Hoy, que se cumple el 90 aniversario del nacimiento de José Saramago, esta historia a modo de particular tributo, redactada por el menos probable de sus posible autores (atribuidle a este hecho todos los posibles fallos). Para todos sus lectores entuasiastas, y los que aún lo están por descubrir.
Una jornada sin horas
Este relato está
basado en una suposición, o en una mentira.
A
los 13 años, José Saramago, futuro premio Nobel de Literatura, comenzó a
trabajar como cerrajero mecánico, después de haber completado su formación en
una escuela industrial. Hemos de recordar que los padres de Saramago eran
campesinos sin muchos recursos, y ello limitó mucho sus estudios, teniendo que
completar buena parte de su aprendizaje leyendo libros por su cuenta. El
trabajo sólo duró dos años y luego entró a trabajar como administrativo, y más
adelante como periodista. No obstante, es curioso cómo un hombre que luego se
consideraría uno de los mejores escritores de nuestro tiempo se dedicara
durante una época de su vida a ejecutar trabajos manuales (como hacían
habitualmente, por otra parte, pensadores como Gandhi, que nunca despreció este
tipo de labores). Un día, una persona muy querida me señaló lo curioso que
tiene que ser que te venga a arreglar las tuberías a tu casa un fontanero, y
años más tarde, en la televisión, te encuentres con que éste luego se encuentra
en Estocolmo recibiendo el Nobel. Aquella idea me chocó, y dada la gran
admiración que profeso por la obra de Saramago, mi mente empezó a cavilar…
En
esta historia, hemos alterado bastantes cosas: Saramago no es un joven imberbe
de trece años, sino que lo hemos hecho algo más mayor, aunque coincidiendo con
la época en que se pasó veinte años sin escribir porque, en sus propias
palabras, “cuando no se tiene nada que decir, lo mejor es callar”. Al
envejecerlo, le hemos permitido encontrarse viviendo también en una época clave
de la historia de Portugal. Por supuesto, este extraño suceso nunca ocurrió,
como tampoco sabemos si las ideas de Saramago sobre ciertos asuntos se encontraban
asentadas entonces, o acabarían maduradas con el paso de los años. De ningún
modo se puede jurar que nuestro protagonista hubiera opinado en la vida real
esto o aquello, o que hubiera reaccionado ante las mismas circunstancias de
igual forma. Se trata tan sólo de una inocente fábula, que busca tan sólo
rendir tributo a uno de mis autores favoritos, a un ser humano sin duda
excepcional, y a todos aquellos (quienes leyeron sus libros, o quienes leyeron
su alma) que le van a echar de menos…
A José, a Pilar del
Río, a la Fundación José Saramago, a los suyos, va dedicado este cuento.
Todo comienza en una casa. Una
casa parada. Parece que el tiempo se hubiera congelado. Nada avanza. Si acaso,
el lento movimiento del tic-tac continuo de un reloj.
No obstante, el reloj principal,
colgado en la pared del salón, el que debía dar las horas en la casa, se
encuentra parado. Tan detenido, como el resto del ambiente.
Es una casa de una buena
familia, de acomodada posición. Decorada con gusto, sin duda. Con detalles
destacados, aunque sin llegar a la exageración, que ha requerido dinero pero no
pretende reflejar ostentación. Un par de recuerdos de El Algarve, platos de
cristal, un juego de tazas chinas de té en los armarios de cristal del salón.
Aunque lo más espectacular, sin duda, es el reloj. Con los perfiles dorados,
las agujas con filigranas barrocas, como asemejando un continuo movimiento, y,
por el contrario, el péndulo establemente en su sitio, como si nadie lo hubiera
puesto en marcha jamás. Una atmósfera calurosa y densa flotaba en el ambiente
casi a nivel del suelo, como si el mismo aire se encontrara enfermo y buscara
un último refugio donde poder descansar. En medio de este entorno opresivo,
divisamos a una mujer: está en la cocina, sentada junto a la mesa. Se puede
tener una perspectiva perfecta de ella contemplando desde el vestíbulo de la
casa tanto la cocina como al mismo tiempo el salón, a través en ambos casos de
puertas abiertas, pero no nos hemos percatado hasta ahora de la presencia de
esta persona porque se encuentra tan inmóvil y tan rígida que no provoca
contraste con el resto de los objetos que encontramos a su alrededor. Es una
escena curiosa, observarla a ella en la cocina, a la vez que al reloj en el
salón: ambos tan quietos, tan estáticos, aparentemente tan… muertos, sin
posibilidad de resucitar. La mujer es de mediana edad, de pelo rubio ondulado,
probablemente ya debería presentar alguna cana pero seguramente se las tiña
para que no se le noten. Ropas elegantes pero discretas, en consonancia con el
resto de la mansión. Ella, como el reloj, como toda la vivienda, parece –ésa es
la palabra- encapsulada, atrapada en esa habitación en ese instante, como si
hubiera apretado un botón y cesado toda actividad, como si hubiera elegido
permanecer allí, y el reloj se hubiera detenido entonces, junto con el paso del
tiempo…
Un sonido de llaves se escucha
entonces procedente de la puerta de entrada. Le cuesta un poco lograrlo, pero
finalmente la entrada se abre. Acceden entonces a la casa dos hombres. Uno de
ellos entra de manera enérgica, decidida, sin duda porque es el hombre de la
casa y pisa con seguridad el terreno en el que avanza con el impulso de sus
piernas. Viste traje de chaqueta y corbata beige, acorde a los rigores del
verano cuando por obligación tienes que vestir de traje, y aunque alguna arruga
empieza a hacer mella en su rostro, sus movimientos irradian que no ha perdido
la fuerza para seguir dirigiendo su vida. En cuanto al hombre que llega detrás,
es relativamente más joven: tendrá entre treinta y muchos y cuarenta y pocos
años, un asomo de calvicie, y unas sienes donde el color gris comienza a
avanzar. Su aire es sereno, tranquilo, avanza con lentitud y con la cabeza
parcialmente agachada, observándolo todo con detenimiento a partir de los
cristales de unas gruesas gafas. Sus manos son grandes y gastadas, producto del
trabajo desarrollado durante muchos años. Sus movimientos, sencillos, como
humilde es el gastado mono azul de trabajo que gasta. El primer hombre parece
dirigir al segundo, el cual sigue con precaución cada uno de sus pasos.
-Voy a ver si está en casa
–indica el primer hombre-. ¿Cariño? –llama hacia el interior-. ¿Cariño, estás
ahí?
La mujer tarda un instante de
más en contestar. Parece como si no asumiera que alguien ha entrado, o que si
no quisiera terminárselo de plantear. Vacila algo más de tiempo que es
necesario en levantarse: por eso les da tiempo a los dos hombres a llegar hasta
la cocina, donde se la acaban finalmente por encontrar.
-¿Cariño? Mira, ¿te acuerdas de
que te dije que mi amigo Álvaro tenía una factoría? Éste es uno de sus
trabajadores. He hablado con Álvaro y me ha hecho el favor de darle permiso
para ver si nos puede arreglar el reloj. A ver si así solucionamos ese
problema.
-Buenos días. Me llamo Adela
–dijo la mujer, alargando la mano.
-Mi nombre es José de Sousa
Saramago –respondió el hombre del mono azul, respondiendo al gesto-. Como le ha
dicho su marido, trabajo de cerrajero mecánico, pero tengo cierta experiencia
en reparación de otro tipo de objetos.
-Mire, éste es el reloj –dijo el
hombre, colocando la chaqueta sobre una silla y avanzando hacia el salón-. Es
una pieza muy delicada. Ha pertenecido a mi familia durante generaciones, y
siempre ha funcionado bien. Ahora se ha parado, y la mayor parte de los
relojeros con los que hemos hablado nos dice que es demasiado antiguo, que no
conocen el mecanismo, que si lo abren, no pueden garantizarnos que no lo
tengamos que tirar. Por eso necesito que nos diga si es posible arreglarlo.
