoy sabemos que probablemente se debía a la influencia
del polvo del desierto-, especuló con que los ominosos acontecimientos que
tuvieron lugar a continuación pudieron ser augurados por este signo de
pronóstico infausto. Pero incluso el cronista más incólume posee espacio, en su
corazoncito, para algo de poesía, una pizca de romanticismo y un fragmento de
humanidad. Salvo yo, por supuesto>>, apuró el orador la copa mientras la
rendida audiencia prorrumpía en un estruendoso aplauso.
Al
abandonar la gala en su flamante deportivo, Mankis se hallaba eléctrico, exacerbado
por el hecho de haber alcanzado la cresta de la ola de su profesión y, por
supuesto, lo que menos le apetecía era irse a la cama. Por ello, se dirigió a
un lugar donde no estaba seguro de lo que se estaba cociendo, pero de lo que sí
tenía certeza es que sería algo interesante: la mansión Hamilton. No iba por
supuesto en busca del viejo Hamilton (cuya fortuna iba a la par con los años
que cargaba a la espalda), sino del joven heredero, el apolíneo Mark Henry Jr.,
un chico que a la tierna edad de treinta años ya había sido bendecido con casi
todas las virtudes y dichas que puede recibir un hombre y, a partir de
entonces, con esa galante desenvoltura de la que hacen gala los que siempre han
tenido dinero y, además, poseen la suerte de atesorar talento, se había
dedicado a exprimir la vida al máximo. Filántropo, viajero, inversor, doctorado
en Estudios Clásicos, con un grupo de amigos excepcionales que uno sólo puede
fraguar en Eton y Cambridge (esta última opción fue una elección personal, para
llevar la contraria a su oxfordiano padre), había hecho hasta sus pinitos en el
teatro interpretando a un Casio bastante notable, a decir de los más
inclementes críticos. Pero, como Oscar Wilde, Mark Henry Jr. reservaba el
talento para sus actividades profesionales, y en su vida sólo desplegaba un
derroche incesante de genialidad. Por eso, Mankis se sorprendió al hallarle en
su mansión, aquel viernes por la noche, solo en medio de su salón, en compañía
de una copa de vino, en medio de una tan escasamente estimulante actividad como
atender a un documental de leones que ponían en la televisión, sin ninguna
perspectiva de celebración o desmadre a largo de las próximas horas.
-¿Qué
te ocurre, amigo mío?¿Te encuentras mal?¿Enfermo acaso? -inquirió Mankis.
-Sólo
un poco melancólico -esgrimió el multimillonario-. El otro día me currió una
cosa extraña.
Empezó
su relato. No duró mucho, apenas unos cuantos minutos. Pero hubo un apartado
que a Mankis le llamó poderosamente la atención: <<... atravesamos un
desierto de roca con el jeep. En medio, empezó a caer una lluvia densa,
plomiza. Nos fijamos en que ésta posería un tono rojizo. No nos atrevimos a
salir del coche: tenía un tacto barroso, pesado, inquietante. El vehículo llegó
a la ciudad como si le hubieran vertido una tonelada de pintura roja. Luego nos
enteramos, a través del servicio metereológico, de que por lo visto se había
debido a un tipo especial de lluvia ácida. Muy extraño. Ése es el tipo de
acontecimientos que te hace reflexionar sobre el futuro del mundo. En general,
es de esta clase de cosas que te hace pensar...>>.
Mark
Henry Jr. no conocía el discurso que Mankis acababa de dar en la entrega de
premios. El tono conmovido de sus palabras, además, incitaba a pensar al
periodista que aquello no se trataba de ninguna clase de broma o de jugarreta,
sino de una genuina meditación a partir de un hecho excepcional. Así pues,
aquella extraña semejanza con la narración de ibn-Jasana, ¿constituía tan sólo
una casualidad afortunada? Bien pudiera ser, meditó el periodista: bien sabemos
que este tipo de fenómenos existen, y que, si bien no poseen ese poder omnímodo
para modificar el argumento de una historia o el curso de una vida, como ocurre
en las novelas del siglo XIX, han de atribuirse más a la aleatoriedad del mundo
que a cualquier clase de maquiavélica conspiración. Así pues, Mankis no le
concedió mayor importancia al hecho y, a pesar del tono meditabundo de su
amigo, consiguió migrar la conversación hacia temas más agradables y mudanos.
