lunes, 25 de marzo de 2024

La historia corta de marzo: "Semana Santa"

 Semana Santa

(Basado en hechos reales)

            En mitad de la calle, veo un capirucho, entiéndase, un tipo vestido de Semana Santa, al estilo Ku Klux Klan, con unos ropajes blanco inmaculado. Pero lo curioso del caso no es que fuera Semana Santa, que lo era, sino que iba solo, con lo cual la imagen estaba completamente descontextualizada. Además, para más inri, se cruzó con una monja que también llevaba hábitos del mismo color. Y entonces, después de haberse cruzado, unos quince niños le señalaron, y empezaron a gritar:

            -¡Vamos a tirarle de los faldones!¡Vamos a tirarle de los faldones!

          Observar al capirucho corriendo, perseguido por una jauría de niños, fue todo un espectáculo, mucho más interesante que cualquier procesión.


lunes, 18 de marzo de 2024

El libro de marzo: "Antes de la tormenta", de Gal Beckerman.

Resulta fácil sentirse atraído por la intención de "Antes de la tormenta", libro de ensayo de Gal Beckerman: tratar de encontrar, en los distintos movimientos revolucionarios que han transformado el mundo, una serie de patrones comunes (o de diferencias) que expliquen su éxito o su fracaso. Buscar qué métodos de trabajo han funcionado, para así aplicarlos a propósitos futuros. Con este propósito, Beckerman analiza diferentes grupos que enarbolaron ideas (en su día consideradas radicales) de naturaleza científica, social, artística y política: desde el astrónomo Peiresc coordinando gente de todo el mundo, en el siglo XVII, para obtener más datos acerca de un eclipse, hasta la corriente de los futuristas italianos, pasando por las peticiones de ampliación de derecho al voto de Gran Bretaña en el siglo XIX, el movimiento punk femenino de los 80-90 o los primeros periódicos anticolonialistas del oeste de África. A través de todos estos procesos (que el autor narra con una minuciosidad histórica y personal que nos ha deleitado a muchos), se desgranan las diversas virtudes que ha de tener un movimiento de este tipo: paciencia, control, enfoque, imaginación, debate, coherencia... En ese sentido, es un libro estupendo para aprender acerca de determinadas revoluciones -o intentos de conseguirlas- que no han sido suficientemente publicitadas.

Se vuelve un poco más difícil estar de acuerdo con las conclusiones a las que llega el libro, las cuales se aventuran ya desde los primeros compases. A saber: el autor defiende que las redes sociales con las que tratamos todos los días, como Facebook y Twitter, no son las ideales para lograr el cambio social. Beckerman esgrime (no sin razón) que estas redes sirven muy bien para canalizar el griterío y la frustración espontáneas, pero que luego no son las herramientas adecuadas para el intercambio de ideas y la discusión que consigue un cambio de mentalidad más a largo plazo, en un proceso que, según el autor, se ve favorecido por hacer las cosas de una manera más lenta. Desde luego, hay argumentaciones en las que uno no puede sino estar de acuerdo con Beckerman: no sólo con que estas redes viven para el beneficio empresarial (y generan dinámicas a veces contraproducentes), sino con que en ocasiones son convenientes espacios más privados donde un grupo determinado pueda sentirse y sentarse a gusto -la metáfora visual que mejor emplea es la de una mesa- para discutir sus estrategias de acción. Quizá lo menos acertado del libro es lo que el autor considera un éxito o un fracaso: parece desdeñar los logros de la plaza Tahrir en Egipto (que cristalizaron en un cambio de gobierno, aunque éste fuera efímero y no el que muchos desearon) y en cambio ensalzar los de los samizdat -unas publicaciones clandestinas de la resistencia antisoviética que se distribuían 20 años antes de que se produjera el más mínimo amago de cambio en el país-. También da la impresión de que hay factores, en el lado contrario, con los que Beckerman no cuenta demasiado: la resistencia de las fuerzas del statu quo, el grado de madurez de la sociedad donde se produce el cambio, y la influencia de factores externos al propio movimiento y a su oposición. En ese sentido, resulta muy difícil evaluar hasta qué punto determinada aproximación resulta un éxito o un fracaso, o forma parte de un proceso histórico más amplio donde el valor de cada contribución resulta difícil de juzgar.

