Como muchos recordaréis, hace unos meses participé en un podcast de Radio Gul (la radio de usuarios de Linux de la Universidad Carlos III de Madrid), dentro del programa de divulgación científica "El gato de Hubble", que se dedica a hablar de ciencia en tono de humor teniendo como variopintas referencias a Bill Nye, John Oliver y Coco de Barrio Sésamo. En un post anterior os presenté el podcast dedicado a CRISPR y la ingeniería genética, y ahora os quiero dar enlace a este último (el episodo 1 de la temporada 2), el cual yo y mis otros cuatro descacharrantes compañeros nos hemos dedicado a hablar infecciones emergentes, o sea (traducido a un idioma razonable), enfermedades infecciosas que no se conocían o parecían controladas y de repente se destapan generando epidemias, miedos inconfesables, y una serie de catastróficas desdichas. Estamos hablando, por tanto, de peste negra, multitudes enloquecidas, científicos enfrentados a monos locos y, por supuesto, de apocalipsis zombie. Por si el tema no fuera lo suficientemente plácido y con adecuado para conseguir amigos, en el programa, aparte de meternos con los antivacunas, con Fleming, con los americanos que creen en el fin del mundo, con políticos españoles de variado signo, con fans de series de gran audiencia, con Kevin Spacey, Mariló Montero y, por supuesto, con las fiestas navideñas, nos cargamos a unas cuantas centenas de millones de personas: vamos, lo habitual de una tarde bien exprimida. Espero que con el programa aprendáis unas cuantas palabras raras o, en todo caso, que las escupáis pero al menos os quede un buen sabor de boca después de masticarlas. Y que de aquí saquéis un buen tema (hablando de enfermedades mortales o guerra biológica) para hacer entretenidas las comidas de Navidad y Nochevieja. Hasta el próximo año entonces... si conseguís no pillaros ninguna enfermedad que os impida leer el blog. Que paséis buenas fiebres -digo, fiestas. Y, tranquilos, que la enfermedad no se transmite a través de los micrófonos: o al menos, todavía no se ha demostrado. Saludos desde mi lecho de moribundo, donde comparto cama con este año. Un abrazo -mortal- a todos (tos tétrica y gutural).
¿Por qué estamos aquí? Porque nos gusta lo curioso, lo sorprendente, lo interesante, lo inusual, lo que engrandece al ser humano, lo que lo redime de vez en cuando. Por eso nos apasionan las historias: porque hayan ocurrido o no, de alguna manera es real.
domingo, 24 de diciembre de 2017
lunes, 18 de diciembre de 2017
El relato de diciembre. Cuentos fantásticos (VI): "Olympiakós 2106"
Olympiakós 2106
La sala de cine se encuentra de
momento vacía. Las butacas, rojas, mullidas, se apoyan en los respaldos de
cuero negro, en perfecto orden, una al lado de la otra, bien firmes, como un
batallón de un ejército dispuesto para atacar. Las luces, de momento aún
encendidas, se dejan ver desde unas bombillas que están cubiertas con mamparas
por la parte inferior, de tal manera que la luz parece ascender desde las
bombillas hacia arriba, en una especie de fuente de iluminación. Mientras
tanto, a ambos lados de la puerta, los dos botones, en su impecable traje
negro, hacen la guardia con rostros serenos e imperturbables. De repente, uno
de ellos se lleva la mano a su reloj: fija su vista en los ojos del otro.
-Es la hora –asiente el otro, en lo
que tendría que ser una pregunta.
-Es la hora.
Y ambos se ponen en marcha, en un
mecanismo de sincronización similar al de un reloj suizo. Descorren las
cortinas de la pantalla: a partir de ahora, el lienzo en blanco será agua, luz,
tormenta, paisaje, cualquier cosa, menos el blanco, e incluso eso es posible. Ajustan
las luces. Comprueban que la sala está completamente limpia, no es cosa que una
proyección tan especial la fastidien unas palomitas. Y entonces, una vez hecho
todo, ambos se despiden para dirigirse cada uno su quehacer: el uno, arriba, a
la sala de proyección, para manejar la cámara y los rollos. El segundo, para
recibir a los invitados. Una breve reverencia sirve como todo adiós. Ambos
conocen perfectamente cuál ha de ser su deber.
El botones que se ha quedado dentro
abre la puerta.
Comienza el espectáculo.
Llegan en trouppe. Juntos, pero
separados. En teoría forman parte de la misma agrupación, pero sin embargo,
entran en la sala poco a poco, con cuentagotas.
Las primeras en llegar son las
Parcas.
-Pues mira, a mí me dijo el primo
del cuñado de la tía de Cástor, que en realidad Narciso se fue con la hija del
hermano del consuegro de Apolo en lugar de con...
-¿Sí?¿De verdad?¡No me lo puedo
creer!
-¿Y se fue con esa pelandusca? Pues
qué pena de Cástor; con lo mona que era la otra muchacha. Lo guapa que iba
siempre...
-Pues no te creas que Cástor estará
muy triste. Yo siempre he sospechado de este muchacho... Todo el rato por ahí,
andando con Pólux...
-Pero mujer, que son hermanos...
-Más razón todavía me das.
-Sí es que ya no te puedes fiar de
nadie.
-Y a mí que me lo digan, hija. Si
Narciso se quisiera hacer un favor...
-¡A mí sí que me gustaría que me
hiciera un favor, ji, ji, ji, ji, ji!
-Oye, que ya hemos llegado a la
sala.
-Oig, mira, qué cortinas. Fíjate qué
rojo más mono, qué terciopelo.
-Yo creo que no es terciopelo. Para
mí que es sintético.
-¿Y tú que sabes si es o no
sintético, si tú no tienes ni repajolera idea de esto?
-Pues anda que tú, que confundes la
licra con la seda, y además, no ves tres en un burro.
-Si es que yo lo he dicho siempre:
no tenéis ni idea de coser, ninguna de las dos. Luego os quejáis de que salgan
las cosas como salen. El futuro, enredado, el pasado, torcido.
-Anda, cállate un poco, bonita.
-¿Dónde nos sentamos?
-En el medio, para pillar mejor los
cotilleos.
Y las tres se sentaron, con las
palomitas aún en la mano, la del Pasado sorbiendo Coca Cola por una pajita,
haciendo ruido cada vez que tomaba su bebida. El acomodador, mientras tanto, se
encontraba en un lado, los brazos detrás del tronco, esperando.
-¿Tú crees que tardarán mucho?
-Oh, no, qué va, ya han tenido
tiempo de sobra para ponerse verdes, ahora llegarán aquí para seguir
haciéndolo.
-Mira quién entra primero… Poseidón…
-Cochino, qué asco, lo va a dejar
todo pringado de agua…
-No importa. Aquí entra ahora Plutón.
-Qué cara más triste.
-Es que va de atormentado por la
vida. Con eso de que tiene siempre que caminar entre el bien y el mal…
-Yo siempre le he visto con cara de
cenizo a ese hombre.
-No sé si se le ha puesto esa cara
de regir el infierno, o es que Zeus le vio así y por eso se lo dio.
-Mira, por ahí entran más.
Y mientras los demás se iban
acomodando, aparecieron Efesto y Atenea. Efesto estaba impregnado de tizón
hasta las cejas, todavía colorado y sudoroso a causar del calor de la
fundición. Atenea, mientras tanto, era algo más vieja que la imagen a la que
nosotros estamos acostumbrados, llevaba el pelo ya con tonos grisáceos recogido
en un moño, y unas gafas que llevaba en la punta de la nariz y que pendían de
una cuerdecita que daba una larga vuelta al lado de su cuello. En las manos,
lleva una hoja, una carpeta en la que apoyarse y un bolígrafo, para así
escribir la crónica.
-Mira cómo pretende hacernos creer
que es una intelectual –ironizó sardónica una Parca-, como si ella supiera más
que nosotras.
-Es lo que tienen los culturetas,
son todos unos snobs.
-Por cierto, ¿dónde está la mujer de
Efesto?
-¿Es que no te lo imaginas, hija?
Por allí viene…
Y aparecieron de pronto, corriendo,
separados por una breve distancia –no pudieron evitar que todo el mundo viera
cómo se separaban rápidamente las manos-, un greñudo Marte, con sus corazas de
guerra todavía en desorden, y una hermosísima y despampanante Afrodita, con un
pronunciado escote y un vestido que permitía vislumbrarle las ligas; era inevitable
que todo el mundo se volviera a mirarla, pero mucho más Efesto, que empezó a
enrojecer todavía más si cabe de rabia.
-Qué descarada –cuchicheó entre
dientes una Parca.
-Di mejor zorra, cariño.
-¿Y el calzonazos ése, cuándo “la”
va a decir algo?
-Hija, hay hombres que no tienen
donde hay que tenerlos.
-Callaos, par de cotorras, que no me
dejáis ver a los que entran.
Y fueron pasando todos, mientras Efesto
y Afrodita se sentaban juntos en la parte de atrás, ésta coqueta, él todavía
enfurruñado, y Marte se situaba prudentemente en el asiento de atrás, no sin
que estos dos últimos se lanzaran breves y furtivas miraditas cómplices.
Llegaron las ninfas, los titanes montando alboroto, Cibeles, Urano en silla de
ruedas, Baco bien cargado, y durmiéndose por los rincones, el caos en forma de
nube densa cargada de masa amorfa y de luz, Caronte tratando de hacer de
acomodador pirata, exigiendo brutal y hosco una propina, mientras el joven Hermes
se dedicaba a robarle las monedas y a salir corriendo con sus pies alados, ante
la impotencia del barquero, que maldecía furioso por no haberse traído el remo
para estas suertes, y porque no le hubieran dejado pasar con Cancerbero de la
entrada; centauros y sátiros, dioses y semidioses, los héroes venían todos juntos,
haciendo apuestas y presumiendo de sus hazañas, aunque dejando bien reservados
los sitios en el centro para los dioses mayores, por supuesto, aquí se
encuentran bien claras las preferencias, todos fueron llegando, las Parcas
tomaron buena nota de quienes iban pasando por la puerta.
-Fíjate qué vestido: ay, qué
monísima está….
-Yo creía que ese muchacho iba a
llegar más lejos.
-Es por culpa de las malas
compañías, ya se sabe lo que hacen.
-¿Dónde se ha metido Apolo?
-Es lo que tienen los artistas,
siempre se hacen esperar…
Y mientras las figuras de los dioses
que aún entraban en la sala de cine se movían, en batiburrillo, y los primeros
que se habían sentado se mostraban impacientes por comenzar, llegó Zeus,
gigante y enorme, acompañado de su rayo, y de su habitual cohorte de satélites
y aduladores.
-Mira qué pelotas: cómo se agrupa
todo el mundo para hablar con él.
-Y su esposa; vaya ropas que se ha
puesto, como se nota que quiere destacar.
-Y todo el mundo la adula, claro,
como es la mujer de quién es...
-Es lo que tiene ser el gran jefe,
hija, todo se vuelven hipocresías y falsas sonrisas.
