lunes, 22 de enero de 2018

El relato de enero. Cuentos fantásticos (VII): "El árbol". Esbozo de un cuento.


El árbol
(Esbozo de un cuento)
                                                                     
            La planicie era una llanura extensa, inhóspita y sombría. En ella no había nada cuando llegó Iselmo; ni siquiera se encontraba en pie aquel roble centenario del que tantos mitos se narraban y acerca del cual Iselmo tanto había oído hablar. Sin embargo, esto no era nuevo para el roble, que ya había sufrido en otros tiempos el acoso de terremotos, incendios e inundaciones, pero que, después de todos ellos, más tarde o más temprano, desde lo más profundo de sus raíces, volvía de nuevo a surgir. Iselmo consideró la ausencia del roble –y por tanto, su futura emergencia-, como muy oportuna, pues venía a coincidir con el cambio de dueño de aquellas tierras que Iselmo había adquirido días atrás y, por tanto, el crecimiento del roble sería paralelo a su propio ascenso como terrateniente. Tuvo suerte, le comentaron los aldeanos a Iselmo. Tuvo suerte, porque en cualquier otra circunstancia, la compra de los terrenos le hubiera costado una pequeña fortuna, pero se daba la casualidad de que esta tierra, esta zona en particular, la más fértil y próspera de la comarca –salvo aquella amplia planicie en la que tan sólo se erigía el árbol-, había quedado sin dueño debido a un acontecimiento ya muy lejano en el tiempo (tanto, que la historia de los anteriores moradores se perdía en el olvido) que los habitantes del lugar consideraron temible, también sospechoso, y que los supersticiosos del pueblo, poco dados a creer en casualidades, asumieron como consecuencia de una maldición que se había enraizado en la tierra como una mala hierba, y que no podría ser erradicada jamás. Porque al fin y al cabo, ¿cuántas posibilidades hay de que un rayo te caiga encima, en mitad de una noche de tormenta, cuando podrías estar refugiado en tu inmensa mansión al final de las llanura, llena de todo tipo de lujos y comodidades, repetimos, cuántas posibilidades hay de que salgas fuera, y un rayo te caiga porque te has colocado debajo del único árbol, qué loco sería capaz de dirigirse hacia un árbol para refugiarse de los rayos, si todo el mundo conoce la historia de Lutero y la tormenta, él se refugió en una cueva, por qué no refugiarse en una cueva, hay algunas cercanas a la planicie, pues nada, va y se refugia debajo de un árbol, cómo demonios se le pasó esa idea por la cabeza? Claro, se decían los aldeanos, que mirado de otra manera, esa insensatez era un lógico epílogo al último capítulo de la dinastía a la que pertenecía este hombre, una estirpe casi olvidada, pero que los habitantes de la comarca recordaban como cruel, tiránica, despótica y miserable, con acusaciones acerca de haber cometido barbaridades de todo tipo y una larga leyenda negra de terror y de infamia a sus espaldas, la cual ensombreció la vida y cubrió con nubes las almas de toda la región, hasta que finalmente el rayo (o un acto de justicia divina) acabó con el último heredero. Sus huellas desaparecieron de la superficie de la Tierra, su nombre fue borrado con ahínco hasta que no se recordó en la que antaño fue su casa, y finalmente, la zona quedó baldía, con el árbol todavía sin crecer… Le costaría recuperarse de la caída de aquel halo de fuego procedente del cielo. La recuperación quizá no llegaría hasta el próximo dueño, pero, mientras tanto, nadie quería comprar las tierras, porque muchos temían que, si bien no el rayo, la maldición sí siguiera allí, y afectara a todos aquellos que se atrevieran a pisar la llanura, y a abrir de nuevo las puertas de la maléfica casa... Pero Iselmo no tuvo miedo. Después de todo, no llevaba nada en los bolsillos. Lo poco que tenía, se lo había gastado en las tierras. Así que simplemente, cogió su azada, y accedió, él solo, a aquella superficie que nadie quería pisar...

