lunes, 24 de agosto de 2020

El relato de agosto: "El invitado"

 El invitado


                El grito llegó abrupto desde el dormitorio.

                -¿Qué ocurre?-pregunté.

                -Fran -escuché un tono de indudable pánico-… Corre… Tienes que ver esto.

                En aquel instante miré la hora. Cómo no, tenía que ser así: faltaba poco para la medianoche. Una de las cosas que más he temido siempre son las urgencias al caer el día o de madrugada. Siempre he tenido miedo a que me sorprenda una situación angustiante, de ésas que no puedes eludir (un conato de muerte, una emergencia, un contexto que te obliga a segregar adrenalina), a ese tipo de horas. No hay sensación que me agarrote más que la idea de llegar a casa agotado del trabajo e imaginar: “justo como surja una emergencia ahora…”. La gente que ha vivido esa clase de circunstancias, para tranquilizarme, suele decirme que, cuando éstas aterrizan de improviso en tu vida, te da igual qué hora sea, porque a lo único a lo que le pones atención en aquel momento es a tratar de solucionarlas. No obstante, en mis ensoñaciones diurnas, le rezo a un Dios en el que no creo para que, el día que me tenga que llegar una de ésas, sea a primera hora de la mañana, con el cuerpo fresco y los sentidos alerta, a ser posible después de un café. Puede parecer una visión un poco frívola, pero ya me lo diréis cuando os toque atravesar alguna, y aparte del estrés y la urgencia te encuentres medio dormido y hecho migajas (y, en este caso, al final de un largo día de mudanza). La cuestión es que en aquel momento me temí que la llamada de alerta correspondiera un escenario de ese tipo. Aunque lo que me esperaba allí, en realidad, fue bastante más radical.

                Cuando Sheila señaló debajo de la cama, la primera hipótesis que esbocé fue que se tratara de un ladrón (¿quién no lo hubiera pensado, de hallarse en mi pellejo?), y tras agarrar un paraguas que se encontraba tumbado a un lado, volteé el somier y me dispuse a atacarle. Aunque lo cierto es que el ataque que desplegué apenas consistió en un par de bastonazos mal dados, porque la impresión general que producía aquel ¿ser?¿individuo?¿muchacho?, distaba mucho de la de una figura amenazante, y daba más la sensación -a pesar de haber aparecido debajo de mi cama- de que era yo quien le estaba maltratando. Su edad era bastante indefinida: oscilaría entre cuarenta muy juveniles o diecisiete muy mal llevados; el rostro ceniciento, las ojeras pronunciadas, las ropas ajadas, y un pelo de color paja, con aspecto quebradizo, que asemejaba que en cualquier momento se le iba a caer a jirones. Tenía las manos elevadas en un gesto que solicitaba a la vez comprensión y auxilio, y las palabras con las que nos abordó, mientras se defendía del ataque del paraguas con mango de cabeza de loro, nos dejaron paralizados:

-¡Ellos me dejaron!¡Ellos me dejaron aquí!

Sin embargo, fueron sus siguientes frases –proferidas ante la pregunta de qué diablos hacía allí- las que nos descolocaron:

                -Soy el espíritu de la relación de la pareja que vivía aquí antes. Ellos me dejaron abandonado en esta casa.

