lunes, 30 de octubre de 2023

Cine y realidad: una charla sobre el Alzheimer.

Saludos. Hace poco más de un mes, en Roma, tuve el privilegio de dar una charla donde hablaba sobre la enfermedad de Alzheimer desde un punto de vista científico y también cultural (en concreto, contaba cómo el cine -entre otras artes- ha tratado esta dolencia). La conferencia formaba parte de un evento más amplio donde se exponía el proyecto Memo(s)toria, una actividad organizada por la Escuela Española de Historia y Arqueología en Roma en colaboración con Caritas Roma, y en el cual se realizan actividades de divulgación histórica y estimulación cognitiva aplicadas en pacientes de Alzheimer -un proyecto muy interesante, por cierto, y que ahora se encuentra en plena fase de expansión-. Por si os interesa escuchar lo que allí se comentó (hay parte en italiano y parte en español, pero creo que podéis serviros de los subtítulos automáticos; mi sección, de todas formas, está en español), os dejo colgado el vídeo. Como siempre, espero que os guste. Un saludo.

lunes, 23 de octubre de 2023

Las historias cortas de octubre: "Qué haríamos sin las señoras..."

Qué haríamos sin las señoras...

            Una mujer le hizo la promesa a Cristo de que, si atendía a sus ruegos respecto a su salud, se vestiría de nazareno toda la vida: y así lo hizo. Túnica púrpura, cuerdecita tomatera amarilla (hasta con borla). Es como si Cristo estuviera barriendo su casa (¿Y lleva también caperuza?, le quiero hacer concretar a mi novia. No, me responde: Dios le salvó la vida, pero debe de ser que le dejó de residuo un dolor de espalda).

*

            Una señora que se va a acostar para dormir la siesta, a las cuatro de la tarde. Entonces, dos niños se colocan debajo de su ventana y empiezan a cuchichear. Claro, hablan en un tono tan secreto, tan intrigante, que a la mujer le entra la curiosidad: aguza muy bien la oreja para escucharles, y por supuesto, no puede dormir. Así que, al ver que no se está enterando de nada, y que tampoco se duerme, sale al balcón, y le grita a los niños, con toda la fuerza de sus pulmones:

            -¡No habléis tan bajo, que no me dejáis dormir!


lunes, 16 de octubre de 2023

El relato de octubre. Una novela por fascículos: El cajero (4)

 

Llegamos al nudo gordiano de nuestra historia, que empezó aquí y cuya última entrega puedes encontrar acá. Que lo disfrutéis.

            Hoy es un día movidito. La ciudad está de fiesta.

Nuestro hombre lo nota. Cuando sube en el metro, a las [ruido estremecedor del convoy al arrancar, no se escucha la hora exacta] y dos minutos de la noche –es lo que tiene esta época del año, se hace de noche en seguida; o no tanto; en fin, para aclararnos, más o menos el tiempo que tarda en terminar el día–, con una pequeña maleta a un lado, las calles están llenas de colorido y sabor. Gente vestida de variopintos disfraces, ataviada con máscaras, matasuegras y accesorios de lo más estrafalario. Abundan las chicas y chicos, jóvenes y no tan jóvenes; se exhiben con profusión el amarillo, el rojo, el verde, el naranja, los olores tropicales, el sabor de las frutas exóticas: todo, en definitiva, lo que nos haga olvidar por una noche que somos nosotros mismos, y fingir, a veces de manera desesperada, que en realidad consistimos en otra persona.

Mientras tanto, el oficinista se acuerda tan sólo de que le ha echado un último repaso al salón de su casa, ha mirado los muebles que no va a poder transportar consigo es una pena, se dice, pero no queda más remedio; en fin, no es una pérdida irreparable–, y ha apagado las luces. Luego se ha marchado, no sin echar (la fuerza de la costumbre) los tres cerrojos detrás de él.

