Negro sobre agua
La historia de la literatura es también la historia de la pérdida de la
literatura
Stuart Kelly, autor de La biblioteca de los libros perdidos.
Here Lies One Whose Name Was Writ in Water
(Aquí yace un hombre cuyo
nombre fue escrito en el agua).
Epitafio,
en Roma, en el cementerio protestante, de la tumba del poeta John Keats.
Nos hallamos en 1922, en una
estación de tren de Suiza. El continuo subir y bajar de gente de los trenes
desde y hacia los andenes; el “chu-cu-chú” incansable de las máquinas que se
ponen en marcha (en dirección a lugares que muchos de los empleados del
ferrocarril no llegarán a visitar jamás); un continuo cruzar de personas a un
lado y a otro, en camino cada uno a sus particulares destinos, algunos
coincidentes, imprecisos, o mal definidos. En todo caso, ninguna de las
personas transmite la impresión de dudar. En medio de este ajetreo tremebundo,
resuenan los zapatos de tacón de una mujer joven, elegantemente vestida, que
viste un abrigo rojo y porta una maleta voluminosa. Camina decidida, pero no
preocupada; todo lo contrario, una enorme sonrisa ilumina su rostro. ¿La
causa?, probablemente la encontremos en lo que lleva en ese equipaje, el cual,
a pesar de su masa, se antoja liviano sobre su mano. Todo lo que pasa en estos
momentos por su mente se halla centrado en esa maleta, y en lo que ocurrirá
cuando se la entregue a su propietario.
Pero en la estación hay mucha gente,
demasiada. Es difícil distinguir las formas y los colores, los movimientos se
suceden sin que puedas analizarlos en profundidad. La mujer de la estación,
llamada Hadley, se siente tan acalorada que deposita el equipaje en el suelo durante
un momento para comprar una botella de agua de Evian en un estanco. Cuando baja
la vista para recuperar la maleta, ésta ha desaparecido. Cree distinguir a
alguien que transporta una valija muy similar -excesivamente parecida-, en
medio de la multitud. A punto de escapar.
-¡Eh!-suplica tan impotente como
dolida-. ¡Deténgase!¡Oiga!
No lo duda ni un segundo; a pesar de
que sus modales de señora le impidan realizar un esfuerzo físico, sale
corriendo: el contenido de la maleta es demasiado importante como para dejarlo
pasar. Se desplaza a toda velocidad por el andén de la estación gritando a la
gente para que interrumpan el paso a ese hombre, pero éste avanza a tanta
velocidad y con tanta violencia que los otros transeúntes no pueden pararlo. Una
nube de paraguas y maletas cae como agua de lluvia ante los agresivos choques a
lo largo de la persecución. El ladrón está abriendo una brecha demasiado
importante; Hadley tropezó y cayó al suelo, dándose de bruces en un punto donde
no había nadie, rompiéndose en este momento un tacón.
-¡La maleta!-elevó la mano
desesperada hacia el lugar por donde el ratero se escabullía para siempre-.
¡Tiene mi maleta!
Cuando su marido llegó a la
estación, la encontró sentada sobre el equipaje que le quedaba, desolada, con
la cabeza entre las manos y el zapato sin tacón boca abajo en el suelo, como un
cadáver que no sabe adónde ir. La mujer, al ver a su esposo, se desesperó más
todavía.
-Hadley, ¿qué ha ocurrido?-preguntó
él, corpulento, fornido, con profusa barba (la cual, hasta hace unos minutos,
lucía orgulloso, recién estrenada) y aire de muchos kilómetros en la mirada. Se
le notaba sinceramente preocupado por el bienestar de su mujer: fue aquello lo
que le armó a ésta de valor para confesar la verdad.
-Ernest, era una sorpresa... Te lo
traía todo... todos sus escritos, tus textos inéditos, esa primera novela de la
que tanto me estás hablando... Te lo traía en una maleta...
Los ojos de Hemingway se aceleraron
de un lado a otro. Comenzaba a imaginarse lo peor...
-Me la han robado, Ernest, me la han
robado... Todo eso... ha desaparecido...
Y rompió a llorar en su pecho. El
joven Hemigway, el que todavía no era reconocido ni mediático, sino sólo un
joven principiante que había vuelto de una guerra mundial, la abrazó con
cariño, pero no la miraba. Tan sólo contemplaba el infinito con miedo, congoja
y una incertidumbre: la de adónde esa maleta, cargada con todas sus ilusiones,
dudas y sueños, habría ido a parar...
-Lo lamento, Ernest, lo lamento
tanto...
