viernes, 1 de diciembre de 2023

Una novela por fascículos. El cajero (6)

Retomamos la historia que empezamos aquí y cuya última entrega fue ésta. De hecho, volvemos a hallar al protagonista donde le dejamos, en el momento en que el caos se adueña de la ciudad.

III

 

            El oficinista se dio la vuelta, y encontró al Arca de Noé desparramándose por encima de las olas en mitad del diluvio.

            Toda la ciudad se había convertido en un caos. Sobre las calles se extendía una larga hilera de coches que habían chocado entre sí, generando un maremágnum de faros rotos, carrocerías abolladas, y humos procedentes de motores colisionados que emergían desconcertados a la superficie. Y una vez más, como hacía un rato, cuando se apagó de golpe la luz (aunque en esta ocasión por motivos distintos), un vocerío de cláxones tronando al mismo tiempo, entrelazándose los unos con los otros, instando a los demás coches a desplazarse, aunque cada auto podría responder que para ello primero tendría que moverse el de delante. Pero no era la cuestión del tráfico, o de las luces apagadas, o de la música de carnaval que aún resonaba de fondo, la que más conmovió a nuestro hombre. Lo que más le llamó la atención fue constatar –cosa de la que por supuesto se había dado cuenta, pero a la que hasta entonces no le había concedido mayor importancia– que en esa calle, además de máquinas destruidas y farolas apagadas, había gente... Seres humanos en los que, por primera vez en mucho tiempo, se fijó con detenimiento, y tuvo la oportunidad de contemplar su reacción...

            La primera respuesta, en contraste con el bullicio del instante anterior, fue la parálisis. Era como, si en mitad de una composición musical, una nota hubiera sido entonada a destiempo y, por tanto, el resto de los miembros de la orquesta se hubieran detenido para descubrir dónde estaba el fallo. Desconocidos que, de común, nunca habrían posado la mirada sobre sus vecinos, ahora se escrutaban entre ellos, en la oscuridad de la nueva noche, sorprendiéndose de que en los cristales de las gafas de los otros no se reflejara ninguna luz. Es curioso, pensó nuestro hombre, cómo el ser humano nació entre tinieblas, y en cambio, lo desprotegido que se encuentra ahora cada vez que no localiza en su entorno bombillas. Tras esa estupefacción inicial, se produjo una primera fase de movimiento; pero no hacia ninguna parte, sino anárquico, contradictorio, como un autómata que hubiera perdido las órdenes que tenía asignadas en su cerebro positrónico, y no hiciera sino agitar los brazos de forma mecánica e imprecisa. Más adelante, y como tercer paso, lo que ocurre cuando la perplejidad se aúna con la incomprensión: todo el mundo se plantea la misma pregunta. Y ésta es (ni más ni menos) qué hacemos ahora. Era como si la muchedumbre presente –al igual que en aquella novela de H.G. Wells en la que arriban a la Tierra los marcianos– hubiera perdido al unísono los sombreros que portaban sobre sus respectivas cabezas, y éstos hubieran quedado distribuidos de manera errática por las calles. Los interrogantes mentales se hicieron tan sólidos que fue como si se pronunciaran: dónde estamos, de dónde venimos, dónde podemos encontrar comida. Daba la sensación de que, junto con el apagón, se hubiera presionado un botón, y a partir de ese momento la gente no recordara el rumbo ni el propósito de sus acciones. Sólo más tardíamente comenzaron a actuar. Y la reacción, una vez más, no fue desplazarse de manera decidida, sino inquirirse entre sí. Qué habrá pasado, se preguntaban los transeúntes. Algún habitante de este país donde aconteció el suceso (que, como otros muchos estados, también tiene en cada esquina tres tertulianos profesionales que se ven con derecho a opinar sobre todo) comenzó a echarle la culpa al gobierno; unos, más atrevidos todavía, se pusieron a detallar punto por punto los protocolos y procedimientos que debían seguirse a continuación, aunque en realidad sólo estuvieran especulando. En un momento determinado, un par de los primigenios organizadores de este nuevo mundo después del diluvio comenzaron a batirse a puñetazos por discrepancias en el trayecto que debía seguir cada pareja de animales de camino al arca: dicen que por una divergencia similar se crearon las fronteras y que, debido a una fruslería de ese tipo, algún funcionario imbécil dibujó unas montañas a lo largo de una marca delimitante entre dos países.

            No obstante, tras aquellas primeras reflexiones, nuestro hombre desvió la atención de esos asuntos para volver bruscamente al suyo, y en este momento es cuando en la narración se introduce de golpe una dramática música de violines: la tarjeta de crédito se había quedado dentro. Y eso significaba (para alguien que, en general, aprecia tanto que los acontecimientos circulen por los cauces previstos) casi un colapso nervioso.