Donde creo que probablemente el autor se aproxima más a la verdad es cuando se centra en fenómenos más recientes: el Black Lives Matter, la cadena de correos electrónicos entre responsables de salud pública durante la epidemia de COVID-19, e incluso cómo grupos de extrema derecha organizaron las infames marchas de 2017 en Charlottesville. Beckerman habla de cómo estas corrientes exploraron medios alternativos a las redes sociales: desde plataformas de chat privado tipo Discord al puerta-a-puerta de toda la vida, y ensalza sus beneficios respecto a la continua exposición pública de las grandes redes. En su empeño, hasta alaba a las tecnologías de mensajería instantánea, como si todos no supiéramos lo caóticas que pueden llegar a ser. Independientemente de todo esto, parece como si el autor buscara una fórmula mágica: un solo medio que sirva para llevar a cabo los diferentes fines que nos proponemos. Esto, por supuesto, es imposible, y creo que si por algo se caracterizan las ideas radicales que alguna vez han logrado algo es porque han sabido emplear las distintas herramientas que tenían a su disposición en diferentes momentos, según las necesidades de cada circunstancia, y en un enfoque múltiple, más que a través de una única vía. Así pues, habrá encrucijadas críticas en las que debas movilizar a la gente a través de las redes sociales, pero también períodos para la reflexión donde la gente tenga necesidad de reunirse en privado para generar un debate o una estrategia: métodos que pasan no sólo por Internet, sino incluso por la reunión presencial. En ese sentido, el libro de Beckerman sirve para señalar estas tácticas alternativas y saber qué posibilidades tenemos a nuestro alcance, con el objeto de tratar de aprender a discernir cuándo es mejor emplear cada una. Lo cual, después de todo, no es poca cosa.

lunes, 11 de marzo de 2024

La historia real de marzo: ¿Ante nuestro propio ángel exterminador?

 ¿Ante nuestro propio ángel exterminador?

            Es uno de los clásicos más inolvidables del cine de todos los tiempos. La película “El ángel exterminador”, de Luis Buñuel, cuenta cómo un grupo de aristócratas, tras una fiesta, descubren que no pueden salir de la habitación en la que se encuentran. No hay ninguna barrera física, en apariencia ninguno de los allí presentes ha enloquecido y, sin embargo, una especie de muro invisible les obliga a permanecer enclaustrados, excusa que el director español (pues, por lo demás, la película es casi por completo mexicana) emplea para diseccionar las reacciones de los distintos personajes ante esta circunstancia. Lo que en ningún momento se llega a explicar es el porqué de ese extraño fenómeno. Aunque, tal y como últimamente ocurren las cosas, casi podríamos aceptarlo como un hecho normal.