Pero
hete aquí que, un par de días más tarde, llegó la segunda coincidencia a sus
vidas, y allí Mankis encontró una suerte de confirmación. En apariencia, el
hecho no podía ser más anecdótico: Mark Henry Hamilton Jr. se había enamorado.
Mankis era sabedor de que, para el volátil y atractivo vástago, aquello no era
una novedad. Al fin y al cabo, cual Romeo atolondrado, el bello Aquiles
encontraba al amor de su vida unas dos veces por semana, y se desenamoraba, sin
mayores consecuencias, con la misma facilidad. Pero en aquella ocasión fue distinto.
En sus ojos había un candor, un punto de fe incalculable, que no existía en
ellos unas cuantas noches antes. Era como si, del cínico, el vividor, el que no
se tomaba nada en serio, hubiéramos pasado al hombre que ha apostado
absolutamente todas sus cartas a una causa, y sabe que ya no habrá marcha
atrás. La pura fuerza de aquella pasión lo obnubilaba y, de la misma manera,
perturbó el corazón de Mankis. Más aún cuando le reveló la identidad de la agraciada:
se llamaba Claudia de Nó, y era descendiente de Lorente de Nó, un conocido
gángster de la época en que las disputas en Chicago se arreglaban a tiros;
quien, para limpiar su escudo familiar y aportarle una pátina de respetabilidad
a la estirpe, se había cambiado el nombre a Lawrence de Nó, más acorde con el
anglicismo imperante. Pero ahí fue donde las campañas resonaron con furia en el
cerebro de Mankis y, sin apenas mediar palabra, mientras su colega de farra le
detallaba absorto el sentimiento profundo de su alma, el periodista pergeñó una
excusa para abandonar al heredero con sus musas y sus flores, y marchó de
inmediato a la biblioteca a releer concienzudamente a ibn-Jasán.
Allí
estaba, en efecto: el pasaje donde el príncipe Ahmed (personaje altivo y
heroico; inspirador, entre otroa, de narraciones de <<Las mil y una
noches>>, de una cautivadora película de los años 30 elaborada a base de
formas chinescas, y de una simpática comedia de animación protagonizada por un
dicharachero djinn), impactado todavía por el espectáculo de la
lluvia rojiza, cae prendado, cual sacudido por un hechizo, de la princesa
Jaida, descendiente de una tribu de bandoleros del desierto que habrían trocado
el antiguo negocio por uno muy similar, el de políticos y comerciantes. El amor
entre Ahmed y Jaida se presentaba como ingenuo y puro, pero oscuras fuerzas se
cernían amenazadoras a su alrededor, entre otras razones por el tradicional
enfrentamiento que se había desplegado entre familias. Mankis recordó que entre
Lorente de Nó (contrabandista durante la Ley Seca) y el abuelo Hamilton
(policía, en una época en la que se llegaba a comisario por recomendación
familiar) se habían producido sus más y sus menos. ¿Era posible que aquel
evidente paralelismo se debiera a algo más que a la aleatoriedad en las
relaciones humanas? Sólo se le ocurría a Mankis una manera de averiguarlo, a
tenor de la información de la que disponía, y por tanto se levantó, recogió la
tarjeta con la invitación que le había entregado Hamilton aquella misma mañana,
y se dirigió al lugar donde rezaba, para sus adentros, por no observar ninguna
clase de maravilla.
La
recepción de la Fundación del Patronazgo para las Ciencias de Chicago
destinaría el dinero recaudado por la cena benéfica a laboratorios donde se
cultivarían bacterias, y sufridos jovenzuelos se esforzarían por renovar sus
becas, pero lo que desde luego no faltaba en aquel evento eran ni brillos ni
oropel. Abrigos de visón antiguos alternaban con lustrosos anillos modernos,
pero Mankis no se detuvo en ninguno de estos aspectos para redactar crónica
alguna, sino que se dirigió a tumba abierta en dirección al ostentoso automóvil
que se hallaba aparcando en la puerta de entrada, cuya portezuela se abrió para
dejar paso a un exultante Hamilton Jr. acompañado del brazo de una
despampanante joven de hermosos cabellos rubios recogidos en un moño, un
deslubrante vestido de lentejuelas negras que dejaba al descubierto los níveos
hombros, y un collar de perlas refulgentes que servían sobre todo para destacar
aún más la esbeltez del hueso de su clavícula. Aunque, sobre todo, entre su
bien perfilada nariz y unas cejas tan bien perfiladas como dominadoras de la
situación, se abrían unos ojos enormes... y heterocrómicos: verde un irs, azul el
contrario. Ya no cabía duda, se estremeció Mankis: no era posible tanta casualidad.