Éste la consoló. Pero era él quien
necesitaba un hombro sobre llorar.
* * *
Jorge Luis Borges se levantó en
mitad de la noche, pero el que estuviera oscuro no le afectó especialmente. Es
lo bueno que tiene estarse quedando ciego: has dejado de temer a los monstruos
que puedan surgir, a partir de una sombra a la que no puedes encarar.
-¿Qué pasó?-le preguntó su mujer, al
lado, inquieta por el movimiento desasosegado del anciano.
-Nada, nada...-replicó él-. No es
nada. Es sólo... una idea, que me ha venido a la mente... Trataba sobre... sobre...
Chisteó molesto al ser consciente
del problema.
-Vaya. Lo he perdido.
Volvió a tumbarse en la cama,
apesadumbrado. La esposa se volvió hacia él de manera instintiva, con los ojos
todavía cerrados.
-Debés anotar ese tipo de cosas
cuanto antes. Aunque no uses los ojos, no tienes ni que decírmelas, sólo has de
tener un papel y un lapicero en la mesita para esta clase de ocasiones...
Su marido agitó la cabeza.
-No te preocupés –declaró con voz
serena Borges, como aquel que ha pasado ya muchas veces por este trance-. Un
escritor pierde centenares, miles, quizás millones de ideas a lo largo de toda
su vida. Son pensamientos que se escapan por todas las costuras, que nunca se
recobrarán. Las historias perdidas son las que tapizan las paredes de los
metros subterráneos, y las calles de las ciudades vacías... Se pierde, en el
global, mucho más de lo que se consigue, y lo hacemos en instantes tan banales
como el afeitado, la ducha, o el momento de ponerse una corbata. Incluso aunque
puedas conjurar todos los peros, existe un último escollo que nunca podrás
superar: el momento en que la muerte te arrastra junto con aquello con lo que estás
trabajando, y que ya no verá la luz jamás...
La musa, ya completamente turbada y
despierta, miró con tensión hacia el techo.
-¿Te acordás de alguna de las
historias que habés perdido?
Borges creyó ver por un instante.
-Recuerdo una libreta pequeñita que
llevaba a todos lados. La extravié durante uno de mis viajes. Para mí fue algo
terrible... No se trataba de historias concretas (nada de lo que había allí
escrito se había cristalizado en un cuento), sino de miles de pequeños guiños, frases
nuevas pero ya míticas, leyendas que generarían relatos o que, incluso, en manos
de otros, hubieran dado lugar a enormes y conmovedoras novelas... A veces
pienso que alguno de mis mejores narraciones hubiera podido salir de allí... Pero
la libreta nunca reapareció...
Su esposa notó de golpe un fino
temblor en el estómago.
-¿Y no te arrepentís de cuánto se ha
podido perder?
El otro se encogió de hombros.
-Me duele todos los días... pero uno
aprende a sobrellevarlo. Incluso los verdugos dejan espacio al tiempo, y se
olvidan de lo que han hecho mal...
Borges agarró con fuerza la manta.
Se dió la vuelta hacia el otro lado, y volvió la vista hacia el suelo.
-Sólo me pregunto dónde estarán
almacenadas todas esas historias perdidas... la Biblioteca de Alejandría no
hubiera dado espacio para que cupieran todas aquellas que han quedado por
redactar...
* * *
El ladrón corrió con la maleta del
matrimonio Hemingway a través de unas cuantas manzanas. Luego, cuando estuvo
seguro de que nadie le veía, y se cercioró de que la policía no corría tras sus
pasos, se sentó en un rincón de la acera vacía, cercano a la alcantarilla, y
apoyó la maleta sobre las rodillas. La mantuvo en sus manos sólo un momento,
como tanteando su peso y, en consecuencia, su posible valor.
Luego, abrió los cierres de la
maleta. Es una cosa sencilla, una vez tienes experiencia en ello. No hay
demasiada diferencia entre las maletas de los ricos o las de los pobres. En
realidad, todas se abren casi con la misma facilidad. Pero luego, en su
interior, es cuando terminan las similitudes. Dentro puedes encontrar las más
variopintas riquezas: el equipaje de un hombre nos revela muchas cosas, pues
nos dice aquello sin lo que no estamos dispuestos a pasar aunque estemos lejos
de casa, y que sin embargo (ocultos nuestros secretos por las paredes de la
maleta) no estamos dispuestos a confesar. Desde juguetes –regalos para niños
que nunca recibirán, o que en realidad no existen- hasta unos calcetines que
confiesan que su dueño acaba de iniciar la relación con su amante. El ladrón
abrió la maleta de par en par. Contempló lo que albergaba en su corazón.