            Conforme penetraba en sus recién adquiridos dominios, un solo objetivo (como si se tratara de un potente faro en mitad de la opaca niebla) le alumbraba en su camino, y era el tocón requemado de lo que quedaba del árbol. Una vez llegó allí, Iselmo dejó la azada, la apoyó en el suelo, colocó sus manos sobre el extremo, dejo el mentón caer sobre el envés de las mismas, y contempló la tierra yerma, el páramo desolado, el árbol aún muerto, y encontró, no supo por qué, una relajadora paz en su interior, como si en esos momentos todo se encontrase en orden. Y era extraño, porque él era un agricultor; su trabajo era dar vida, ver cómo las cosas evolucionaban, y sin embargo, se sentía calmado allí, rodeado de la inerme, inalterable sensación de muerte. De repente, mientras contemplaba aquella tierra que llevaba quizás más de un siglo virgen, percibió de refilón un destello de luz bajo sus pies. Al agacharse, encontró un objeto extraño: era una especie de estrella de cinco puntas metálica, aunque sólo era sólida en las aristas, pues el interior del polígono era hueco. Cuando la tomó, arrancándola de la tierra, arrastró consigo una cuerdita que indicaba que aquel objeto era parte de un colgante, quizás un amuleto de la suerte. Iselmo meditó entonces que, si este amuleto pertenecía al último dueño de aquellas tierras, desde luego no le había proporcionado demasiada fortuna, pues sin duda su presencia sobre el pecho de ese hombre, bajo la copa del árbol, había ejercido de magnífico atractor de rayos para convertir al susodicho en una antena biológica, y posteriormente en ceniza y en un cadáver que los aldeanos retiraron en un carro de caballos procurando no tardar mucho y no mirar demasiado atrás. Quizás, se dijo Iselmo, el hombre creyó que el amuleto le protegería de la tormenta, y por eso se refugió bajo el árbol; pero, sin embargo, aquello fue precisamente su perdición. El nuevo dueño de las tierras se preguntó qué hacer con este objeto: “Por un lado, no es mío”, pensó, “le pertenece al muerto; por otro lado, he comprado estas tierras, y por tanto me pertenecen, con sus minerales, sus gotas de agua, y todo lo que contienen o alguna vez han de poseer”. A Iselmo, además, le atraía esta última idea de considerar que todo lo que anteriormente había pertenecido a la malvada dinastía ahora era suyo, y que él sabría reconducirlo a fines más útiles y seguramente prósperos para la sociedad. Y por eso, desafiando la superstición (los aldeanos se hubieran persignado ante ese gesto), colocó el polvoriento colgante alrededor de su cuello. Luego, tomó la azada a su espalda y continuó avanzando hacia la casa. Debajo del árbol, ya no había ningún brillo.
            Después, todo ocurrió muy rápido. El hombre trabajó duro, cultivó la tierra; ésta fructificó; volvió a convertirse en una llanura próspera y fértil. La riqueza permitió al hombre reformar la casa, apuntalar vigas, convertirla de nuevo en un paraíso de la época colonial. Más adelante, el hombre encontró una mujer, se enamoró, tuvo unos hijos. La casa, antes vacía, se llenó de vida, de agricultores que comían todos juntos bajo el mismo techo, de servidumbre, de los hijos de todos éstos, de hombres de negocios que venían a comerciar. Se convirtió en una pequeña Utopía, un diminuto mundo ideal, donde se respiraba la felicidad y el alborozo. Y ocurrió todo así, hasta que un día, a Iselmo, en un arranque de lujuria, y atraído por los pechos de una criada que aspiraba a no serlo toda la vida, se acostó a escondidas con esa mujer.
            A partir de entonces, el ambiente cambió, a lo largo de muchos años: la Atlántida degeneró, y se convirtió en un mar de ponzoña. Iras, envidias, resquemores, incestos, una fauna y un mundo maldito repleto de personajes siniestros, y de víctimas inocentes castigadas sin piedad. Iselmo, convertido en el cacique del lugar, pasó de anteriormente venerado a transformarse en el ogro del cuento, contra el que advierten las abuelas en sus relatos mitológicos. En un momento determinado, el proceso se aceleró y la prosperidad se fue muy deprisa, tan rápido como había venido: la casa se vino abajo, de manera paulatina se iba cayendo a trozos, como reflejo de la dignidad que poco a poco iba quebrándose, tanto por dentro como por fuera. Bajo las rencillas internas, todos se fueron marchando: los hijos, su mujer traicionada, los agricultores, los criados. Tan sólo quedaron Iselmo, un ya cincuentón y endurecido Iselmo, y esa criada de la infidelidad original, quien ahora almacenaba todas las joyas como una urraca sitiada, pero no podía salir de su casa, ni tenía a nadie frente a quien pudiera lucirlas. Consumida por la brutalidad del anciano, sufriendo una penitencia que consideraba excesiva para el delito cometido, la desdichada mujer trató de huir en una noche de tormenta. Iselmo, borracho y desesperado, salió corriendo tras de ella.
            -¡Ven aquí, zorra!-le gritó, invocándole al viento-. ¡Ven aquí te he dicho!¡Yo soy el señor de estas tierras!¡Tú nunca podrás escapar!
            En su acceso de locura e ira, no se dio cuenta de que llovía; de que había truenos y relámpagos cayendo a su lado y de que, en su búsqueda enfervorizada, estaba pasando muy cerca del árbol.
            Cuando se dio cuenta, volvió la vista hacia el amuleto. Aún seguía colgado sobre su cuello.
            Y justo antes de que cayera sobre su cuerpo el fuego purificador, comprendió que el tirano que había muerto hacía años, ése cuya familia dejó indeleble aquella mancha de dolor en la comarca -la cual había mutado en leyenda negra-, aquel monstruo terrible que merecía morir por sus pecados...
… era él.
            El rayo cayó, y ni siquiera dejó los huesos: se volatilizaron instantáneamente, dejando sólo el amuleto tras de sí.