-Qué despreciables son todos.
-Qué despreciables, es verdad…
-Hola, mis queridas ninfas
–interrumpió Zeus, saludándolas-, ¿qué tal va todo por aquí?¡Cada día estáis
más jóvenes!
-¡Espléndidamente, Zeus! –exclamaron
exultantes, todas ellas, mientras emitían una risa coordinada y un “ooooh” de
falso sonrojo-, ¡has organizado una maravillosa velada!
-Pero bueno, si aún ni ha empezado…
-Oh –aclaró una de ellas, dándole
unas palmaditas en su mano-, estamos seguros de que lo será. ¡Como todo lo que
organizas!
-Bueno, chicas, os dejo. La gente se
impacienta si no me coloco en mi sitio.
-¡Hasta luego, Zeus! –exclamaron las
tres a la vez, con sonrisa de colegiala viendo a su ídolo, y nada más se
volvió, comenzaron a cuchichear entre ellas con gesto de desprecio y enojo.
-¡Ya llega!¡Ya llega!-se escuchó un
grito de fondo, y todos se volvieron, efectivamente, sobre la alfombra roja,
iba llegando Apolo, vestido de sencillas prendas, con una cinta en la cabeza,
seguido por su cortejo de Musas, algunas más pequeñas, de siete u ocho años,
otras mayores, de veintipocos, cuchicheándose mutuamente cosas al oído. Zeus, y
con él todo el teatro, se levantó, todos guardaron silencio.
-Bueno, Apolo, espero que lo que nos
ofrezcas hoy valga lo que hemos invertido.
-Os aseguro, oh, Zeus –se arrodilló
Apolo, con rostro inmaculado y agradecido-, que lo que os mostraré ahora
guardará concordancia con lo que merece vuestra grandeza. ¿Me permitís,
entonces, enseñároslo?
Zeus hizo un ligero gesto con la
mano, que lo quiso decir todo. Sólo entonces se puso Apolo de pie, entre los
cuchicheos del público, que se sentó, las Musas se distribuyeron por el
Anfiteatro, que bien se sabe que son muy dispersas, y Apolo gritó por encima
del ruido a Orfeo y a Hermes (que había conseguido por fin despistar a Caronte),
sus ayudantes:
-¡Luces, cámara… acción!
Y se apagaron las luces, el ruido
que indicaba el funcionamiento de la cámara sonó, Orfeo terminó de dar a la
cabina las últimas orientaciones, Apolo se sentó en el centro, al lado de Zeus,
mientras se iba haciendo el silencio, y en la pantalla aparecía el tres, dos, y
uno, y se reflejaba por fin una imagen. Todo el inmenso barullo cesó.
Empezó todo, dos jóvenes. Un chico y
una chica. Tendrían dieciocho años. Ella se encuentra sentada, sobre el tronco
de un árbol, parecen estar en el bosque. Ambos visten jersey, ella lleva falda,
debe ser otoño, porque está lleno de hojas secas.
-¡El vestido es divino! –se oye al
fondo, en la inconfundible voz aflautada de Cupido, se oye un siseo brusco
ordenando callar.
-Ana, tienes que explicarme –dice el
chico desde la pantalla-, por qué nos has respondido a mis llamadas.
Ella levanta la cabeza. Tiene una
mirada tierna, angelical, casi de diosa, pero a Afrodita no le gusta ese
comentario, le pega un codazo en las costillas a Efesto, que es quien lo hay
pronunciado.
-Mis padres han prohibido que nos
veamos –susurró la chica, compungida-. Me van a mandar a un internado, para que
no vuelva a verte nunca más.
Un sobrecogimiento entre el público,
que se quedan pegadas todos a sus parejas, o a sus asientos. El chico, con
aplomo, se acerca hacia ella.
-¿Y no puedes negarte a ello?
-No… Es imposible. Me mandarán allí,
lo sé, y yo no podré hacer nada para evitarlo…
Los dos ponen una mirada triste. Si
pegamos un paseo por el cine, con la cámara muy baja y mirando de frente a los
espectadores, podemos ver sus ojos angustiados.
-Y entonces…
-Entonces –dice ella-, tendremos que
habituarnos a estar separados…
Y ella se levanta, y le abraza con
fuerza. Apolo mueve las manos, parece estar regulando los movimientos. El chico
se revuelve con fiereza.
-¡No!-exclama él-. ¡No lo
permitiré!¡Casémonos!
-¿Cómo?-pregunta ella, extrañada-.
¿Que nos casemos?
-¡Sí!-grita él-. ¡Si nos casamos,
tus padres tendrán que hacerle frente a los hechos consumados!¡Es la única
salida!
Ella queda atribulada, la confusión
se refleja en su rostro.
-Oh, no sé… Ha sido todo tan rápido.
Pero él se abraza a ella, y muy
cerca los rostros, le dice:
-Perdóname, Ana. No tengo nada que
ofrecerle: no tengo dinero ni honores, pero si te casa conmigo, te prometo que
te amaré siempre, durante todos los días de mi vida. Y ahora dime… ¿querrás ser
mi esposa?
Todo el cine se encoge, todo el
mundo está pendiente de las respuesta que van a dar.
-Sí, Frederick. ¡Hazme tu esposa,
quiero ser tu mujer!
Y ambos se funden en un cálido beso.
Y entonces los gritos, los aplausos,
las luces se encienden, las Parcas gritan alborozadas como colegialas de
instituto, la gente se levanta, los dioses comienzan a aplaudir, Efesto se da
cuenta de que su mujer no está, se da la vuelta y Marte tampoco, monta en cólera
y sale corriendo, pero nadie le se oye…
-¡Viva!¡Bravo!-grita el anfiteatro,
Cupido llora, emocionado, las ninfas suspiran, “¡Qué bonito, qué romántico!” y
hasta Zeus se levanta, Atenea entonces coloca el bolígrafo sobre su oreja y
deja de escribir la crítica, se levanta y con el mismo entusiasmo que todos,
empieza a aplaudir. Apolo, ruborizado, con signos visibles de emoción en el
rostro, se levanta y no tiene más remedio que sonreír al público, y hacerle una
reverencia.
-¡Apolo, Apolo!-gritan algunos,
mientras otros proclaman, “¡Es la pragmática del artista!”, y Zeus le da la
mano, felicitándole, “¡Maravilloso, fantástico, no esperábamos menos de tí!”, y
los otros dioses mayores, Plutón, Poseidón, aplaudían discretos, y sonreían
complacidos. Entre tanto, atrás del todo, los dos acomodadores de reúnen, el
otro ya ha bajado de la cabina de mandos, cruzan miradas entre sí.
-¿Qué tal ha ido? –pregunta el que
se ha pasado la hora en la cabina de mandos.
El otro se encoge de hombros.
-Normal. No muy distinto a la
habitual.
Y contemplaron durante un instante
el silencio a todos los dioses aplaudiendo, a Apolo recibiendo felicitaciones,
y entonces uno de ellos afirmó:
-Míralos: son como son, y no hay
manera de cambiarles. Pero en estos momentos, uno les perdonaría cualquier
cosa.
El otro, en un breve movimiento de
labios, simplemente sonrió, de manera sutil y muy fina. Y entonces, sin más
adornos, respondió:
-Qué le vamos a hacer. Hay que
entenderles. Después de todo, son humanos...
martes, 12 de diciembre de 2017
El libro de diciembre: "Historia absurda de España", por Ad Adsurdum
La historia de España está llena de lugares comunes más o menos inciertos, muchas interpretaciones interesadas y, sobre todo, momentos aburridísimos. Quizá por eso estos tres muchachos que firman como autores de este libro, colaboradores habituales del blog Strambotic, con papeles firmados que acreditan (o eso dicen) que saben algo de Historia, y que se denominan a sí mismos "Ad Adsurdum", se atreven a sacudir el árbol de la historia de España con total irreverencia para hacerla más transparente, más entendible y, sobre todo, enormemente divertida. De Granada '92 a Barcelona '92, su libro "Historia absurda de España" responde a una serie de cuestiones que tal vez nunca te llegase a proponer o puede que ni siquiera te interesaron: Por ejemplo, ¿Espoz y Mina eran una persona o dos?¿En qué momento perdimos lugares como los Países Bajos o Nápoles?¿Es verdad que uno de los mejores reyes de España acabó yendo tirándole caca a la gente y vagando por los pasillos vestido de fantasma?¿Y que compartía con su padre el gusto por dormir en su propia caca?¿Por qué se le presta atención a la rebelión de los comuneros y no a la de las germanías?¿Cómo es posible que todos los líderes de revoluciones en España acaben mal?¿Puede un rey católico ser más papista que el Papa, y a pesar de ello guerrearle?, o, ¿por qué un monarca a puede acostarse con todo el personal, pero al final tiene que acabar casándose con su prima? Incluso más intrigante: ¿qué dos gobernantes masculinos de España tenían el sobrenombre de "Paquita..."?
Lo cierto, por otra parte, es que estos muchachos, con su murcianidad galopante, no sólo se dedican a tratar la historia de España enfilando sus aspectos más humorísticos o tomándosela un poco a guasa. También, dentro del libro, hay espacio para desmontar algunos tópicos rancios, analizar desde el punto de vista crítico aspectos que a historiadores y gobernantes nunca les han resultado demasiado atractivos (o que no les servían para sus propósitos de propaganda), y también desempolvar las momias de ciertos personajes o sucesos pasados que han caído justa o injustamente en el olvido. De hecho, gracias a este libro, además de reírme a dos carrillos, he podido aprender cosas que estoy casi seguro de que no estaban escritas en mis libros de texto, o que al menos no me habían quedado muy claras en mis años de estudiante. Eso no quiere decir que este libro haya que tomárselo a pies juntillas, pero este problema es algo les pasa a todos y con este texto, al menos, te pasas desde luego un buen rato. Una buena recomendación para echar unas risas, o para regalar (a otros, o a uno mismo) estas navidades. Entre otras cosas, si pretendes descolocar al personal. Ya sabéis, cada vez que en una cena navideña surjan alguna polémica indeseable, del tipo "¿República o monarquía?", siempre podéis demostrar vuestra sapiencia diciendo: "¿Sabíais que hubo un rey de España que se dedicaba a perseguir a la gente y a tirarle caca?". Diversión asegurada.
miércoles, 6 de diciembre de 2017
La historia corta de diciembre: "Constitución"
Constitución
Constitución, “Consti” para los amigos
(los pocos que tenía), era una chica tímida, apocada, solitaria. La habían
criado señores mucho mayores de ella, de barbas canas y hosco ceño –muy doctos,
sin duda, pero de cariños los justos-, que llevaban toda su existencia
diciéndole qué debía hacer, qué decidir, y qué pensar. “Come esto”; “vístete
con esto otro”; “estudia esto, que te hará falta”. A la pobre muchacha nunca
le consultaban qué quería hacer ni cuándo: de hecho, una mañana se levantó y se
encontró con las cicatrices de una operación de cirugía estética. Así transcurrieron sus primeros
treinta y nueve años de vida, en que se pasó el rato estudiando de cara a un
sobrio atril y una insípida mesa de estudiante, enfrentada y rodeada de libros
gordos y cargados de polvo. Sin pensar, en ningún momento, que pudiera haber
algo más.