            La tarjeta se había quedado dentro. Allí se concentraban todavía una buena parte de sus ahorros. No era que le resultaran imprescindibles para seguir adelante: pero eran una pasta, hablando alto y claro, cosa que nuestro hombre no solía hacer, ya que, incluso para sus adentros, conservaba los eufemismos en el lenguaje. La cuestión (retomando una vez más el problema) era que las circunstancias no eran como para despreocuparse a lo tonto de la tarjeta. Y ahí entraba el dilema fundamental: ¿podía nuestro amigo confiar en los bancos? En eso se resumía la encrucijada, y por tanto la entera situación.

            Porque por un lado, se supone que hay mecanismos de seguridad: protocolos, comprobaciones, sistemas que previenen este tipo de eventualidades –como que las tarjetas, después de recuperarse la electricidad, no puedan ser utilizadas por nadie que no tenga el número secreto–;  de no ser así, toda la civilización se vendría abajo, como en el cuento de Asimov, donde la estructura social desaparece después de un gigantesco apagón, aunque en este caso al apagón se le denomine eclipse, y el operario incompetente se llame Dios. Pero Dios no es el que está a cargo de las tarjetas de crédito, sino los bancos; por tanto, máquinas; por tanto, dependientes de los hombres y, por tanto, falibles. Por tanto, ¿podía nuestro individuo a la fuga marcharse sin más, dejando abandonada su tarjeta, y esperar con toda ingenuidad a que ésta no fuera empleada por nadie en el momento en que retornara la luz? Y en todo caso, ¿cuándo demonios iba el oficinista a volver, si tenía todavía las maletas en la mano, y su único propósito, nada más terminar la operación bancaria, era marcharse de la ciudad para siempre? En definitiva, ¿adónde iba a ir?

            Y como no tenía respuesta a esta disquisición, y porque no podía confiar en los dispositivos electrónicos, se quedó allí, esperando. Y al hacerlo, y al no tener otra cosa de la que ocuparse, se puso por primera vez en todo ese tiempo, en los numerosos días en que había acudido a aquella esquina a lo largo de las últimas semanas, a fijarse en la calle; en las personas que la moraban, como si fueran duendes, con sus pequeñas miserias. Todos esos detalles, que describimos tan vívidamente en los capítulos anteriores, y que, para nuestro hombre, habían pasado casi desapercibidos, considerándolos, si acaso, una parte más del paisaje. Esta vez, nuestro oficinista, sin embargo, pudo contemplarlos bajo un prisma distinto: en realidad, desde un punto de vista excepcional. Y se empezó a interesar por ellos como algo más que un motivo decorativo.

            Comencemos con el ruido de fondo, que lo daban los tremendos y –todavía– continuos bocinazos. Fijémonos ahora en esta calle de gran tamaño que pasa al largo del cajero donde está nuestro hombre, la cual recorre longitudinalmente una buena parte de esta ciudad. Pertenece, durante una amplia proporción de de este tramo, a un sector de población humilde, compuesta en su mayor parte de inmigrantes y gentes de bajos recursos: el barrio es aficionado a la fiesta, a la decoración extravagante, a la mezcla de razas y a la diversidad de culturas, a ancianos paseando sosegados junto a los escaparates, y a niños jugando animosos entre ambas aceras. A lo largo de su trayecto, esta avenida se halla salpicada de un alto número de pequeños comercios: bares, panaderías, tiendas de muebles, librerías, supermercados y abundantes locales de baratillo; una jugosa pastelería se abre un poco más allá, y un videoclub permanece abierto, resistiendo aún a la extinción. Si a la animación habitual a la calle le unimos, además, la fecha del carnaval, nos encontramos que había mucha gente a ambos lados de la calzada, multitud la cual ahora, pasado el primer instante inicial de confusión, se dispone a desplazarse de nuevo: algunos se alejan en dirección a sus casas; otros, en cambio, andan interesados por el fenómeno del apagón, y se ponen a departir con los desconocidos para contrastar la situación. En este tipo de ocasiones, la gente se desinhibe; se atreve a conversar con una persona a la que habitualmente ni saludaría. Se fraguan amistades breves, fugaces, y aun así duraderas, de ésas de las que luego uno se dice, <<Qué tipo más majo conocí aquella vez que me quedé parado en el ascensor, qué habrá sido de él>>. O como cuando en un comercio de informática, donde nos encontramos imprimiendo un trabajo de quinientos folios, tenemos que entrar en contacto mil veces con la encargada, y nos preguntamos, <<Esta chica jovencita, con gafas, la melena rizada, pelirroja quizás teñida, parece simpática>>, y en ese momento te planteas que los encargados de las tiendas también tienen una vida, y quizás un novio, y tal vez problemas, y gente que les disfruta o que les hace sufrir, y razones para llorar a la luz intermitente del televisor todas las noches… Nuestro hombre también se fijó en aquel peculiar edificio, el que hemos denominado “portal de la silueta”, el cual, hace un par de párrafos, destacamos en mayor proporción que a otros. Asimismo, también le llamaron la atención sus habitantes, a quienes hasta entonces, tan sólo en unos breves retazos, había contemplado de reojo desde abajo.