                No puedo transcribir con palabras lo que aquel sorprendente desconocido nos explicó a lo largo de la siguiente hora. Porque estoy seguro de que si lo hiciera, no sonaría verosímil, y eso no haría justicia a la sacudida mental que nos provocó. Al contrario, lo que nos contó aquella noche, absurdo y desquiciante como suena (y más procedente de aquel tipo con pinta de yonki), en aquel momento nos pareció tremendamente veraz, incluso aunque una opción como aquella, dentro de una mente racional, no fuera en absoluto posible. Con una forma de expresarse tan desorganizada como desmañado era aquel individuo, el recién llegado (en realidad, nos enteramos de que llevaba un día entero en la casa, manteniéndose oculto durante el transcurso de nuestra mudanza) nos confesó que, al darse cuenta de que sus ¿dueños?¿padres?¿anfitriones? se habían marchado, primero pensó que les había ocurrido algo; estuvo por llamar a la policía, al 112, a los hospitales. Sin embargo, luego se dio cuenta de que su mayor temor se había cumplido: de que -así de francamente- le habían abandonado. Como quien arroja a la basura un peluche viejo cuando se hace mayor, o deja tirado el despertador roto en una esquina porque no le cabe en las maletas. Y aunque aquel “espíritu de relación” sentía el mismo desamparo que a un hijo al que han dejado solo jugando en una gasolinera (pensando, en su ingenuidad mental, no sólo que volverán sus padres, sino que quizá siga aún por los alrededores el abuelito que dejaron allí el año anterior), era consciente aun así de que su presencia en la casa era un hecho difícil de justificar ante las autoridades. Por ello, cuando escuchó el sonido de nuestras llaves girando y abriendo la puerta, había corrido a esconderse debajo de la cama, como una cucaracha aterrada ante la presencia de la luz, y llevaba allí veinticuatro horas, contemplando nuestros tobillos entrar y salir mientras vigilaba cada uno de nuestros pasos. A pesar del susto de muerte que le había proporcionado a Sheila, y de lo intrusivo que había sido descubrir aquellos detalles sobre su ubicación (“¿Qué hubiera pasado si nos hubiéramos puesto a follar?”, interrogué a mi novia cuando nos fuimos más tarde a la cama), a mi chica le dio pena e insistió en que cenase las croquetas que habían sobrado y durmiera en la cama de invitados. Creo recordar que yo protesté un poco, aunque sin convicción (Sheila en cambio opinaba, al hablarlo más tarde, que yo me había quejado bastante), pero quizás la pereza al pensar en llamar a la policía o a los servicios sociales -¿os he mencionado ya lo mal que me sientan las urgencias a las doce de la noche?- me hizo plegar las alas y consentir en que durmiera allí, “pero sólo una noche”, afirmé rotundo. Aun así, y pese a las palabras pacificadoras de mi compañera durante la discusión que tuvo lugar en nuestro dormitorio el rato siguiente, no me quedé muy a gusto. De hecho, tardé largas horas en conciliar el sueño, y creo que permanecí con el ojo abierto buena parte de la noche, temeroso de que aquel desconocido apareciera en cualquier momento en el umbral de nuestro cuarto, sosteniendo un puñal o una botella de cristal roto.

                Al día siguiente, no obstante, las cosas se presentaron bajo una luz muy distinta. Sobre todo, porque esa misma luz del amanecer alumbraba el rostro prístino de aquel zagalín con cara de ángel y melena rubia como la de un joven aprendiz de futbolista, que no podía aparentar más allá de siete años. Si me había levantado con ganas de pensar que lo que habíamos vivido el día anterior era un sueño o un manifiesto timo, aquella imagen me desarmó por completo. Dadas las circunstancias, era mucho más difícil tanto echarle de casa como llamar a cualquier clase de funcionario municipal para explicarle lo ocurrido. Supongo que entonces Sheila vio cómo se materializaba un largo anhelo: “¿Y si lo adoptamos?”. Yo empecé a elaborar en mi mente una larga lista de obstáculos burocráticos. Pero entre que (pensándolo con frialdad) ésta se presentaba a priori como la solución más sencilla, además de los ojos de gacela ilusionada con que mi chica me contemplaba anhelante, no quise ser el león que devorara su sueño; así que asentí, en espera de que con el tiempo, se nos ocurriera una solución mejor. La cual, por supuesto, nunca llegó. O al menos, no acudió a tiempo de evitar que se precipitasen los acontecimientos.

                Hay que admitir que el chaval era encantador. Tenía ese aire ingenuo y brillante de las personas que no han vivido lo suficiente, ese fulgor de inocencia y pureza que muchos mataríamos por recuperar. Esa confianza en la vida que proporciona el hecho de que nadie te haya traicionado nunca. Parecía que todo era fresco y nuevo para él. Daba gusto hasta verle sorber la leche. Sheila le acariciaba maternal su melena y le limpiaba con mimo los berretes de una sustancia que, sobre los labios del pequeño Cupido, tenía apariencia de restos de divina ambrosía, al menos tal y como la degustaba y sonreía inmediatamente después. Durante esos primeros días, todo era maravilloso, pues era como haber tenido un hijo de golpe (un niño ideal, un querubín de los que desearía cualquier padre) sin tener que haber pasado por la agotadora fase de los pañales ni haber llegado a la insana época de rebeldía adolescente, con la doble satisfacción de que cada mirada de felicidad del muchacho reflejaba la prosperidad de nuestra propia situación. En aquellos días podríamos haber pasado por la típica familia de anuncio de agencia inmobiliaria, y hasta a mí, que soy poco dado a ese tipo de poses, me salía una sonrisa por la que hubiera matado un publicista de clínicas dentales. Por supuesto, si hubiera sabido lo que me esperaba, hubiera firmado porque el cuadro se hubiera quedado congelado del mismo modo para siempre, como las Meninas, imposibilitadas para crecer desde que las pintó Velázquez.