La historia se estaba repitiendo, punto por punto, en el caso del príncipe de
Ahmed y en el de su amigo Hamilton. Ya eran demasiadas notas de azar en la
misma melodía. La similitud entre ambos acontecimientos se hizo aún más exacta
cuando en mitad del evento de la fundación, para pasmo y aplauso de la
concurrencia, la pareja anunció su compromiso, el cual sellaron (entre dos
ávidas bocas) con un sensual y atropellado beso. Pero aquel momento en
apariencia tan romántico, para el periodista, se trataba de un pronóstico
infausto. Porque aquello significaba que, dentro de una semana exactamente, su
amigo iba a morir.
No
cabía duda: por más que repasara tanto las fuentes originales (siempre había
que volver a ellas, recordaba Mankis para sus adentros, para así huir de las
mentiras y tergiversaciones con las que otros historiadores habían construido
sus carreras) como las diversas intepretaciones que sesudos eruditos habían
llevado a cabo a partir de las primeras, no cabía alternativa. Todos los datos apuntaban
a que, de allí a una semana, Mark Henry Hamilton Jr. fallecería asesinado bajo
los puñales de la familia de su esposa, merced a una traición en la que ésta
seguramente jugaba alguna clase de papel. Mankis se hallaba profundamente
indignado por esta serie de circunstancias. No sólo porque nunca le había
apasionado esta secuencia de acontecimientos descritos por ibn-Jasán (por muy
narrativamente interesante que pudiera resultar, venía aparejado con la
moraleja de que una familia de bandidos siempre será una familia de bandidos,
cosa que a Mankis, por razones tanto ideológicas como personales, no le hacía
gracia creer), sino porque le situaba en una encrucijada de difícil salida.
¿Debía el periodista -y amigo de la familia afectada- hacer algo al respecto?
Y, de ser así, ¿cómo? Por otra parte, ¿quién iba a creerle?¿Con qué cara se
presentaba ante cualquiera y le hablaba de improbables coincidencias y de
enterrados cronistas musulmanes?¿Aludiría a las historias circulares de Borges,
por las cuales el pasado se repite indefinidamente por idénticos o similares
protagonistas?¿Mencionaría el eterno retorno de Nietszche, bajo el cual nos
hallamos condenados a cometer los mismos errores los hombres, los hechos, la
entera filosofía recurrente de la civilización occidental? Cuanto más lo
pensaba, más absurdo se le antojaba, más inverosímil, más difícil de confrontar
con ninguna otra persona, salvo quizás con la Casandra de la mitología griega
de quien nadie creía sus profecías, la cual se sentíría muy empática al respecto.
Aun así, Mankis se creía en la obligación moral de hablar con el joven
Hamilton: a pesar del riesgo de incredulidad, de la exposición al ridículo,
habían compartido demasiado y le debía demasiadas cosas como para no expresarle
sus sospechas.
Por supuesto,
no sólo halló incomprensión. Recibió mofa, befa, y hasta descalificaciones
personales. El heredero de la fortuna de los Hamilton se lo tomó primero a
broma. Pero luego, al darse cuenta de que Mankis acusaba al amor de su vida, ¡a
su prometida!, de traición en potencia y de complicidad en su asesinato, el
joven millonario estalló. Le acusó de tenerle envidia, de haber caminado
siempre a su sombra, de sentirse celoso y pretender ahora ahogar su felicidad
para ocultar su propia amargura de patética plumilla, el cual siempre
permanecería solo, embebido en su ruin mezquindad. Mankis abandonó la casa de
su amigo no sorprendido (ya había augurado el desenlace de la reunión, en forma
de fracaso, desde antes de entrar en la mansión), pero sí dolido por las palabras
tan abruptas y desabridas que le había dirigido su amigo. Aunque no sabía si
ese último término era ya válido para utilizar.
No obstante, había una cuestión que a Mankis le intrigaba sobremanera. ¿Por qué
ella? Era evidente, a la luz de los textos que investigaba, que la princesa
Jaida (Claudia de Nó en una ¿reencarnación? posterior) había tenido
algo que ver en las malvadas maquinaciones de su clan, al menos en la parte
final de las mismas. Pero, ¿por qué lo había hecho? Su amor asemejaba -entonces
y ahora- sincero. Ella sólo tenía que perder con la muerte de su amado. ¿Qué la
conducía entonces a participar en la conjura?¿Era verdad al final que, después
de todo, la fuerza de la sangre siempre tira, por encima de cualquier otra
consideración? Mankis se negaba a aceptarlo. Pero sólo existía una insensata
manera de desentrañarlo. "De perdidos al río", meditó para sus
adentros, y se dirigió a preguntárselo directamente a la interesada.