            Partamos de la planta inferior y vayamos hacia arriba: por un lado, el restaurante chino, en el cual los diligentes camareros, al menos de momento, seguían atendiendo las peticiones de los clientes a pesar de la oscuridad reinante, tanto en el interior como en las terrazas. A modo de solución pusieron unas velas –<<verás tú qué problema>>, aparentemente había pensado la que debía ser la bisabuela de todos ellos, una anciana con arrugas sobre las arrugas que bien podría haber sido la primera novia de Confucio–, y lo cierto es que, mediante aquel apaño improvisado, se podía fingir que los comensales (incluyendo los participantes de las insulsas cenas de negocios) estaban celebrando una velada romántica.

            Más arriba, a la derecha, el pianista. Claro, sin luces, ha intentado tocar en la oscuridad, pero cede en cuanto no le queda otro remedio que recurrir a las partituras. De todas maneras, no ceja en su empeño. Tiene pinta de estar buscando por la casa alguna clase de objeto que le aporte iluminación: una linterna, una vela. Se deja los ojos, se alumbra precariamente mediante la luz del móvil, ¡por fin!, encuentra la linterna, pero ahora se da cuenta de que no tiene pilas… Mientras tanto, en la habitación contigua, siguen con las persianas cerradas, pero esta vez se oyen fuertes gritos; pese a que nuestro oficinista se resista, la evidencia a favor de la teoría de su novia es cada vez más fuerte. Adentro, por lo que se intuye, se hallan discutiendo por razones de dinero. Casi puede oír los diálogos: la chica no quiere seguir con el trabajo pues teme que el otro trate de arrebatarle los beneficios logrados con el sudor de… bueno, de su cuerpo en general. Un poco más arriba, la mujer en bata y zapatillas, cuyo marido, a pesar del apagón, se marchó de casa hace un rato –seguramente por culpa de sus obligaciones laborales–, se halla cosiendo sola. De vez en cuando se asoma a la ventana para ver lo que acontece. “Quizá” (da la impresión de que suspira) “ese de abajo sea él”. Pero de su marido, de momento, no da señales de vida.

            Entre tanto, en la calle, se vuelven más fuertes los rumores. Conectados mediante móviles (parece que este recurso no ha dejado de funcionar), la gente –vestida de payaso, de vampiro, de guardia de tráfico– se informa (habladurías, contactos, un amigo de un amigo de un amigo, que por casualidad trabaja en la compañía telefónica). Dicen que el apagón es general; que afecta a toda la ciudad; que va para largo, para muy largo. Ante esa circunstancia, algunos adoptan determinaciones imprevistas. El primero en hacerlo es el orondo dueño del puesto de kebabs.

            –¡Kebabs a un dólar!¡Kebabs a un dólar! –o a un euro, o a diez pesos, o lo que sea equivalente en este caso. Con tal de no perder dinero, y que no se le pudra la carne en los congeladores (por lo visto, situados en un diminuto local cercano, el cual servía de soporte al carrito, y al que el dueño del puesto se aproximaba de vez en cuando) el práctico hombre de negocios pone en marcha la estrategia comercial más exitosa desde el acto de rimar versos. El astuto plan funciona y, con rapidez de vértigo, una multitud de transeúntes, atentos a la primera oportunidad que se les presenta de obtener casi-cualquier-cosa casi-gratis –cualquier cosa, corrige mentalmente el oficinista, contemplando los grasientos y amarillentos kebabs–, se lanza en tromba sobre la comida, que el comerciante vende ya por la calle, cargadas ambas manos, las cuales se esfuerzan con todos los dedos disponibles en intercambiar salsa y carne en dudoso estado de salubridad por dinero. Nuestro oficinista se queda parado, a pesar de la estampida. Para ser sinceros, le ha entrado hambre. No ha cenado todavía, pero la idea que menos entusiasma ahora mismo es entremezclarse con una miríada enajenada de gente, menos aún para comer un kebab.

            –¡Vamos!–le incitó el turco, quien le observaba por encima del enjambre que le cercaba, y se empeñaba en ofrecerle comida con el mismo ímpetu con que le animaba esa misma mañana. ¡Sólo un dólar, amigo!, ¿quién le va a vender una oportunidad así?

            La frase no es que estuviera formalmente muy bien enunciada –las oportunidades se conceden, no se venden–, pero el hombre lo achacó al desconocimiento que el dueño del negocio tenía aún del idioma… O tal vez no. En todo caso nuestro hombre prefería aguardar a que las cosas se tranquilizasen, y que la insaciable turba, una vez conseguido alimento barato, se volviera a dispersar en todas direcciones (allá afuera, de fondo, seguía resonando el ruido de la fiesta, pues el apagón ni mucho menos había detenido el carnaval, sino que lo había exacerbado) y por fin le dejaran solo. En efecto, no pasó mucho tiempo: la nube de transeúntes hambrientos ubicados en aquel momento en el cruce había hecho acopio de kebabs, y el gentío decidió que tenía cosas más interesantes que hacer en cualquier otro lado. La calle, pues, no quedó vacía, pero sí a un nivel normal para aquella hora de la noche, quizá con una afluencia similar a la que habría tenido un día de diario. En el ambiente, sin embargo, subsistía todavía la agitación propia de una plaga de langostas que ha arrasado con todo a su paso. Aquella situación a nuestro protagonista le afectaba, y le obligó por un momento a sentarse y descansar.