De nuevo en el mundo exterior, el ambiente se ha activado más todavía. Es increíble la de gente que ha llenado la calle en tan poco tiempo. Sigue siendo de noche, pero casi parece que refulja el sol de mediodía. El metro se halla atestado: suenan música, bailes, un tambor en el andén… El tren que el oficinista ha tomado va además en dirección al centro, allá donde se encamina la cabeza de esta serpiente (cuyas escamas son personas) tan gigantesca como agitada, que circula en dirección al enclave principal de la apabullante y fractal celebración, con gente inmóvil en sus asientos que, sin embargo se siente desplazada hacia todos lados. <<También es mala suerte>>, se lamenta nuestro protagonista: <<podría trabajar en un lugar menos concurrido>>. Pero sabe que no sirve de nada quejarse. Hoy el metro presenta el mismo olor a sudor reconcentrado y a marea humana de otros días, aunque a nadie da la impresión de importarle: todos están demasiado atentos con que no se rompan sus trajes, o con guiñarle un ojo a su acompañante para que así se fije en él. Nuestro hombre, con la gabardina encima, ajustándose las gafas (se las ha puesto, no tanto porque las necesite, sino porque cree -de manear instintiva y un poco irracional- que, con ellas, como un Clark Kent cualquiera, pasa más desapercibido), no pega nada con este ambiente, que podría haber salido perfectamente de una película de tribus africanas, en la cual los nativos danzan con faldas de paja al trepidante ritmo de un tam–tam. <<De todos modos, hoy no tengo tiempo de hacer fiestas. Esta noche huyo, y sólo hay una cosa que me retiene aquí. Voy en busca de esa cosa>>.

Cuando el metro se detiene, estalla de golpe una explosión de júbilo. La multitud cimbrea las maracas, entona canciones de moda, surgen improvisados aspirantes a reyes de la fiesta. A pesar de la climatología reinante allá afuera, tirando a fresco –quién lo nota, entre la muchedumbre, más aún en el metro, donde siempre hace un calor sofocante–, las chicas y los chicos exhiben desnudas ciertas partes de su cuerpo, por lo común más cubiertas. Bastantes de ellas están tan blancas que parece que no les hubiera dado durante meses el sol, aunque unas cuantas siluetas extremadamente morenas lucen sus carnes con orgullo. Nuestro hombre se siente arrastrado por la colmena sin propósito colectivo, de camino hacia el exterior. Las escaleras mecánicas al completo asemejan estar bailando una conga. El oficinista espera que, al llegar arriba, cuando los viandantes sientan el frío de la calle, la cosa se calme un poco.

Pero qué va, ni muchísimo menos. La gente sale a trompicones y continúa la farra, la cual se anima recíprocamente con el ambiente del ancho mundo. Algo que no resulta extraño asimilar conforme giras la cabeza y adivinas lo que ocurre en la avenida principal, por donde se avistan las carrozas y los carruseles, sobre las cuales hombres y mujeres bailan juntos y tocan palmas, junto a la banda sonora que constituye el sonido cada vez más ensordecedor de la multitud. Nuestro protagonista intenta zafarse de esa marabunta tamaño premium mientras se dirige hacia su bendito cruce, tratando de localizar algo de paz y reposo.

Le cuesta llegar. El tráfico está imposible; los coches bloquean la calzada debido al atasco. Los autos comienzan a pitar –sin ningún sentido, por otra parte: nadie los escucha entre el bullicio–, y cuando encuentran el más mínimo hueco libre, avanzan a toda prisa, con atrevimiento casi suicida. El oficinista sufre horrores para arribar a su destino. Suda a goterones y, sin embargo, cuando se le abre un pliegue de la gabardina, nota la corriente gélida que le hiela la camisa y los sencillos pantalones marrones; cómo es posible, se pregunta, que el resto de la gente no pase frío en esta noche tan ventosa. <<Será que el carnaval castiga la vulgaridad>>, le replica su yo interior, pero decide no hacerle caso, atento a otras cuestiones más apremiantes.

Nuestro hombre cruza al lado del puesto de kebabs. El dueño debería hallarse con el ánimo en su cénit, ya que, en medio de la algarabía, el entorno que circunda su carrito, cargado de bombas alimenticias, se encuentra lleno a rebosar. Sin embargo, el comerciante se lo toma con calma; a pesar de tratarse de un puesto pequeño, se permite el lujo de agarrar la escoba y salir a barrer su trocito de calle, acto que parece fútil, pues en seguida se volverá a cubrir de confeti y guirnaldas de colores. En cuanto atisba por el rabillo del ojo al protagonista de esta historia, le reconoce, y no tarda ni un segundo en abordarle.