            Hay un axioma en ciencia que dice que “si una cosa se puede hacer, se acabará haciendo”. Sin embargo, esta idea está trasladándose de manera peligrosa al mundo real. En un mundo con siete mil millones de personas, donde las estadísticas dicen que siempre hay un porcentaje residual para casi todo, da la impresión de que cualquier actividad es posible. Entre tantísima gente –empezamos a discernir-, cualquier tipo de pensamiento, por irracional o aberrante que nos parezca, tiene por probabilidad aleatoria altas posibilidades de acabar ocurriendo. Pueden tratarse de cuestiones insignificantes (como el tipo que se pasa horas delante del ordenador para batir el insulso récord de llegar hasta el final de una hoja de Excel –algunos ni siquiera sabíamos que una hoja Excel tuviera final-); en algunos casos, de puro bizarro, pueden ser hasta graciosas (como la afición de los coreanos de ver comer por Youtube en silencio a otra gente, o de millones de usuarios a ver lamer a otras personas pomos de puertas como si se tratara de un espléndido manjar -sí, ya me imagino que detrás de esto se esconde algo más sórdido. Pero permitidme abstraerme de ello, no quiero ni imaginármelo-); y en otros, sólo cabe calificárselas sencillamente de terribles y delirantes (individuos que se dedican a realizar actos violentos con el único objetivo de grabarlo en vídeo, colgarlo en Internet y ganar sus quince minutos de fama; quemar a un mendigo a lo bonzo, por poner un ejemplo). En este mundo que ahora se ha calificado de adicto a la “posverdad” –para ser sinceros, un término acuñado en gran medida por algunos periódicos sobre las opiniones que no les gustan, y también por diarios que no tienen en cuenta cómo muchos de sus artículos envenados pueden haber contribuido a generar esa “posverdad”-, escuchar a gente que apoya a Donald Trump, la homeopatía o las teorías de la Tierra hueca se han vuelto tan habituales que no son siquiera noticia de portada, puesto que no nos escandalizan ya. De hecho, a veces te encuentras pretensiones tan disparatadas como asociaciones de mormones gays (que piden ser considerados, dentro de la comunidad mormón, en igualdad de derechos con los heterosexuales para poder discriminar juntos a negros y nativos americanos), grupos de latinos nazis, o incluso gente que dice ser de izquierdas y a la vez votar a Susana Díaz. En fin, “hay gente p’a tó”, que dijo aquel torero al ser presentado a un filósofo, pensando seguramente que era una profesión muy idiota comparada con el noble arte de matar (y que me disculpe Thomas De Quincey, autor de “Del asesinato como una de las bellas artes”). A veces me pregunto, cuando en una encuesta sale un porcentaje ínfimo de personas que mantienen a la vez opiniones contradictorias, sin argumento alguno o carentes de base, si ese grupo de individuos han sido colocados allí por el estadístico para que le salga el estudio, o si son personas reales, con su par de manos y pies, su DNI y su número de la seguridad social. En otras ocasiones, en que la cosa es al contrario -cuando aparecen reportajes sobre que hay más gente en Estados Unidos que cree en los ángeles que en la teoría de la evolución, o que en el Reino Unido hay más personas que opinan que Sherlock Holmes existió que las que defienden que Winston Churchill fuera real-, ya se te quitan directamente las ganas de conocer a quienes les han pasado la encuesta.

            Pero hay cosas que empiezan a no tener ninguna gracia. Como la noticia que se ha revelado hace un tiempo acerca de una enfermera, en Italia, que fingía vacunar a niños cada día aunque ella (firme defensora de las ideas anti-vacunas) en realidad nunca les llegaba a pinchar. Por lo visto la descubrieron porque sus compañeros de profesión se daban cuenta de que, cuando esta mujer andaba al cargo, los niños nunca lloraban, como suele ser habitual cuando le clavas una aguja a un niño. Aunque la han pillado en su último trabajo, se sospecha que podría haber realizado la misma jugada durante años sin que nadie se diera cuenta (“siempre saludaba”, supongo que dirán ahora los vecinos). El escándalo se produce en un momento en que Italia ha decidido aprobar una ley por la que se obliga a los padres a vacunar a los niños menores de seis años, pues parece ya claro que ni mucho menos de la familia –la más sólida institución por excelencia- se puede uno fiar. La verdad es que yo nunca me he fiado mucho de nada (siempre me ha parecido sorprendente la cantidad de pruebas que se le hacen a los padres adoptivos para hacerse cargo de un niño, y las nulas precauciones que se toman respecto a los padres biológicos), ni de la familia ni de casi institución alguna, pero escuchar cómo los desvaríos de este particular ángel exterminador han provocado que supuestamente 7000 niños estén sin vacunar en Italia (7000 candidatos, por tanto, a morir de una enfermedad evitable), te hace pensar mucho sobre la naturaleza tan gratuita y absurda de la maldad. Uno puede entender que un supervillano quiera conquistar el mundo, que a Amancio Ortega le importe poco –si pretende con ansia montar un imperio- a cuántos niños tenga que obligar a trabajar, o que Rajoy se pretenda enroscar en su silla en el Consejo de Ministros porque, oye, a ver con quién si no va a comentar los viernes las portadas del Marca. Pero una crueldad tan ilógica, tan estéril, sin obtener ningún beneficio… da que pensar.