lunes, 15 de enero de 2018

El libro de enero: "Por orden de desaparición", de David Torres


Descubrí a David Torres a partir de sus columnas en la prensa y, más tarde, tuve la ocasión de que me firmara en la Feria del Libro de Madrid su novela "Todos los buenos soldados", un pequeño delirio sobre los grandes delirios de España que empleaba como uno de los personajes principales a Miguel Gila (cuya historia da para una comedia, una tragedia, una novela y más de una llamada telefónica) y como telón de fondo la injustamente olvidada guerra de Ifni. David Torres, acostumbrado en sus columnas a combatir de manera periódica a grandes y mediocres villanos entre los que se incluyen famosos y políticos, es un periodista y escritor que tiene en común con los grandes boxeadores la virtud de repartir frases como quien reparte puñetazos, haciéndome recordar aquella frase de Andreu Martin de "Me gusta que la violencia en mis novelas duela. También la que ejerce el bueno". En ocasiones, Torres se pone el mono de arrojar críticas furibundas e incluso broncas, y entonces coloca en su mano un mazo; pero cuando saca el arma de la ironía y el humor, porta en su brazo una espada, y es cuando corta las lonchas más finas. Sin embargo, en este caso, en una recopilación de los artículos periodísticos que ha dedicado a lo largo de los años a biografías y obituarios, toma el cincel y el martillo y se pone el traje de escultor para reconstruir ante nosotros una serie de figuras que, en buena parte de los casos, se pasaron la vida construyéndose a sí mismas, aunque a veces nacieron directamente del mármol en un parto casi natural. Torres, mientras tanto, prosigue con sus puñetazos en forma de frase, escogiendo cuidadosamente tanto las propias como las ajenas, referidas al personaje correspondiente desde su génesis  o, en cambio, aquellas que en su origen trataban acerca de otra cosa, pero que encajan perfectamente con el individuo a colación. En ese sentido, tiene razón Román Piña, el autor del prólogo del libro, quien elogia el conocimiento enciclopédico de Torres sobre determinados personajes y materias; mi teoría es que ese conocimiento no proviene sólo de la investigación y la erudición sino, sobre todo, de una admiración que ha hecho que este conocimiento, en lugar de escapar por los huecos de la memoria, se le quede adherido en la suela de las páginas. Estos personajes, grandes hitos de los siglos XIX y XX, tienen en común que al autor de este libro le resultan fascinantes desde algún punto de vista, y su biografía por tanto se convierte en una especie de reverencia, reflejando no sólo las obsesiones de sus protagonistas, sino también las de Torres: hay muchísimos músicos, montañeros (al fin y al cabo el escritor fue guionista de "Al filo de lo imposible", y sobre las altas cumbres se han escrito las mayores gestas y las traiciones más viles), por supuesto escritores, una larga pléyade de estrellas de cine (pero estrellas de verdad: Jack Lemmon, Ernest Borgnine, Katherine Hepburn, Eleanor Parker, James Cagney, Anthony Quinn, Bob Hoskins, Eli Wallach) y mucho personaje estrafalario. Algunos de los individuos reflejados son inaguantables, otros poseen defectos tan colosales como sus ciclópeas virtudes, unos poseen un ego del tamaño de catedrales, y otros preferían concentrarse sólo en su arte y pasar, si era posible, casi de puntillas por su propia vida. No sé qué me ha llamado más la atención del libro, si los personajes que ya conocía y de los que se cuentan sus anécdotas por miles (Orson Welles, Borges, Dalí, Muhammad Ali, Ray Bradbury, Oscar Wilde, Ernest Hemingway, Frank Sinatra), o en cambio aquellos de los que no sabía nada y de los que he aprendido en grandes dosis (el surrealismo proletario de Burgess, la voz desgarrada de Billie Holiday, la dulzura de Klaus Tennstedt, el sonido atronador de Lemy Kilmister, la benigna extravagancia de Thelonius Monk). De todos estos individuos, y los que de manera colateral aparecen retratados, podemos estar de acuerdo o no con Torres acerca de la grandeza o irrelevancia de sus obras (a algunas de las cuales me ha servido para acercarme), ya sean composiciones vitales, artísticas o literarias, pero lo que no cabe duda es de la pasión que ponían en las mismas, y que Torres transmite a través de la pasión de las palabras. Como dice Román Piña en el prólogo, con obituarios así, dan ganas de morirse, aunque uno sea un perro (pues le dedica un artículo al español Excalibur y al griego Lukanikos); pero es que no cualquier individuo se merece un homenaje, y en cambio, para merecer un homenaje, frente a algunos individuos, basta con ser cualquier perro.