Un día, se le ocurrió volver la vista
hacia la ventana y vio algo en lo que nunca se había fijado: era el mundo
exterior. Había una casa blanca, y hierba verde, y un columpio amarillo, y
flores de variado color. No sabía que había allá afuera; no sabía lo que se
encontraría; su cabeza era un mar de dudas, pues salir al exterior no era algo
para lo que se había preparado.
Y por eso se levantó de la silla, dejó
sus libros, abrió la puerta… y salió caminando.
martes, 14 de noviembre de 2017
El relato de noviembre: "No quiso salir"
Este mes, en concreto el día 25, es el Día Internacional contra la Violencia de Género. A todas las víctimas de esta lacra va dedicado este relato.
No quiso salir
No quiso salir. Nunca lo hizo.
Por más que
los médicos lo intentaron, fue imposible. Al comprobar que el parto se
retrasaba, decidieron inducirlo artificialmente; pero no hubo manera.
Cuanto más provocaban la contracción del
útero con sus medicamentos, más se resistía el niño; se aferraba, desesperado,
al cordón umbilical, a las paredes de la bolsa amniótica, con todas sus fuerzas.
A punto estuvo de perecer entre estos agarrones, que destruían la placenta y
causaban profusas hemorragias, las cuales fueron lo único que consiguieron
definitivamente hacer desistir a los doctores. Intentaron entonces la cesárea,
pero resultó también un esfuerzo inútil; el niño (o mejor dicho, la niña)
intuyendo quizás la afilada hoja del bisturí al otro lado de la pared uterina,
comenzó a revolverse con todas sus fuerzas. Era algo nunca visto, que dejó
sorprendidos incluso a los más expertos, los cuales declaraban no poder
imaginar que tanta resistencia fuera posible en una criatura que apenas tenía
un desarrollo cerebral definido y a la que, por tanto (creían ellos), le era
imposible entender lo que acontecía a su alrededor. Al final, agotados los
recursos, los médicos tuvieron que abstenerse, eligiendo con ello el menor de
los males posibles, para no infligir un daño aún mayor a la madre y al hijo. El
niño se quedaría allí, hasta que quisiera (no, perdón, en teoría no dependía de
él) provocar el parto, o que se iniciarse él solo, o hasta que muriese, lo que
antes ocurriera. El aborto, por supuesto, y dado lo avanzado de la gestación, y
la mentalidad de la época, era impensable. El feto, por primera vez en muchos
días, comenzó a sentir alivio, y a volver –si alguna vez lo hizo- a dejar de
respirar.
Los
familiares no lo entendieron. El padre no lo entendió. Algún tío (o tío en
potencia) exigió una explicación racional a este hecho acientífico. Los médicos
sólo se encogieron de hombros y se acogieron a la evidencia. No había nada que
hacer.
¿Por
qué decidió no nacer? Todavía es un misterio. Quizás fue un sentimiento de
abandono, tal vez se sintió muy solo conforme las periódicas contracciones del
parto le iban recordando su triste destino, que habría de afrontar en soledad,
atravesar entre empujones ese magma de dolor y huesos y salir a un mundo estremecedoramente
grande y frío; o no, quizás no, tal vez era ese remoloneo que tenemos todos
cuando no queremos salir de la cama y decimos “un minuto más, mami, tan sólo un
minutito más”. Puestos a pensar, bien pudo ser el miedo escénico, el
nerviosismo al preguntarse si lo haría bien, si estaría a la altura, la
vergüenza al verse delante de tantas personas, todas mirándole a él, todas
vestidas, y él ahí, desnudito. Quizás fueran ganas de llamar la atención. O tal
vez…
O
tal vez, conforme fue avanzando por el canal del parto, ella, como quizás todos
los fetos del mundo, tuvo una visión, y contempló el futuro: escudriñó cómo iba
a ser su vida a lo largo de los próximos años. Contempló su propio nacimiento,
que acontecería en tan sólo unos minutos, y también su muerte. Sufrió con
anticipación los malos tratos que le infligiría su padre, y lloró con las
lágrimas que surcaban el rostro de su madre; vislumbró la violación que le
acontecería a los veinte años y sintió mil veces la amargura ante la pasividad
de un testigo que no se atrevió a denunciarlo; contempló su huida de orfanato
en orfanato, y su adicción a las drogas. Y, en medio de este calvario, del
tormento psicológico, cuando ya había alcanzado la vagina, la niña, al
contrario que el resto de sus compañeros llegados a este punto, y que optan
siempre por seguir adelante (¿mentes insuficientemente desarrolladas?,
¿resignación ya aceptada?, ¿miedo a la alternativa?, ¿o, quizás, la ingenuidad
suficiente como para que creer que su destino aún puede ser modificado?), ella
dio marcha atrás. Se defendió, como gato panza arriba, de los empujones del
útero. Decidió permanecer allí, pasara lo que pasase. Hasta que
definitivamente, por fin, hubo conseguido su propósito. Cuando escuchó cómo los
doctores tomaban una decisión definitiva sobre su caso, sus doloridos huesos,
esta vez sí, pudieron por un momento descansar…
No
saldría allí afuera, a ese futuro ingrato y demoledor; no sufriría esos
martirios. Se quedaría allí, con su madre, la que siempre la había alimentado y
protegido, al menos hasta que encontrara una alternativa mejor. Si la hubiera…
El
padre fue uno de los que no lo entendió. Era un hombre brutal; un ser
primitivo, educado en los rigores del campo, en el predominio de los músculos
que hacen arar los campos (cuando todavía no existía ninguna clase de máquina
que pudiera sustituir la labor del hombre) y de los que dependía la cosecha;
músculos que eran generosos para la comunidad pero que, al mismo tiempo,
cubrían de terror a aquellas mujeres a las que atenazaban en aquellas correrías
nocturnas que los aldeanos no pudieron, o no quisieron adivinar, al ser el
preferido del patrón, en sus propias y empresariales palabras, “la mano de obra
más rentable que poseo”. No, no lo entendió, ni lo quiso entender. Su corta
mente no daba para elucubraciones propias de los cuentos de hadas, para niñas
que no salían, para fetos que razonaban. Casi zarandeó a los médicos, que
llegaron a temer por la indemnidad de su columna ante los rudos aspavientos de
las monstruosas manos, y sólo el reconocimiento social que por aquel entonces
mantenía todavía la profesión de la medicina impidió que el labriego se
atreviera a dar un paso más violento. No teniendo a quien descargar la culpa, y
sin otra posible reacción ante su incapacidad de comprender, salió del
hospital, se marchó a su casa, e hizo trabajar a los bueyes hasta que
reventaron.
Su
madre, en cambio, era distinta. Muy distinta. Al escuchar a los médicos
comunicarle -en último lugar, después de haber informado a cada uno de los
miembros del resto de su familia, casi como si no fuera con ella-, que iban a
cesar en la búsqueda del parto, simplemente cerró los ojos, y esbozó una
sonrisa de satisfacción. Solía reaccionar así, sin hablar, ante la mayor parte
de los acontecimientos; precisamente por ello sus padres, sus tíos, sus
hermanas, la consideraron estúpida desde su nacimiento, como si aquella mirada
angelical, y aquella callada manera de hacer las cosas implicaran una tara
mental irreversible que le impidiera asumir ninguna elección sobre nada,
dándole derecho a los demás para tomar decisiones por ella. Nunca le habían consultado
nada (algo que ella nunca había reclamado), ni siquiera su boda, que fue
rápidamente organizada por su hermana mayor -celestina, lianta, amiga de los
chismes y capaz de destruir la reputación de cualquier chica que osara
desafiarla, arrastrando su nombre por el fango a lo largo del pequeño pueblo-
al constatar que el mozo favorito del patrón depositaba sus ojos sobre la
inútil de su hermana, pensando con ello que habían encontrado por fin el único
beneficio que podían sacar a la pelele que les había tocado sufrir en desgracia
a sus padres. Cuando le comunicaron, sin embargo, que iba a ser la esposa de
ese hombre, lejos de las muestras de alegría que su hermana hubiera esperado de
cualquier mujer –pues era bien sabido que aquel varón era el objeto de deseo de
casi todas las concupiscentes muchachas del pueblo-, ella, sin embargo, calló
muda. Bajó los ojos y, sin más que añadir, suspiró. Sus padres la interpelaron
sobre su silencio, preguntaron si tenía algo que añadir al respecto, aunque,
dijera lo que dijese, ella sabía, nada les haría cambiar de opinión; la
decisión estaba tomada, y el interrogarla por su permiso era tan sólo un rigor.
Por eso calló y aceptó, resignada. En un pueblo de bárbaros, paletos,
ignorantes, su destino, y el de todas las mujeres de su época, implicaba
obligatoriamente casarse con alguien; y en aquel pueblo, no iba a encontrar
mucho más. Solamente hizo un despecho: cuando juró ante el cura (el sí quiero
sonó lacónico, apagado, triste, hubo de repetirlo dos o tres veces para que lo
oyeran, no estaba acostumbrada a hablar para que la escuchasen), cruzó
imaginariamente los dedos en su mente; pensaba que así, en parte, conjuraría el
hechizo. Tal vez ahora, pensaba en estos momentos, con esa niña en su vientre,
estamos contemplando los frutos de ese sortilegio.
La
noche de bodas fue normal: tan normal como puede serlo cuando transcurre con
una bestia. Ella sólo pedía que al menos la acariciase una o dos veces; él,
buscaba rememorar sus merodeos nocturnos en mitad del campo. Lo que más le
disgustó al marido, y quizá por ello fue más violento aún, era que ella no
gritara, como las otras, sino que se quedase pulcra y escrupulosamente callada,
dejándose hacer, durante todo ese tiempo. Al poco tiempo, supieron que ella
estaba embarazada. Fueron nueve meses muy largos. El marido no entendía cómo su
mujer no era como el resto de las chicas, las cuales todavía se le acercaban, y
a las que él todavía correspondía (excluimos, por supuesto, las que tuvieron la
desdicha de encontrarse con él de noche, y que no comentaban nunca sus
episodios entre las otras); mujeres que se ambicionaban entre sus fuertes y poderosos
brazos los cuales, al cultivar la tierra, las sostendrían a ellas y a sus
familias, de no ser por la mosquita muerta de su mujer, la cual tan sólo
estorbaba en las fantasías en las que el favorito del patrón vertía sobre los
campos la simiente, y les introducía su hombría entre las piernas. La
comunicación entre los miembros del matrimonio era mínima. Ella realizaba las
labores del hogar mientras él se dedicaba a hacer lo que siempre hacía; dormir,
beber, salir de caza, emborracharse con los amigos… No hizo el mayor esfuerzo
por comprenderla. Tampoco hubiera podido; una vez, incluso, se sintió confuso,
cuando la descubrió leyendo a escondidas.
