La grabadora
El
día que me llamaron para comunicarme que mi padre había muerto, un extraño
suspiro de alivio se exhaló (como a hurtadillas) de mi garganta. ¿Por qué? No
sabría decirlo. La gente hace cosas que no entiende, dice frases de las que se
arrepiente en un instante, y se dedica a tener sentimientos que se supone no
debería añorar. Así que un suspiro de más o de menos da lo mismo. O, al menos,
eso es lo que me empeñaba en transmitirle a mi cerebro, no sea que un día se
arrepintiera y pretendiera pasarme factura por este delito oculto.
Volver de nuevo a casa constituye una extraña mezcla de
amargura y de anhelo por fin logrado: contemplar otra vez las paredes blancas y
lisas, caminar por los cuartos de baño, hojear mis viejas revistas de ciencia
acumuladas en el estante. Fue por ellas por las que me aficioné a lo que luego
se convertiría en mi profesión, pero durante todo este tiempo se encontraban
vedadas: ahora, sabiendo que nadie me observa, puedo volverlas a abrir. Y
aunque persiste la sensación de que estoy cometiendo un pecado, al menos es uno
que no será castigado por Dios. Yo sé que en esta casa, ya nadie me lo va a
reprochar.
El día que fui a reunirme con los responsables del
colegio, ellos me trataron con toda clase de miramientos y una delicadeza inimaginable,
como si temieran que una palabra fuera de tono o una insinuación hecha a
destiempo fuera a hacer que me pusiese a llorar.
-¿No…
no quiere saber entonces cómo falleció su pa... su padr...?
-Mire, mi padre era un histriónico,
y lo que más le encantaba en el mundo era llamar la atención. Supongo que su
muerte preferida hubiera sido arrojarse desde lo alto del campanario de la
capilla mientras todos los niños formaban fila en el patio. Si no consiguió
hacer esto, lo siento por él, que lo intente de nuevo la próxima vez.
Doy
vueltas por el dormitorio, y también por la cocina. Abro los cajones e
inspecciono la alacena. Desde que mi murió mi madre, mi padre se ha alimentado
básicamente de latas. Por eso la nevera se encuentra por completo vacía, de la
misma manera en que lo está el dormitorio. No tiene sentido indagar mucho más.
Retorno de nuevo al salón.
Allí me siento sobre el sofá, donde en frente se
encuentra solo un -cubierta de polvo la pantalla- inútil televisor, sobre el
cual están situados unos cuantos libros. El resto del cuarto es un completo
desastre: ropas invadiendo el suelo de acá para allá, como si consistieran en
decapitados invasores de otro mundo. Sentarme sobre este sofá me trae recuerdos
soterrados: al fin y al cabo, fue sobre este mueble donde perdí mi virginidad a
los quince años. Una experiencia precoz para un matrimonio precoz; decía mi
esposa (la del sofá) que a mí me gustaba vivir emociones intensamente. Quizás
por eso tuviéramos un divorcio tan temprano. A los veintisiete años, he vivido
más de lo que muchos pueden sospechar. Pero dejo de recordar viejas batallas. Hoy
es la mañana definitiva de mi victoria: el día en que puedo afirmar que he
alcanzado una total independencia de la figura fantasmal de mis padres. Puedo
contemplarlo todo abstraído, sin ninguna sensación de alerta. Ya no hay nada
que me pueda sobresaltar. Y en medio de este impúdico devaneo de ojos,
transitando despreocupado de un sitio a otro, he encontrado un objeto, sobre la
mesa en la que tengo apoyados los pies, que me ha llamado poderosamente la
atención.
Una grabadora.
Es curioso, hacía mucho tiempo que no veía un bicho de
estos. Los MP3 y otros artilugios similares los están sustituyendo, igual que
el CD enterró al viejo y añorado LP. ¿Habrá algún idílico cementerio para este
tipo de cacharros? En la época en que los manejaba, era muy arriesgado
utilizarlos: en cuanto apretabas al REC, podía suceder cualquier cosa, sobre
todo que grabaras encima de un registro anterior. ¿Será ese cementerio
imaginario en el que he pensado el lugar donde van a parar las secciones de
cinta borradas? Porque si es así, que alguien me lo aclare, yo tengo interés
por recuperar algunas. Como aquel trabajo que redacté en el ordenador en
primero de bachillerato sobre las carreteras de los romanos; aunque consiguiera
rehacerlo después del apagón de luz, el estilo inimitable del original nunca
llegué a igualarlo.
Le doy vueltas a la grabadora, y finalmente, me atrevo a
tocar, y me encuentro, ¡oh, voilá!, con una añeja cassette alojada en su
interior. Qué milagro, y al mismo tiempo qué tétrico: un pequeño ataúd para
voces muertas y enterradas (¿o tal vez sólo la segunda de las dos cosas?).