            Me diréis (y con razón) que esta enfermera no se distingue mucho de los talibanes, los terroristas suicidas, los integrantes de las SS y demás extremistas que eran y son capaces de destruir el mundo con tal de ver sus absurdas ideas llegar a la cumbre. O me señalaréis que esa enfermera, en su ignorancia, creía estar haciendo el bien, y que puede que algún día le ocurra como a aquella madre anti-vacunas que acabó teniendo a varios hijos infectados de enfermedades casi olvidadas, y declaró que se sentía “profundamente engañada” (provocando un multitudinaria y unánime: “a buenas horas, mangas verdes”). En ese sentido, me advertiréis, no es nada nuevo. No obstante, llega un momento en que choca el poder y la penetración que están adquiriendo tales ideas, y también la abundancia y variedad de las mismas. Lo dicho, ya no sé a qué echarle la culpa: si a que somos muchos miles de millones de personas, si a que con los recortes en educación cada día estamos peor evolucionados, o si con la contaminación que hay en el planeta nuestros cerebros ya no pueden dar para más. No soy capaz de decidirme. De vez en cuando –he de confesar- me asaltan esas democráticas ideas en las que creo sinceramente acerca de que la decisión de un solo individuo es casi siempre mucho peor que la que toma la mayoría en su conjunto, pero las visiones que tenemos en el imaginario colectivo de las turbas medievales, y la manera en que hemos comprobado últimamente que poniendo voces interesadas y dinero a cualquier tontería ésta acaba por tener una nube de seguidores detrás (y sólo hay que ver ciertos tipos de prensa, o cómo manejaba Esperanza Aguirre las cuentas de su partido cuando llegaban las elecciones) me hacen perder la fe en la humanidad. La poca que todavía no hemos perdido.

            Algunos tipos de escritores y de lectores somos partidarios –al menos, en ocasiones- de los misterios  del tipo rompecabezas lógico: ésos donde una pista te lleva a otra y al final dilucidas un misterio donde todas las piezas acaban de encajar. Las novelas después de Agatha Christie, y la triste realidad de cada día, nos han enseñado que, durante la existencia cotidiana, la vida es por lo general bastante más aleatoria y carente de sentido: que a veces no es sólo que ninguno de los habitantes de la casa donde se ha perpetrado el crimen sea el asesino, sino que éste era un tipo que pasaba por allí, no tenía nada contra la víctima y, cuando le preguntas por qué ha cometido el crimen, te responde: “Era un domingo por la tarde, me aburría, y con algo lo tenía que llenar”. A veces te da la sensación de que en eso consiste el famoso “fin de la historia” en el que nada lleva a ninguna parte. En ocasiones tienes que abstraerte de este tipo de cosas para no pensar que éstas son en realidad lo que Hannah Arendt denominaba “la banalidad del mal”.

viernes, 1 de marzo de 2024

El relato de marzo: "Una morada para la eternidad".

 Una morada para la eternidad

 

                A Gorka le tiraron por la ventana un día de marzo. Era el límite de la fecha necesaria para que su casero pudiera poner en alquiler el apartamento como piso turístico, así que puede decirse que el propietario retrasó el asesinato hasta el último minuto.

                Por suerte para el dueño de la propiedad, había tanto extranjero disfrutando de la Semana Santa -uno de los acontecimientos más reconocidos, a nivel internacional, entre las atracciones turísticas de la ciudad-, haciendo fotos borrosas, pariendo selfies mal encuadrados, y pegándose con los otros visitantes por contemplar más de cera el espectáculo, que nadie se dio cuenta de que estaban pisoteando el cadáver del pobre Gorka.

                Por fortuna para este último, su espíritu había quedado atrapado en el piso y, al menos, lo que no consiguió en vida, lo lograría de alguna manera tras la muerte.

                Es decir, hacerle la vida imposible a su casero por el simple hecho de no moverse de allí.