                Obviamente, sin embargo, hasta el contrato de alquiler de Adán y Eva tenía fecha de desistimiento; y algún día habrá de cesar de devorarle el hígado a Prometeo el águila. Primero fueron detalles sencillos, sin importancia. Un corte aquí. Una espinilla acá. Las cosas típicas de los niños. Alguna se desvanecía, pero al poco le volvían a crecer más. El problema es cuando, sin previo aviso, le aparece una verruga. ¿Eso qué quiere decir?¿Es que hay algo que no va bien?¿Y es por parte suya o por la mía? Supongo que Sheila se está preguntando lo mismo. Al fin y al cabo, los problemas son siempre de dos, aunque sólo pasen por la cabeza de uno. Aquella preocupación te reconcome, y puede que a causa de eso la verruga se haga más grande, y comience a brotar algo de acné. El día que se levantó con ojeras, ambos nos contemplamos con mirada culpable, y al mismo tiempo acusadora. Cuando apareció la primera cana, tuvimos una gran discusión.

                Ahora sé lo que sentía Dorian Gray, pero por partida doble. Veías en la cara del niño la mala leche de tu pareja, sus momentos flacos, sus defectos y miedos, pero sobre todo, también los tuyos. Contemplas en una cara humana (esculpida como si lo hubiera hecho Miguel Ángel) tu propia maledicencia, tus gestos de ruin y egoísta mezquindad. Los dos nos reprochábamos la fealdad hiriente que se le estaba quedando marcada en el rostro y, durante nuestras violentas discusiones, el chico no sabía dónde meterse, acabando siempre por refugiarse en los brazos de Sheila, quien me reprochaba mi escasa comprensión. En aquellos momentos, yo rememoraba aquellos debates estériles que tuvimos en su día acerca de si debíamos escolarizarlo o no, y me repetía a mí mismo que aquella acelerada transformación de sus facciones nos había hecho ser conscientes al fin de que no se trataba de un niño, sino de una criatura fantasmal surgida de algún inextricable infierno. “Como nuestra propia relación”, pensé en un destello fugaz e involuntario. Y entonces le salió, de golpe, en su otrora inmaculada efigie, una arisca arruga más.

                Así fue como el muchacho volvió a parecerse, de manera paulatina, de nuevo a aquel vagabundo desarreglado y zaherido que nos hallamos en un principio. “No me extraña que lo abandonaran”, reflexioné, aunque supe que Sheila me hubiera reprendido por pensar eso –y seguramente lo hiciera, ahora que podía leer mi mente tan fácilmente a través del rostro del chico, que con el tiempo se iba haciendo menos joven-. Lo que empezó con comentarios irónicos siguió con pullas, más tarde con gritos, finalmente con platos volando hacia la cabeza. En medio de aquel desbarajuste, la cabeza medita sobre alguna manera digna de huir de casa, de escapar de las preocupaciones, de largarse de allí. Quizás cometes algún desliz que no debías. Fue entonces cuando un día llegué a casa tarde, a las diez de la noche, y me encontré lo que más temía: una situación que no podía rehuir. Una pelea monumental de ésas que te obligan a hacer la maleta y buscar un hotel o llamar a un amigo que te acoja en casa de manera imprevista. Una emergencia del tipo del fin del mundo: el fin del mío, de mi mundo. En pleno centro del torbellino, con voces arrojadas de un lado a otro como olas que zarandean a un barco que no tiene más opción que zozobrar, no nos acordamos de dónde estaba el muchacho, y sólo nos dimos cuenta cuando escuchamos el crujido de apertura de una ventana, ésa que nunca abrimos. Sheila y yo nos miramos a los ojos y salimos corriendo. Nos dio tiempo a verle, volviendo un segundo la cabeza bajo el marco de la ventana, con aquel rostro pálido y demacrado, contemplándonos con una mezcla de esperanza y desesperación, justo antes de arrojarse al vacío. Durante un segundo, permanecimos paralizados, esperando un sonido que no nos atrevíamos a escuchar.