Para
la madre, al contrario que para el resto del mundo, lo que acababa de acontecer
con su hija no era una desgracia, ni una monstruosidad de la naturaleza como
creían sus padres –los correspondientes abuelos-, ya que esto, “no era lo
natural”. Al fin y al cabo, se decía a sí misma, ¿dónde va a estar una hija
mejor que con su madre? Su madre, que la ha estado cuidado y queriendo durante
todos estos meses, que la ha acariciado a través de la barriguita, que le ha
contado cuentos, que ha comenzado a enseñarle a hablar; que le ha revelado los
secretos de la música a través de un gramófono, y el programa de radio de
clásicos populares.
Y
por eso, sonreía. Sonreía y callaba, como había hecho siempre, cuando otros la
tomaban por lela por alegrarse ante el nacimiento de la primavera o el
crecimiento de una flor, cosas que a ella le parecían las más importantes de la
vida, por muy insignificantes y escasamente prácticas que las consideraran el
resto del mundo. Sonreía, porque sentía que, por primera vez en su vida -tan
controlada desde el inicio por los demás-, alguien, por fin, había tomado una
decisión por sí misma, y no por la influencia de intereses ajenos: por su
propio bien, y por el de las personas a las que amaba. Y ese alguien, ésa
persona que había elegido una opción clara y firme (la cual ella, debido a las
circunstancias de su entorno, nunca hubiera podido tomar), ese alguien, había
sido su hija. Su elección, trascendiendo incluso los límites de lo lógico, de
lo racional, de lo real, les estaba llevando a las dos a un camino distinto al
que todos habían ido construyendo para ellas mismas. Un camino, sin duda este
último, que no podría traerles más que desdichas. Un destino, del que se habían
salvado.
Estaban
juntas en esto. Eran dos, madre e hija, como todas las demás, pero más que
todas las demás. Porque desde antes incluso del nacimiento habían sentido esa
sutil complicidad que caracteriza a las mejores amistades femeninas, y que
lleva una intimidad que nunca podría igualar la relación con ningún hombre. Porque
estaban trabajando en equipo por un mismo objetivo. Porque, cuando una de ellas
cayera, sabría que la otra estaría allí para ayudarle. Porque se apoyaban.
La
madre volvió a su casa. Su familia no le dijo demasiado. No consideraban que
fuera lo suficientemente inteligente para entender lo que estaba pasando, y ni
tan siquiera la intentaron hacer comprender. Ya en el pueblo, los rumores se habían
extendido por todas partes. Se hablaba de maldiciones, de males de ojo, de “Con
esa madre, qué cabía esperar”, de “Yo nunca me olí nada bueno”, comentaba
alguna… Comenzaba a sentirse (lo había sentido siempre, de todas maneras) como
una de esas mujeres de la
Edad Media las cuales, por nimias diferencias que las
separaban del resto de las mortales, son tachadas de demonios o de brujas, y
condenadas a la hoguera un día de éstos, menos tarde o más temprano. Para ella,
ese día había llegado. Y por eso, y sin decirle nada a nadie, comenzó a hacer
las maletas.
Porque
su hija no merecería haber nacido en un sitio así. Porque la vida que le
esperaba, y que ella había intuido desde antes de nacer, no era una que se
mereciera. Porque ninguno de nosotros escogemos, ninguno tenemos la oportunidad
de escoger, si queremos nacer o no, si amamos a esos padres que nos darán la
vida sin consultárnoslo, si deseábamos o no ese defecto que inexorablemente nos
va a hacer infelices. ¿Quién eligió ser judío en la Alemania nazi?¿Quién
tiene el atrevimiento de nacer en África hoy en día? Su hija fue distinta. Su
hija eligió.
No
podemos hacer mucho más. Vivimos rodeados por la imprevisibilidad de un mundo
en constante cambio. Pero, al menos, en un pequeño aspecto, su hija había
podido opinar. Podría nacer cuando quisiera. Y sobre el dónde, ya se encargaría
su madre. Una madre que abandonaba todo lo que había conocido hasta entonces
para buscar, en algún lugar adecuado, un ambiente y una situación en la cual su
hija, por fin, se sintiese a gusto, y pensara que tenía la oportunidad de ser
feliz. Y, para entonces, ya serían amigas. Para entonces, ya le habría enseñado
a hablar, y ya la trataría como a una niña mayor. Desde antes, mucho antes,
serían amigas.
O
tal vez no. O tal vez ni siquiera eso. Tal vez se quedase allí para siempre,
permaneciendo sin más junto a ella. Calentita, en su pequeño saquito de líquido
amniótico. Contenta, escuchando a su madre hablar, durmiendo arrullada por el
sonido de sus nanas, una madre a la que no le importaría el peso de ese
volumen, la incomodidad de los movimientos, ya lo dijo el refrán, sarna con
gusto no pica, cómo se nota, protestará alguna, que el que dijo aquel refrán
nunca tuvo de verdad sarna. Soñando, tal vez, por supuesto, con lo único que
puede soñar un feto, lo único que conoce: tacto, oscuridad, tal vez música. Por
lo menos, allí nadie le hará daño. Quizás allí, probablemente, pudiera ser de
verdad feliz.
La
madre terminó las maletas, y salió de la casa. Veía de lejos una figura humana
en los campos, tal vez fuera su marido, buscando ya el consuelo de alguna otra,
más normalita. Nadie lamentaría mucho su ausencia. Estaba atardeciendo.
Y
sin embargo, pensó contradictoriamente la muchacha, esto es un amanecer.
miércoles, 8 de noviembre de 2017
La historia corta de noviembre: "Lágrimas de cebolla".
-La elaboración de una
receta es como el acto de hacer el amor – ella enunció-. Si sigues el texto del
libro a pies juntillas, pierde magia, candor, espontaneidad. Si un plato, de
cualquier origen, elaborado por un cocinero francés, no adquiere aquel
inequívoco aroma a delicadeza, a elegancia, a cuidado, propias de un Liceo en
París o de los campos de lavanda en Provenza, habremos perdido un delicado
matiz que no podrá ser replicado de ninguna otra forma, en ningún otro lugar. Y
eso supondrá una pérdida cultural irreparable no sólo para nuestros paladares,
sino para el conjunto de la humanidad. Por ello, cada construcción cada un
plato característica y única, dependiendo de la localización física, del
momento o del estado de ánimo del cocinero. Esta subjetividad es un hecho que
nunca debemos permitirnos olvidar.
Y conforme lo decía, clavaba los
ojos en él, el aprendiz, y él quedaba subyugado ante la mágica caída de sus
pestañas. A partir de entonces, la clase de cocina fue un laberinto, un vals,
un juego de engaños. Sus almas se espiaban de reojo mientras cortaban los
tomates o picaban un ajo, y cada desplazamiento para capturar un ingrediente o atrapar
un electrodoméstico se convertía en un sensual torbellino donde los cuerpos se
cruzaban –arriesgando con tocarse- y ambos jugaban alternativamente al ratón y
al gato. Dosificaron las especias como si las aplicaran por su piel desnuda durante
un masaje de espalda; someter a un trozo de carne, a una verdura, era una
vibrante metáfora de lo que harían nada más les concedieran la oportunidad. Cuando
él le dio a probar su plato, ella acercó la cuchara a sus labios disimulando
que no le importaba en qué posición quedaba su escote, y al degustar aquella
delicia, derramó una casi desapercibida lágrima, en un callado orgasmo de
felicidad.
miércoles, 1 de noviembre de 2017
El libro y la historia real de noviembre: "Fouché. El genio tenebroso", de Stefan Zweig
José Fouché, político e intrigante francés. No busquéis ningún retrato que se parezca a otro: parece como si el propio Fouché lo hubiera así buscado.
A pesar de la reciente (y muy recomendable) "Stefan Zweig: Adiós a Europa", película inspirada en los últimos días de este autor, no me ha quedado claro si el escritor austríaco escribía de manera atropellada o en cambio meditaba sesudamente cada línea. De sus memorias ("El mundo de ayer", que comentamos en este blog) sabemos que le encantaba, al corregir, eliminar todo párrafo que él considerara superfluo e innecesario. Quizás esto es lo que haga que las biografías escritas por Stefan Zweig resulten tan enardecidas, tan vivas y batallantes, leídas con el ritmo propio de una novela, donde personajes poderosos se hallan (aunque sea con una pluma) constantemente en acción, y a punto de morir o matar. Algo similar pasa con "Fouché. El genio tenebroso", el relato de uno de los grandes hombres de Francia durante la época de la Revolución y el imperio napoleónico; desde los arrabales de Nantes, cómo un chico débil y enfermizo, poco apto para las labores manuales, va ascendiendo en virtud de su inteligencia para convertirse en el perfecto político: sin ideología, comprometido con ninguna causa o partido, buscando únicamente la pura supervivencia, y durante el camino siempre ascender, ascender todo lo posible y más. El relato de Fouché no es uno cargado de luces: no sólo porque no se trate de un personaje admirable (muchos le llamarían chaquetero, voluble, gusano despreciable incluso), sino porque a Fouché le disgustan los grandes focos y titulares que acompañan los nombres de Danton, Robespierre o Napoleón, hombres a los que secunda, se enfrentra o traiciona. Fouché, en cambio, es individuo de sombras: desde ellas puede ejercer el poder, y desde ellas se maneja también discretamente, ya sea tanto para las intrigas políticas, como para crear los primeros esbozos del sistema policial francés, o enfrentarse a sus enemigos (entre ellos, un conspicuo y elegante Talleyrand cuyos contrastes con Fouché escenificaron sobre las tablas Josep María Flotats y Carmelo Gómez en una obra de teatro del primero, denominada "La cena"). Zweig nos describe el ascenso, auge y caída de Fouché (a causa de lo único a lo que no era capaz de hacer frente), en una descripción psicológica apasionante, donde los grandes delitos y las grandes miserias quedan expuestas para que podamos juzgar en rigor toda la personalidad de este animal político -otro título de esta biografía es "Fouché. Retrato de un hombre político"-, que sólo podía alimentarse a base de algo que, según muchos, no debería existir. Porque, ¿qué hacer cuando lo que mejor se te da es algo terrible? Un dilema que quizás aprendiendo de Fouché podamos contestar.
lunes, 23 de octubre de 2017
Las películas de octubre: películas y recetas de cocina
En un post anterior -elaborado, como éste, en colaboración con el blog "La tentación vive... en la cocina", de Cris Kitchen- hablábamos de comida, de comensales, de cocina y de cocineros. Y también sobre
literatura. Ahora en esta ocasión, y aprovechando que hasta el propio festival de cine de San Sebastián ha incluido una sección de cine dedicada a la gastronomía, discutiremos sobre películas: algunos
títulos –más o menos conocidos- relacionados con el mundo de la gastronomía,
acompañados de sus correspondientes recetas para degustarlas. Podéis empezar a
leerlo, pero yo os aconsejo, antes de nada, aseguraros de que tenéis la nevera
o un paquete de galletas a mano. Advertencia: la lectura de este post puede dar
ganas de devorar.