La
vivienda de los De Nó era una inmensa casita de muñecas con figurines
articulados a escala 1:1, sapicada de lámparas de araña, nervaduras de oro
apuntalando vigas, remaches de plata en los cuidadísimos detalles, y tacitas de
delicada porcelana que parecían estar a punto de saltar en un baile
coreografiado al igual que la vajilla del príncipe Ahmed en aquella película de
animación que le dedicaron (¿o se trataba de otro film?). Hasta la servidumbre
daba la facha de un conjunto orquestado de autómatas, prestos a aparecer ipso
facto ante a la llamada del señor. En este ambiente del siglo XVIII,
la imagen de la bellísima Claudia de Nó, con sus tatuajes a la espalda, sus
cabellos tintados de rubio, y su vestido de corte vintage con
puntillitas y transparencias oscuras alrededor de los hombros, constituía la
quintaesencia de la modernidad que ha conquistado e incorporado lo antiguo,
como una estrella de rock apalancada en un palacio de rancio abolengo. Sin
embargo, a pesar de sus exquisitos modales y su bien medida cortesía, Mankis
supo apreciar, en el trato de aquella mujer en apariencia inaccesible por las
preocupaciones mundanas, un punto de íntimo pavor. Fue el ligero temblor con el
que sostuvo la taza de etérea porcelana lo que le llevó a Mankis a escrutar con
detenimiento cada milímetro de la superficie de la habitación hasta encontrar
un objeto que a la pulcra dama, en su nerviosismo, se le había pasado ocultar:
un test de embarazo. En cuanto lo avistó, volvió los ojos hacia ella, quien
agachó la cabeza, tan avergonzada como temerosa. Mankis supo que era el primero
que descubría aquel secreto, unos pocos minutos después de ella misma. Sin
embargo, en aquel momento lo entendió todo: esto explicaba por qué una pareja
tan bien avenida, tan cómplice en sus manifestaciones públicas (y, según
decían, privadas; tanto que los que se hallaban alrededor durante sus arranques
de fogosidad tenían que marcharse antes de que la cosa pasara a mayores), de
repente se iba a romper de manera irreversible, y ella iba a consumar la
traición de apuñalarle entre los hombros. Porque ahora, ambos eran dos pero, en
cuanto entrara en juego esa tercera persona, ella pasaría a ser dos también,
pero con otro ser. Y entonces (sin duda chantajeada por su propia familia, que
se enteraría pronto del secreto que hasta aquel momento tan escrupulosamente
guardaba) se vería obligada a ceder. y a anteponer la vida del niño a la del
amor que lo había concebido, para darle muerte en una orgía de sangre y
violencia. Mankis no pudo juzgar a aquella mujer, igual que no podía valorar
aquella intempestuosa pasión que a ambos amantes estaba abocando a la
degeneración y la violencia y por ello, sin decir nada más, abandonó aquella
casa en silencio, arrostrando miles de dudas sobre cuál era el mejor paso que
podía efectuar a continuación.
La boda (tan rauda como inesperado el compromiso; y Mankis sabía, al contrario
de lo que vituperaban las malas lenguas, que no se debía a un embarazo el cual,
en el momento de anunciar el enlace, desconocían: sino a un prístino,
arrebatador, trágico amor envuelto en llamas) se celebraba aquel domingo en una
iglesia presbiteriana que constituía un buque insignia de la ciudad, a pesar de
la oposición de la católica familia de la novia. Mankis estaba oficialmente
invitado aunque, después del incidente que había tenido con el joven Hamilton
poco tiempo antes, sabía que su presencia no sólo sería de mal gusto, sino
aborrecida. Sin embargo, el periodista tenía la necesidad de acudir, de
presenciar, de estar allí, quizás para hacer algo o (si al final la
predestinación, algo en lo que ibn-Jasán en el fondo creía, se acababa
imponiendo de manera inexorable) al menos para ser testigo de los hechos. La
novia, hay que decirlo, estaba radiante en su vestido blanco, tan virginal como
estimulante para la imaginación; un trémulo movimiento de emoción se apreciaba
en los labios, gesto que la concurrencia atribuyó a la felicidad, pero sólo
Mankis era consciente de que aquellas lágrimas no eran de alegría. Lo cierto es
que se respiraba una calma tensa en el ambiente, como si en cualquier momento
fuera a acontecer una desgracia. La manera en que se desarrollaba todo por el
carril previsto era tenida más por una inminencia de desastre que como la
consecuencia de una ceremonia bien organizada. Cuando al final se pronunció el
"sí, quiero", y la pareja se entregó un trémulo beso en los labios
que sonó a despedida, ambos se cogieron del brazo y desfilaron hacia la salida.