sábado, 6 de enero de 2018

La historia real de enero. Madrileños ilustres: el tercer Pablo Iglesias


Estamos en 1822. España, tras una sangrienta lucha contra los invasores franceses, tiene por fin libertad para gobernarse a sí misma. Sin embargo, no hay unanimidad sobre cómo hacerlo. Las Cortes de Cádiz obligaron a Fernando VII a jurar la Constitución que habían aprobado años antes. Fernando VII acepta al principio pero, nada más puede, da por roto su compromiso y vuelve a los hábitos absolutistas. Sin embargo, en 1820, el general Riego, al mando de un destacamento cuyo objetivo era sofocar las revueltas en América, se vuelve en contra del rey y le fuerza a renovar su juramento. Durante tres años, el conocido como Trienio Liberal, Fernando VII acepta la presencia de un gobierno constitucional en España, pero eso no significa que vaya a quedarse quieto. Durante ese período, se codea con frecuencia con un grupo de militares de ideas afines, a los que va integrando en su Guardia Real. Un día de 1822, el 7 de julio, este cuerpo militar se rebela con el objetivo de restaurar la situación anterior. Enfrente, se encontrará con una Milicia Nacional a favor del sistema legal vigente que, de la misma manera que el gobierno de turno (con mucha pasión, aunque no siempre con el mismo acierto), tratará por todos los medios de que España mantenga ese pequeño trozo de libertad que ha conseguido. En medio de esta conflagración en la cual -como en muchas otras después- el destino del país se juega a cara o cruz, sobresale un nombre al frente de la Milicia Nacional, el cual hoy en día nos sorprende, no tanto por inesperado como por repetido: Pablo Iglesias, no Turrión (como el líder de Podemos), no Posse (como el fundador del PSOE en 1879), sino un nombre más común para el Pablo Iglesias menos conocido, el que tiene por segundo apellido González.