-Ratatouille. Había que empezar, cómo no, con esta pequeña joya de
Pixar sobre el amor y la dedicación a la cocina. Construida con delicadeza y
elegancia, como todas las buenas películas (y los buenos platos), el film apela
a las sensaciones que provoca el arte tanto entre los creadores como entre los
receptores del mismo. Un detalle que, más que ninguna otra cosa, marca el poder
de una película, y también de un estofado.
Recomendación gastronómica. En la película se insiste en el poder
evocador del gusto, en su capacidad para llevarnos a un momento en que fuimos
extremadamente felices. Para “Ratatouille”, aparte de casi cualquier plato de
la cocina francesa (en este contexto, valdría también el film “La cocinera del
presidente”), convienen recetas que nos transporten al período siempre
extraordinario de la infancia. Nada como un delicioso batido
de plátano o a un atípico
y dulcísimo bizcocho para recordar la época en
que cada momento debía ser brillante, y no había tiempo para medias tintas, o
para escalas de grises que no se atrevieran a brillar.
-Julie&Julia. Una película que entrecruza las vidas de Julie
Powell (Amy Adams), una joven que decide aprender a cocinar a través de las
recetas de Julia Child (Meryl Streep), y de la propia Julia, la cual enseñó la
cocina francesa a las amas de casa estadounidenses en los años 50, y de la que
se nos narra en paralelo su particular camino de aprendizaje. Una historia
deliciosa, que cae ligera como una crêpe.
Recomendación gastronómica. A pesar de que la obsesión de Julie por la
mantequilla puede parecer enfermiza, algunos platos tienen muy buena pinta: en
concreto, hemos caído enamorados de unas pechugas de pollo con crema,
champiñones y oporto (aquí un enlace donde hacen referencia a la receta) que no tardaremos mucho en
intentar.
-Un viaje de 10 metros. En un pequeño pueblo de Francia, un
restaurante familiar indio se coloca a escasos diez metros de un esnob
establecimiento local, cuyos dueños reaccionan como Marine Le Pen después de
darse una vuelta por un barrio árabe. Aún así, el roce hace el cariño y, en
esta época de choque de nacionalidades, la película nos muestra como la fusión
de culturas y el intercambio resultan más beneficiosos que la soledad y el
enfrentamiento. Que la película cuente con Helen Mirren como actriz principal
resulta, como aditivo, de lo más estimulante.
Recomendación gastronómica. Es una buena ocasión para recomendar un buen
restaurante indio. Empezamos con unas onion bhaji y unas samosas (de carne o
verduras) para empezar. Acompañando a un arroz pilau, sugerimos unas raciones
de pollo con mantequilla (butter chicken) o cordero korma -si no os gusta el picante-,
o alguna receta que se apellide Madrás si os atrevéis a arriesgar (esto, en el
caso de un restaurante indio en un país occidental. En la India de verdad,
olvidaos de distinciones, casi todos los platos pican). Para mojar en las
salsas, podéis coger algún naan (o pan indio) simple o con queso, aunque si es
por el sabor del naan, nosotros os aconsejamos ardientemente el peshwari. De
postre, un suave batido de mango (mango lassi) o un delicioso gulab jamun, unas
bolitas de masa frita empapadas en almíbar, nada aptas para diabéticos. También
podéis intentar reproducir estos platos en vuestra casa. Para ello, una pequeña
ayuda, esta receta de pan
naan tomada del blog de Cris
Kitchen, y aquí otra de batido
de mango.
-Chef. Hay varias películas tituladas así (incluyendo la entretenida
“Comme un Chef”, que en España se tradujo como “El chef, la receta de la
felicidad”), pero nosotros nos referimos a la dirigida y protagonizada por Jon
Favreau –director de “Ironman” y la nueva versión de “El libro de la selva”,
entre otros- en 2014. Un cocinero de éxito es duramente golpeado por un crítico
que le acusa de estancarse en los mismos platos. Decidido a darle un vuelco a
su vida, y de paso a recuperar su iniciativa como padre, se embarca en un viaje
a bordo de una camioneta de comida callejera que le haga recuperar la ilusión
por la cocina. Una comedia simpática sin muchas pretensiones, aunque quizás
pueda hacernos pensar (igual que ocurre con “Comme un chef”) acerca de cuáles
son las motivaciones reales por las que nos levantamos todos los días.
Recomendación gastronómica. La película, entre otras cosas, reflexiona
sobre el papel de las redes sociales y de los críticos culinarios. En un
momento determinado, tiene lugar una discusión monumental acerca de un coulant
de chocolate. Como nosotros somos más defensores del buen sabor y de los platos
bien hechos, antes que de colocar el vanguardismo por delante de todo lo demás,
os vamos a recomendar un tierno
coulant, con el chocolate bien fundido
por dentro. Porque si el chocolate es el sustituto del sexo (o produce el 10%
del placer del orgasmo, según dicen), queremos que os ocurra como a Meg Ryan en
la famosa escena del restaurante de “Cuando Harry encontró a Sally”, y que la
gente quiera pedir, con ansia, eso que os ha hecho gozar.
-The lunchbox. Una pequeña y original
historia. En la India, existe un gran negocio a nivel nacional, basado en los
mensajeros que transportan el almuerzo (recién preparado por las mujeres) al
trabajo de sus maridos, para que éstos puedan tomar aún caliente un plato de
comida casera. Un día, el envío de una mujer sufre un error y su comida va a
parar a un solitario individuo que hasta ahora sólo recibía la triste e
impersonal comida procedente de un restaurante. Poco tiempo después, los dos
afectados se darán cuenta de la confusión pero, para entonces, ha comenzado un
intercambio de mensajes en el cual ambos acabarán desnudando sus preocupaciones
y desvelos más íntimos. Ideal para aquellos a los que les disgusta comer solos.
Recomendación gastronómica. Comer “de tupper” es siempre complicado,
pero hasta que el sistema indio no se implante en esta parte del Ganges,
ofrecemos aquí alguna
sugerencia para que los tuppers
puedan ser dignos quizá no de un restaurante cinco estrellas, pero sí al menos
de una amorosa cocina de madre.
-Deliciosa Martha:
La historia es un baile (llevado, por cierto, a través de una espléndida
música), y como todo baile, es también un enfrentamiento, en este caso entre la
precisa y cuadriculada mentalidad alemana de la protagonista -una chef de prestigio a la que le toca de golpe
hacerse cargo de los hijos de su hermana-, y la genial y caótica volatilidad de
su nuevo compañero de fogones, un artístico y desenfadado italiano cuya forma
de ser le ataca los nervios a su compañera germana. Una película llena de ritmo,
sabor y sobre todo alegría. Nada que ver con su adaptación americana, "Sin
reservas": como casi siempre, para degustar un buen plato tienes que
partir de la receta original.
Recomendación gastronómica. Como mezcla
de la fusión alemana-italiana, quizás un típico plato suizo como el rösti de patata sirva como mejor ejemplo de que la mezcla de opuestos puede
provocar resultados más que interesantes.
Bonus: El festín de
Babette. Quizás éste es el mejor contraejemplo de lo que no
se debe hacer. Una experta en cocina francesa, obligada a vivir en una remota
población costera del norte de Europa, decide preparar para su entorno más
cercano una cena de restaurante de lujo. Sin embargo, los invitados a este
ágape, en virtud de su moral religiosa, deciden deliberadamente no disfrutar de
los manjares, para sorpresa del único asistente que no se encuentra al tanto
del asunto. Considerada película de culto para muchos, para el amante de la
cocina puede suponer, sin embargo, un anticlímax continuo donde se castiga el
placer de los sentidos. O, en palabras más claras, “estaba deseando que del mar
aparecieran dos orcas y se comieran de una vez a los protagonistas”.
Recomendación
gastronómica: Lo idóneo al ambiente de la película serían unas gachas de
avena, sin azúcar. Pero por el bien de nuestros lectores, recomendamos que las
acompañéis de unos trocitos de plátano y chocolate negro, regadas con un buen
chorrito de miel, por ejemplo, con lo que quedará un “porridge” de lo más resultón.
Mientras tanto, a vosotros os deseamos buenas historias que tengan lugar en vuestra cocina. A ser posible, que no sean de terror. Un saludo.
lunes, 16 de octubre de 2017
El relato de octubre: una de romanos (segunda parte). El final de "R.O.M.A".
Como algunos recordaréis, hace un tiempo colgamos en este blog la primera entrega de un (¿relato largo?¿novela corta?) inspirado de manera muy libre en la antigua Roma. Os ofrecemos ahora el final. esperando que, tras leerlo, os entren ganas de construir un acueducto, vestir toga, o levantar un imperio. Que lo disfrutéis:
R.O.M.A.
(Segunda parte)
-Oye, Cindy, ¿no sabrás donde
está Bruto? Tengo que hablar con él una cosa sobre la operación de mañana.
El
agudo tono de voz de su secretaria se hubiera escuchado incluso para alguien
que sólo estuviera mirando a Caesar escuchar el teléfono desde un lado. A éste
no le gustaba el timbre de la chica (ni tampoco sus habilidades como
secretaria, las cuales consistían básicamente en poseer un busto que ocupaba
casi toda la mesa), pero menos aún las noticias.
-De
acuerdo. Si le ves por ahí dile que le estoy buscando, ¿de acuerdo? Que en
cuanto pueda, que me intente llamar.
Pero
Caesar no se quedaba tranquilo dejando el recado. El cuerpo le pedía hacer
algo, actuar, la acción. Por ello, bajó por el ascensor del servicio, sin que
nadie le viera, al garaje. Allí, el ya advertido chófer, con el aire de sigilo que
le caracterizaba, le tenía el coche dispuesto y con la puerta abierta, sin que
hubiera necesidad de hacer preguntas. Aún así, se arriesgó:
-¿La
dirección, señor?
-La
habitual de los jueves –esgrimió Caesar, y con ello no hubo necesidad de nada
más.
El
automóvil de alta gama se deslizó por entre las calles grises, repletas de
personas que no miraban a los laterales, atentas sólo a las imágenes de sus
teléfonos móviles o a posar frente a vasos de plástico de lujo un café hecho de
plástico a su vez. En ese contexto, el coche de Caesar pasaba inadvertido para
los viandantes, pero él también les ignoraba a ellos. Tan sólo observaba la
pantalla de su móvil conforme tecleaba el número, escuchaba durante un par de
tonos, y luego volvía la cabeza la pantalla donde salía el nombre de “Bruto”
junto a un auricular tachado, y resonaba de fondo la consabida cantinela: “El
número marcado está apagado o fuera de cobertura…”
El
coche llegó a la entrada de un (de discreto, casi escondido) parking
subterráneo que no tenía ticket para pasar. Solamente un timbre que el chófer
accionó, para luego declarar, a la pregunta que le formularon:
-Ha
llegado el Caballo de Troya.