Cuando sacamos la cabeza para mirar a la calle, sin embargo, no encontramos los morbosos restos humanos despanzurrados que temíamos y, al mismo tiempo, estábamos deseando no hallar. Tanto acera como calzada se hallaban desiertas, frías y húmedas. Era como si aquel ser humano, que había entrado en nuestras vidas como surgido de un sortilegio mágico, se hubiera volatilizado en el aire…

Nos quedamos en silencio un rato. A retazos, nos contemplábamos de vez en cuando, sin atrevernos del todo a mirarnos. Tras ese tiempo, nos abrazamos.

Nos fuimos a la cama sin añadir nada más.

*                                            *                                             *

A la mañana siguiente, habíamos acumulado el valor suficiente para hablar de ello. Y para darnos cuenta de que todo aquello –por mucho que no quisiéramos reconocerlo- lo habíamos hecho nosotros. Que, a pesar de no haberle puesto nunca la mano encima a aquel extraño ser con el que habíamos convivido, era como si le hubiéramos lanzado de manera intencionada por la ventana. Que nosotros, gentes civilizadas, cultas, de ésos que nos creemos “buenas personas”, le habíamos convertido en ese despojo sin resuello.

                Sheila y yo estuvimos hablando durante un rato. Al final, nos besamos. Decidimos que nos daríamos otra oportunidad. Y que luego lo dejaríamos o no, pero en todo caso, si fuera así, sería distinto, de otra manera. Sheila encontró en el baño uno de los mechones de pelo que a nuestro ¿invitado?,¿amigo?, se le habían caído cuando le empezó a entrar alopecia. Lo plantó en una maceta de cristal que teníamos hasta entonces vacía, sin saber muy bien qué esperar.

                Han pasado seis meses desde aquello. Ahora estamos mejor. Más felices. Dicen que al primer amor se le quiere más, y al segundo mejor. Quizás hayamos aprendido a hacer lo segundo con el primero. Del mechón de pelo plantado en la maceta ha empezado a crecer una planta. Pero lo más sorprendente es que, dentro de la tierra, por debajo, a través de las paredes transparentes de la maceta, y oculto por una capa de tierra muy tenue, empieza a vislumbrarse un huevo. Dentro de él, un ente similar a un diminuto homúnculo parece atisbarse, aunque es difícil distinguirle el rostro, oculto por una incipiente mata de pelo que no para de brotar.

Quién sabe lo que sucederá en el futuro. Hemos preparado, por si acaso, una maceta más grande. Pero, por si acaso también, ahora duermo con una pala muy cerca de la cama. No quiero que a las doce de la noche de cualquier día, un invitado desnudo de pelo pajizo salga cubierto de tierra y me diga que debo cubrir una emergencia porque algo se encuentra realmente mal.

lunes, 17 de agosto de 2020

El libro y la película de agosto: "Un paseo por el bosque"


Un día, el divulgador científico Bill Bryson (de quién ya hemos hablado en otras ocasiones) descubrió que, tras su retorno a los Estados Unidos, había escogido un emplazamiento para vivir no muy lejos del Sendero de los Apalaches, un camino señalizado que abarca buena parte de la longitud de la cordillera conocida con este nombre, y que recorre de sur a norte, formando una diagonal, una amplia sección de la vertiente este de Estados Unidos. Bryson pensó que no sería mala idea recorrer a pie dicho sendero -que es transitado anualmente por numerosos mochileros en busca de aventura- y decidió también (o le "sugirieron") que a su edad era imprudente realizar el viaje solo, así que intentó localizar un voluntario para acompañarle. Los amigos contactados le respondieron con amables evasivas, dolientes imprecaciones o, en el caso de colegas menos delicados, alusiones nada indirectas a su estado mental. La verdad es que el reto -que coloca al límite de sus fuerzas a individuos muy bien preparados, y anticipa toda clase de adversidades climáticas, humanas y naturales, incluyendo como advertencia varios precedentes serios de ataques de osos-, no es para tomárselo a broma. Sin embargo, un antiguo amigo con el que Bryson no había contactado en mucho tiempo y con el que no acabó demasiado bien contesta a sus requerimientos, lo cual, paradójicamente, no resuelve la cuestión sino que genera unas cuantas dudas más. Los problemas surgen nada más verse: el amigo apenas camina sin resollar, su obesidad es tan solo la parte visible de un iceberg de deplorable forma física, y por lo visto su principal objetivo durante la excursión es huir de un turbio asunto legal que ahora mismo no le resulta conveniente. En fin, ¿qué podría salir mal? A posteriori, Bryson redactaría un libro con el conjunto de la experiencia, que posteriormente se adaptaría al cine con Robert Redford (como Bill Bryson) y Nick Nolte en los papeles protagonistas.