<<Vamos a ver>>, trató de respirar sin hiperventilarse el individuo de nuestra historia, mientras recopilaba la poca información de la que disponía: <<ésta es una situación excepcional; en las situaciones excepcionales, por definición, siempre hay bullicio y problemas. Es inconcebible esperar menos de eso. Al fin y al cabo, no podemos desear que todo el mundo se volatilice en mitad de la noche>>, sopesó el hombre delante del cajero. <<Aunque eso, en realidad>>, suspiró con una resignación tan melancólica como desesperanzada, <<me encantaría>>. Así que el oficinista se sentó en un escalón que daba a la entrada de la sucursal bancaria donde se hallaba localizado su cajero, y allí, sin otra ambición que aguardar a que se restableciera la ciudad del apagón y se encendieran las luces, simplemente esperó…

            El oficinista se fijó en los comercios que estaban abiertos a ambos lados de la calle donde se hallaba. Algunos de ellos directamente cerraban, si es que no se encontraban clausurados antes como consecuencia de la hora. Otros, en cambio, vivían la ocasión de sus vidas, ante el reciente curso de los acontecimientos: así pues, una tienda de aparatos eléctricos, la cual vendía linternas, bombillas, y cualquier cosa que funcionara con pilas, no tenía mayor motivo para hacer una caja excepcional en carnaval, salvo que, claro está, se produjera un fallo eléctrico generalizado. De hecho, una tienda de ese mismo tipo, con las persianas bajadas unos cuantos minutos antes, fue abierta ex profeso por su dueño, quien acudió especialmente para la ocasión. Un comercio de frutas y verduras, regentado por un par de indios, mientras tanto, seguía ejerciendo su labor de manera disciplinada, con la única dificultad de localizar la fruta en medio del oscuro local. En concreto, la problemática se veía acrecentada por un grupo de chavales que metía de manera agitada dentro de la tienda (a pesar de los esfuerzos en contra de los comerciantes), sin duda esperando sacar algo en claro, y por supuesto gratis, de aquella bendita situación. Al tiempo, en el lado contrario de la acera, el joyero de mirada callada se mantenía expectante, pero sin hacer nada. Asemejaba dudar a cada segundo, y a cada paso, llevándose las manos a la cabeza –iluminado por una idea prístina–, o volviendo a colocar el puño sobre el mentón, meditando reflexivamente. Daba la impresión de que no tenía muy claro qué hacer: si cerrar, si abrir, si mantenerse allí… Probablemente se preguntaba si la alarma antirrobo que tenía puesta dependía o no de apagones. <<Otro que no se fía de las modernas tecnologías>>, caviló nuestro hombre, mascullando levemente para sus adentros. Atrapados ambos dos por la misma circunstancia adversa. Ni siquiera le miró, porque aquel acto le parecía tan maleducado como excesivamente evidente.

            Aparte de todo eso, había un extraño aroma flotando en aquel ambiente, y nuestro individuo se estaba dando cuenta. A estas alturas, todo el mundo se hallaba, bien organizando la manera de actuar a continuación, bien marchándose a toda velocidad de allí, ya fuera para salvaguardar sus bienes más preciados, o a reunirse con sus seres queridos. En cualquier caso, se estaba produciendo fluctuación y –salvo casos como él, el del joyero o el del vendedor de kebabs– mucha aceleración y trasiego. Menos desde un determinado rincón. El hombre volvió la vista. Se trataba de una chica. De unos diez a doce años; nuestro protagonista no sabría decir. Se le daba muy mal calcular las edades. Adolescente o pre–adolescente. De colegio de los que llevan uniforme; se le notaba incluso aunque su atuendo en aquel instante fuera un disfraz de brujita. Vestía unas gafas redondas, enormes, que si no hubieran sido transparentes le habrían ocultado la mitad de la cara. Llevaba un sombrero puntiagudo, ropas casi enteramente negras, salvo unos cuantos detalles (calcetines blancos con rayas rojas, por ejemplo, o unas pulseras plateadas), y cargaba a su lado una escoba. Se encontraba allí, de pie, sin más, con la vestimenta de bruja algo desordenada, como si se la hubiera puesto su madre por la mañana de cualquier forma para no llegar tarde al colegio, y la hubiera arrastrado de esta guisa todo el rato hasta mostrarse delante de él de esa forma tan estrafalaria y desaliñada. Allí, contemplándole. Escudriñándole fijamente.

            –Eh, tú –llamó el hombre a la chica–. Sí, tú –añadió al ver que la bruja no se daba por aludida–. ¿Qué estás mirando?

            La muchacha se encogió de hombros.

            –Ven, acércate –la instigó el oficinista.

            La niña, con pinta de que hubiera respondido lo mismo a esa orden que a cualquier otra, se acercó con un paso similar al de un pato afectado de una ligera cojera. Se plantó delante y le siguió mirando.