La
barrera se levantó y les permitieron pasar.
Una
vez llegados a uno de los pisos superiores, a Caesar le acogieron como siempre:
cocktail de bienvenida, unas cuantas muchachas guapas envueltas en boas de
pluma, la Madame conduciéndole con
una conversación entretenida hasta la habitación. Sin embargo, no hicieron
falta demasiados preliminares porque el ritual ya era de sobra conocido. En
poco tiempo, le tuvieron dentro de una sobria habitación donde la chica (o mñas
mujer que chica) vestía con la misma sobriedad de la habitación, como si aquel
se tratara de un lugar distinto al que había venido a parar.
-Eres
un enfermo, Caesar –le escupió Pompeya a la cara, nada más entrar-. Reniegas de
tu mujer y vuelves a ella cuando se ha convertido en puta; y en cambio, a la
puta la conviertes en tu esposa.
-Si
te refieres a Cleopatra, ella no es mi mujer –replicó adusto Caesar.
-No,
ya, el título oficial lo detenta Calpurnia. Por cierto, ¿dónde la tienes?¿En un
viaje de representación, muy lejos, en Hong Kong?¿Qué se cuenta?
-Está
en Singapur. Ha mandado recuerdos por Skype.
-Espero
que no agradables –rechinó Pompeya.
-Decía
que tenía un mal presentimiento. Suele tenerlos unas dos veces por semana.
-Siempre
has desdeñado lo que poseías, y en cambio buscas con ansiedad aquello que no
puedes tener. A Cleopatra la quisiste sólo porque se le encaprichó a Antonio, y
ahora, a mí…
-Yo
nunca quise que te metieras a… prostituta –se atrevió Caesar a confesar la
verdad.
-¡No,
claro!, ¿y qué otras opciones me quedaban?-allí la impresión que Pompeya
proporcionaba no era la de una cortesana, sino la de la esposa que en su día
fue-. ¡Rechazada por su marido, apartada de la empresa, acostumbrada a un tren
de vida, a ver cuántas opciones le quedaban a una por ejercer en esta ciudad!
-No
entiendo por qué me echas a mí la culpa de esto.
-¡Ah,
claro!¡Va a resultar que no fuiste tú el que me repudió!
-Ya
te lo dije… No tenía más remedio. Después de que Clodio irrumpiera en… vuestra soirée, vestido de mujer, había
demasiadas sospechas de adulterio.
-Pero
tú mismo dijiste que me creías inocente…
-Aún
así, la gente…
-¡Oh,
sí, ya me sé esa cantinela!-replicó despectiva Pompeya-. “La mujer de Caesar no
debe sólo ser honrada, sino parecerlo”. Tú y tus frases hechas… Parecen hechas
de cara a la galería, para que puedan soltarse en cualquier ocasión en los
próximos mil años… Pero no tienes ni idea de lo mal que le sientan a la gente
que tienes alrededor.
-Pompeya,
eres lo suficientemente lista como para entenderlo. Aquello era una crisis;
ponía en duda nuestro matrimonio; y cuando una unión marital implica poseer el
50% de las acciones de una compañía, estas cuestiones se vuelven extremadamente
delicadas. Los inversores estaban inquietos: tenía que apaciguarlos de alguna
forma.
-¡Echándome
de comer a los perros!¡Arrastrándome a la indigencia!¡Apartando lo que era
posible de mí!
-Era
el papel institucional que me tocaba hacer en ese momento… Debía dar la mayor
impresión de firmeza posible… Pero te ofrecí dinero, Pompeya. Lo hice de otra
manera, escondida, secreta, bajo mano. Fuiste tú la que no aceptaste.
-¡Dinero,
dinero! Tú siempre has solucionado las cosas de esa manera, Caesar… No eran
vulgares monedas las que en aquel momento yo necesitaba de ti.
Pompeya
se sentó y encendió un cigarrillo. A Caesar no le pasó desapercibido cómo su
piel se había avejentado como consecuencia del nuevo estilo de vida que llevaba
desde hace tiempo. Sintió una punzada de culpabilidad a causa de ello, pero
procuró enterrarla al fondo de su cerebro, como hacía siempre. Aquel desván ya
se encontraba demasiado lleno, pero la puerta, de momento, conseguía aguantar.
-La
verdad, la auténtica verdad, Caesar, es que a mí nunca me quisiste como a
otras. Siempre he sabido que sólo te casaste conmigo porque era la nieta de
Sila, tu enemigo, y el anterior jefe de la compañía. Todo el mundo entendía la
hábil estrategia desde el punto de vista de la política de la empresa, incluso
yo lo asumía. Pero al menos quería, a cambio de eso, un poco de disimulo…
quizás algo de amor.
-Cumplí
con mis deberes de marido –se defendió Caesar.
-A
veces simplemente cumplir con tu deber no es suficiente –mordió como una
tigresa atacada Pompeya-. Como hiciste con Cornelia cuando mi abuelo te ordenó
que te divorciaras de ella y tú te negaste y saliste huyendo. Aquello era algo
más. Aquello era pasión.
-Lo
hice todo por puro tacticismo –se escudó de una extraña manera Caesar.
-Pues
engañaste a muchos –contestó Pompeya-; tal vez con que me hubieras engañado de
la misma manera, yo hubiera tenido suficiente. Hubiera sido… feliz.
Pompeya
apoyó un par de dedos sobre el lugar donde confluían la nariz con sus ojos.
-Me
duele mucho la cabeza.
Se
levantó del puff de enardecidos colores eróticos donde se sentaba y se acercó a
un armarito, de donde sacó una estilizada botella de color ambarino, y una caja
de pastillas. Se tragó varias de golpe, y un sonoro trago de alcohol también. A
Caesar le preocupaba lo mucho que Pompeya bebía en los últimos tiempos. Por no
hablar de otras cosas. Sin embargo, como ella se encargaba de recordarle, ya
había perdido toda incumbencia para poder opinar sobre este asunto.
-¿A
qué has venido entonces?-preguntó Pompeya, con pinta de que quería dar por
zanjada esta conversación cuanto antes-. ¿A darme dinero, como otras veces, a
preguntarme cómo estoy para sentirte menos culpable?¿O esta vez te vas a cobrar
algo más y vas a exigirme que tengamos un breve y tórrido caliqueño? Aunque te
lo advierto, te va a salir más caro y te va a saber peor que cuando yo era tu
mujer.
Entonces
Caesar la miró. Y se sintió de golpe muy cansado. Sin ganas de luchar. Él, que
en circunstancias adversas, era cuando más se crecía. Él, que se sintió en su
salsa aquella vez que le secuestraron los terroristas chíitas. Que alcanzó el
máximo poder cuando más acosado se encontraba por las deudas. Ahora, en cambio,
no tenía ganas de discutir en absoluto. Y de hecho, sorprendentemente, le salió
un inesperado:
-Mira,
vengo a… No sé a qué he venido en realidad –confesó-. Pero ya que estoy aquí,
quería… Sólo quería decir que lamento cómo ocurrieron las cosas. Y que quizás
no te sirva de nada, pero al menos quería decirte que lo siento.
Dicen
que este tipo de declaraciones te libera de un peso interior. A Caesar, aquella
revelación a tumba abierta. no se le produjo esa sensación. Puso los brazos en
jarras y se plantó delante de Pompeya:
-¿Satisfecha?
Ella,
exhalando tranquila su cigarrillo, curiosamente serena, se atrevió a
argumentar:
-No
lo sé. Quizás sí. No te voy a decir que gracias, o que estás perdonado. Pero,
joder, sí, lo necesitaba.
Se
colocó el pelo para no perder ni un ápice de elegancia.
-¿Qué,
vas a querer un polvo, aún así?
Caesar
amagó una mueca.
-No,
qué va; se me han pasado las ganas.
* * *
Caesar,
sin embargo, mentía. Se le habían pasado las ganas, pero era con Pompeya. Un
par de minutos más tarde, se encontraba en la sauna del edificio, detrás de los
glúteos de una chica oriental. “Quiero una reina bárbara”, había exigido a la
Madame del establecimiento. Aunque, por los gritos y el sudor que chorreaba
ahora mismo, no reflejaba una imagen demasiado regia.
Unos
instantes después, Caesar trataba de relajarse dentro de la sauna, con el
cuerpo casi por entero sumergido por el agua. Ignoraba por completo a la
muchacha, la cual se recuperaba inescrutable en un rincón. El silencio se
mantuvo hasta que a Caesar le dio por fijarse en la decoración del sitio.
-¿Ésa
es una estatua de Pompeius?-inquirió incrédulo. La chica volvió con desgana la
vista.
-Creo
que sí. Digo que creo porque en realidad nunca le llegué a ver en persona. Le
asesinaron mucho antes de que yo entrara a trabajar aquí. Por lo visto, se dejó
mucho dinero en este sitio.
<<Apuesto
que sí, viejo zorro>>, maldijo en voz baja Caesar para sus adentros.
Hasta podía ver, reflejada en el mármol de la estatua, la cara de sátiro de su
viejo compinche.
-Me
voy a buscar unas bebidas –dijo la chica, visiblemente hastiada de quedarse
allí sin hacer nada-. ¿Quieres algo?
Caesar,
indiferente, negó con la cabeza. Él seguía bebiendo de la copa con la que había
empezado su sesión con la muchacha. Cuando la joven se alejó, Caesar se quedó
un rato tranquilo, pensando. Más o menos hasta que la estatua de Pompeius
rompió a hablar.
-¿Qué
tal andas, Caesar?
El
aludido se encogió de hombros.
-Supongo
que dormido, porque una estatua me habla en sueños. O tal vez es que me he
vuelto definitivamente loco.
-Tal
vez se trate de los remordimientos, ¿no crees?
-Yo
de eso no fumo –negó displicente Caesar.
-Dime,
amigo mío, ¿cómo te ha ido desde que no estoy?¿Te sirvió de algo mi sacrificio?
-Yo
no fui quien lo busqué; supongo que tus fuentes al otro lado te habrán
informado. De hecho, lamenté de manera amarga tu muerte delante de los que
contrataron a los sicarios.
-Por
desgracia, Caesar, lo único que no saben ver los muertos son las intenciones de
los vivos; sobre todo, cuando éstos son capaces de fingir lo contrario de lo
que desean. En todo caso, reitero mi pregunta, ¿qué tal te va?¿Desembarazado de
tus enemigos, duermes tranquilo por las noches?
-Tú
bien sabes que, llegados a cierto punto, nunca se dejan de tener enemigos. Eso
sólo significaría que te has retirado de la partida.
-¿Y
tus noches, Caesar?¿Son serenas?
Ante
una interpelación tan directa, Caesar ya no encontró manera de zafarse con más
evasivas. Por otra parte, ¿mentirle a un muerto, qué sentido tendría?
-He
tenido últimamente sueños crueles… extraños.
-¿Alguna
vez has tenido sueños premonitorios?