Cómo siempre, surge en estos casos la dicotomía entre qué abordar primero, si la película o el libro, y como casi siempre tenemos que fallar a favor del segundo, no solo por la excusa habitual y casi siempre certera de que una cinta de una duración acotada no puede reflejar los más profundos matices del texto, sino porque, además, una visión cinematográfica nunca sería capaz de aportar los datos científicos, históricos y socioculturales con los que Bryson suele trufar sus ensayos, los cuales cultiva hasta obtener un árbol cargado de tan hilarantes como eruditas anécdotas. No obstante, hay que avisar que este libro sorprenderá a muchos de los lectores habituales de Bryson, pues tiende a contar mucho más de lo que estamos habituados sobre sí mismo y, además de centrarse en gran medida en historias sucedidas a lo largo del sendero (el mayor mérito de la película consiste en representar las más graciosas en el tono adecuado), encontramos a un autor menos académico, con mucha más propensión a poner a caldo a una amplia parte del mundo, y una habilidad para usar el sarcasmo que raya la más irreverente bordería. El film, por otra parte, y siguiendo las convenciones ya clásicas en Hollywood, modifica varios de los episodios fundamentales para adquirir una dirección lineal y un mensaje cristalino (algo que la vida real suele proporcionar en bastantes pocas ocasiones), pero cumple con la función de reflejar no tanto la esencia principal de "Un paseo por el bosque", como al menos lo que Bryson quería transmitirnos que significó, para los implicados, este viaje. En definitiva, un libro que nos hace aprender, reír, pensar, y que sirve de base a una película imperfecta, aunque entretenida y protagonizada por magníficos actores. Para un viaje de varios cientos de kilómetros sin levantar un pie del suelo, no está nada mal.

miércoles, 12 de agosto de 2020

La historia corta de agosto: "Ella le dijo..."

Se acostaron, a la suave brisa del ventilador que apenas podía mitigar el calor del verano. Ella le dijo: “Hueles a patatas fritas" con una sonrisa. A la mañana siguiente, sólo había migajas.

sábado, 1 de agosto de 2020

La historia real de agosto. Científicos que eran buenas personas e hicieron cosas malas, y todas las clases de viceversa.

Se supone que los científicos son abnegados trabajadores vocacionales que ponen todo su empeño en ayudar al prójimo (o, al contrario, no les interesa nada en el mundo salvo sus experimentos, pero al menos no se meten en la aplicación práctica de los mismos). No obstante, la ciencia es una actividad humana y, por lógica, hay de todo: grandes prohombres, individuos ambiciosos, gente que sólo buscaba su propio beneficio, y científicos que trataron de hacer el bien pero a quienes no les salió del todo. He aquí unos cuantos casos que por supuesto no abarcan todo el espectro pero que, como representación, resultan bastante ilustrativos.