            –¿Dónde están tus padres?–preguntó el oficinista.

            La chica volvió a ejecutar un gesto ambiguo mientras replicaba:

            –¿Dónde están los tuyos?

            El hombre enarcó una ceja.

            –Es una buena respuesta. Aunque algo impertinente.

            La niña asintió.

            –¿Reconoces que eres impertinente?–planteó nuestro individuo.

            –No, claro que no.

            –¿Entonces, por qué asientes?

            La niña se encogió de hombros de nuevo.

            –A la gente le gusta que le den la razón; por eso, si asientes, se quedan normalmente más tranquilos. Yo me niego a decirles que aciertan cuando están equivocados, así que prefiero mover la cabeza para no discutir. Ellos son los que interpretan el signo.

            El hombre frunció el ceño.

            –Tú eres la rarita del colegio, ¿verdad?

            La chica asintió, pero, después de lo que había comentado antes, el oficinista no pensó que aquello quisiera decir nada bueno. Aun así, la muchacha contestó:

            –Eso dicen algunos.

            –¿Quiénes lo dicen?

            –Creo que la gente que es más rara que yo.

            El hombre arrugó la cara.

            –Definitivamente, eres muy antipática.

            La joven volvió a asentir.

            –Más o menos como tú –sentenció.

–¿No te han dicho que no se debe hablar así a los mayores?–replicó el oficinista, enfadado.

–Me enseñaron que tampoco se debía hablar de cierta manera a los niños.

–Está claro que eres una brujita sabelotodo.

–No, qué va, voy de espejo; por eso, todo lo que crees que parece erróneo, quizá se debe a que lo ves en ti –proclamó la niña, en el tono altivo que había mantenido desde el principio-. Por cierto, ¿de qué vas tú?

–De nada –contestó desabrido el hombre–; no me gustan los disfraces.

–¿Por qué? –la pregunta sonó seca, abrupta, insoslayable.

–Me parecen una cosa muy extraña.

–Más extraño es estar en medio de un carnaval sin disfraz.

–Vale, mira, para ti, voy de muro, ¿de acuerdo? De pared. O sea, que haz como si no hablaras conmigo.

–No, qué va: no vas de pared, y ni siquiera de espejo. Vas de cristal. Puede verse a través de ti, y te crees invisible, pero tus pensamientos se transparentan por completo  –sentenció la niña, y se dio la vuelta, desplazándose a grandes zancadas, con sus piernas embutidas en calcetines de colores y zapatos de pico. El oficinista la miró con desdén conforme se alejaba, y soltó un bufido cuando, tras la esquina de un callejón, la muchacha desapareció de su vista por completo.

            El hombre se quedó otro rato allí sentado. No ocurría ningún suceso de consideración. La gente, con sus móviles iluminados en medio de la oscuridad, iba abandonando el lugar en un lento goteo. Un grupo de jóvenes disfrazados hablaban de continuar la fiesta en otro sitio: incluso exploraban sobre las nuevas posibilidades que la oscuridad podía proporcionarles. Un par de policías habían llegado a la zona para controlar que el tráfico no se convirtiera en un caos, pero al constatar que la inmensa mayoría de los coches habían decidido tomar vías alternativas, marcharon hacia un rincón donde hicieran más falta. Poco a poco, nuestro hombre se estaba quedando solo, si por solo entendemos en compañía del joyero (quien seguía parsimonioso en su lugar, sin afectarse por el aburrimiento que a nuestro hombre le oprimía), del vendedor de kebabs –el cual tenía menos clientela, pero todavía mantenía buen ritmo–, y, en ese mismo momento, de un vagabundo que apareció por la única bocacalle que nuestro protagonista no tenía controlada en su campo de visión. El vagabundo vestía una raída gabardina y un sombrero ajado, y portaba una botella envuelta en papel de cartón de la que daba continuos y apasionados tragos. A la vez que hacía esto, el hombre, más que caminar, bailaba en una extraña danza en la que paseaba entre farolas y aceras como un Gene Kelly entusiasmado al descubrir que ha dejado de llover y la ciudad se ha vaciado de coches. En un momento determinado, sin embargo, el hombre tropezó con una de las múltiples basuras que el caos originado por el apagón había dejado distribuidas por el suelo. Ese tropiezo le llevó a resbalar sobre una superficie deslizante (¿los restos de una fruta a medio devorar, quizás?), y el individuo empezó a girar sobre su propio talón en una danza frenética.

            –¡Me caigo, me caigo, me caigo…!

            El oficinista se quedó hipnotizado, mirándolo. El vagabundo se estaba a punto de desplomar, pero nadie hacía nada para rescatarlo. Así hasta que finalmente, el vendedor de kebabs sacó a nuestro protagonista su aturdimiento, gritándole en un tono estentóreo:

            –¡Pero qué hace, hombre!¡Usted está más cerca y yo no puedo abandonar mi puesta!¿Por qué no lo ayuda?