–¡Ah, ha venido!¿Se ha convencido ya?¿Va a probar uno de mis kebabs?

–¡No!–grita el hombre, desabrido; sin embargo, el turco no se rinde.

–¡Vamos, señor, es carnaval!

–¡Por favor, tengo prisa!–le espeta el aludido. “Pero bueno”, medita indignado, “¿es que no ve que voy con una maleta?”. Encima una bolsa de mano, que es más difícil de transportar. <<No es culpa mía que no pueda atenderle>>, se siente obligado a justificarse a sí mismo. Porque claro, el problema viene por otra parte: su prometida se ha empeñado en guardar en casa de sus padres (donde está viviendo hasta que se celebre la boda) las maletas de ruedas, para así preparar el equipaje del viaje de novios, ya que todavía guarda la esperanza de convencerle de que se acaben marchando a algún sitio. Con lo cual, esta vieja bolsa de mano es lo único a lo que he podido recurrir. El hombre aprieta el botón del semáforo. En la esquina opuesta del cruce, el joyero tiene pinta de hallarse a punto de cerrar. <<Me cae bien este hombre>>, cruza un pensamiento rápido por la mente a nuestro protagonista. Así, tan callado, tan silencioso, siempre tan atento a su trabajo; cuando desliza las joyas entre los dedos, es como si estuviera tratando con pequeños seres vivos. Las maneja con tanta delicadeza que parece que temiera hacerles daño; como si creyera que, por apretarlas demasiado, corren el riesgo de dejar de respirar. Ahora, sin embargo (se reprende), no es momento de fijarse en estas cosas. Mientras debate consigo mismo, el semáforo se pone en verde; atraviesa el paso de peatones, y un coche a demasiada velocidad está a punto de atropellarle. El hombre suelta un gritito de queja, aunque no lo suficientemente airado: nadie le escucha, el coche se ha marchado y la multitud avanza impertérrita y fluida en dirección a la calle principal de la ciudad. Nuestro individuo, por fin, se ha plantado delante del cajero. Es el instante crucial de su plan. El momento álgido, a partir del cual no hay vuelta atrás.

<<Introduzca su tarjeta, por favor>>.