-No
sé decirte… No sabría contestar…
Caesar
escrutó de manera penetrante la estatua de Pompeius, pero sus ojos sin pupilas
no supieron decirle nada.
-Dime,
Pompeius, ¿has aprendido lo suficiente en el mundo de los muertos para decirme
por dónde debería llevar mi camino?
-Si
algo se aprende a este lado, y aprecia que he utilizado el condicional, es que
las cosas no las hicimos en su día por el destino al que nos llevaban, sino
porque era lo que queríamos hacer en cada momento, y que eso sería lo que
volveríamos a hacer. Así que no tiene mucho sentido tratar de corregir el rumbo
de nadie. No funcionará.
-Al
menos, dime si es posible buscar otra vía. Si, actuando de manera distinta,
seré más feliz.
-¿Desde
cuándo la felicidad ha sido tu objetivo, Caesar? Era el poder lo que te
llenaba.
-¿Y
si ya no lo hace?¿Hay una posibilidad de hacer otra cosa?¿De cambiar?
-Los
hombres como tú y yo, Caesar, no podemos cambiar de vida. Si volviéramos a
tener otra, a disfrutar de una segunda oportunidad, tan sólo sería para cometer
nuevos errores. Nuestro cuerpo sólo puede descansar tranquilo cuando hemos
muerto o cuando hemos alcanzado la posteridad eterna: sólo caminamos hacia la
inmortalidad. Ése es el único momento en que podemos relajar el ánimo.
-¿Y
cuántas cosas se dañarán por el camino? Incluyendo a nosotros mismos.
-Hay
consideraciones que no se tienen en cuenta mientras ocurren los grandes
sucesos. ¿Te has fijado que en las películas, da igual que en medio haya muerto
un pueblo entero, que si el protagonista sale vivo, se dice que terminan bien?
Pues lo mismo ocurre con nosotros: da igual lo que ocurra para llegar a nuestro
objetivo, lo principal es que se acabe llegando.
-Pero
se supone que el héroe trabaja para el bien común. ¿Nosotros lo hacemos?¿Lo
hacíamos, Pompeius?
-Caesar,
bien sabes que, para R.O.M.A., lo que es bueno para el líder es siempre bueno
para el bien común. Es la definición básica del liderazgo.
Caesar
no se quedó muy convencido.
-Me
da la sensación de que tendría que haber algo más. Que, cuando hubiéramos
llegado, habría una cinta roja, una meta flotante que indicara, “ya está aquí,
lo has logrado”. Y que, de alguna manera, me sentiría mejor.
Pompeius,
desde sus pétreos labios, sonrió.
-La
cumbre es un lugar muy solitario, Caesar. Y cuando has escalado una montaña,
normalmente lo único que se te presenta es una nueva cima que hay que asaltar.
Y en cuanto te quedas dormido, alguien aprovechará y cortará de la cuerda. Como,
por ejemplo, ahora mismo.
La
temperatura de la sauna se había elevado. Caesar se inquietó conforme
aparecían, en el agua, nuevas burbujas.
-¿A
qué te refieres?-le preguntó inquieto.
-En
estos momentos en que estás dormido, han entrado desconocidos y han empezado a
rebuscar entre tus pertenencias. No debiste tratar tan mal a la prostituta; el
amor propio pesa, también en estas mujeres, y se acaban vengando. Ahora mismo
los hombres están sacando tu cuerpo del agua para ver si llevas alguna joya
valiosa encima.
-No
–replicó con frío aliento Caesar-… Eso no puede ser… Yo me habría dado cuenta.
-El
sedante de la bebida ha dado buenos resultados. Mientras tanto, en tu casa
están rastreándolo todo en busca de material comprometedor. Deberías saber que
en la traición, en este juego, es una preciosa tirada. Mientras tanto, aquí, te
han empezado a atar con las toallas. Un tipo se te está arrodillando hacia ti.
-¡Joder,
calla, no!
-…
la navaja que afeitar que saca recorre tu cuello… Sale de allí un brusco chorro
de sangre…
* * *
Caesar
se despertó entre sus sábanas, envuelto en un helado sudor. Se llevó las manos
a la garganta, y durante unos segundos le costó ubicarse. Cuando finalmente
rememoró, y distinguió la realidad de la ficción, no consiguió hilar un
recuerdo claro de cómo había llegado hasta allí desde el prostíbulo. Aunque, de
lo que consultó por su reloj, no debían haber pasado demasiadas horas.
Sólo
entonces se dio cuenta de que el teléfono sonaba insistentemente a su lado, y
era lo que le debería haber despertado. Lo cogió, como si fuera un arma, entre
las manos.
-¿Diga…?-se
dio cuenta de que sonaba cascado, cazallero, agonizante…
-Señor
Caesar –sonó una profesional y eficiente voz femenina al otro lado-, sólo era
para recordarle que el Consejo ha convocado una reunión de emergencia para
mañana para mañana.
-¿Una
reunión? No tenía ni idea. ¡Maldita sea!, ¿pero no se supone que esas cosas
sólo las puedo convocar yo?¿Cómo no me he…?
-Señor,
es posible que se le haya pasado chequear su mail. Debe recordar que una
minoría de un tercio del consejo tiene derecho a…
-¿Esto
es cosa de Bruto?¿Dónde está Bruto?¡Joder, no hay forma de encontrarle con
ningún lado!¡Páseme con Bruto ahora mismo!
-Señor,
no me hallo con el señor Bruto en este momento, pero puede comunicarse a través
de los canales habituales…
-¡Oiga
usted, mamarracha!¡A mí no me trate como si fuera un contestador automático, o
un cliente cualquiera de la compañía!¡Soy el puto jefe, joder, y si yo digo que
me ponga con Bruto, entonces…!
-Señor,
no puedo responderle si se pone así…
-¡Deje
ya de darme excusas y póngame con Bruto de una maldita vez!-fue entonces cuando
Caesar se dio cuenta de que, como con el despertador que le había sacado de su
sueño de sangre, ahora había un pitido insistente en su oreja. Un Caesar no muy
ducho en recientes tecnologías se dio cuenta de que tenía una llamada por la
otra línea. Seguramente la mujer se dio cuenta, o si no creyó haber encontrado
una buena excusa para salir de aquel atolladero, porque Caesar escuchó un:
-Señor,
si tiene otros asuntos que atender, puede…
-¡No
se crea que se va a librar de esto tan fácilmente!¡Espero que sea Bruto el que
esté al otro lado de la línea, pero tanto si es así como si no, luego voy a
hablar con usted y se va a enterar de lo que vale un peine!¡Voy a… voy a… mire,
no sé lo que voy a hacer, pero más vale que no lo haya pensado para cuando
vuelva!¡Y tú…!-dijo tras apretar el botón para dar paso a la otra línea,
dispuesto a lanzarle una diatriba a Bruto.
-¿Papá?
Entonces,
todo se paralizó. Se detuvo el mundo. Sí, era él. Ni lo había pensado, era él,
Cesarión. Caesar se derrumbó y se sentó sobre la cama.
-¡Hola,
hijo!, ¿cómo estás?-dijo sin poder reprimir sus emociones-. ¿Estás a gusto en
el interna…?¿Estás a gusto en Suiza?¿Te tratan bien los maestros y los otros
niños?
-Sí,
papá, lo estoy pasando muy bien –dijo el niño, con un ligero frenillo en la
lengua propio de los niños de su edad-. Aquí hacemos cosas muy divertidas y lo
pasamos muy bien. Pero te echo de menos. Y también a mamá…
-Oh,
mi ángel, mi cariño, mi tesoro, yo también te echo de menos… Quizás… quizás
podamos hacer algo para que volviéramos dentro de poco a vernos. Quizás…
-Oh,
sí, papá, estaría muy bien, podríamos irnos los tres a Suiza. Papá, mamá, yo,
todos nosotros. Aquí se está muy bien, es muy bonito. Tengo ganas de abrazaros,
y de daros besos… Pero, ¿qué te pasa, papá?¿Estás llorando?
-No,
nada, hijo, nada, es simplemente que estoy muy contento de volverte a escuchar.
Tienes que llamarme más a menudo…
-Es
que mamá tiene una línea para poder hablar gratis con ella…
-Bueno,
eso está bien, hijo, eso está muy bien, pero eso no es excusa. Quiero que me
llames más a menudo, ¿de acuerdo?, yo también quiero escuchar que ti.
-De
acuerdo, papá. Tengo que irme, aquí es por la mañana y me esperan en el
colegio. Pero no te preocupes, te volveré a llamar.
-Muy
bien, corazón, me parece estupendo…
-Y
otra cosa…
-¿Sí?
-Te
quiero, papá.
Mientras
se escuchaba el clic del teléfono al colgarse, Caesar se quedaba con el
teléfono en la mano y el alma partida, con la boca entreabierta, sin saber, por
primera vez en mucho tiempo, qué decir o qué acción ejecutar…
Y
el conquistador de mundos hizo lo primero que se le ocurrió: rompió a llorar
como un niño.
* * *
Cuando
resonó el tintineo de llaves, él aún se encontraba encogido sobre sí mismo
sobre la cama. Luego, para su sorpresa, en la habitación apareció Cleopatra.
Cargaba un montón de bolsas de tiendas de ropa exclusiva. Extrañamente, se
arrodilló ante él.
Caesar
la miró con aspecto de derrota. Las lágrimas eran evidentes aún en su cara por
el espacio que habían dejado los surcos.
-Ha
llamado Cesarión.
-Lo
sé –respondió ella, contemplándole con una extraña serenidad que no se
correspondía en absoluto con la actitud con la que había salido de la casa tan
sólo unas horas antes-. Me he encontrado una llamada perdida en mi iPhone. He
querido conectar la llamada a casa pero he visto que estaba comunicando. Y sólo
se me ha ocurrido que pudieras haberlo cogido tú.
Caesar
no reaccionó ante esta cadena de acontecimientos.
-Anda,
ven aquí –le dijo ella, con mirada de quien lo sabía todo-. Te prepararé un
baño.
Unos
veinte minutos más tarde, Caesar se encontraba metido en la bañera hasta el
cuello, cubierto de espuma, respirando plácidamente de la tranquilidad y del
olor a jabón. Necesitaba hacía mucho tiempo este descanso.
Escuchó
el débil sonido de la puerta al abrirse. La vaharada de la fragancia de Cleopatra
penetró por todas partes. Por el rabillo del ojo, y a través de los espacios
entre las traslúcidas cortinas que rodeaban la ominipotente bañera, vislumbró a
Cleopatra quitándose el albornoz. Su nuca recortada por la extrema rectitud por
debajo de su peinado, y sus hombros y su espalda gráciles quedaron al
descubierto. Había que reconocer que en algunos aspectos, más que en otros, se
había conservado bastante mejor…
Apareció
sobre la bañera con una toalla cubriéndole los senos, y llegándole de manera
justa hasta la parte superior de los muslos. Estaba maquillada
superficialmente, como si lo hubiera hecho de un modo descuidado, pero Caesar
sabía que le había conllevado un tiempo de años llegar a conseguir ese efecto.