            El aludido iba a protestar, pero se dio cuenta de que, en verdad, no parecía que el cajero se fuera a poner en marcha en un buen rato. Así que, a pesar de su reticencia a apartarse tan siquiera un instante de sus proximidades, tras un segundo de vacilación, se acercó al vagabundo, el cual seguía exclamando: <<¡Me caigo, me caigo, me caigo…!>> y (aun con la dificultad, para el oficinista, de seguir portando la bolsa de mano colgada del hombro) agarró al indigente de las solapas del abrigo con el objetivo de sujetarlo, notando el tacto de muchos años de suciedad en la prenda de vestir conforme lo asía. Entonces el mendigo, exhibiendo una boca con unos huecos tan evidentes en la dentadura como los de una flauta travesera, se dejó caer hacia su espalda, permitiendo que su salvador le sostuviera en posición inclinada, mientras le dedicaba una amplia y espeluznante sonrisa y remataba:

            –Me caigo… hacia la eternidad…

            El hombre, indignado, soltó al mendigo, quien recorrió el escaso trayecto que le separaba del suelo y, lejos de lamentarse, se estrumpió de un ataque de risa. El vendedor de kebabs también se reía.

            –¡Jaja, amigo!¡Ha caído!¡Es el cuarto que cae esta semana!¡Lo hace siempre que pasa por aquí, y esta vez le ha tocado a usted!¡Es gracioso!; ¿verdad que sí? –disfrutó dando palmas con las manos y compartiendo su chiste con el vecindario, incluyendo el joyero, que expuso desde su atalaya una tímida sonrisa–. ¡Venga, amigo!, ¿por qué no se ríe?

            –Ja, ja –soltó el oficinista con sarcasmo, para volver a sentarse en su hueco en la acera. El vagabundo se levantó, limpiándose el polvo del suelo, mientras el vendedor de kebabs se acercaba al desabrido vigilante del cajero.

            –¡Vamos, amigo!, ¿por qué no se ríe? Le falta un sentido del humor –dijo, obviando la incorrección gramatical–. Tenga, tome un kebab.

            –Por última vez, no, no quiero un kebab.

            –¿Pero qué le pasa, hombre? Está usted de merros… ¿cómo se dice? De morros todo el rato.

            El oficinista se sentó en la acera, asqueado. A pesar de que el vendedor de kebabs trató de mostrarse empático al colocarse a su lado, el individuo a un cajero pegado le volvió la espalda.

            –Tengo mis problemas –espetó.

            –¿Qué problemas, hombre? Es viernes, es día de fiesta -reclamó el vendedor extranjero, cuyo uso del idioma alternaba pifias inexplicables con períodos en que parecía expresarse como un nativo con apenas acento-. Parece sano, está en una buena edad… ¿Qué le pasa?

            El interpelado iba a replicar algo, pero sus labios se interrumpieron a medio camino al constatar una vibración procedente de su bolsillo. Se trataba de su móvil. Lo miró. Tenía varios mensajes de su prometida, de los que no se había percatado antes. Cerró el móvil de nuevo y lo guardó en el bolsillo. El dueño del puesto de kebabs, ahora sentado a su lado, le miraba de reojo. Si había percibido la relevancia o la naturaleza del contenido de los mensajes, no lo transmitió en su cara.

            –Tengo un problema –retomó el hilo el oficinista. Al principio dudó sobre si debía comentarlo. Incluso, en su paranoia, pensó que, si lo revelaba, a lo mejor el vendedor de kebabs trataba de apoderarse de su tarjeta de crédito. Pero luego desechó aquella sospecha (el comerciante estaba tan pegado a su negocio como él al edificio del banco), y se dijo que, quizás, si se lo comentaba a un segundo cerebro, éste le propondría una alternativa mejor a esperar a que volvieran las luces–. Se me ha quedado la tarjeta dentro del cajero.

            –¿Ah, eso? Pero no pasa nada. Eso el lunes vas al banco y se la pides, y ya está.

            El oficinista agitó la cabeza.

            –Ya, pero es que… no me fío.

            –Aaaah… No se fía –el hombre se inclinó hacia él–. Tú no tienes pinta de fiarte de mucha gente, ¿no?

            El otro negó con la cabeza y casi se rio.

            –No, desde luego que no –levantó la ceja, mordaz.

            –Pero venga, no vas a perder tiempo por tomarte un kebab conmigo. No vas a estar ni a diez metros de tu querido cajero, lo tendrás a la vista todo el tiempo. Anda, toma uno conmigo. La casa invita.

            El oficinista, incapaz de encontrar una excusa aceptable por la que rechazar el regalo, se volvió lívido. En su incongruencia, ni siquiera fue capaz de balbucear unas palabras para disculparse, y sólo negó enfáticamente con la cabeza. En el mismo momento en que lo hizo, resonaron un par de pitidos. Eran un par de nuevos mensajes que entraron en el móvil como fulgurantes destellos.