Si Fritz Haber no posee la pinta perfecta de villano de James Bond al que sólo le falta el gato, entonces no la tiene nadie (hay una foto por ahí circulando sin bigote en la que está clavadito al Ernst Stravo interpretado por Donald Pleasence). Le mencionamos de pasada en otra ocasión, pero creo que merece una explicación aparte. Más que genio malvado, Fritz Haber era un hijo de su tiempo. Excelente químico, recibió el premio Nobel por obtener un método para la síntesis de amoníaco que recibió su nombre, y su aportación fue clave en la industria de los fertilizantes. De origen hebreo, se convirtió al cristianismo por razones puramente prácticas y, como otros judíos de la época, era un fervoroso patriota de su país de nacimiento, en este caso Alemania. El problema es que llegó la Primera Guerra Mundial y puso toda su inventiva a trabajar para su país, en concreto para la elaboración de gas dicloro empleado durante la confrontación química que tuvo lugar entre las trincheras. Haber se implicó muy activamente, y de hecho el kaiser alemán le nombró capitán del ejército, un rango muy alto para un científico. Haber defendía que la muerte en guerra seguía siendo muerte, independientemente del método empleado, y por eso no tuvo escrúpulos en ponerse al mando de otros futuros premios Nobel (Otto Hahn y Gustav Hertz entre otros) al frente de esta sección del frente de batalla. La cuestión es que no muchos lo vieron así, ya que la muerte por gas se consideraba especialmente agónica. La primera que no lo entendió fue su esposa, también química, que se pegó un tiro en el corazón. Aquel mismo día, el viudo continuó ejerciendo su cometido de manera fría y profesional. Años más tarde, después de la guerra, Haber se defendería diciendo que, en tiempos de paz, el trabajo de un científico pertenece a la humanidad pero que, cuando hay guerra, éste se debe a su país. Parece que aquella excusa no fue aceptada por el físico Ernst Rutherford, quien se negó darle la mano cuando se encontraron en el Reino Unido. El nacionalismo de Haber, por otra parte, no evitó que, llegada la Segunda Guerra Mundial, y a pesar de que los nazis le ofrecieron financiación para que retomara su implicación en la industria bélica, la prohibición que impedía trabajar a los científicos judíos le incitara a marcharse del país. Para entonces, sin embargo, los nazis ya habían encontrado la forma de aprovechar un tipo de gas desarrollado por el equipo de Haber (y que hasta entonces servía como insecticida) para transformarlo en un arma. De hecho, fue empleado con abundancia en los campos de concentración donde, por desgracia, parte de la familia judía de Haber pereció como consecuencia del mismo. Lo llamaríamos justicia poética, pero el caso es que Haber murió unos cuantos años antes de ver el resultado de las acciones: el karma, ese incompetente soldado, tiene extrañas y retorcidas maneras de obrar.

-El caso contrario es Linus Pauling. También químico, norteamericano, es conocido por sus descubrimientos sobre enlace químico (los famosos orbitales de Pauling que recordaréis los que habéis estudiado algún curso avanzado de química), por los que recibió el premio Nobel. Durante la guerra, contribuyó al esfuerzo bélico, pero rechazó entrar en el proyecto Manhattan. De hecho, después de la conflagración, se convirtió en un ferviente activista contra las armas nucleares, realizando campañas para impedir la proliferación nuclear que le valieron un segundo premio Nobel, esta vez de la Paz (creo recordar que es el único que ha recibido la distinción en ambas categorías). El galardón no estuvo exento de polémica, pues a Estados Unidos no le hizo gracia que promoviera la disensión pacífica con la URSS, y de hecho recibió un premio equivalente de la Unión Soviética. Su posicionamiento político le pasó factura en más de una ocasión: tuvo que dejar su trabajo en Caltech por las presiones de sus compañeros y, además, su mala fama de "comunista" hizo que le retuvieran en el aeropuerto durante un viaje a Inglaterra. La cuestión es que ese episodio tuvo repercusiones. Con anterioridad, Pauling había descubierto las hélices alfa y las láminas beta (dos conformaciones que adoptan ciertas secciones de las proteínas). Había propuesto una estructura helicoidal para la doble cadena del ADN que se aproximaba bastante a la realidad, pero su idea era reforzar el modelo con las imágenes de difracción de rayos X que había tomado Rosalind Franklin. Por desgracia, como a Pauling le retuvieron en aeropuerto en aquella ocasión, a las instituciones británicas se les encendió la lucecilla patriótica y decidieron que era mejor que fueran científicos locales los que se apuntaron el tanto, así que autorizaron a Wilkins, el jefe de Franklin, a enseñar sin el permiso de Franklin sus imágenes a los investigadores Watson y Crick, quienes tuvieron las bases para montar el modelo correcto, lo cual supuso su consagración como padres de la biología molecular, esa moderna disciplina cuya creación se consideraba adscrita a Pauling hasta que le arrebataron la posibilidad del descubrimiento. Por otra parte, Pauling tuvo tiempo para más: participó en un estudio que demostraba que buena parte del smog de las grandes ciudades se debía a los automóviles, así que se involucró en la creación de un coche eléctrico. Sin embargo, descubrió que la tecnología existente no permitía que el motor que estaba diseñando tuviera las ventajas del de combustión interna, así que le advirtió a la compañía con la que trabajaba que era poco probable que el consumidor lo prefiriera (aun así, la empresa se atrevió a lanzar el coche al mercado: tal y como preconizó Pauling, fue un desastre). Con toda esta lista de logros, supongo que Pauling entra en la lista de los científicos favoritos de todos nosotros, junto a Joseph Henry y Salk, de quienes hablamos en un post anterior, y algún otro ejemplo más.