Conocida es la frase de Marx de que la historia se repite primero como tragedia y luego como farsa: no será este humilde blog el que se encargue de adscribir quién protagoniza un drama de proporciones shakespearianas y quién una farsa ridícula, pero hay que reconocer que hasta el mismo Marx se sorprendería ante la escasa originalidad que la Historia tiene a la hora de escoger los apelativos de sus actores. En particular, se hubiera extrañado que tres representantes de las corrientes progresistas en España tuvieran en común un apellido tan eclesiástico, aunque probablemente en la época de Pablo Iglesias González no se vería tan raro, pues mucho de los ponentes de la Constitución eran clérigos, con un nivel de compromiso social que sorprendería, por contraste, con la que manifestó la iglesia española en otras fases de su historia. En este caso, nuestro tercer Pablo Iglesias no era hijo de un peón municipal, ni por supuesto tampoco de socialistas (de hecho, ni siquiera hubiera podido definir ese término), sino de "tiradores de oro", como se llamaba a aquellos que elaboraban hilos a partir de este material, y fue de su padre de quien nuestro hombre aprende el oficio. Sin embargo, épocas turbulentas generan profesiones turbulentas: el 1808 se une a los que atacan al ejército francés, y ya no abandona las armas hasta 1814, llegando hasta el rango de coronel. En 1822, con sólo 30 años, es elegido concejal de Madrid, y en ese puesto le pilla la revuelta realista de este año, donde se erige como capitán de las fuerzas que defienden la Casa de la Panadería, en la Plaza Mayor de Madrid, entonces sede del ayuntamiento. La pelea, a cara de perro, se describe en uno de los episodios nacionales de Galdós, y también en "La araña negra", de Vicente Blasco Ibáñez; ambos bandos se muestran encarnizados en la lucha, y actúan con evidentes ragos de valor, pero al final los miembros de la Guardia Real han de claudicar y se resguardan en el palacio de su protector el rey Fernando, hoy todavía situado en la Plaza de Oriente. Por este día, las fuerzas progresistas han ganado; por un momento (efímero, sin duda, como es habitual en estos casos), los soldados de la libertad tienen oportunidad de descansar.

Apenas un año les dura el reposo. A las grandes testas coronadas de Europa no les gusta la situación en España, pues temen que pueda generar futuros imitadores. Gracias a ello, Fernando VII consiguen que le manden un ejército -los Cien Mil Hijos de San Luis- que se encargará de restablecer el orden absolutista. En aquella época, líderes liberales como Riego (ahorcado en lo que hoy es la Plaza de la Cebada al lado del metro La Latina; su cabeza decapitada es empleada para jugar a la pelota por unos críos), y también héroes de la guerra de la Independencia, como el Empecinado, sufren cárcel, destierro o son ejecutados. Pablo Iglesias González se ve obligado a huir a Cádiz, cuna de la constitución de 1812 y del liberalismo, esperando que la roca de Gibraltar le pueda servir de refugio. Pero si alguien creía que los perseguidos se iban a rendir ante aquellas titánicas dificultadas, es que no sabía que los héroes de aquel tiempo estaban hechos de una especial pasta. Pablo Iglesias González forma una sociedad secreta, llamada la Santa Hermandad, que formaba parte de la Sociedad de Caballeros Comuneros, creadas ambas con el objetivo de derrocar a Fernando VII. Intentando replicar el levantamiento de Riego cuatro años antes, en 1824, tres faluchos salen de Gibraltar en dirección hacia Málaga, pero como el viento les impide la travesía, así que dan media vuelta y se dirigen a Tarifa, donde asaltan el penal de Santa Catalina y liberan a 60 presos liberales; casi inmediatamente, les rodea un contingente de fuerzas realistas y soldados franceses. Pocos días después, el 6 de agosto, el antiguo coronel Pablo Iglesias y un grupo de 49 voluntarios zarpan de Gibraltar en dirección a Almería. Ninguno de ellos sabía que ese iba a ser el lugar donde se decidiría su sino, pero lo más probable era que, si lo supieran, tampoco se hubieran negado a ir.