-¿Qué
se contaba Cesarión?¿Le va bien en el colegio?-dijo tendiéndole un vaso cargado
de hielo y whisky.
Caesar
asintió mientras bebía un sorbito. Sonreía, además, porque Cleopatra le sonreía
plácidamente.
-Siempre
me he arrepentido de meterle en ese internado. En aquel momento, claro, nuestras
carreras, los problemas, los rivales inmediatos, los problemas logísticos… pero
a la larga… Extraño verle de manera habitual.
Cleopatra
se apoyó sobre el filo de la bañera.
-Ya,
a mí también me pasa lo mismo. Muchas noches, en mitad de la madrugada, me
despierto y pienso en él. En esas noches que sueño en lo mucho que hemos
perdido.
Caesar
apoyó el vaso sobre el borde de la bañera.
-Eran
tiempos felices, ¿verdad?, cuando nació. Tú, yo… son los tiempos que él aún
recuerda. Los tiempos en que nos quisimos.
Cleopatra
apretó los labios en una línea muy fina. Y entonces, elevó las cejas y sonrió
muy ligeramente, como si llevara mucho tiempo desentrañando un misterio y por
fin lo hubiera comprendido todo.
-¿Sabes?,
lo que me gustaba de entonces de ti era eso. Tu… generosidad. La generosidad
que mostrabas con Cesarión a pesar de saber que cada mimo que le regalabas a él
le proporcionaba argumentos a tus enemigos para meterse con tu política. Tu
generosidad en los regalos, en los momentos, en el tiempo que podías entregarle
a él aunque te absorbiera de otras cuestiones determinantes. Esa capacidad de
perdonar que tenías cada vez que se equivocaba. Como hacías también con tus
rivales, algunos de los cuales se convirtieron en tus mejores amigos. Como Cicerón.
-Hmm,
no me siento muy satisfecho de cómo he tratado a Cicerón esta noche.
-Como
Bruto.
-Ando
buscándole todo el día. No sé dónde se ha metido. Nadie le ha podido encontrar.
-En
definitiva –dijo Cleopatra, obviando sus objeciones como las de un viejo
cascarrabias-, ésas son las pequeñas cosas que me entusiasmaron de ti. Las que
me enamoraron…
Caesar
la miró con ojos displicentes.
-No
es verdad. Te enamoraste de otra cosa. Te enamoraste del poder. Sin eso, no
hubiera sido más que otro perdedor que te cruzaste en los bares.
Cleopatra
sonrió diáfanamente. Se inclinó sobre él, apoyando sus brazos cruzados sobre su
pecho, y permitiendo que la toalla se mojara mientras su cuerpo se introducía
en la bañera. No paró en ningún momento de fijar sus ojos en él.
-¿Y
qué más da por qué lo hiciera? Somos viejos. Estamos solos. Hemos sobrevivido,
cada uno a nuestra manera. Nos tenemos únicamente el uno al otro. El resto han
muerto o nos han abandonado. ¿Qué hay de malo en no querer recordar las cosas
malas?¿Cuál es el problema en no querer envejecer?
Caesar
la miró muy firmemente. Estaba guapa. Sí, estaba guapa. No importaba el
maquillaje, las arrugas, los años. Era… el carisma, esa forma magnética que
tenía de atraerte mientras sonreía. Eso nada lo podría alterar.
-Ya
no tenemos las fuerzas… el vigor… la pasión de antaño.
Cleopatra
negó con la cabeza.
-Habla
por ti, cariño –dijo, pasándole la larga y estilizada uña pintada por el
pecho-. Yo en eso, estoy como una doncella todavía sin estrenar.
Y
entonces, con una sonrisa, se quitó la toalla de debajo y se echó para atrás
ligeramente. Su cuerpo se sumergió, como más tarde su cabeza, y su peinado de
peluquería pareció el casco de un submarino cuando se adentra en el mar. Caesar
empezó a notar una sensación creciente en el bajo vientre…
Sus
brazos se apoyaron por fuera de la bañera, y su cabeza se deslizó hacia atrás,
cerrando los ojos, mientras gemía, y no paraba de gozar…
* * *
El
despertar fue tranquilo y relajado. Por primera vez en mucho tiempo, los
párpados de Caesar se levantaron con suavidad, sin esperar que hubiera ningún
enemigo esperándolo, agazapado detrás de sus sueños. Sus sempiternas ojeras no
sólo no habían aumentado, sino que simulaban haber decrecido. Caesar podía
afirmarlo sin temor: había dormido en paz.
-¿Qué
pasa, mi soberano?¿Se nos han pegado las sábanas?
Y
allí, también, sosegada como no la había visto nunca, Cleopatra, envuelta en un
albornoz rosado, cepillándose unos cabellos ya aplicados con un tratamiento
para ser suavizados; sólo le faltaba ronronearse para convertirse en la más
dócil gatita.
-¿Por
qué no te das una ducha, señor mío, y desayunamos después?
Caesar
se relajó bajo el agua caliente, dejando que sus músculos se destensaran
mientras el vapor le envolvía. Hacía mucho tiempo que no se tomaba las cosas
con tanta calma. Salió envuelto en su albornoz blanco y allí le esperaba Cleo:
con la mesa puesta y el desayuno preparado. Caesar se sorprendió: no estaba
acostumbrado a estas atenciones. Menos mal que encontró la excepción que
confirmó el milagro: la poco ducha en tareas culinarias Cleo había quemado las
tostadas. Pero no pasaba nada, le dijo: un poco de pan con aceite, al estilo de
la vieja y lejana Campania, estarían bien.
El
periódico abierto. El cuchillo pasando la mantequilla con calma y método. Las
manos abiertas, naturales, sin temor a acercarse y, si se tocan, sin hallar el
menor reparo. Podría decirse que ésta es una sensación parecida a… ¿la
felicidad? Quién sabe. Hace mucho que nadie mencionaba esa palabra. Hace tanto.
-Estaba
pensando…
Cleo
giró la cabeza mientras terminaba de exprimir el zumo, y su estilizado peinado
se desplazó con ella. Sus manos estaban pringadas de naranja y cubiertas de
pulpa, pero extrañamente, a ella parecía darle igual.
-¿Sí?
Caesar
la miró con una cierta sonrisilla.
-Estaba
pensando que, para el año que viene, a lo mejor Cesarión no tiene que estar
todo el rato en el internado en Suiza. Creo que los métodos pedagógicos
modernos favorecen mucho los intercambios: y qué mejor lugar de intercambio que
Nueva York. Seguro que aprende cuatro o cinco nuevos idiomas.
Cleopatra
se acercó a él con los vasos de zumo en la mano. Y sólo tras un largo rato
haciéndole dudar, entonces adquirió una expresión pícara.
-Entonces,
habrá que aprovechar antes de que venga y no podamos hacer ruido por las
noches…
Caesar
se rió.
Se
afeitó con parsimonia. Apuró hasta el extremo. Se echó el after shave y se puso el traje. Hoy parecía un nuevo día. Hoy
asemejaba que todo iba a cambiar. O no era nada del exterior; era simplemente
que él había firmado la paz consigo mismo. La más ardua de todas las batallas.
La que al conquistador más le costó ganar.
-¿Qué
vas a hacer por la tarde?-preguntó Caesar, mientras Cleopatra le rodeaba por
los hombros.
Ella
encogió los suyos.
-No
sé. Esperarte, supongo.
Y
le dio un pequeño beso en los labios. Uno de esos ósculos tan castos y
bienintencionados que sólo se dan los novios, o los que acaban de empezar con
eso del juego de ser amantes. Hacía décadas que no recibía un beso de éstos.
-Cuídate
–le dijo Cleopatra.
Era
pues, se dijo a sí mismo, como empezar de nuevo: con todas las cautelas,
sonrojos, cuidados y atenciones de la primera vez. Pero esta vez, más sabios,
más escarmentados, menos atrevidos: conocedores de que toda acción tiene su
reacción, cualquier acto sus consecuencias, y que sólo hasta cierto punto se
puede moldear el cristal, porque a partir de determinada temperatura y presión
se rompe. Con toda la sabiduría bien aplicada de quien ahora conoce por qué hay
algo que merece la pena conservar.
Caesar
bajó por el ascensor de su piso en Manhattan con el hilo musical, pero en su
cabeza sonaba una melodía muy distinta. Él la tarareaba por dentro: era el
sonido de la felicidad.
La
puerta del ascensor se abrió.
Apenas
le dio tiempo a cambiar la expresión del rostro antes de contemplar la visión
de todas aquellas armas apuntándole hacia él.
Se
dispararon casi todas en una ráfaga. A pesar del esfuerzo de Caesar por ocultar
la cara para que no le desfiguraran el rostro, en un poster acto de coquetería,
su efigie quedó poco elegante conforme caía desplazado por el impacto de las
balas.
En
el último vistazo, tuvo tiempo de ver en un último resquicio a Bruto, el cual,
firme y determinado, apuntaba hacia él con toda la convicción.
El
cuerpo de Caesar quedó tumbado, sangrante sobre el suelo, interrumpiendo el
cierre automático de las puertas del ascensor. Los vecinos de su portal lo
miraban y corrían, aunque alguno, más atrevido, hacía gesto de acercarse y
mirar. A lo lejos sonaba la sirena de policía… A unos pocos metros, en la
portería, el pequeño busto de Pompeius, réplica del retrato que Caesar
albergaba en sus oficinas, parecía observar las rodillas de Caesar (lo único
que sobresalía del hueco del ascensor) con absoluta ecuanimidad.
A
pesar de los esfuerzos de la policía, un pequeño grupo de curiosos de variados
peinados y ropajes –esto es Nueva York, aquí siempre hay de todo, desde lo más
moderno hasta la típica señora en bata y zapatillas- se habían congregado por
detrás de las cintas amarillas de seguridad. La gente aguardaba, sobre todo, a
la llegada de Cleopatra: para muchos era la primera vez que la verían, más allá
de las revistas, y se preguntaban si sufriría un ataque de histeria convulsa en
mitad del rellano, o si mantendría su bien conocida y siempre mayestática
dignidad imperial. Muchos se preguntaban qué vestido traería para el caso.
Lo
que nadie observaba (en parte porque estaba oculta por su brazo, en parte
porque había cosas mucho más importantes para contemplarlo) era el rostro
exánime de Caesar. Dentro de poco sufriría el rigor mortis, y más tarde sería
irreconocible. Pero de momento, todavía había una expresión que era posible
adivinar.
La
faz del jugador, siempre serena, que ha perdido a las cartas justo cuando ha
decidido que ya no volverá a jugar más.
Era
la manifestación de la inmortalidad…
BIBLIOGRAFÍA.
·
Rubicón.
Auge y caída de la República Romana. Tom Holland. Planeta, 2005.
· Julio
César. La grandeza del héroe. Hans
Oppermann. Ediciones Temas de Hoy, 1994.
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