José Saramago alargó los brazos.
Con sumo cuidado, sacó el reloj de su sitio, previniendo que los contrapesos
mecánicos del reloj de pared no chocaran con la madera al alterar la
verticalidad del mismo. Dirigido por los dueños de la casa (más bien por el
hombre, pues la mujer se mantenía en un silencioso segundo plano, con las manos
situadas exangüemente a ambos lados de su cuerpo), depositó el objeto sobre una
mesa cubierta por un mantel de ganchillo blanco. Se ajustó las gafas sobre la
nariz, y observó el aparato con el rigor de un orfebre calculando el valor de
la una pepita de oro. Apretó los labios examinando con detenimiento cada
detalle. Expectante como un campesino aguardando el oráculo sobre las lluvias,
el hombre de la casa finalmente preguntó:
-¿Entonces, puede arreglarlo?
José Saramago no se alteró por
esa pregunta, pero alejó las manos momentáneamente del reloj.
-Un reloj –expuso de manera
queda- es como un hombre: refleja de manera interna todo lo que le ha
acontecido a lo largo de toda su vida, lo que ha vivido en el exterior. Hasta
que no lo abra, no lo sabré seguro.
Volvió su cabeza hacia el
hombre.
-Sin embargo, no vamos a ser
pesimistas. Yo apostaría que sí. Aunque necesitaré un par de días.
El otro hombre suspiró, como si
le hubieran quitado un gran peso de encima.
-Bien… Entonces, usted puede
quedarse aquí, reparándolo durante ese tiempo. Yo hablé con Álvaro para que le
encuentre un sustituto en la factoría. Tómese el tiempo que quiera, lo
importante es que quede bien. Yo estaré entrando y saliendo, por cosas de mis
negocios. ¿Necesita algún objeto, algo…?
-He traído mis herramientas
conmigo –señaló el cerrajero, mostrando una caja metálica que había raído
consigo-. Lo que sí que necesitaré será un espacio, una mesa sobre la que poder
trabajar.
-De acuerdo. Podemos dejarle una
mesita de cristal en el comedor, ¿no, Adela?-le preguntó a su mujer, que sin
embargo no contestó nada-. No lo solemos utilizar mucho, la mayor parte de las
veces comemos en esa mesa alta del salón, solamente lo empleamos en las grandes
ocasiones, cuando hay que estar yendo y viniendo constantemente de la cocina.
Está bien iluminada, tiene unas cuantas ventanas que miran al exterior. Allí
podrá trabajar tranquilo y a gusto.
No tardaron mucho. La mujer
colocó la mesa de marras al lado de la ventana en la habitación del comedor,
situada anexa al vestíbulo, de tal forma que permite tener esa visión tan
excepcional del salón y de la cocina de la que nosotros hemos disfrutado
anteriormente. Los dos hombres acomodaron allí el reloj, colocando un mantel de
hule para que el cristal de la mesa no se rayase, y el cerrajero mecánico
colocó al lado de la misma su caja de herramientas. Todo parecía dispuesto. El
marido contempló la estampa con una mirada de satisfacción.
-Muy bien. Entonces, dejo el
reloj en buenas manos, ¿verdad? Adela, ponle al señor Saramago alguna bebida si
tiene sed, o lo que sea que necesite pedirte. Yo me voy a ir un rato. Luego
volveré a la hora de la comida.
Al decir esto, agarró a su mujer
por los hombros y le dio un breve meso en la mejilla. Sin embargo, ésta no
reaccionó. El hombre pronunció (con un azoramiento sin explicación aparente)
unas cuantas palabras de despedida hacia ambos, y se marchó por la puerta. El
cierre de la misma contrastó con el nuevo silencio que de improviso en aquel
momento se forjó.
El cerrajero mecánico enarboló
entonces una tímida sonrisa hacia la dueña de la casa, a la que ésta respondió
con otra de vuelta, aunque tal vez demasiado forzada. Luego, sin decir nada,
ésta se dirigió hacia la cocina. Una vez allí, se sentó de nuevo junto a la
mesa, en la misma rígida posición en la que se encontraba antes de que todo
esto pasara. No realizó ni un gesto a continuación. No, al menos, durante los
siguientes minutos.
José Saramago, tras tomarse unos
instantes meditando sobre el extraño silencio que sonaba (o dejaba de sonar) en
aquella casa, se sentó junto a la mesa, de frente al reloj de pared que ahora
yacía tumbado como si hubiera sido asesinado y ahora su cadáver hubiera quedado
yacente en la hierba a modo de héroe griego. Se colocó entonces una cuerdecilla
que guardaba en el bolsillo para sujetar mejor las gafas, y colocó las mismas
justo al borde de la nariz. Movió levemente los dedos de las manos, como
queriendo prepararlas para el esfuerzo, y a continuación, y con sumo cuidado y
delicadeza, comenzó a abrir el reloj…
* * *
El cerrajero mecánico trabajó de
manera pausada pero precisa durante toda la mañana. Cada vez que avistaba una
pieza (como si se tratara de una ballena localizada por el catalejo del capitán
Ahab), observaba primero con atención cómo cada una de sus partes
interaccionaba con el resto del reloj, y cuando la extraía, ponía sumo cuidado
en memorizar cómo lo había hecho y cómo se arreglaba la maquinaria completa para
manejarse ahora que aquella pieza concreta no se hallaba insertada en ella. A
veces se quedaba como extasiado, contemplando un pequeño tornillo durante
minutos. Otras veces, en cambio, sacaba una rueda dentada con prudencia y
esmero pero, una vez hecho esto, la apartaba con desprecio, como si le hubiera
ofendido o esperara de ella más. Poco a poco, los intestinos del reloj iban
quedando expuestos sobre la mesa.
Todo esto lo sabía la mujer
porque, aún desde su discreción desde la cocina, ponía ojos constantes en todo
lo que hacía el invitado: a pesar de que su labor era parcialmente ocultada por
la espalda de este último, la señora Adela se esforzaba en averiguar lo que iba
pasando, e incluso llegó a desplazar ligeramente la silla que ocupaba para
poder divisarlo mejor. Procurando disimular su labor de espía, incluso se
levantó a ratos, fingiendo ir a buscar un vaso de agua a o llenar algún
recipiente, pero en realidad sólo era una excusa para contemplar algún hecho en
concreto que estaba sucediendo y que no llegaba a atisbar. Y era curioso,
porque en realidad la mujer no tenía ni la menor idea de mecánica ni conocía en
absoluto el nombre de ninguna de las piezas que el cerrajero mecánico estaba
sacando del reloj, y no hubiera podido hacer nada con ellas. Y sin embargo,
había algo de tranquilizador en aquella labor, un extraño sosiego en la
meticulosidad que el hombre aportaba a cada movimiento, a cada gesto, a cada
ajuste de las gafas sobre la nariz para desentrañar una determinada parte del
mecanismo. Y aquella forma de proceder a la mujer le escamaba, pero al mismo
tiempo le proporcionaba –quién sabe por qué- una extraña paz interior.
Sin embargo, con el tiempo,
aquella sensación en un principio anestésica se fue diluyendo con el paso de
las horas. Y una vez más, la mujer se encontró en la cocina, sola, sin nada con
que ocuparse, ni qué decir. En medio de todo esto, el cerrajero mecánico no
hacía nada, tan sólo se ocupaba de su reloj, y sólo alguna vez de refilón
entraba la señora Adela en su campo de visión. Las miradas que le dirigía
entonces el cerrajero no querían decir nada, eran neutras, porque lo que en
realidad ocurría era que no la miraba sino que simplemente la veía, como si
fuera transparente y no tuviera más trascendencia que el fondo la imagen que se
veía a continuación. Adela sabía que el hombre actuaba de esta manera por
educación, para que no se sintiera observada; pero con la repetición, sin
embargo, una de estas últimas miradas de reojo terminó por ofenderla y se
levantó. Se dirigió con aire irascible hacia el salón.