Llegan a Almería el día 14 pero, alertados por los sucesos de Tarifa, las fuerzas leales a Fernando VII ya les están esperando. Los soldados realistas conducen a los "coloraos" (llamados así por el rojo de sus uniformes) hacia la Rambla de Belén -hoy a la altura de la calle Granada, en aquella época fuera de la ciudad-, les obligan a arrodillarse y les fusilan por la espalda. A Pablo Iglesias González, capturado unos días después en un pueblo cercano, se lo reservan; le montan un juicio público en 1825 que dura varias semanas. Finalmente, es ejecutado el 25 de agosto en la Plaza de la Cebada en Madrid (el mismo lugar donde unos pocos años antes ahorcaron a Rafael Riego), episodio que describe en "El terror de 1824" el periodista y escritor Galdós. Mientras tanto, los asaltantes de la cárcel de Tarifa aguantaron dieciséis días, para después ser ejecutados en la tapia del cementerio de Algeciras. En algunos camposantos de España, de tanta muerte que acumulan sus muros, deberían establecer los hospitales una sección para transfusiones de sangre.

Una de las cuestiones que me fascina de esta historia de Pablo Iglesias es que, por una serie de inverosímiles coincidencias, acaba recorriendo buena parte de los caminos de mi propia existencia: nace en Madrid, donde he vivido la mayor parte de mi tiempo, huye a Cádiz, donde nací, y luego marcha a buscar la lucha y a encontrarse con la muerte (al menos, con su primera cara, la captura) en Almería, el lugar donde me crié y de donde, si me he de considerar de algún sitio, he de considerarme. Como un extraño viajero del tiempo el cual -a semejanza de aquel relato de ciencia ficción, donde una lista de la compra y unos pocos planos de un antiguo electricista sirven para crear una religión en el seno de una sociedad postapocalíptica-, tras haber equivocado las señales, intentara seguir mis pasos (como si éstos tuvieran alguna importancia), se aproxima hasta en las fechas: muere un día antes de mi cumpleaños, sus amigos fallecen en la calle en la que vivo, horas antes desembarcan en la playa que desde mi casa casi puedo describir. Por supuesto, no atribuyo todas estas mágicas combinaciones nada más que al poder de la casualidad, que en algunos casos ha demostrado tener mayor habilidad en el montaje que el mejor de los guionistas (a pesar de que a veces se quede corta de actores y tenga que recurrir a los mismos nombres en el casting). Pero quiero pensar que esta rocambolesca cábala, a medio camino entre un cubo de Rubik y la magia negra, se trata de un recordatorio, un aviso de que los héroes que admiramos no se hallan siempre en plazas lejanas y lugares remotos, sino que transitan las mismas calles que nosotros, esperando pacientes el día en que nos atreveremos a emularlos. Pablo Iglesias González se marchó a un lugar físico con el que no tenía ninguna conexión, en lo que acabó convirtiéndose un episodio fútil, un final en cierta medida tan absurdo como el que tuvo el último Napoleón en África, donde murió bajo las lanzas zulúes mientras guerreaba a favor de los ingleses, o el epílogo del inspirador de "El príncipe", César Borgia, fallecido a causa de una herida durante el asedio de una ciudad navarra, muy lejos de la Italia renacentista donde urdió la mayor parte de sus intrigas. La diferencia, con ambos casos, es que la causa por la que murió Pablo Iglesias fue la misma que llevaba defendiendo durante toda su vida, por la cual nadie daba un real en aquel momento, enterrada bajo una losa de tierra y balas (como otras reacciones conservadoras repetirían más adelante) con las que Fernando VII se libraba de sus enemigos. Aunque quizás nuestro protagonista, en su último aliento, tuvo el pálpito de adivinar que allí no se acababa todo, y que otros Pablo Iglesias -y otros que no lo serían- se levantarían para recoger su testigo. Albert Camus dijo que fue en España, en la guerra civil, cuando su generación se dio cuenta de que era posible tener razón y sin embargo acabar perdiendo. Tanto él como otros lo veríamos reproducirse más tarde a menudo, y cada fracaso ha conllevado mucho cansancio y muchos disgustos, pero el propio Camus suscribiría el dicho de que es mejor tener razón y caer derrotado en bucle, que permanecer la paz de la inmundicia y por consiguiente, continuamente -con el sufrimiento que ello provoca-, persistir en el errar y en producir dolor.