-En el apartado de buenos científicos (y mejores personas) que hicieron cosas malas, por desgracia también tenemos que meter a Pauling. Como veis, le encantaba meterse en todos los fregados, pero cuando se enteró de que tenía una enfermedad renal de rara incidencia -que, con la ayuda de su médico, consiguió controlar mediante dieta-, se metió a investigar los efectos de las vitaminas. No fue el primer científico básico que se enredó en diversos bretes cuando descendió al campo más aplicado de la medicina (Newton, de hecho, se trataba a sí mismo mediante alquimia, con resultados bastante pobres). El problema es que Pauling empezó a ensalzar de manera desorbitada las propiedades de la vitamina C, y es por culpa de él por lo que existe el bulo de que ésta cura los resfriados. Pauling llegó a creer (es verdad que estas investigaciones las desarrolló en la parte final de su carrera científica) que la vitamina C era la panacea para casi todas las enfermedades vasculares. El químico, en concreto, creó el concepto "ortomolecular", que se refiere a que los efectos de ciertas moléculas pueden depender de su concentración -un hecho que es verdad, y de hecho normalmente las vitaminas ejercen sus efectos beneficiosos a concentraciones muy bajas. Sin embargo, varios pseudocientíficos aprovecharon esa idea para crear la "medicina ortomolecular", según la cual buena parte de las enfermedades pueden controlarse mediante la ingestión de nutrientes y vitaminas (lo cual es verdad para algunos casos pero no para otros), recomendando numerosos tratamientos que no han sido lo suficientemente testados y podrían conducir a daños en la salud. Los defensores de Pauling reclaman, por otro lado, que si bien la medicina tradicional nunca aceptó los postulados del premio Nobel, el solo hecho de que se adentrara en este área llevó a más científicos a investigarla -incluso aunque fuera para rebatir sus teorías- y nos proporcionó más información acerca del funcionamiento de las vitaminas.

