El
árbol
(Esbozo
de un cuento)
La planicie era una llanura extensa,
inhóspita y sombría. En ella no había nada cuando llegó Iselmo; ni siquiera se
encontraba en pie aquel roble centenario del que tantos mitos se narraban y
acerca del cual Iselmo tanto había oído hablar. Sin embargo, esto no era nuevo
para el roble, que ya había sufrido en otros tiempos el acoso de terremotos,
incendios e inundaciones, pero que, después de todos ellos, más tarde o más
temprano, desde lo más profundo de sus raíces, volvía de nuevo a surgir. Iselmo
consideró la ausencia del roble –y por tanto, su futura emergencia-, como muy
oportuna, pues venía a coincidir con el cambio de dueño de aquellas tierras que
Iselmo había adquirido días atrás y, por tanto, el crecimiento del roble sería
paralelo a su propio ascenso como terrateniente. Tuvo suerte, le comentaron los
aldeanos a Iselmo. Tuvo suerte, porque en cualquier otra circunstancia, la
compra de los terrenos le hubiera costado una pequeña fortuna, pero se daba la
casualidad de que esta tierra, esta zona en particular, la más fértil y
próspera de la comarca –salvo aquella amplia planicie en la que tan sólo se
erigía el árbol-, había quedado sin dueño debido a un acontecimiento ya muy
lejano en el tiempo (tanto, que la historia de los anteriores moradores se
perdía en el olvido) que los habitantes del lugar consideraron temible, también
sospechoso, y que los supersticiosos del pueblo, poco dados a creer en
casualidades, asumieron como consecuencia de una maldición que se había
enraizado en la tierra como una mala hierba, y que no podría ser erradicada
jamás. Porque al fin y al cabo, ¿cuántas posibilidades hay de que un rayo te
caiga encima, en mitad de una noche de tormenta, cuando podrías estar refugiado
en tu inmensa mansión al final de las llanura, llena de todo tipo de lujos y
comodidades, repetimos, cuántas posibilidades hay de que salgas fuera, y un
rayo te caiga porque te has colocado debajo del único árbol, qué loco sería
capaz de dirigirse hacia un árbol para refugiarse de los rayos, si todo el
mundo conoce la historia de Lutero y la tormenta, él se refugió en una cueva,
por qué no refugiarse en una cueva, hay algunas cercanas a la planicie, pues
nada, va y se refugia debajo de un árbol, cómo demonios se le pasó esa idea por
la cabeza? Claro, se decían los aldeanos, que mirado de otra manera, esa insensatez
era un lógico epílogo al último capítulo de la dinastía a la que pertenecía
este hombre, una estirpe casi olvidada, pero que los habitantes de la comarca
recordaban como cruel, tiránica, despótica y miserable, con acusaciones acerca
de haber cometido barbaridades de todo tipo y una larga leyenda negra de terror
y de infamia a sus espaldas, la cual ensombreció la vida y cubrió con nubes las
almas de toda la región, hasta que finalmente el rayo (o un acto de justicia
divina) acabó con el último heredero. Sus huellas desaparecieron de la
superficie de la Tierra, su nombre fue borrado con ahínco hasta que no se
recordó en la que antaño fue su casa, y finalmente, la zona quedó baldía, con
el árbol todavía sin crecer… Le costaría recuperarse de la caída de aquel halo
de fuego procedente del cielo. La recuperación quizá no llegaría hasta el
próximo dueño, pero, mientras tanto, nadie quería comprar las tierras, porque
muchos temían que, si bien no el rayo, la maldición sí siguiera allí, y
afectara a todos aquellos que se atrevieran a pisar la llanura, y a abrir de
nuevo las puertas de la maléfica casa... Pero Iselmo no tuvo miedo. Después de
todo, no llevaba nada en los bolsillos. Lo poco que tenía, se lo había gastado
en las tierras. Así que simplemente, cogió su azada, y accedió, él solo, a
aquella superficie que nadie quería pisar...