Como única memoria a los Coloraos, se erigió en Almería un monumento, denominado popularmente "el Pingurucho", situado en la Plaza Vieja -lugar junto al que hoy en día se erige el ayuntamiento, así que Pablo Iglesias se sentiría de nuevo en su sitio-. El franquismo lo desmontó en 1943, pero aún así, cada 24 de agosto, un pequeño grupo acudía siempre a la Plaza Vieja para homenajear a los revolucionarios. Con la democracia se restableció el hito físico, aunque periódicamente se producen una serie de pugnas entre izquierdistas y políticos de signo contrario sobre la pertinencia del mismo. Un hecho que podría resultar paradójico, pues durante las últimas grandes conmemoraciones de la guerra de la Independencia muchos políticos de derechas se adscribieron la etiqueta de "liberal", y aunque las denominaciones han cambiado mucho desde entonces -de liberal a neoliberal hay más de un desacierto-, lo cierto es que las motivaciones por las que luchaban los políticos de aquella época son muy distintas de las de hoy día (casi todos sus postulados han sido aceptados, muchas de las conquistas alcanzadas en nuestros tiempos eran, para ellos, inimaginables), y cualquier político conservador actual podría considerarse sin rubor heredero de los Coloraos. A pesar de todas las matizaciones, es innegable que existe cierta renuencia en España a reivindicar los méritos de personas que tenían como objetivo cambiar el sistema establecido en un momento determinado. Quizá, porque los que ahora mismo se sientan  en los sillones más cómodos -con el mismo razonamiento que hilvanaron quienes enviaron a los Cien Mil Hijos de San Luis a España- temen que alguien pueda venir y arrebatárselo, riesgo ante el cual prefieren menospreciar ciertos logros y movimientos de los cuales ellos mismos se han beneficiado. Recientemente, en 2017, con motivo de unas obras en la Plaza Vieja, se hablaba otra vez de desmontar el monolito, mientras que otros lo defendían y pugnaban trasladar allí los restos de los rebeldes fusilados, a los que hace no demasiado, en el nicho donde se les localizó recientemente, se les ha colocado una placa. Aunque, tal vez, el destino de esos huesos es el de no descansar en paz y continuar eternamente vagando, removiendo de vez en cuando nuestras conciencias, indicándonos que el camino de una sociedad -y de nosotros mismos- es permanecer siempre en movimiento, acumulando derrota tras derrota, y cometiendo iguales o distintos errores, pero a pesar de todo, a largo plazo, consiguiendo que sus propósitos vayan más o menos triunfando. "Fracasa de nuevo", decía Samuel Beckett; "fracasa" -añadía- "mejor". Lo único que no podríamos perdonarnos sería dejar de intentarlo. Dejar de coleccionar maneras más bellas y espectaculares de fracasar.

martes, 2 de enero de 2018

La historia corta de enero: "La bibliotecaria"

La bibliotecaria

         La trabajadora de la biblioteca era feliz. ¡Por fin se había decidido! Al fin, después de tantas cuitas y desvelos, se había resuelto a dar el paso definitivo. Ya era el fin de vacilaciones, dudas, deshojes de margaritas: por fin iba a intentar entrar en contacto con aquel muchacho que, una semana sí y otra también, sacaba libros de la biblioteca. Y libros, ¡qué libros! El principito, Los Miserables, Casa de Muñecas; Borges, Galeano, Saramago, Paco Roca; Camus, Graham Greene, Steinbeck y Terry Pratchett; Adriano, Stella, Bastian Baltasar Bax y Sandokán. Con esa colección de bellezas en su cabeza, con esa personalidad moldeada a base de tantas y tantas historias de tan innegable bondad, ¿cómo no iba a ser el hombre más inteligente, audaz y maravilloso del planeta? De hoy sin duda no pasaría; esa tarde le tenía que hablar.
         Así que en esta ocasión, cuando sus dedos se rozaron para intercambiar los libros, a ella se le ocurrió susurrar, así por lo bajini:
         -Qué libros más bonitos saca usted todos los días…
         El hombre asintió.
         -Sí. Es para ver qué pasa en la página diez.
         La bibliotecaria quedó ojiplática.
         -¿Cómo?
         -Sí. En la página diez. Siempre me he preguntado qué es lo que motiva a un escritor llegar hasta la página diez.
         El hombre se marchó de la biblioteca.

         Afortunadamente, siempre hay un buen libro sobre el que llorar.