Letras. Letras negras sobre hojas también
prácticamente negras, de incoherentes formatos; páginas tachadas, arrugadas, en
blanco; de una llaneza impoluta, o arrancadas de cuadernos cuadriculados...
Qué dirían esas letras... El ladrón
hubiera dado lo que fuera, en aquel instante, por haber sabido leer. Se llevó
las manos a la cabeza, ante la futilidad de su descubrimiento...
Y ahora, qué provecho podía sacar de
eso, pensó. Cómo debía actuar…
* * *
“ [...] Siempre podremos encontrarnos con algún artista o poeta buscando
inspiración en aquella atmósfera casi irreal [de Venecia], como me ocurrió a mí
en una ocasión, ya muy entrada la noche. Se oía solo el balanceo de las
góndolas que se tocaban unas a otras como para no dormirse. En aquel momento y
en aquella soledad, oí de repente una especie de rezo en español: era el ciego
Borges, quien, llevado del brazo por una mujer, llenaba aquel silencio
romántico y sagrado recitando unos versos de Lorca [...]
Encontrado
por casualidad en la guía de viajes “Roma, Florencia y Venecia”, de El País Aguilar, en un artículo de Juan
Arias, corresponsal español en Roma durante quince años.
* * *
Un Hemingway desolado, sentado sobre
la mesa, apoyaba una mano sobre el rostro, y la otra sobre la copa de bourbon,
a la que se agarraba desesperado, dudando sobre si bebérsela de un trago o no.
La otra opción era administrarla a sorbitos, y después tomarse otras tres
seguidas.
-Perdido... todo perdido... tanto
por lo que había trabajado...
Gertude Stein, la célebre
intelectual, apoyada la espalda sobre el respaldo de la cama, aparentaba ser
más bajita en esa circunstancia. Y aún así, al joven Hemingway le parecía que
desde esa posición se incrementaba hasta más la sensación de inconmensurable
grandeza que transmitía con su penetrante mirada, y sus ojos de inteligencia callada.
Ella, reconocida escritora, era todo lo que él aspiraba a ser... Pero ahora
había retrocedido varios años en su camino a causa de esta hecatombe tan tonta,
provocada, además, por un acto irreprochable de amor.
-Ya te dije muchas veces que las
obras de juventud hay que quemarlas nada más se redactan –le indicó la
escritora calmada, con voz grave desde la cama-. No pierdes nada con este robo,
más bien al contrario.
Entre otras cosas, Stein se acordaba
de uno de esos relatos perdidos, el cual, con anterioridad, su pupilo le había
cedido y ella había estudiado. No le había gustado un pelo.
-Lo sé –replicó Hemingway atisbando
el fondo de su vaso, tratando de encontrar el abismo que se cernía desde la
profundidad del mismo-: pero eso no me acaba de consolar demasiado.
Y se refugió una vez más en su
melancólica tristeza.
-Si tanto te agobia la pérdida, ¿por
qué no ofreces una recompensa? –le sugirió su colega-. Un dinero a cambio de
que alguien te entregue la maleta de vuelta.
Ernest negó con la cabeza.
-La maleta debe estar a estas
alturas en manos de una tercera o cuarta persona, y los papeles, esparcidos por
algún húmedo callejón de Ginebra o sobre la superficie de un río en Berna.
Ofrecer una recompensa, tan sólo veinte minutos después del robo, no hubiera
servido de nada. No te digo que no vaya a intentarlo, pero albergo pocas
esperanzas…
Golpeó con el puño, de manera no excesivamente
furiosa, sobre la mesa.
-Son mis relatos de lo que me
ocurrió durante el tiempo que estuve en el frente de batalla en la Gran Guerra
en Italia –no mencionó, como si con ello lo borrara, que fue siempre manejando
una ambulancia-. Con ellos iba a hacer una novela, mi primera gran novela... Y
ahora, desaparecidas, como un vaso de agua arrojado en el mar...
“Navego como un navío errante” (no se atrevió a comentar), “sin saber qué
decir, ni qué pensar, desde entonces...”
Desasió por fin el vaso maldito, y
se pasó, en una suerte de castigo autoinfligido, las manos por el rostro.
-Juro que si pudiera hacerme arrancar
la neurona que alberga el recuerdo de esa maleta, me la extirparía...
Gertrude Stein volvió la cabeza con
fiereza hacia el hombre derrotado:
-Pues eso es precisamente lo
contrario que tienes que hacer: debes exprimir esa neurona al máximo.
Ernest se sobresaltó ante esta
declaración tan rotunda.