-Finalmente, quisiera exponer un curioso caso. Para ello vamos a hablar de Pitt Rivers, que vivió a finales del siglo XIX y fue seguramente uno de los seres humanos más mezquinos que ha existido jamás. Llegó a llamar a los invitados de una fiesta organizada por su mujer para que no acudieran, lo cual causó gran desazón a su esposa. Estaba empeñado en que tanto él como su mujer fueran incinerados tras su muerte, cosa en la que ella no estaba de acuerdo y, durante las discusiones que mantenían sobre este tema, él le espetaba: "Arderás, mujer, arderás" (al final, Pitt Rivers murió antes y ella fue enterrada, conforme a sus propios deseos). Una vez se peleó con uno de sus hijos, lo expulsó de su casa, y prohibió que sus otros vástagos tuvieran cualquier tipo de contacto. Una de sus hijas burló la prohibición pero, cuando el padre lo descubrió, la azotó brutalmente con una fusta. Por otra parte, era arrendador de varias tierras, y disfrutaba desahuciando a los inquilinos que no pagaban, llegando a expulsar a una pareja de ancianos de una propiedad de la que luego no le interesó obtener ninguna rentabilidad. Como veis, una desgracia de ser humano. Eso sí, hay que reconocerle que fue de los primeros arqueólogos realmente profesionales: aplicaba los métodos científicos a las investigaciones y, lejos de seguir el patrón de "búsqueda del tesoro" -que llevó a los míticos Schliemann (Troya) y Evans (Creta) a malograr tantas piezas valiosas-, le daba gran importancia a los objetos cotidianos que servían para contextualizar los hallazgos arqueológicos. Es por su labor en este campo por lo que su vida se cruza en un momento clave con la de Sir John Lubbock. El padre de Lubbock era banquero, pero éste sintió desde muy pequeño la llamada por la formación científica (quizás de manera un poco exagerada, porque trató durante tres meses de enseñar a su perro a hablar). Llegó a tener un panal en su sala de estar para estudiar a las abejas, y era vecino de Charles Darwin -tenía la edad para jugar con sus hijos-, así que se hizo muy amigo del sabio británico y, con el tiempo, llegó a colaborar con él en el estudio de la biología de los insectos; hasta descubrió un tipo de ácaro. Pero Lubbock acabó siendo lo que quería su padre y terminó de banquero, restringiendo la ciencia a noches y fines de semanas. Lo curioso es que, desde allí y desde su también labor como político, promovió dos grandes medidas filantrópicas. Una fue el establecimiento de días de vacaciones adicionales fuera de los únicos cuatro que los empleados ingleses tenían durante todo el año, en lo que se denominó Bank Holidays, a pesar de que no estaban restringidas a los trabajadores de la banca -hay quien dice que Lubbock era muy aficionado al cricket y quería que los trabajadores libraran durante los grandes partidos de este deporte, pero esta afirmación no tiene muchos visos de veracidad-. Los empleados quedaron tan agradecidos, que esos días de fiesta fueron conocidos durante mucho tiempo con el apelativo de San Lubbock. La segunda iniciativa vendría de su interacción con Pitt Rivers, quien se acababa de convertir en su suegro, ya que Lubbock se había casado con su hija (la de la fusta). Por lo visto Lubbok y Rivers tenían casi la misma edad, así que es difícil saber cómo acabó relacionado con una chica de unos dieciocho años, aunque uno quiere pensar de que, viviendo bajo el yugo de un padre que te atiza con una fusta, cualquier cambio te parece a mejor. Tampoco sabemos lo que opinaba Lubbock del asunto pero, conociendo lo patriarcal que era la sociedad británica en aquella época, lo más probable era que, si le desagradaba el episodio, hubiera tenido que callárselo. La cuestión es que Lubbock (un reconocido divulgador sobre la Prehistoria que acuñó los términos "Paleolítico" y "Neolítico" entre otros) había contactado con un reconocido arqueólogo cuando más lo necesitaba. En aquella época, no había leyes que protegieran los descubrimientos arqueológicos de los desmanes que los dueños de las fincas donde se encontraban pudieran cometer contra ellos. Vestigios de gran relevancia histórica corrieron el riesgo de ser desplazadas por sembrados, tractores o carreteras a los que obstaculizaban. Un individuo de la época llegó a afirmar que Stonehenge estaba hecho una ruina y que no se podía sacar nada bueno de él. Desde América se ofrecieron pujas para llevarse la actualmente más famosa construcción arquitectónica del Reino Unido (con permiso del Big Ben) al otro lado del Atlántico. Desde la liberal Inglaterra, por otra parte, resultaba casi una herejía que alguien pudiera entrar en la propiedad de un terrateniente y decirle qué debía hacer con ella. Entonces, Sir John Lubbok decidió ofrecerle a Pitt Rivers un cargo desde el cual se encargaría de inventariar y controlar qué pasaba con dichos restos. La verdad es que el presupuesto que su oficina tuvo al cargo fue mínimo (en la fase final, no le pagaban siquiera un sueldo, sólo los desplazamientos; un año, por ejemplo, se le agotó el dinero en cercar un solo yacimiento), y su tarea se circunscribió a unos pocos lugares concretos. Sin embargo, lo cierto es que ese puesto, y también una normativa que garantizó un cierto control al estado sobre el destino de esas "piedras viejas", impidieron que grandes hallazgos imprescindibles para entender nuestro pasado acabaran desapareciendo de forma irreversible. Así que, como veis, es posible coger a un hombre tan maligno como Pitt Rivers, y enfocar su actividad para que haga algo bueno. Quizás esa es la lección que deberíamos aprender: no hay gente mala, es simplemente que la han orientado así. Disfrutad de la vida, y sed malos (dentro de un orden). Un abrazo.