Allí, se sentó sobre el sofá y
encendió el cigarrillo. Durante unos segundos, estuvo meditando qué paso dar a
continuación. ¿Encender la televisión? Lo descartó. ¿Abrir un libro? La mujer
sopesó la elección entre los que había y el asunto no quedó del todo aclarado.
Depositando la ceniza del cigarrillo sobre un cenicero (también, como otros
objetos, “recuerdo de El Algarve”), se levantó y se acercó, sacudida por un
impulso súbito, hacia el moderno teléfono del salón.
Sin embargo, una vez allí, no
hizo nada… Tanteó el auricular, rozándolo tan solo con la yema del dedo índice…
Como si estuviera planteándose para qué servía ese rimbombante aparato. Fue
como si una especie de lucha interna, una duda que la corroía por dentro,
sacudiera todos sus miembros. Luego, finalmente, pareció que la mujer se había
rendido, pues agachó la cabeza, volvió hacia el sofá, y ya no volvió a mirar al
teléfono más.
Permaneció allí también durante
un rato, hasta que el cigarrillo se consumió, sin hacer nada más. Apenas sí
chupó las últimas caladas que podría haber aprovechado. Luego, se dio cuenta de
que el cerrajero mecánico podía observarla si lo deseaba también desde el
comedor. A pesar de que sus modales en ningún momento fueron bruscos, ni su
apariencia grosera, la señora Adela se sintió sin seguir cómoda. Se levantó y
se dirigió de nuevo a la cocina. Allí, volvió a sentarse en la misma silla. Y
una vez en ese sitio, se paró.
Podría haber permanecido horas
allí. En otros casos lo hacía. Pero hoy tenía un extraño hormigueo en su
interior. Ese mismo hormigueo la llevó a levantarse y, casi de manera
instintiva, abrir un par de cajones que le hacían las veces de alacena en
aquella habitación en la que pasaba la mayor parte de su vida. También de
manera instintiva, como otros días, cuando sus manos salieron del cajón,
portaban una botella de vino. El vaso pareció llegar a sus manos por sí solo, y
ya estaba a punto de verter un poco y beber.
Pero el incorporar la vista, y
ver a Saramago, sin embargo, hizo cambiar su rutina. Y una idea nueva empezó a
fraguar.
Un par de minutos después, la
mujer aparecía en la habitación donde Saramago se hallaba reparando el reloj,
portando una bandeja en la mano. Contenía un café y varios dulces.
-¿Le apetece comer algo? –le
dijo con una voz entre entumecida y también apocada-. Trabajar le debe dar
hambre.
Saramago sonrió gustoso, y le
agradeció el gesto. Bebió del café, y asimismo disfrutó de las galletas. Su
anfitriona lo miraba callada, pensativamente, como si se concentrara en la
forma en que sus labios sorbían de la taza o las migas caían de su boca con la
misma atención discreta con la que antes observaba cómo reparaba el reloj. El
cerrajero mecánico no dijo nada y, a pesar del intenso escrutinio al que estaba
siendo sometido, no devolvió la mirada, cosa que ella agradeció porque hubiera
exhibido más todavía su pudor. Los ojillos de Saramago se movieron inquietos,
como tratando de averiguar qué pensamientos bullían por detrás de la mirada de
su anfitriona, pero si tomaron una decisión se abstuvieron de mencionarla y
simplemente permaneció en silencio, probablemente por no encontrar apropiado
ningún otro tema de conversación. Cuando terminó de comer, la mujer,
servicialmente, le retiró la taza de las manos y la colocó en la bandeja,
volviendo con los restos a la cocina, que limpió y ordenó con total rigor.
Luego, volvió a sentarse en la cocina, y volvió a quedar sumergida en la bruma
de aquel mutismo hasta mediodía.
Aproximadamente a esa hora, se
escuchó un ruido de llaves. La mujer, visiblemente alborozada (la primera
ocasión en que esta expresión había acudido a su rostro en todo el día) se
levantó rápidamente para acercarse. Saramago levantó brevemente la vista, y al
hacerlo tan sólo pudo observar la espalda de lo que parecía un joven, de pelo
enmarañado negro como la pez, y jersey al que le quedaba bastante poco para
quedar adornado con un par de rotos. El joven, que portaba una bolsa de
arpillera marrón oscuro, se dirigía a grandes zancadas hacia el pasillo,
mientras la señora de la casa le seguía.
-Deja, madre –le pidió él-. Me
voy a comer con unos amigos. Por favor, no insistas.
La madre no decía nada, tan sólo
rogaba con la mirada. Cuando el muchacho se metió en la habitación, la madre se
quedó mirándolo. Allí, aguardó unos minutos de pie, con los brazos caídos y
crispados de impotencia en un puño, mientras en el interior de la habitación se
escuchaban sonidos que indicaban que el joven estaba buscando algo, pero desde
la posición del cerrajero mecánico no se podía saber qué. La madre aguardaba y
también observaba, con el mismo o mayor denuedo con que estaba contemplando
antes el arreglo del reloj por parte de Saramago y (quizás) con la misma
incomprensión. Luego, el muchacho salió sin la bolsa de arpillera, pero portando
unos cuantos libros debajo del brazo, y con los mismos pasos largos con que
había entrado antes, desanduvo el camino para salir por la vuelta, plantarle un
fugaz beso a su madre en la mejilla, y salir como alma que lleva el diablo de
nuevo.
Doña Adela, entonces, pareció
desolada. Con lentitud premeditada (o quizás simplemente instintiva) recorrió
el espacio que separaba la entrada de la cocina, pasando para ello por el salón
y el comedor. No saludó a Samarago, no le ofreció la más mínima explicación ni
le miró siquiera, no por pretensión de ignorarle ni mucho menos –sino
simplemente porque para ella, en estos momentos, en la casa no había nadie más.
Se sentó de nuevo en el mismo rincón de la cocina de siempre y allí aguardó,
inerme, hasta que una media hora más tarde, nuevas llaves sonaron a la puerta.
Pero ésta vez ella no acudió ante quien las portaban.
Era su marido. Traía una
expresión exultante en el rostro, aunque no parecía que por nada en concreto, y
el mismo aire dinámico del anterior momento. Se sorprendió gratamente al
encontrarse a Saramago en el comedor.
-Hombre, ¿qué tal va eso?
-A pasos lentos pero seguros
–contestó sosegado el obrero mecánico.
-Bien, eso está bien. ¿Ha
comido?
-No, pero su mujer ha sido muy
amable y me ha ofrecido un café y galletas.
-Eso está bien. ¿Qué le parece
si comemos juntos?
-Bueno, no quisiera molestar…
-¡No se preocupe, qué va a ser
molestia!-exclamó jovial, y se adentró en la cocina-. Adela, prepáranos algo a
mí y a este señor, ¿de acuerdo?¡Nos morimos de hambre!
La señora Adela, sin decir nada,
asintió.
* * *
La verdad acerca del apetito del
estómago del cabeza de familia quedó sobradamente demostrada con el ímpetu con
el que devoró la carne aderezada de una sabrosa guarnición de champiñones que
le preparó su esposa. José Saramago, en cambio, comía con más recato, quizás a
causa de encontrarse en una casa ajena, o tal vez porque creyó necesario
exhibir un contraste con el voraz instinto que exhibía su anfitrión. En todo
caso parecía que el hombre había prácticamente terminado cuando Saramago aún le
quedaba para llegar al postre, y quizás por ello el marido se vio en la
obligación moral de proporcionarle a su invitado algo de conversación.
-¿De dónde es usted, amigo José?
-Yo nací en el Alentejo –declaró
el otro, sin pretender especificar al principio, pero luego añadió-, en una
pedanía de Golegã.
-Ah, el Alentejo, preciosa
tierra –respondió el otro, aunque con tono de quien hubiera respondido lo mismo
ante cualquier respuesta-. ¿A que no adivinaría de dónde soy yo?-proclamó,
pareciendo en este momento que habían tocado un punto clave.