-Estimula esa neurona: obliga a que
se te clave hasta lo más profundo del alma, para que te sirva de guía y faro en
la escritura –le espetó la mujer, con brutalidad descarnada y crudeza, sin
apartar la mirada afilada de sus ojos-. Haz que la pérdida de esta maleta sea
para ti un motivo más de lucha, la fuente de toda la inspiración. Escribe de
memoria: edifícalo todo de nuevo, según cómo lo recuerdes, y si no eres capaz
de decir exactamente cómo estaba redactado, entonces es que no era lo
suficientemente bueno. Que esta circunstancia se marque de manera definitiva en
tu manera de escribir. Hasta ahora sólo habías narrado las catástrofes ajenas:
ahora podrás hablar de las cosas terribles que te han sucedido a tí.
El futuro premio Nobel parpadeó sorprendido,
abriendo a continuación los ojos de par en par.
No supo qué replicar...
* * *
En aquella reunión con estudiantes,
las preguntas se sucedían en tromba. Algunas de ellas constituían lugares
comunes; pero ellos, tan jóvenes, todavía no lo sabían. Otras consistían en
puro orgullo y pedantería, la cual se apreciaba desde los primeros tonos, y a
las que Borges respondía con tanta sencillez y amabilidad que dejaba en
evidencia –sin faltar en ningún momento al respeto- a quien elevaba la
cuestión. Miles de temáticas se agolpaban, demasiadas para un anciano de tantos
años que no puede derrotar con los ojos a su interlocutor:
-Señor Borges, querría preguntarle:
recientemente Ernest Hemingway ha publicado su libro París era una fiesta, obra que relata sus experiencias de juventud
en la Primera Guerra Mundial, y que según él le resarce de un suceso doloroso
que ocurrió hace muchos años. ¿Qué tiene usted que opinar a eso?
Jorge Luis Borges se rio de una
manera tan suave que resultó casi imperceptible para el resto de los presentes.
-El señor Hemingway, siempre tan
amigo de fantasías románticas...
Hubo alguna carcajada maledicente
entre algunos de los reunidos en la audiencia, pero rápidamente se alzaron un
montón de manos y se entremezclaron las voces, hasta que al oído sensible del
escritor le resultaron insoportables:
-Perdoná, hacedme el favor –le
indicó a su secretaria-, ¿querrás indicarles amablemente a estos muchachos
donde se imparten los talleres literarios?
La algarabía siguiente que se
instauró no fue seguida por Borges, el cual huyó con toda la velocidad –poca,
hay que confesarlo- que le permitían sus débiles piernas, y el majestuoso y sin
embargo temblequeante bastón. Pero aquel guirigay incansable se transformó en paz
y quietud súbita cuando Borges accionó una puerta escondida por la que accedió
a su recinto secreto, una habitación cerrada cubierta completamente de libros.
El
universo, que algunos llaman la biblioteca...
Borges
pasó la mano reverencial por los lomos de los textos, cuyos títulos, sin
embargo, ya nunca más podría descifrar... Cuántas cosas le quedarían por
descubrir no ya en la lectura, sino en la insondable relectura de los libros...
Ahora le narraban textos desde el borde mismo de la cama pero, aunque esto era
hermoso, era también muy distinto. Nada volvería a ser igual...
Se sentó, apoyando ambas manos sobre
el bastón, sobre una silla situada estratégicamente en el centro de tan
particular biblioteca. A los pies de esta silla, un pequeño baúl. Borges
extrajo, del bolsillo de su elegante chaqueta, una llave dorada. Palpando el
baúl y temblando con ambas manos, interrogó al candado cerrado.
Del interior del arcón extrajo unas
hojas. Las tanteó y admiró con sus ojos cegados.
¿A quién pertenecerían estas páginas?,
se preguntaba periódicamente. Habían llegado a sus manos poco tiempo atrás,
cuando la escasa visión ya le impedía discernir cualquier letra que hubiera
pretendido amar en su día. Quien se los había vendido le había dicho que se
habían perdido como consecuencia del azar, con origen del suceso en algún punto
de su amada Suiza (habían llegado hasta Buenos Aires vía, al menos, París y
Londres), y que no era conocedor a de a quién le pertenecían, pero que tenían
pinta de formar parte de los primeros esbozos de un entonces inexperto -aunque
no por ello menos talentoso, insistió el vendedor con descaro- escritor en
inglés. Borges los tomó sin dudarlo, y pagó sin rechistar lo que le pedían. Los
había mantenido en su poder desde entonces.