       *

                Es difícil alquilar un piso cuando tiene alojado un espectro. La localización y el precio son sin duda un factor; cómo estén distribuidos los espacios y la pintura de las paredes puede arreglarse; pero tener un ectoplasma por ahí dando vueltas y espantando con ruidos de cadenas, risotadas maléficas y movimientos de cortinas a los inquilinos, desde luego, desalienta a cualquier viajero que quiera disfrutar de unos días de asueto. Y eso que Gorka no era especialmente fan de los trucos clásicos de fantasmas; él era más de encender los altavoces para que sonara Camela a las cuatro de la mañana, reconfigurar el ordenador con el objetivo de que los turistas sean incapaces de usar el wi-fi, o aflojar las pilas del mando para que éste funcione a ratos: ahora sí, ahora no (ése, según Dante, era el undécimo círculo del infierno; y si no lo opinaba, debería). Porque hay que reconocer que un aliento helado en la noche provoca un estremecimiento, pero que te apaguen el aire acondicionado cuando estás dormido, en medio de una ola de calor, o que tu móvil aparezca por la mañana sin batería, con las fotos borradas y varios cargos de tarjeta de crédito, constituye otro nivel. Hay tantas maneras y tan diversas de amargarles la estancia a los visitantes, pensaba Gorka: sobre todo desde que existen Alexa, los teléfonos inteligentes, o los electrodomésticos controlados por dispositivos situados a kilómetros de distancia. Qué amargura iban a sentir los últimos turistas que habían disfrutado del piso cuando descubrieran que, a su retorno, el frigorífico se había apagado por un inoportuna acción ejecutada a través del móvil, y se les había podrido la comida durante la semana que estuvieron fuera. <<Seguro que pondrán una crítica horrible en TripAdvisor>>, se ufanaba Gorka, restregándose las manos como si fuera un villano de película. Aunque para él, por supuesto, el auténtico genio del mal era su casero: se iba a arrepentir de haberle tirado por la ventana, y lo haría durante los siglos de los siglos. No iba a conseguir hacer dinero con su piso turístico -se besaba Gorka las puntas de los dedos, en una promesa-… por sus muertos.

                Claro que todo esto era muy divertido… hasta que conoció a Aiko.

*

                Con aquella chica japonesa, tan delicada, tan tímida, de apariencia tan frágil, Gorka entendió que las cosas no se podían hacer de la misma manera. De hecho, la primera vez que le pegó un susto, ella cogió tanto miedo que se pasó llorando en su cama dos horas seguidas. Al verla así, tan dolorida, Gorka se sintió herido en su interior (todo lo herido que puede estar un ser incorpóreo) y, por primera vez, se consideró una criatura del inframundo. Así que decidió que, por una ocasión, era mucho mejor esperar y ver.

                Y cuando esperó y vio, se quedó prendado de aquellos gestos minimalistas, de aquel carácter apocado, de sus ingenuos errores en el uso del castellano, de aquella alma cándida, inocente y pura alrededor de la cual emanaba un halo de luminosidad… Gorka había huido de la luz cuando ésta se abrió delante de su alma inmortal, pero ahora, ante aquel destello brillante, estaba dispuesto a zambullirse de cabeza.

                Tardó en manifestarse ante su amada, con aquel exceso de prudencia, alternado con arranques impulsivos, que caracteriza a todo enamorado: pero, al fin, una noche, Gorka se materializó delante de la chica, quien exhibió al inicio un rictus de miedo que a aquel fantasma le hizo temblar… Sin embargo, a continuación, después de tranquilizarla, empezaron a hablar en ese idioma (donde las palabras son casi innecesarias) que practican casi gemelas afinidades. Se quedaron conversando hasta medianoche, la hora bruja… y más adelante, continuaron con la charla. Necesitaron tres noches para que ella permitiera que su traslúcida mano atravesara su nívea piel; al final de la semana, ella imploraba a gritos una experiencia de posesión de la que salió con su pelo (por lo habitual liso) completamente rizado, sudores en lugares inconfesables, la pérdida completa de la vergüenza respecto a la falta de intimidad -frente a una presencia, por otra parte, que podía atravesar las paredes-, y una sonrisa de Oriente a Occidente en los labios.

                Sucedió que Aiko, en su país natal, era abogada. Sucedió que consiguió encontrar un resquicio legal por el cual obligó a su casero a permitirle un alquiler permanente. Ahora, ella ha logrado vivir en ese piso de manera indefinida. De esta manera, la venganza de Gorka se ha cumplido, aunque de un modo que no pudo ni imaginar.

                De todas maneras, de un tiempo a esta parte, Gorka, Aiko y los niños están pensando en mudarse de ciudad. Dicen que, en la que están, hay mucho fantasma suelto.