-La verdad, no puedo
figurármelo.
-¡Pues de Angola!¿A que no se lo
esperaba, verdad?¡Jajaja!-carcajeó con una risa estridente el hombre, que le
hizo hincharse orgullosamente el pecho-. Pues sí, soy descendiente de
emigrantes lisboetas que se establecieron allí. Mi familia tuvo durante mucho
tiempo terrenos en aquella zona, pero yo no soy hombre que sepa estarse quieto,
o al menos lo era cuando era joven, y me alisté al ejército. Después de unas
cuantas batallas, me dieron un retiro y me asignaron un puesto en la
administración, y con eso y con lo que saqué de vender las tierras, nos vinimos
aquí. ¿No nos ha ido mal, verdad?-preguntó, aunque su propio gesto indicaba que
ya daba por asumida la respuesta.
-¿Notaron mucho el cambio al
trasladarse acá?-inquirió el obrero por cortesía.
-Oh –respondió al ver que
Saramago había señalado con la cabeza a su mujer, que seguía ajetreada en la
cocina-, ella es de aquí. Igual que mi hijo. Yo me mudé muy joven y bueno, esto
no me resultaba desconocido, siempre hemos tenido familia en Lisboa. Angola no
estaba mal… pero uno siempre tiene que volver a las raíces, ¿no es así?
Saramago no dijo nada. Le
parecía que tampoco hubiera tenido mucho sentido exponer lo contrario, incluso
en el caso hipotético de que lo hubiera pensado así.
-Seguro que me está deseando
preguntar qué es lo que opino yo del asunto de las colonias, ¿verdad?
Pero Saramago tampoco empleó
esta vez el derecho que (al parecer) le había sido concedido para exponer sus
opiniones. Sabía intuir cuándo un hombre quería decir algo, y tan sólo buscaba
una excusa para expresarlo. Por eso simplemente escuchó:
-Todo eso que dicen… de si la
opresión, y los muertos, y los soldados… Yo creo que todo eso son excusas.
Excusas ante el miedo. Claro que nos da miedo meternos en eso. Pero es como
tener miedo a defender tu familia y tu hogar. Y no por ello dejas de defenderlo,
¿no? Angola es tan nuestra como el Algarve, o como el Alentejo, o como la
propia Lisboa. ¡Y si no, fíjense en mí!-pegó una palmada sobre la mesa, riendo,
satisfecho con su propia ocurrencia-. Pero eso la juventud no lo ve –señaló,
mientras su mujer le traía el postre a Saramago y retiraba los demás platos-.
Prefieren la comodidad de los que les dan todo hecho. Se olvidan de todo lo que
han hecho sus padres por ellos, de todo lo que han trabajado para conseguirlo.
Ahora nos llaman diablos, asesinos, creen que las cosas que hicimos allí no
debieran haberse hecho. ¿Yo, un opresor?¿Por arrastrarme empotrado en el barro
y defender todo lo que ahora tienen, lo que se han ganado gracias a nuestro
esfuerzo? Deberían aprender más respeto –subrayó, y al hacerlo enfocó una
mirada especial hacia su esposa. Una de estas miradas incomprensibles, a no ser
que lleves más de veinte años juntos, y sepas perfectamente qué quiere decir
cada párrafo, y cada sílaba.
Mientras la señora Adela se
retiraba con los platos, Saramago terminó su postre en un par de bocados.
Luego, al anfitrión le pareció de rigor mostrarle aquellas partes de la casa
que el otro todavía no había visitado.
-¿Lo ve? Este es mi despacho –y
a continuación, como respondiendo a un comentario nunca formulado por el
cerrajero mecánico, prosiguió-. Efectivamente, tiendo a acumular cosas de mis
continuos viajes entre aquí y Angola. Ese tótem es un recuerdo de juventud. Y
esto…
Pero el hombre se detuvo al
comprobar que Saramago se había quedado detenido, prendado, al parecer, de una
fotografía en blanco y negro de pequeño tamaño que estaba enmarcada y colocada
en una pared lateral. El dueño de la casa se fijó en la foto con cuidado, y al
hacerlo sonrió.
-Ah, veo que a usted también le
gustan los caballos. ¿Es un buen jinete?¿Cuánto tiempo lleva montando?
Saramago, sin apartar ni un
milímetro la mirada de la imagen, susurró:
-La verdad es que no he tenido
un caballo en mi vida…
Y ni siquiera ante la cara de
perplejidad del antiguo militar volvió la vista hacia él, ni dejó de posar los
ojos sobre la fotografía.
Luego, el hombre de la casa se
despidió, pues, según él, debía volver a sus ocupaciones, pero dejó a cargo a
su mujer, la cual sin duda se ocuparía de proveerle cualquier cosa que
necesitara. Sin embargo, antes de marcharse, se disculpó y se ausentó para
entrar en el dormitorio, dejando cerrada la puerta. Saramago escuchó incluso el
ruido (inconfundible para él, recordemos, cerrajero de profesión) del pestillo
de la puerta al cerrarse. A continuación, se intuyeron -más que escucharon
directamente- algunas entrecortadas expresiones que dejaban de oírse
súbitamente, bien porque el hombre dejaba de hablar para escuchar a su
interlocutor, bien porque bajaba el tono hasta hacerlo casi inaudible. “Sí,
claro, por supuesto”. “¿No será demasiado pronto?”. “Es posible que llegue a
sospechar”. “¿En la plaza entonces? Al lado del hotel. De acuerdo. Lleva mejor
las de encaje rojo. Sí, yo también. Nos vemos”. Y el sonido inequívoco del
teléfono al colgar.
Posteriormente, el hombre salió
de la habitación, cogió su chaqueta, se despidió cordialmente de Saramago con
un apretón de manos, y luego con un beso de su mujer, esta vez en los labios,
pero pareció incluso más frío que el de aquella mañana. Abrió la puerta de la calle,
la cerró, y sus pasos resonaron alejándose.
Entonces, sin más aspavientos, y
con tan sólo una breve sonrisa forzada por parte de Saramago, aunque cargada de
aparente candor –por parte de la señora de la casa, no hubo respuesta facial-,
éste se colocó de nuevo en su lugar de trabajo, mientras que la señora Adela se
dispuso una vez más en su sitio en la cocina, como haciéndose de nuevo estatua,
con la mirada perdida que había mantenido anteriormente, sin expresar nada en
concreto, ni revelar ningún sentimiento adicional…
Así hasta que comenzó a llorar y
se ocultó los ojos con las manos. No se molestó en cerrar la puerta. Saramago
escuchó aquel gemido de fondo. Pero no se atrevió, no consideró prudente, o no
quiso reaccionar…
* * *
Al día siguiente, Saramago
volvió a la casa a retomar su trabajo en el punto en que lo había dejado. Le
recibió la mujer, esta vez en ausencia de su marido, y le condujo una vez más a
la misma mesa donde el día anterior Saramago había dejado los útiles de trabajo
y el reloj, los cuales parecían haber estado aguardando impacientemente su
regreso. El cerrajero se puso de nuevo a trabajar con denuedo, tratando de
desmontar un mecanismo que se le resistía particularmente. Sin embargo, una
inesperada visita vino a enturbiar su esfuerzo.
La criada angoleña llegó a mitad
de la mañana y no pareció tomarse a bien que hubiera por allí una presencia no
habitual que interfiriera en sus labores de limpieza. Como si se encontrara
espantando a un gato de excesivo tamaño que se hubiera aposentado sobre la
mesa, la criada trató de limpiar por todos los rincones que le dejó el
cerrajero, aún a riesgo de tirar al suelo algunos de los delicados mecanismos
de relojería. Por lo demás, entre los dos trabajadores en casa ajena se produjeron
una serie de miradas de recelo, incluso suspicacia, como dos aves que se
encontraran en disputa por un mismo territorio. Finalmente, llegaron a un
tácito acuerdo de amainar y no ser molestados, dedicándose cada uno a sus
labores sin atreverse ninguno a adentrarse en el territorio del otro, quedando
para Saramago la mesa que se elevaba como una humilde isla en el océano a lo
largo del cual la criada no hizo más que pasar por todos lados el plumero, como
si tratara de encontrar a algún otro misterioso visitante escondido. Entre
tanto, la anfitriona de la casa hizo lo mismo que el día anterior: es decir,
permanecer en la cocina, autista frente a los continuos devaneos de la criada,
observando sus propias manos entrelazadas, rodeada constantemente de gente, pero
siempre sola.