            El vendedor de kebabs se levantó, ofendido. Mientras lo hacía, miró por encima del hombro a nuestro hombre y, señalando con la barbilla el teléfono, casi escupió (con marcado acento) una dura imprecación:

            –¡Desde luego, si alguien, un viernes de carnaval, tiene una chica escribiendo, y se pasa la noche amarrado al cajero de un banco, está claro que tiene problemas!

            A continuación, el turco se situó a un par de metros de distancia de donde se hallaba el otro individuo y cruzó enfurruñado los brazos. Se hizo de nuevo el silencio.

            Sin embargo, el ambiente no permaneció mucho tiempo tranquilo. A los pocos minutos, se escuchó un ruido chirriante por encima de las calles mojadas (entre otros motivos, a causa de la profusión de líquidos procedentes de las bebidas de la gente había dejado caer en el suelo). Entonces, apareció una figura sorprendente. Se trataba de una mujer en bicicleta que portaba encima, a sus espaldas, una especie de estanterías acopladas a su cuerpo. Lo más chocante de todo es que aquellos armaritos móviles, cerrados, cubiertos por paneles de cristal, contenían libros, de tal manera que su estampa parecía la de una biblioteca rodante. Y cuando se detuvo, colocó el seguro de la bicicleta, abrió las puertas de los anaqueles y exhibió su contenido de papel y derivados delante de la (todo hay que decirlo) escasa concurrencia sobre el asfalto.

            ¡Librería móvil!¡Librería móvil!

            A continuación, empieza el show. Música de un equipo portátil, luces de colores a lo largo de unas extravagantes prendas de vestir (que provocan que la conductora dé el pego con un arbolito de navidad), y unas grandes gafas colocadas en la coronilla. No se sabe muy bien si las lentes están ahí como consecuencia del carnaval, si es que la librera ambulante las lleva todos los días, o si esa forma de colocarlas es la habitual en determinadas circunstancias, como cuando –al igual que en este momento– saca una kilométrica chuleta y comienza a enumerar:

            –¡Tenemos aquí la mejor selección, la más elegante, la más exclusiva, con títulos en constante actualización y reposición! Para los que llevan siempre encima todos los accesorios de seguridad, nos hemos hecho con “El arpa de hierba” y un par de biografías escritas por Stefan Zweig. Para los amantes de la velocidad, tenemos la colección completa de los thrillers de la doctora Scarpetta y de Aníbal Lecter; hemos perdido un par de novelas de Camilleri en las últimas curvas (¿quizá han sido asesinadas?), pero, a cambio, de repente han aparecido como por arte de magia varias antologías de Neil Gaiman. ¡La cosa es que tenemos de todo y para todos los públicos… cuentos infantiles y también, ejem, novelitas subidas de tono!

            Mientras desplegaba su material sobre una mesa portátil (cuyo origen era también desconocido), y colocaba encima de la tabla brillantes novelas eróticas de color rosa casi fucsia junto a unos cómics con portadas de violencia más que explícita, la mujer abría la gabardina con mil precauciones mientras bisbiseaba su contenido a los curiosos que se iban acercando:

            –Pero el material bueno de verdad está aquí escondido. Venid más cerca, que no nos vean. Tengo lo más prohibido: filósofos, economistas… Versiones clásicas de los cuentos infantiles, historias de amor donde los personajes no son tóxicos y a pesar de todo se quieren… Libros para adultos, como éste de Gloria Fuertes… Un ensayo sobre la censura y la cultura de la cancelación que estuvo varias semanas en la lista de best-sellers del New York Times…

            Más transeúntes se aproximaban, intrigados. La comerciante desplegaba su género con la pericia de un vendedor del Gran Bazar:

            –Esto te va a encantar: un libro rompedor, contra el sistema. Lo publica una editorial muy reconocida. Y también lo tengo en audiolibro, narrado por, ¿cómo se llama?, esa estrella de la tele...

            Conforme la gente hojeaba los libros, la librera se sacaba otro conejo de su chistera. Casi literalmente porque, de huecos inimaginables dentro de su gabardina, extrajo una especie de paneles de cartón de la altura de una persona.

            –Y luego tenemos el consultorio particular. Dime quién eres, tus cuitas, tus últimas y tus favoritas lecturas, y te digo lo que necesitas.

            Era gracioso escuchar, en el exterior del confesionario particular que había montado, a partir de los paneles de cartón y un par de sillas, sus recomendaciones finales:

            –Libros de humor. Uno detrás de otro.

–Te lees este libro. Y después lo relees. Una, otra, y otra vez.

            –Yo sé que tú quieres este libro, pero lo que tú necesitas es este otro.

            –Coge éste. Terminarás superjodido. Luego este otro. Empezarás a ver la luz. Y el tercero: allí, llegarás al punto de la esperanza. Ahí entenderás por qué cada paso ha sido necesario y por qué el camino ha merecido la pena.

            Entonces, dentro del pequeño habitáculo entró nuestro hombre. Sin embargo, mostraba un aire timorato, como si no quisiera estar ahí:

            –No soy mucho de leer, la verdad.

            –Eso no es problema: nunca es tarde para empezar. Ya se sabe, aquel que pasa una vida leyendo no pierde una vida, vive mil. Bueno, cuéntame tus vicisitudes.