El hombre mete el trocito de plástico: amadas tarjetas, qué sería de nosotros sin ellas. Se da parcialmente la vuelta, por curiosidad, para contemplar el edificio de la silueta. Tiene capacidad para verlo porque, como el bloque de viviendas que alberga el cajero está un poco adelantado respecto al otro, puede observar la construcción desde ese lado sin alejarse demasiado, y hasta atisbar, si le pone mucho empeño, detalles concretos. Le echa una ojeada general, clasifica sus distintos pisos. En la parte de abajo hay un restaurante chino: ésta es una zona de muchos locales exóticos, recuerda mientras se le revuelven las tripas acordándose del kebab; ya hemos dicho que no le gusta probar los sabores nuevos. Lógicamente, no ha querido pisar un chino en su vida y, cuando le han obligado, ha pedido siempre lo mismo, un inmaculado arroz blanco. Dentro del restaurante trabajan cuatro o cinco personas, probablemente todos emparentados entre sí: entran, salen, entregan y devuelven platos a un ritmo vertiginoso, hablando entre ellos en su idioma natal. No cometen ningún fallo, con eficacia de autómatas, concentrados de manera absoluta en su empeño. Luego, arriba del todo, en este bloque de pocas plantas, puede observar al matrimonio que contempló salir del edificio esa misma mañana. Dan la impresión de continuar enfurruñados: ella sigue en bata y zapatillas, la bata por cierto es roja, mientras las zapatillas lucen cuadros de color verde oscuro alternados con otros de tono claro (el calzado no lo ve el oficinista desde su posición, pero los aspectos que él no sea capaz de distinguir ya los comentaremos nosotros). La mujer se encuentra preparando la cena; él, en cambio, lee el periódico en la mesa de la misma habitación, pero no se hablan, ni tan siquiera se miran. Un piso más abajo, se divisa un cuarto con las luces encendidas, varios flexos enfocando de manera convergente en un punto: es el piso que ha contemplado esa mañana, el del joven del piano. El muchacho parece obsesionado, estudiando unas partituras, el pelo mucho más desarreglado que esta mañana; algo debe de ir mal con la composición, o eso indica el creciente desorden entre sus papeles. El muchacho toca varias teclas del piano. Entonces, vuelve la vista de manera brusca hacia la pared. Desde su posición, nuestro protagonista no sabe qué es lo que ha ocurrido, pero se figura que ha escuchado un sonido procedente del otro lado. Y, por la cara del tipo, y su forma de abandonar el piano, el oficinista imagina que el pianista quizá ha captado del otro apartamento un par de golpes, como si, en respuesta a la música, le hubieran devuelto la jugada de aquella mañana. El voyeur a nivel de la calle desplaza entonces su mirada hacia la vivienda contigua (sólo un poquito, no tiene ni que mover la cabeza) y encuentra las persianas cerradas. Se acuerda de la escena que contempló aquella mañana, y el rubor le sube a los pómulos. Durante las numerosas ocasiones que ha pasado por ese cajero, se ha fijado recurrentemente en aquel edificio, y ha sido muy frecuente encontrar las persianas bajadas. ¿Quién vivirá ahí?, se preguntaba de vez en cuando. Había visto a la inquilina más de una vez, pero quería conocer más detalles acerca de ella. Cuando se lo comentó a su novia, así de pasada –sin decirle, por supuesto, por qué se encontraba él en aquella esquina, ni lo que estaba haciendo allí–, ella le contestó, como si de una verdad evidente se tratara, <<Seguro que es una prostituta>>. ¿Cómo una prostituta? Pues claro, cariño, en ese barrio, en ese tipo de casa, ¿quién querría tener cerradas las persianas todo el día? “Pues alguien a quien no le gusta que los vecinos cotilleen lo que ocurre dentro. Me parece una forma de pensar muy retorcida”, había contestado nuestro hombre, “¿no puede ser que le moleste la luz para dormir?””¿Y quién duerme a las doce de la mañana, me lo explicas, cariño?”, respondió con sorna ella. A su prometido no le gustó aquella respuesta. Aunque no lo reveló abiertamente, marcó un rictus de enojo en sus labios, y procuró escapar con premura de casa de su novia, con un recalcitrante rencor en la boca del estómago y en el corazón. Desde luego, aquel día estaba enrabietado: ¿por qué tenía que meterse su prometida con la otra muchacha, fuera quien fuera, sin conocerla, ni tan siquiera haber estado allí? Había miles de razones para que una persona tuviera las persianas bajadas, ¿por qué tenía que ser necesariamente la que dejara en peor lugar a la persona implicada? Y sobre todo, le irritaba ese aire de superioridad, esa sensación de <<Ya verás cómo tengo razón>>, como si él no supiera nada ni fuera capaz de hacer ninguna deducción alternativa por su cuenta, como si todas las ridículas suposiciones de su prometida constituyeran verdades absolutas. Y por eso miraba a la ventana cada vez que estaba allí, para ver si descubría el secreto de esa casa, pero la persiana, día tras día, y casi de manera ininterrumpida, volvía a encontrarse cerrada. El hecho de que la escena de aquella mañana –aunque ni mucho menos confirmatoria– apuntalara la teoría de su novia, por supuesto, le provocaba mayor exasperación todavía.

Pero basta, basta de perder el tiempo, se dijo. Al girar la cabeza, se estuvo a punto de dar un golpe con el inmóvil cajero: tengo prisa, el plazo se agota, el avión saldrá dentro de no mucho, a las doce y un minuto (no le ha mentido a su jefe, partirá el sábado). Y de repente se pregunta, <<¿cuánto durará el engaño hasta que ella averigüe que me he marchado a Ginebra?¿Resistirá más de un lunes la teoría de que mi traslado debe mantenerse en el más absoluto de los secretos? No creo que nadie sospeche que provoqué el presunto ataque informático tan sólo para tener una excusa por la que huir; más bien, supondrán que aproveché la ocasión para evadirme de un compromiso al que me creía completamente abocado, y al que habría acudido si no hubiera encontrado un pretexto. Y para cuando ella lo averigüe, bueno, Ginebra está muy lejos, las cosas siempre son más fáciles así, en medio de la boda tendrá a familiares y amigos para consolarla>>, reitera las ideas exculpatorias de aquella misma tarde, <<y, como proclaman el refrán y los físicos, el tiempo y el espacio todo lo curan>>. <<Eso dicen algunos>>, interrumpe su vocecilla interna; <<otros, en cambio, opinan que el alejamiento y el paso de los días lo hacen aún peor>>.