La criada se marchó, tan
silenciosa y subrepticiamente como había venido. Como último regalo, le lanzó
una mirada suspicaz a Saramago antes de cerrar la puerta y desaparecer.
Sólo unos cuantos minutos
después llegó el hijo: ya desde el principio se intuía que iba a haber una
tremenda explosión. Aquello era algo que veía venirse, como la retirada del
agua del mar justo antes de un tsunami, o la electricidad estática y el vuelo
de los vencejos justo antes de la tormenta.
Los rayos y truenos fueron
precedidos por un portazo; a continuación se escucharon los pasos precipitados
del hijo (no cabía duda, sólo de una persona joven podía provenir una energía
así) seguidos de los más suaves, casi acolchados, de la señora Adela,
siguiéndole detrás. Saramago atisbó a ver al hijo apartando rudamente el brazo
que su madre le ofrecía.
-No, mamá, no le justifiques.
Ésta ya ha sido la gota que colma el vaso. Ahí, en la universidad, delante de
todo el mundo, poniéndome a caldo y apoyando esa estúpida guerra. Y tú vas y le
defiendes: ¿es que quieres que me lleven a Angola?¿Es que pretendes que tenga
que huir a Francia?¡Estoy harto!¡Me voy a marchar de esta casa ya!
Y de nuevo sonó un portazo,
cerrando la entrada de su cuarto. Saramago, aunque no vio, escuchó el intento
de la señora Adela por evitar que de su boca saliera cualquier sonido de
llanto. Sin embargo, tuvo finalmente que marcharse a su dormitorio para que su
congoja no se hiciera pública.
Sólo un poco después salió el
hijo del dormitorio. Cargado con su bolsa, pasó por la cocina y empezó a añadir
un par de cosas (queso, embutidos) a la misma, la cual parecía ya repleta hasta
lo imposible de libros. Ya iba a aventurarse a salir de la casa, cuando antes,
en el camino, Saramago le interrumpió:
-Perdona, ¿podrías echarme una
mano con este reloj?
El chico se quedó parado. Hasta
ahora no se había apercibido de la presencia del experto en mecánica. Contempló
las piezas del reloj desplegadas sobre la mesa, y también a Saramago, quien le
observaba a través de sus gafas de gruesa graduación con ojos paradójicamente
lúcidos y de mirada límpida.
-Sólo será un momento –aclaró
él-. Siempre tendrás la oportunidad después de marcharte. Pero ahora mismo
necesito unas manos jóvenes y más capaces de lidiar con ciertos mecanismos. Mi
experiencia me dice que nunca se pierde el tiempo deteniéndose un momento para
arreglar algo con el objetivo de que vuelva a funcionar.
El chico estaba confuso. Tenía
prisa por irse, pero al mismo tiempo, no podía resistirse a una petición
realizada tan solícitamente y con un tono tan educado. Además, le intrigaba
también esa expresión extraña del hombre que parecía indicar que estaba
expresando más de lo que decía realmente. Un poco desconcertado –y
probablemente influido también por el hecho de que no sabía hacia dónde
dirigirse-, se sentó cautamente sobre la mesa. Saramago le acercó una pieza.
-Mira, estoy tratando de
introducir esta varilla por aquí. Pero hace falta mucha precisión, y cierta
constancia, para volverla a pasar varias veces. No te preocupes si te sale mal
a la primera: se vuelve hacia atrás y se intenta otra vez. Y si no otra, sin
más problema.
El estudiante, lentamente, sin
todavía entenderlo muy bien, intentó hacer lo que le proponía el humilde
trabajador. Al principio no le pillaba el truco pero después, poco a poco, le
fue cogiendo el tranquillo. Como el otro le había dicho, costaba y muchas veces
tenía que dar marcha atrás pero, con la flexibilidad que le permitía la
juventud, simplemente desandaba el camino y volvía a empezar. Paulatinamente,
aquello se fue convirtiendo en una rutina. Casi parecía que llevaba toda la
vida haciéndolo.
-Siempre he considerado que los
trabajos manuales, además de descargar la mente, ayudan en gran medida a la
actividad intelectual –consideró Saramago en voz alta, enredado en el
funcionamiento de las manecillas del reloj-. Cuando yo era joven y me enseñaban
este oficio, los estudios también contenían asignaturas humanísticas: latín,
griego, algo de literatura, aunque la mayor parte la aprendí por mi cuenta
sacando libros de la biblioteca. Pero igualmente, quizás en las carreras más
intelectuales debería enseñarse algo de trabajos mecánicos. Primero, porque nos
enseñan de dónde venimos, qué es lo que hacemos, para qué trabajamos. No se
pueden proponer soluciones para los obreros del campo sin saber en qué ocupan
la mayor parte de su tiempo. Y segundo, porque nunca viene mal a la hora de
reparar alguna cosa: después de todo, haber leído a Pessoa, a Camoens o a
Séneca no te sirve de mucho cuando tienes que cambiar una bombilla.
-Si le oyeran mis padres –dijo
el muchacho, que le había escuchado sorprendentemente cautivado-, dirían que es
usted comunista.
-Las palabras van y vienen; los
conceptos los emplean unos u otros de muy diferentes maneras; son las ideas,
los sentimientos, lo que hemos de cambiar –dijo Saramago, indicándole al
estudiante un paso concreto que había llevado a cabo incorrectamente con el
reloj-. Pero esto no puede hacerse de golpe, de una sola vez, deprisa y
corriendo. Hace falta mucho ímpetu, tesón y sobre todo, mucha paciencia, para
marcar de nuevo el tempo de un reloj que se ha acostumbrado a marchar a un
ritmo determinado. Figúrese mi propio caso: desde pequeño le he tenido un miedo
cerval a los perros, porque uno me ladró, y he sentido una admiración
reverencial de los caballos, porque una vez vi montar a alguien en uno, y a mí
no me dejaron. Años más tarde, acabé subido en uno de ellos, pero ya no era el
mismo caballo, y no se entregó a mí, como sí que lo hizo el otro. Así pues,
aunque pasen los años, y por más raciocinio que le aplique al asunto, siempre
le tendré miedo a los perros, incluso al más simpático, y siempre echaré de
menos el no haber montado en aquel caballo, por muchos a los que me suba. Y eso
que me considero alguien que actúa a las leyes de la lógica. Pero también, en
sinceridad a las mismas, he de reconocer qué cosas no puedo hacer.
-Sin embargo –quiso matizar el
hijo-, las viejas costumbres deben cambiar. Si no, nunca se podrá acercar a un
perro.
-Te doy la razón en eso; aunque
para que lo viejo muera, lo nuevo no tiene necesariamente por qué matarlo. Ante
un árbol muerto, es mejor no desplazarlo, sino que la vida empiece a brotar y a
poblarlo todo a su alrededor. Sólo habrá de talarse el árbol cuando impida el
crecimiento de la vida que tiene al lado.
-¿Y por qué otra cosa iba a
querer permanecer lo viejo?-inquirió el joven, que se daba cuenta de que ya no
se encontraban hablando de relojes, caballos o perros-. ¿Por qué si no iba a
invertir tanto esfuerzo en permanecer de pie?
-Por costumbre –esgrimió
Saramago-. Por miedo. Porque no se ha conocido otra cosa. Por desconocimiento
de lo que traerá el futuro. Porque el hecho de paralizarse es el síntoma más
común del miedo a envejecer.
-¿Y no es tan culpable,
entonces, como los que pretenden que lo viejo permanezca simplemente por
permanecer arriba ellos?