            El hombre empezó a hablar. Al principio le costó; más adelante (quizás por encontrarse ante una completa desconocida a la que seguramente no volvería a ver jamás, un efecto muy similar al de confesarse en una iglesia anónima), empezó a darle detalles. La propietaria de la librería móvil escuchó muy atentamente, y se fue poniendo progresivamente más azorada. Al final, cuando el individuo terminó su alegato, la mujer agitó la cabeza de un lado a otro:

            –Tú necesitarás un libro. No uno, muchos. Pero eso será más adelante. Ahora requieres ayuda, muchísima ayuda, pero de otro tipo. Tiene que venir de personas. Y no soy yo la que puedo proporcionártela.

            Nada más dijo esto, se levantó, desarmó el confesionario, empacó los libros en la estantería, reintegró a su posición inicial el tenderete que había montado y marchó en su bicicleta, con tal exhalación, que casi cabía dudar de que hubiera pasado por allí. Los clientes que aún merodeaban alrededor del conjunto se quedaron impactados por aquella desaparición tan brusca, que instaba a creer que la llegada de la biblioteca móvil había sido un sueño, o el recurso literario de alguno de los escritores cuyos libros acababan de adquirir los clientes, volúmenes los cuales eran la única prueba de que lo que habían vivido era real. Aunque quien se hallaba más desazonado de todos ellos era nuestro oficinista, el cual se quedó preocupado por lo que le había comunicado la vendedora de libros. Porque, aunque su fuero interno se empeñaba en desdeñar aquel críptico mensaje, por dentro no paraba de darle vueltas…

            De repente, sin embargo, una serie concatenada de ruidos les hizo a muchos dar la vuelta, y girar la cabeza hacia arriba. No obstante, estos sonidos no venían del cielo, sino del edificio de la silueta que hemos mencionado antes. Procedían en concreto del piso de las persianas bajadas, donde empezaba a escucharse el estruendo de vajilla rota y de trompazos en las paredes. En el apartamento de al lado, el pianista se hallaba tan descolocado que al principio se le vio paralizado, atenazado a una de las sillas. Luego, tras unos instantes de vacilación, se levantó hacia la pared contigua y la golpeó un par de veces; la primera de modo suave, y la segunda, con mucha más contundencia. Pero como continuaban los gritos y los sonidos desasosegadores, el joven se inclinó hacia la parte contraria de la habitación para agarrar el teléfono. Mientras tanto, las voces se elevaban de tal modo que podía captarse cómo la chica pedía ayuda y cómo otros vecinos se hallaban intentando abrir la puerta del piso, lo cual sin embargo no daba la impresión de servir para nada, puesto que el hombre del interior (ya había quedado muy claro que había un hombre dentro) se negaba a dejar pasar a nadie. Desde la calle, empezó a arremolinarse un grupo alrededor del edificio, como si los congregados estuvieran presenciando un partido de fútbol, aunque en realidad ver, lo que se dice ver, atisbaban más bien poco: eso sí, los aullidos eran cada vez más estentóreos. Por suerte, a pesar del apagón y de las demás circunstancias, la policía no tardó demasiado tiempo en personarse en la escena a través de un coche que, con la urgencia, aparcó en mitad de la acera. Un par de agentes bajaron con prisa del vehículo y subieron por las escaleras (qué remedio), provocando ya de paso la alteración de los comensales de la terraza del restaurante chino. Se escuchó de pronto un estrépito, aunque esta vez de naturaleza distinta; la multitud, ávida de conocimiento sobre lo que estaba pasando, trataba de interpretar cada mínima variación de sonido para dilucidar lo que ocurría allá adentro. Después de un rato, no obstante, la caja de los misterios se reveló y salieron los dos policías escoltando a un fornido individuo de mirada enrabietada al que trasladaban esposado. Mientras tanto, las persianas del apartamento se levantaron por fin y se vislumbró la silueta de una mujer que, evidentemente (incluso desde abajo se distinguía), había estado llorando mucho en las últimas horas, aunque todas las miradas iban dirigidas a un ojo morado. La mujer se asomó a la estrecha terraza del piso para ver cómo los policías desplazaban al hombre arrestado y lo introducían en el vehículo. Mientras, al otro lado de la barandilla que separaba sus dos terrazas, el pianista miraba a su vecina y amagaba con decir algo, incluso estiró la mano para hacer un gesto… Sin embargo, la joven se dio la vuelta de nuevo hacia el apartamento y el pianista se quedó allí, mudo y estático, en mitad del tiempo y de ninguna parte. Al fin, con mirada compungida, retornó a su piano, aunque no transmitió la impresión de tener e deseo de tocar nada. La multitud en el exterior, entre tanto, fue dispersándose cabizbaja, al tiempo que unos cuantos miraban con cara de tristeza el apartamento donde había surgido el problema, en el cual habían vuelto a bajarse las persianas. Se hizo un vasto silencio que, durante muchos minutos, nadie fue capaz de conjurar…

CONTINUARÁ...

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