Conforme penetraba en sus recién
adquiridos dominios, un solo objetivo (como si se tratara de un potente faro en
mitad de la opaca niebla) le alumbraba en su camino, y era el tocón requemado
de lo que quedaba del árbol. Una vez llegó allí, Iselmo dejó la azada, la apoyó
en el suelo, colocó sus manos sobre el extremo, dejo el mentón caer sobre el
envés de las mismas, y contempló la tierra yerma, el páramo desolado, el árbol
aún muerto, y encontró, no supo por qué, una relajadora paz en su interior,
como si en esos momentos todo se encontrase en orden. Y era extraño, porque él
era un agricultor; su trabajo era dar vida, ver cómo las cosas evolucionaban, y
sin embargo, se sentía calmado allí, rodeado de la inerme, inalterable
sensación de muerte. De repente, mientras contemplaba aquella tierra que
llevaba quizás más de un siglo virgen, percibió de refilón un destello de luz
bajo sus pies. Al agacharse, encontró un objeto extraño: era una especie de
estrella de cinco puntas metálica, aunque sólo era sólida en las aristas, pues
el interior del polígono era hueco. Cuando la tomó, arrancándola de la tierra,
arrastró consigo una cuerdita que indicaba que aquel objeto era parte de un
colgante, quizás un amuleto de la suerte. Iselmo meditó entonces que, si este
amuleto pertenecía al último dueño de aquellas tierras, desde luego no le había
proporcionado demasiada fortuna, pues sin duda su presencia sobre el pecho de
ese hombre, bajo la copa del árbol, había ejercido de magnífico atractor de
rayos para convertir al susodicho en una antena biológica, y posteriormente en
ceniza y en un cadáver que los aldeanos retiraron en un carro de caballos
procurando no tardar mucho y no mirar demasiado atrás. Quizás, se dijo Iselmo,
el hombre creyó que el amuleto le protegería de la tormenta, y por eso se
refugió bajo el árbol; pero, sin embargo, aquello fue precisamente su
perdición. El nuevo dueño de las tierras se preguntó qué hacer con este objeto:
“Por un lado, no es mío”, pensó, “le pertenece al muerto; por otro lado, he
comprado estas tierras, y por tanto me pertenecen, con sus minerales, sus gotas
de agua, y todo lo que contienen o alguna vez han de poseer”. A Iselmo, además,
le atraía esta última idea de considerar que todo lo que anteriormente había
pertenecido a la malvada dinastía ahora era suyo, y que él sabría reconducirlo
a fines más útiles y seguramente prósperos para la sociedad. Y por eso,
desafiando la superstición (los aldeanos se hubieran persignado ante ese gesto),
colocó el polvoriento colgante alrededor de su cuello. Luego, tomó la azada a
su espalda y continuó avanzando hacia la casa. Debajo del árbol, ya no había
ningún brillo.
Después, todo ocurrió muy rápido. El
hombre trabajó duro, cultivó la tierra; ésta fructificó; volvió a convertirse
en una llanura próspera y fértil. La riqueza permitió al hombre reformar la
casa, apuntalar vigas, convertirla de nuevo en un paraíso de la época colonial.
Más adelante, el hombre encontró una mujer, se enamoró, tuvo unos hijos. La
casa, antes vacía, se llenó de vida, de agricultores que comían todos juntos
bajo el mismo techo, de servidumbre, de los hijos de todos éstos, de hombres de
negocios que venían a comerciar. Se convirtió en una pequeña Utopía, un
diminuto mundo ideal, donde se respiraba la felicidad y el alborozo. Y ocurrió
todo así, hasta que un día, a Iselmo, en un arranque de lujuria, y atraído por
los pechos de una criada que aspiraba a no serlo toda la vida, se acostó a
escondidas con esa mujer.
A partir de entonces, el ambiente
cambió, a lo largo de muchos años: la Atlántida degeneró, y se convirtió en un
mar de ponzoña. Iras, envidias, resquemores, incestos, una fauna y un mundo
maldito repleto de personajes siniestros, y de víctimas inocentes castigadas sin
piedad. Iselmo, convertido en el cacique del lugar, pasó de anteriormente
venerado a transformarse en el ogro del cuento, contra el que advierten las
abuelas en sus relatos mitológicos. En un momento determinado, el proceso se
aceleró y la prosperidad se fue muy deprisa, tan rápido como había venido: la
casa se vino abajo, de manera paulatina se iba cayendo a trozos, como reflejo de
la dignidad que poco a poco iba quebrándose, tanto por dentro como por fuera.
Bajo las rencillas internas, todos se fueron marchando: los hijos, su mujer
traicionada, los agricultores, los criados. Tan sólo quedaron Iselmo, un ya
cincuentón y endurecido Iselmo, y esa criada de la infidelidad original, quien
ahora almacenaba todas las joyas como una urraca sitiada, pero no podía salir
de su casa, ni tenía a nadie frente a quien pudiera lucirlas. Consumida por la
brutalidad del anciano, sufriendo una penitencia que consideraba excesiva para
el delito cometido, la desdichada mujer trató de huir en una noche de tormenta.
Iselmo, borracho y desesperado, salió corriendo tras de ella.
-¡Ven aquí, zorra!-le gritó,
invocándole al viento-. ¡Ven aquí te he dicho!¡Yo soy el señor de estas tierras!¡Tú
nunca podrás escapar!
En su acceso de locura e ira, no se
dio cuenta de que llovía; de que había truenos y relámpagos cayendo a su lado y
de que, en su búsqueda enfervorizada, estaba pasando muy cerca del árbol.
Cuando se dio cuenta, volvió la
vista hacia el amuleto. Aún seguía colgado sobre su cuello.
Y justo antes de que cayera sobre su
cuerpo el fuego purificador, comprendió que el tirano que había muerto hacía
años, ése cuya familia dejó indeleble aquella mancha de dolor en la comarca -la
cual había mutado en leyenda negra-, aquel monstruo terrible que merecía morir
por sus pecados...
… era él.
El rayo cayó, y ni siquiera dejó los
huesos: se volatilizaron instantáneamente, dejando sólo el amuleto tras de sí.