-Quizás sí; pero entonces, cabe
reflexionar, ¿no son entonces, acaso, igual de víctimas?
El estudiante se acercó casi
inconscientemente a él. Comenzó a hablar en un cuchicheo que revelaba mayor
secreto.
-Sí, pero eso es lo que menos
entiendo de todo: si ella también lo sufre –dijo ya refiriéndose a un hecho muy
concreto-, si le daña, ¿por qué insiste en escudarlo?
-Porque es lo que le enseñaron; lo
que le contaron que debía hacerse –Saramago dejó el reloj a un lado y le obligó
focalizar su atención-. Cada generación considera unos valores que en sí mismo
no son buenos o malos, sino que son los valores que necesitaba para vivir en
aquel momento. La gente de los pueblos valoraba el trabajo en equipo, para la
comunidad, para el grupo: pero esto también anulaba la voluntad individual
convirtiéndola un hecho imposible. En la ciudad, en cambio, se busca la
felicidad de cada individuo, pero esto nos hace olvidar nuestro compromiso con
los demás: cada uno queremos promover algo que creemos que compensa el defecto
de la sociedad de la que venimos, pero es normalmente exagerándolo como
acabamos creando una sociedad igual de opresiva, pero en el sentido contrario,
que a otros condenará.
-Llevamos mucho tiempo viviendo
en una ciudad –le replicó el chico.
-Siempre arrastramos con
nosotros una parte del lugar en que hemos habitado –comentó Saramago, como un
aforismo-. Y a veces arrastramos más de lo queremos; cometiendo los mismos
errores de nuestros padres, en los que nos juramos no caer jamás. Sí, no me
mires así, quizás tú creas que a ti no te va a pasar, pero ya te preguntaré de
nuevo dentro de cuarenta años. En todo caso, los errores no son algo por lo que
debamos distanciarnos: es algo que debemos tratar de enmendar -insistió.
-Pero, ¿y si se niegan a
arreglarse?¿Y si continúan repitiéndolo –clamó exigente el chico-, una, otra, y
otra vez?
Saramago le contempló muy
fijamente, con los ojos tranquilos pero intensamente abiertos, y la boca
cerrada, en rictus de severidad.
-Ocurrirá que, si nos
enfrentamos sin ninguna clase de piedad a ellos, les estaremos haciendo lo
mismo que aquellos que creemos que se encuentran equivocados. Y se habrá
reducido todo, de una lucha por la razón, a simplemente una oposición entre dos
bandos. Habremos perdido nuestra humanidad. Y entonces, no estaremos
beneficiando a aquellos que justamente decimos defender. Y lo que es peor de
todo, les habremos decepcionado.
Saramago volvió entonces, sin
aspavientos, a colocar sus manos huesudas entre las tripas desperdigadas por la
mesa del reloj. El muchacho se había quedado inmóvil, absorto y pensativo. Tan
detenido como el tiempo del mecanismo estropeado. Observando a Saramago,
sorprendido, y al mismo tiempo cavilando…
En un momento determinado se
levantó. Avanzó hacia el dormitorio de su madre y tocó a la puerta. Ella salió
bastante encogida, aún con el pañuelo entre las manos, y tapándose parcialmente
la cara como si fuera en cualquier momento a volver a llorar. Su expresión fue
de incredulidad absoluta cuando el hijo la envolvió con sus brazos y,
apretándola con fuerza, apoyando la cabeza sobre su hombro, le proporcionó un
abrazo tan fuerte que casi parecía que la iba a estrangular. Y sin embargo, la
mujer, aunque nerviosa y confusa, cuando rompió a sollozar definitivamente,
parecía estar sumida en una especie de extraño alivio.
El chico le dio un beso a su
madre y le dijo que ahora salía para la universidad, pero que volvería luego.
Se fue hacia la mesa donde se encontraba Saramago para coger la bolsa: pero
entonces, mirando al obrero, sacó los alimentos que había metido en la bolsa y
los colocó de nuevo en la despensa. Luego volvió a dirigirse a la puerta, pero
antes se paró justo delante de Saramago para decirle:
-Gracias.
Y se marchó, aunque el cierre de
la puerta fue esta vez mucho más suave que en la ocasión anterior.
Saramago sonrió. Murmuró “No hay
de qué” un poco al vacío, más que nada para sí mismo que para otra cosa.
Pasó al menos una hora hasta que
la señora Adela se atrevió a acercarse hasta él. Aparentaba haber estado
sosteniendo una larga lucha consigo misma, como si se hubiera estado
preguntando constantemente qué paso tomar a continuación, cómo debía actuar. O
al menos, el pañuelo arrugado que sostenía en la mano (quizás el mismo con el
que había recibido el abrazo de su vástago) asemejaba indicar aquello.
La señora Adela se sentó en la
silla. Le estaba estudiando con la misma precisión con que un ornitólogo
hubiera analizado a un pájaro que hubiera permanecido enjaulado cantando toda
su vida y una mañana hubiera dicho en perfecto portugués: “Buenos días”, e
intentara averiguar qué había cambiado. Saramago seguía mientras tanto a lo
suyo, sin alterarse lo más mínimo.
-¿Qué es lo que le ha dicho a mi
hijo?-preguntó finalmente, atreviéndose a dar el primer paso.
Saramago metía los dedos en el
interior de la carcasa del reloj como si esperara que éstos se hicieran
diminutos y pudieran caminar sin dificultad entre los engranajes.
-Seguramente nada que no supiera
ya. ¿Cómo no iba a saberlo? Si acaso, simplemente le ayudé a tenerlo más claro,
y a ordenar sus prioridades.
Seguía enredando en los
mecanismos, como si no le hubieran interrumpido. La mujer adquirió algo más de
valor, y después de morderse el labio inferior, inquirió:
-¿Y qué me tiene usted que decir
a mí?
Saramago volvió la cabeza.
-¿Qué es lo que pretende que le
diga?
La mujer se encogió de hombros.
-No sé. ¿Va a ser usted un
salvador?¿Uno de ésos que viene a traer la paz y la tranquilidad a las
familias? Si esto fuera una novelita, seguro que me contaría algo que me
dejaría en perfecta paz espiritual. ¿Va a hacer eso?
-No sé. ¿Le gustaría?
-Me recuerda demasiado a los
curas.
Saramago la contempló escéptico
por encima de las gafas.
-¿Tengo yo pinta de cura?
La señora Adela parecía mucho
más atrevida que en todo el día anterior. Para sorpresa de Saramago y quizás de
sí misma, se fue a la cocina, sacó un paquete de tabaco escondido de alguna
parte, y encendió un cigarrillo. Parecía como si hubiera decidido desahogarse
de una vez.
-Los curas siempre dicen cosas
como ésas: perdonar, olvidar, resignarse, asumir. Hacer como que nada ha
ocurrido, hacer como que nada está
ocurriendo de verdad. Que sirvas a tu marido, que te comportes como una buena
esposa. Que no reproches nada. Que no te atrevas a hablar.
Saramago dejó un instante el
reloj a un lado.
-En mi pueblo había una mujer
que fue a confesarse al sacerdote. Le dijo que su marido la pegaba, la maltrataba
moral y físicamente. El religioso le dijo que debía ser obediente y leal y que
sólo de esa manera alcanzaría el cielo. Resuena todavía en mi cabeza la
convicción con que aquella mujer pronunció, con voz grave y profunda, aquellas
palabras: “¿El cielo?¿Para qué quiero yo ir al cielo, con todos esos católicos
a los que defiende usted? Déjenos a las mujeres el infierno… Al menos estaremos
solas, y nos dejarán en paz”.
Saramago calló, reflexionando.
-Nunca olvidaré las palabras de
esta mujer, y de la dignidad que de ella se desprendía.
La señora Adela apagó el
cigarrillo casi sin consumir en un cenicero.
-¿Cómo se enteró de esa
conversación?
Saramago elevó las cejas.