El oficinista comprueba de nuevo el estado de su cuenta: ya lleva varias veces en el día, más aún en estas últimas jornadas, pero es su forma de ser; le gusta certificar las cosas mil veces. Guarda en el banco una cantidad que sería equivalente al precio de un muy buen coche; podríamos nombrar el monto exacto, pero habría que traducir a la divisa del lector la moneda que se emplea en esta gran urbe que ahora mismo se halla de fiesta: Nueva York, Madrid, Barcelona, Colonia, Buenos Aires, Nueva Orleans, Río de Janeiro, Cádiz, quién sabe, hay tantas ciudades donde se celebra de un modo u otro el carnaval… A Dios gracias o porque él lo ha querido así; de hecho, la ha modificado de manera premeditada con esta intención–, su tarjeta tiene un límite muy alto para sacar dinero. Su cuenta también permite que el contenido de la misma se reduzca a un saldo muy bajo, de tal manera que, aunque se vea obligado a dejar un depósito en el banco, éste será ínfimo. El oficinista, mientras tanto, lleva semanas sacando poco a poco dinero, a intervalos variables, para no levantar sospechas, hasta dejarlo en la máxima cantidad que podía sacar de golpe. Monto que va a extraer ahora, gracias al amplio nivel de efectivo disponible en el cajero –en este punto no hizo falta cambiar de banco, allí el destino le sonrió–. Lo unirá al resto que ha ido extrayendo a lo largo de los últimos tiempos, y portará entonces encima (dentro de la maleta que lleva consigo) prácticamente todo lo que es, lo que ha sido, y cuanto tiene de valor –salvo, como hemos mencionado, los pocos muebles que le pertenecían, los cuales se quedarán dentro de la casa de alquiler. Más tarde mandará a alguien a recogerlos; o tal vez no lo haga, que le aprovechen al siguiente, qué más da. También tendrá que avisar al casero, por supuesto: se acabó la idea de comprar un piso a medias con su esposa una vez estuvieran casados, eso habrá que dejarlo para una siguiente ocasión. Pero ahora me voy, se instiga a sí mismo el hombre. Aquí, ahora, en este punto, en esta calle, en esta fecha, es el lugar donde se resuelve la decisión más radical, más en extremo arriesgada –qué sudores le dan tan solo pensarlo–, más audaz o más cobarde, y más trascendental de su vida…

Introduce la cantidad numérica a extraer en la interfaz del cajero. Éste te pide confirmación antes de sacar una suma tan significativa de golpe. De todas maneras, no será un peso muy arduo: la moneda de este país permite sacar cantidades relativamente altas de dinero en tan sólo unos pocos pero valiosísimos billetes. Por fin, se muerde nuestro individuo el labio inferior. Sólo tengo que apretar a <<Aceptar>>…

El ruido, las luces, el sonido atronador de las calles; la multitud, la fiesta, los tambores, los comercios que empiezan a cerrar; la vida, la muerte, gente que se despierta y gente que se marcha a dormir… Ahora, en este momento, parece como si toda su vida, todas sus experiencias, las canciones que ha bailado, los lugares de los que ha oído hablar y que nunca ha visto, se hayan ido a concentrar allá… Sólo tiene que accionar el botón…

Y de repente, no ve nada. ¿Cómo es esto?¿Quién ha obrado este maléfico milagro?¿Es que he quedado ciego?

–¡No veo… No veo…!–balbucea. Y de repente, se da cuenta, de que no es él. De que le ha ocurrido a todo el mundo.

–¿Qué pasa?¡No veo nada!.

–¡Ey, ten cuidado!¡Que eso con lo que estás tropezando es conmigo!

–¡Qué siga la fiesta, hermano!

–Ahora os jodéis –grita un ciego en una esquina–. Os habéis quedado como yo, hijos de puta.