No los podía leer, y había sido
demasiado orgulloso para que nadie se los recitara, lo cual hubiera significado
revelar el secreto y además subrayar (más allá de lo imprescindible) lo
incapacitante de su ceguera. Podría haberlos expuesto al mundo: seguro que el
escritor –que quizás estuviera muerto, o tal vez no hubiera triunfado, como consecuencia
incluso del extravío de aquella obra- lo hubiera agradecido con júbilo. En
cuanto al público, quién sabe si le había hecho un favor al privarle de una
obra acaso zafia y grosera (¿cómo saberlo?), o si le había arrebatado en cambio
un legado inmortal, comparable cuanto menos a un Chesterton o un Coleridge,
hasta incluso (en su anhelo desbordante por haber rescatado un insólito paradigma)
un inaudito Cervantes o un Petrarca. Ante una hoja en blanco, cualquiera de las
opciones era factible.
Pero Borges se negaba en redondo a
mostrarlo. Aceptaba el pecado de la soberbia, o si quería ser más sincero, del
egoísmo: no era que tuviera miedo de que esa obra superara a cualquiera de las
suyas propias, que también. Sobre todo, sentía una satisfacción interior, de
manera mezquina y codiciosa –había de reconocerlo- ante la posibilidad de
poseer para sí mismo una obra inmortal en potencia, que nunca llegaría a
emocionar a los demás, sino que acapararía solamente él, a la que sólo sus
manos tendrían acceso. Era como hallarse en poder del santo Grial, y saber que
nada ni nadie, salvo tú, lo podrá tocar…
No obstante, incluso los reductos
más ocultos acaban por ser descubiertos, y aquel día se coló un joven ladrón, un
golfillo con gorra sobre el abundante cabello, y mirada pícara debajo de él. El
escritor, que sabía intuir quién caminaba por su refugio secreto con sólo escuchar
sus pasos (como si, en este reconfortante rincón del mundo, recuperara la
vista), hizo acercar al niño a su presencia.
-Hágame un favor –le trató de usted
el millonario argentino-. ¿Podría leerme lo que pone aquí?
El niño acercó a sus ojos el legajo
que Borges le tendía desde su cofre secreto, y con mirada atemorizada –todavía
no podía creer que no fueran a arrestarle- y un balbuceo en los labios,
pronunció:
-Ésta es la historia de un niño
pequeño que vagabundeaba sin rumbo por las calles de nuestra ciudad. La vida
era complicada y dura, tenía que afanar pequeños objetos, y buscar el pan de
cada día para no morir o que no le cogieran. Hacía lo que podía, trataba de
salir adelante...
-He dicho que me lea, no que me
cuente sus milongas. ¿Es que acaso no sabe leer?
El niño no negó con la cabeza, pero
frente el ciego estaba todo dicho. El escritor le indicó parsimoniosamente que se
acercara a su lado, y proclamó entonces con una menor dureza:
-Bien, entonces deberemos empezar
corrigiendo este problema de inmediato.
Señaló con el bastón una zona de su
biblioteca:
-¿Puede alcanzarme ese libro de allá?
Pues Borges había perdido la vista,
pero no la memoria: el niño extrajo con cuidado un ejemplar medio roto,
desgastado del uso y la manipulación. Antes de tendérselo al anciano, le
preguntó con mil dudas:
-Y, dale, ¿no seguimos con el papel
que me ha dado?
Borges negó con la cabeza.
-No; ahora no es el momento de esas
cosas...
Sentó al niño con delicadeza en sus
rodillas y empezó:
-“Canta, oh diosa, la cólera del
Pelida Aquileo; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y
precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de
perros y pasto de aves —cumplíase la voluntad de Zeus—...”
Nota
del autor: la historia de Hemingway ocurrió de verdad, como ya describimos en una entrada anterior, aunque hemos modificado
algunos detalles. Por ejemplo, el robo de la maleta tuvo lugar cuando la esposa
de Hemigway salió del tren de manera transitoria en la estación de París
(tomaba el trayecto París-Lyon), dejando el equipaje en el compartimento.
Además, ella no traía los papeles como una sorpresa, sino bajo petición de
Hemingway, que estaba en Lausana como periodista, cubriendo una conferencia de
paz, y necesitaba sus escritos para enseñárselos a un editor. Por otro lado,
“París era una fiesta” fue publicado de manera póstuma (eran unas memorias que
reflejaban, entre otras cosas, los sucesos en los que se había basado Hemingway
para “Fiesta”, su primera novela), y su cronología no encaja con ciertos
aspectos de la vida de Borges. Por lo demás, el fundamento básico de la
historia que afectó al escritor norteamericano es real.
La
de Borges, ¿por qué no?