-Yo era un niño muy inquieto.
Volvió a depositar la vista
distraído sobre el reloj.
-Luego he conocido a toda clase
de curas, algunos personajes odiosos y otros en cambio excelentes seres
humanos. Personalmente, siempre he preferido a los que te decían que no
confiaras en Dios para resolver tus problemas, sino en ti mismo y en las buenas
personas que te rodean.
Depositó su mano callosa sobre
la mano de la mujer. Esta, conmovida por el gesto, comenzó a llorar al hacerlo.
-Yo no le voy a decir que se
resigne. Yo no le voy a aconsejar que continúen pisoteándola. Pero le digo que
piense en su hijo. La nueva generación no puede quedar atrapada y zarandeada
entre nuestras viejas contradicciones. Debe de dejar de pensar que usted está
contra él simplemente en base a valores que aprendió de joven y que ahora no es
capaz de cambiar.
La mujer se restregó los
párpados húmedos con el pañuelo que aun asía con más fuerza entre las uñas
pintadas.
-¿Y yo?¿Qué será de mí?¿Es que a
todo tengo que poner una sonrisa?¿Es que no tengo derecho ni a patalear?
Saramago se acercó a su rostro.
-Usted debe hablar… hablar con
su hijo y hablar con su marido…
-Pero si… no escucha… -y no dijo
a cuál de los dos se refería.
El cerrajero mecánico agarró su
mano aún más fuertemente.
-A veces, no es con los oídos,
sino con sus ojos, con lo que debemos forzar a la gente a escuchar…
* * *
Los ruidos de la discusión
llegaban hasta el lugar donde Saramago seguía operando en el reloj. Voces que
se elevaban en un tono de furia y que empezaban a uniformarse de un modo casi
sincrónico con la rugiente tormenta vespertina que de improviso se había
desatado en el exterior. Un fogonazo seguido del retumbar de un trueno se coló
de reojo por la ventana al lado de Saramago mientras éste escuchaba un portazo,
y veía cómo el cabeza de familia se dirigía hacia él.
-¿Qué narices ha pasado?¡Me voy
de casa por la mañana con todo perfecto, y cuando vuelvo mi mujer me empieza a
reprochar cosas!¿Qué demonios le ha dicho?¡Maldita sea!, ¿qué narices les ha
hecho usted creer…?
Saramago le señaló con el dedo,
como indicándole que había cosas que no estaba dispuesto a permitir.
-Hoy, su hijo ha estado a punto
de marcharse de casa y aunque no me las doy de futurólogo, me figuro que si
esto hubiera ocurrido, su mujer hubiera intentado suicidarse por segunda vez.
Sí, por segunda vez, ha oído bien. Si estuviera menos ocupado atendiendo a sus
queridas y a sí mismo y fuera más observador, se hubiera fijado en las
cicatrices que tiene su mujer marcadas en las muñecas. Seguramente la primera
fue sólo para llamar la atención, pero dudo que hoy hubiera fallado, así que
siéntese y deje de pensar en qué he podido decir yo, y más en lo que ha podido
hacer usted.
El hombre, intimidado de
repente, se sentó.
-¿Cómo sabe qué…?
-No soy particularmente cotilla,
pero no estoy sordo ni ciego, y hay cosas sórdidas de sobra en esta casa como
para darse cuenta de lo que ocurre. No era muy difícil de averiguar.
El marido se pasó la mano por el
rostro. Su cara reflejaba el abatimiento de un Atlas al que se le ha caído el
mundo al suelo y trata de averiguar cuánto de grandes son los pedazos
arrancados.
-¿Usted también opina como mi
mujer, que tengo yo la culpa de todo lo que ocurre en esta casa?¿Que soy un
ogro, y que debería marcharme de aquí, por no tener las mismas ideas que mi
hijo sobre la guerra?
-Aquí no estamos hablando de la
guerra –respondió contundente Saramago, aunque evitando mirarle directamente-,
sino de algo más importante.
-¿Más importante que la guerra?
-Puede que para el planeta
Tierra sea muy relevante el meteorito que se estrellará en unos cuantos
millones de años contra su superficie: pero a la pequeña lagartija le resulta
mucho más esencial escapar del animal mayor que se la va a comer en unos
segundos.
Saramago se ajustó las gafas
sobre las orejas, y esta vez sí le apuntó a los ojos.
-Ahora, quizás, deberíamos
averiguar quién pretende comerle a usted.
El hombre se quedó parado en la
silla. Un trueno sonó de fondo.
El tiempo de pronto cambió. La
tormenta se transformó en una lluvia continua que golpeteaba contra el cristal
de la habitación mientras la luz exterior -o mejor, la falta de ésta, la
penumbra provocada por las nubes- atravesaba toda la habitación y les enfocaba
directamente en la mesa. Saramago seguía enfrascado en el reloj. El hombre
contemplaba con pesadumbre el exterior a través del cristal esmerilado de la
ventana.
-Cree que yo soy el malo. Cree
que yo soy el malo, como mi mujer.
Agitó la cabeza contemplando sus
propias manos.
-Pero no es así. O al menos, no
siempre fue así.
Repasaba sus dedos alrededor del
anillo de boda.
-Yo quería a mi mujer. O no sé,
en aquel momento pensaba que la quería. ¿Qué sé yo? Era joven, era guapa, se
reía con las cosas que hacía, yo me reía también con las suyas, a lo mejor los
dos lo hacíamos simplemente porque era lo que el otro esperaba y sabíamos que
le iba a gustar… Pero luego pasa el tiempo, pasan las rutinas, pasan los años,
pasa todo. La gente pierde la juventud, la magia, la risa, el color, y sólo
quedan los defectos, que ésos sí que se mantienen y repiten, un día sí y otro también.
Seguramente yo también he acumulado defectos, pero claro, los tolero porque son
los míos… Y en un momento determinado te das cuenta de que ya no amas a tu
esposa, o quizás nunca la has amado, y que fue tan sólo un capricho pero que te
casaste porque eso era lo que había que hacer…
>>Y entonces –volvió a reflexionar mirando
alternativamente a Saramago y al suelo-, te planteas teorías, dudas, sueños,
esperanzas. Te planteas para qué un trabajo, para qué un ascenso, para qué todo
este lamer culos como hago constantemente, si merece la pena o si estoy
perdiendo la vida por el camino. Pero, total, reflexionas, ¿qué otra cosa
podría hacer?, te da miedo abandonar la ruta y optar por el contrario
contrario, piensas que los sueños se irán en cualquier momento y el dinero
siempre será algo que necesitarás, y que si te estás muriendo de hambre
entonces sí que no vas a tolerar sueños ni gaitas. Y por eso sigues
machaconamente la senda que te han marcado, buscando un refuerzo en tu carrera
y una nueva posición social… Y vas al hipódromo y a los bailes porque te lo
piden. Y sonríes a unos y a otros porque te lo exigen. Pero un día, un día…
Estás así, reflexivo, melancólico, paseando por tu trabajo, donde sabes que no
haces nada, que se maneja solo y que actuando lo que único que harías sería
enturbiarlo, y de repente coges al azar una carpeta del registro civil y te
encuentras un nombre de mujer cualquiera y piensas: “Oye, ¿y qué?, quizás me
debiera haber casado con ésta. Casi seguro que hubiera tenido más probabilidades
de ser feliz”. Una idea absurda, ¿verdad?, pero no puedes evitar pensarlo. Y
preguntarte qué haces aquí… En qué dirección piensas remar… Por qué estás
luchando en realidad… Total, mi hijo ni siquiera me habla, o al menos, no
hablamos sin gritarnos desde hace mucho. ¿Para quién estoy ahorrando todo ese
dinero entonces?¿De qué sirve que mi hijo estudie en la universidad si eso va a
conseguir que me odie? En otras palabras, ¿para qué estoy luchando, qué estoy
haciendo?¿Qué debería hacer a continuación?
Le miró a Saramago mientras la
luz de un rayo iluminaba brevemete la estancia.