Nuestro hombre gira en redondo: echa una ojeada a la calle, contempla la otra acera, refugia la mirada en un portal, mientras escucha con estruendo los bocinazos de los coches, y el sonido de algún “crash” entre sendos cuartos delanteros de un par de autos. Y entonces se da cuenta de que goza de una visión de la que no ha disfrutado jamás, porque contempla por primera vez esta esquina (la cual ha visitado de modo tan habitual en los últimos tiempos) desde una perspectiva nueva… sin luz. Hasta puede divisar mejor las estrellas.

Apenas ha bastado un segundo, comentan los transeúntes: parpadearon un poco, un instante, y entonces, de repente, el mundo al completo se fundió.

–¡Se han ido las luces!–gritan varios al unísono, como si fueran los únicos que se han dado cuenta.

Se ha producido un apagón.

El hombre vuelve la vista hacia el cajero.

La pantalla está en negro. La tarjeta se ha quedado dentro.

CONTINUARÁ...

lunes, 9 de octubre de 2023

El podcast de octubre. Alcohol: hemos venido a emborracharnos, el Gato de Hubble nos da igual

Traemos nuevo episodio del podcast El Gato de Hubble, donde hablamos de la historia, curiosidades y problemáticas en torno al alcohol, una bebida que, a pesar de todos los inconvenientes que nos causa, en buena medida ha definido al ser humano. Como siempre, hemos tratado muchos y muy variados temas, y siempre se nos queda alguno en el tintero, como cuando el creador de la epidemiología John Snow descubrió descubrió que la gente que sólo bebía alcohol estaba protegida de la epidemia de cólera, o cómo la cerveza Guinness está íntimamente asociada a un parámetro indispensable para la ciencia estadística. Espero que lo disfrutéis y, recordad: la mejor cantidad de alcohol siempre es cero, pero, si lo vais a tomar, consumidlo con moderación. Un abrazo

lunes, 2 de octubre de 2023

El libro de octubre: "Tierra arrasada", de Alfredo González Ruibal


"Tierra arrasada", de Alfredo González Ruibal (@guerraenlauni para los que le conocen en Twitter) da lo que promete: hectómetros cuadrados y cúbicos de terreno maltratado por la guerra. A través del tiempo, el espacio en dos dimensiones, pero también en tres, porque si por algo se caracteriza este texto es porque no habla de los conflictos armados utilizando como principal referencia las fuentes históricas, sino, sobre todo, a través de los descubrimientos arqueológicos. El autor nos desgrana una historia alternativa del planeta Tierra, a través sobre todo de sus enfrentamientos más olvidados: desde las batallas campales de determinados momentos de la era prehistórica hasta la violencia inusitada de la Guerra de los Treinta Años, de las luchas de los nativos americanos entre sí y con los colonizadores (o entre estos últimos) hasta contiendas desconocidas en África. Nos menciona restos biológicos que señalizan masacres que ocurrieron en ciertos puntos, pero que también demuestran las relaciones familiares o de cercanía entre víctimas, asesinos y enterradores. Entre otros aspectos, el libro centra su atención en objetos los cuales revelan información que la historiografía oficial había olvidado, pero que asimismo reflejan la cotidianidad de la vida de las personas que fallecieron bajo sucesivas olas de violencia. Además, detalla a fondo la transformación del paisaje como consecuencia de la guerra, y por supuesto las causas y las consecuencias materiales de la misma, especialmente en lo que se refiere a la ritualización, tecnificación e industrialización del acto de matar a otros hombres. González Ruibal trata todos estos temas (por supuesto, imposible abarcar todos; se centra en algunos para extraer conclusiones tanto generales como particulares: uno de los temas que ignora ex profeso es el de la guerra civil española) desde la perspectiva de las distintas culturas, razas y géneros, y lo hace, sobre todo, con una humanidad que impregna cada una de las fosas comunes que va destapando, sin dejar que la abundante documentación y el rigor científico empañen el significado real de lo que encontramos en cada estrato. En definitiva, es un libro interesante y ameno, que os proporcionará muchísimos detalles sobre conflictos conocidos y por descubrir, pero que también aportará perspectivas diferentes a la historia del hombre, la cual se ha definido, entre otras cosas, por aquellas ocasiones en que se ha pegado contra su vecino. Aunque sin duda uno de los propósitos principales de este libro es que, al averiguar más acerca la guerra, lleguemos a desmitificarla, y no tengamos que escribir sobre ninguna contienda nueva nunca más.