Mankis sentía que caminaban en cámara lenta hacia un Ragnarok del que sólo él
era consciente, pero cuyos signos podían, como las profecías de Casandra,
intuirse desde hacía mucho.
La
multitud salió al exterior. Momento de fotos en mitad de las escaleras: con
toda la pompa y el boato que dos grandes familias de la aristocracia local
podían ofrecer. Mankis se había colocado al pie de las grandes escalinatas de
mármol, casi al límite del borde entre la calzada y la acera, con el objetivo
de ver el conjunto con cierta perspectiva: divisar cada uno de los actores en
el conflicto, localizar patrones y hasta, si era posible, ser capaz de prever
acontecimientos medio segundo antes de que acaecieran. En todos los
microambientes de aquel cuadro de Rembrandt se respiraba felicidad -hasta en el
rostro del novio, pasados los nervios, cual exitoso Paris tras conseguir el
mayor logro de su vida-, salvo alrededor de la figura de la novia, lívido su
rostro en un blanco céreo, como si acabara de ver llegar a la muerte en
Damasco. Y tal vez la vio, conforme el anciano Lorente de Nó (ahora Lawrence)
se aproximaba a la feliz pareja. Mankis se envaró: ¿era éste el momento que aguardaba?
Agitó la cabeza con incredulidad: no era posible que un hombre tan mayor alzara
el puñal mortificador; aunque sí que resultaba más factible que realizara el
gesto que incitara a los asesinos a ejecutar su macabra misión. El provecto De
Nó saludó primero a la pareja y luego se volvió hacia el resto de la
concurrencia para enunciar unas palabras. Mankis casi pudo deletrearlas en los
labios con él, porque ya las había leído en alguna otra parte: "Toda mi
vida se ha dicho que mi familia ha sido una de ladrones, cuatreros,
asesinos... Me han dicho que las personas no cambian. Y tenían razón".
Ahí, sin embargo, hubo un silencio: algo más, se produjo una pausa. Y, después,
la música cambió. "Pero el hijo que salga de la unión de esta feliz pareja
será distinto: él no será un ladrón". Mankis sintió como si le hubiera
atravesado un rayo: de repente, fue como si se cayera el telón y se desarmara
la tramoya. La historia (la Historia) había cambiado: el relato ya no se
desarrollaba del mismo. Mankis se sintió sobrecogido ante la verdad que le
había sido revelada: el mundo no era un mecanismo de relojería ineluctable y
preciso; el libre albedrío constituía algo más que una entelequia; las personas
tenían la posibilidad de enmendar sus errores, de corregirse y cambiar. Fue
como si un rayo se sol se abriera paso entre las opacas nubles e iluminara el
semblante de los presentes, hasta el de la novia, a quien le había mudado de la
cara el color para presentarse con la lozanía de quien sabe que tiene, delante
de sí, todos los días de la primavera. Fue tanto el alborozo que cundió entre
el gentío, tan altos se desplegaron los gritos de júbilo y algarabía, que por
ello Mankis tardó un segundo de más en escuchar la bocina que le increpaba
desde su derecha. Así que sólo cuando se volvió (una décima de instante
demasiado tarde) fue cuando el historiador comprendió que en algunas ocasiones
la historia rima, sí, pero que nunca se fija en los mismos personajes ni
idéntica perspectiva; que algunos cuentos no son los que protagonizan el
príncipe o el califa, sino un mísero vagabundo, o un irrelevante cronista
oficial; y que, en este eterno retorno, las cosas que se repiten no son
necesariamente aquellas en las que nos fijamos los espectadores ajenos, ni
mucho menos las que observan ensimismados los que se hallan en el vórtice de la
acción. Todo eso le pasó por la cabeza antes de que el camión que circulaba a
intrépida velocidad por la calle se saliera por la acera y le arrollara, con el
mismo ímpetu y resolución que una caravana de camellos.