-Dígamelo usted.
Saramago escuchó todo esto muy atento y discreto, sin atreverse a
interrumpir en ningún momento. Había permanecido con la mirada bajada, sin
enfocar directamente a su interlocutor.
Pero cuando le interpelaron, volvió la vista hacia el hombre que había
hablado. Y entonces este último se dio cuenta de que los ojos de Saramago
siempre habían estado esperándolo.
-Dar consejos es el privilegio
de aquellos que no tienen que depender de si éstos consejos son un acierto.
Sería poco prudente por mi parte sugerirle que tuviera que hacer un acto tal, o
un acto cual. Pero sí hay algunas cuestiones sobre las cuales un poco de
perspectiva desde fuera quizás tuviera algo de valor.
Saramago mantenía en las manos
con delicadeza infinita una parte de las vísceras del reloj que había estado
reparando durante todo este tiempo. Un brillo especial se reflejaba en el filo
de sus gafas.
-Las cosas creadas por el hombre
no están hechas para durar infinitamente. Ni siquiera las que estuvieron antes
que él. Los ríos, las montañas, todo eso pasará y dejará paso a otros
continentes. Todo se para: hasta el mecanismo del más preciso reloj –dijo
depositándolo sobre la mesa.
>>Pero al mismo tiempo, la vida del hombre
es una constante lucha por hacer perdurar lo que por definición está hecho para
ser efímero. Para mantener vivas las cosas que le importan y le interesan.
Para, incluso, si creen que éstas deben subsistir más que él mismo, para inmortalizarlas.
En ese sentido, debemos buscar, dentro de aquellas cosas que un día nos
maravillaron, cuál es el fondo de su mecanismo, lo esencial, lo que hace único,
y ver qué es lo que se puede salvar.
Saramago tamborileó tranquilo
sus dedos sobre la superficie de la mesa.
-Decía Maurois que un matrimonio
feliz es como una larga conversación que siempre se nos hace demasiado corta.
Las conversaciones suelen ir bien hasta que alguien dice algo equivocado, entra
al tema equivocado, y entonces nos pasamos el día discutiendo sobre lo que
dijimos o dejamos de decir. Pero quizás la conversación pueda retomarse en el
punto en que todavía seguía discurriendo de manera dichosa, olvidándonos de
obsesiones, de callejones sin salida en los que nos metimos nosotros solos y de
los que ya no sabemos salir. Eso requiere mucho tiempo, y esfuerzo. Requiere
retomar el camino. Requiere guardar las fuerzas para lo que a veces es lo más
costoso, que no es hablar, sino aprender a callar y escuchar, y sólo entonces
responder algo. Y sobre todo, requiere aprender a reconocer qué cosas amamos
desde un principio… y cuáles, a pesar de los empeños nuestros, y del tiempo,
siguen ahí, esperándonos, para que las volvamos a rescatar.
El operario mecánico le observó
muy fijamente.
-Usted y yo tenemos ideas muy
distintas. Y no puedo mostrarme equidistante frente a las mismas. Pero creo
que, al contrario que algunas otras personas que también poseen sus
planteamientos o los míos, en el fondo compartimos algo común, y es que nos
importan unos seres humanos comunes. Las ideas son importantes en la medida en
que éstas benefician a los hombres; en cuanto a que estos conceptos expresan el
amor universal por la humanidad que deben impregnar cada una de nuestras
acciones. Pero cuando estas ideas traicionan sus principios originales, o se
convierten en cárceles aún más terribles que las prisiones de las que
pretendíamos salir, entonces han de ser modificadas, o matizadas como mínimo.
Son las ideas las que deben servir al hombre, o mejor dicho, a la humanidad en
su conjunto, y no al revés.
Saramago sintió que había
hablado demasiado para lo que hubiera preferido realmente haber dicho. Pero
había una cosa más que creía que, a la conversación, era necesario incorporar.
-Váyase a la cama. Reflexione.
Piense en qué ideas le están haciendo esclavo y las mantiene simplemente porque
se siente dolido, porque quiere defender lo que ha sido, en lugar de porque,
racional o sentimentalmente, crea en ellas de verdad. Piense en qué personas
están resultados heridas a causa de ellas. Deje de temer que le reprochen
cosas, y más bien, tenga miedo a qué cosas se puede usted en el futuro a sí
mismo reprochar. Todavía está a tiempo de arreglar la maquinaria.
Introdujo el mecanismo del reloj
en el interior de la carcasa y cerró la tapa. Ajustó las manecillas y le alargó
el artilugio por encima de la mesa.
-Aquí tiene la suya. Está
reparada. Es el momento en que decida qué quiere hacer con ella.
El hombre miró el reloj. Ahora
las manecillas indicaban perfectamente la hora, aunque, con el péndulo en
posición horizontal, el aparato aún no estaba en marcha.
Constató que se había hecho muy
tarde.
-Será mejor que se quede a
dormir aquí. Tenemos una habitación de invitados.
Saramago aceptó el ofrecimiento.
Al día siguiente, Saramago se
levantó. Con la suma precaución y delicadeza que da el encontrarse en una casa
ajena, se desplazó para intentar averiguar qué habitantes de la casa se habían
despertado de esa efímera muerte que damos en llamar sueño y de la que nunca
estamos seguros si alguna vez vamos a despertar…
Pero mientras avanzaba, se
detuvo en seco. Porque allí, al fondo, en el salón de la casa, tres figuras se
encontraba de pie, pero sólo una hablaba. Era el padre, situado de espaldas a
Saramago, de tal manera que no podía verle el rostro. Tenía la cabeza gacha y,
al mismo tiempo, de vez en cuando la elevaba, contemplando las miradas graves y
receptivas de su mujer y de su hijo.
Saramago no escuchaba nada de lo
que decían, pero la actitud corporal del hombre sugería no mandato sino dolor;
no confrontación sino miedo. No reproche, sino disculpa. No hizo falta que se
quedara para comprobar si iba a haber un abrazo familiar final: quizás no lo
hubiera, quizás fuera demasiado pronto para aquello, e incluso excesivamente melodramático.
Ninguna palabra iba a arreglar por sí sola el desaguisado que muchos silencios
habían obrado a lo largo de un gran número de años. Pero el trabajador mecáico
sabía que el primer paso estaba dado, y que ahora les tocaba a los actores de
este drama improvisar a partir de un guión que no tenía final. En este caso las
horas no contaban, a pesar de que el reloj ya las marcaba desde su posición
privilegiada en el salón.
Saramago, brevemente, sonrió.
Unos veinte minutos más tarde,
Saramago estaba preparando sus cosas para marcharse a sus casa. El cabeza de
familia se le acercó abriendo la cartera.
-¿Qué es lo que le debo… por lo
del reloj?
Saramago llevó la mano a la
cartera del otro, negando con la cabeza.
-Yo no le he arreglado un reloj:
yo le he dado el tiempo. Aprovéchelo. Negar el tiempo del que disponemos es sin
duda el mayor pecado.
El hombre quiso orientar una
sonrisa de agradecimiento. Pero Saramago no le dejó. Con un gesto comprensivo,
le dejó claro que nada de esto era necesario. Y si no era necesitario, mejor
dejarlo estar.
Saramago llegó aquella mañana a
su casa. Se sentía relajado consigo mismo, como después de haber realizado un
ímprobo esfuerzo; además, hoy seguía teniendo el día libre en la fábrica, así
que podía dedicarse a descansar. Sin embargo, todavía había una cosa que le
daba vueltas por la cabeza. Sentado en la mesa de su comedor, mucho más modesto
que el de la familia que había visitado, pensaba:
-Vió una carpeta del registro
civil… No sabía nada de aquella mujer, salvo su fecha de nacimiento, su
dirección y algunos otros datos. Y entonces se enamoró… y salió a buscarla.
Aquella misma mañana, sacó de lo
alto de un viejo armario una antigua pero bien preservada máquina de escribir.
Comenzó entonces a teclear.