Vamos a ver, creo que recordar que algunas solían tener, en sus caras, cintas
adhesivas que explicaban qué es lo que almacenaban, eso si la tira magnética no
se ha roto; después de todo, la grabadora parece bastante antigua, y el hecho
de que mi padre la tuviera encima de la mesa en los días previos a su muerte
tan sólo implica que la pudo reencontrar recientemente en un cajón olvidado. Reflexiono
con cierta desgana sobre si merece la pena escucharla: no lo sé, pero al fin y
al cabo, medito, ya no puede hacerme daño. Así que con un gesto vago, y sin la
más mínima impresión de heroísmo, apretamos, sin pistas acerca de qué nos
depara el destino, el botón de PLAY:
Bueno,
señor guardia, ahora que me encuentra usted en esta celda, no sé si cuando
escuche mi historia me va a creer, o me va tomar por loca... Todo comenzó por
unas zapatillas. Pero no unas zapatillas cualquiera, ¿eh?, unas zapatillas,
¡por seis euros!, ¿se lo imagina?, por seis euros, si yo me las encontraba
habitualmente por cien, unas sandalias rojas, maravillosas, tendría que verlas,
comodísimas, además muy fresquitas, dejaban pasar el aire por todos lados, y yo
iba caminando por la calle, así, tan feliz, con mis zapatillas nuevas, y dando
palmas por la acera al recordar lo baratas que me habían salido. Pero de
repente, no sé por qué, me empecé a preguntar por qué me habían costado tan
poco. Antes de que pudiera evitarlo, la imagen de un niño tailandés cosiendo
balones, en lugar de jugarlos, se coló sin quererlo en mi mente. Y entonces,
las zapatillas comenzaron a apretarme; al principio no fue nada, tan sólo, una
simple molestia en los talones, pero luego el dolor creció hasta hacerse
insoportable, las tiras se me clavaban hasta hacerme llagas, la incomodidad se
fue haciendo más grande, como si con cada uno de mis pasos las zapatillas se
estuvieran volviendo más y más pequeñas. Me estaban apretando, me estaban matando;
a cada paso que daba, era como si pisara las agujas que manejaban los niños. Se
me iban clavando en el alma, así que no tuve más remedio: me las quité, allí
mismo, en mitad de la calle, comencé a caminar descalza, nunca pensé que
encontraría agradable andar descalza por una ciudad tan asquerosa como la mía,
incluso sentí alivio. Pero luego me di cuenta de que lo que comenzaba a
apretarme de verdad eran los vaqueros; se hacían más y más estrechos, me
agarrotaban la cintura y me impedían moverme, sobre todo a la altura de la
etiqueta, y a pesar del reparo y el pudor, qué vergüenza, delante de todo el
mundo, luchando contra la voluntad de los pantalones que no querían
desprenderse, me los bajé, y cuando lo hice le eché un ojo a la etiqueta, y me
fijé que ponía “Hecho en Bangladesh”. Luego, sentí mucho más prieta la camisa,
se cernía en torno a mi cuello como si fuera un ser vivo, tanto que impedía
respirar, así que me arranqué los botones, para recuperar el aire, y me la quité
de golpe, hecha en Birmania, y luego el sujetador, fabricado en Corea, y el
reloj manufacturado en Taiwán, y las pulseras en China, y fue entonces cuando
me encontró usted, señor policía, caminando desnuda por la calle, y fue cuando
me acusó de escándalo público, cuando hallándome vestida era cuando yo me sentía
escandalizada. Aunque claro, eso sí, a ver quién le dice eso a un juez.
Bien,
no ha estado mal (me dije a mí mismo), extraño, pero curioso, un testimonio que
desde luego llama la atención. Me dedico ahora a inspeccionar la cinta adhesiva
con los contenidos, a ver si averiguo de qué demonios va esto. El misterio
sigue en el aire: se trata de una lista de unos cinco o seis nombres, en lápiz
y medio borrosos, desgastados por el paso del tiempo. El primero, por supuesto,
es el una mujer, tal y como indicaba la voz que tan cantarinamente me ha
contado su historia. El que viene a continuación, según leo en la cinta, se
trata de un hombre. ¿Qué hago, sigo adelante, o arrojo la grabadora hacia un
lado? Al principio opto por la segunda opción, pero después recuerdo que no
tengo nada que hacer, más que esperar a un entierro que aún tardará bastantes
horas en celebrarse. Bien pensado, constatados los pocos cambios que han tenido
lugar en mi antiguo hogar desde que me marché, éste será el único objeto que me
hable con sinceridad en esta casa. Por eso, y tras temblarme por un instante
los dedos, aprieto de nuevo el botón.
Aquel
día el hombre dijo: Estoy harto. Harto de que las salchichas las vendan siempre
en packs de siete. ¿Qué pasa, es que alguien que se toma siete salchichas de
una sola vez, para almorzar o cenar? No. Las venden en packs de siete, le
explica a mi compañera, porque asumen siempre que se las van a comer un par de
personas. Tres y media para cada uno, perfecto, y hasta tienen que compartir,
qué romántico todo, pero, como siempre, nunca tienen en cuenta a las personas
que estamos solas. Para la gente que estamos solas, todo es más difícil, todo
es peor. El mundo está hecho para comprarlo en pareja.
Qué
extraño. Pese a constar en la cinta el nombre de un varón, a quien he escuchado
hablar es una chica. Curioso misterio éste. El siguiente registro corresponde
también a un hombre.
Ahora ya tengo un poco más de interés
por lo que me vayan a contar. Le estoy cogiendo el gustillo a este juego.
Vamos a ver qué nos dicen.
Soy un perdedor profesional. Probablemente esta ocupación
les suene extraña, pero es la que yo he elegido, o mejor dicho, la que ella
eligió para mí. Todo sucedió de una manera muy sencilla, pero muy extraña, como
suelen ocurrir las cosas. Andas sentado en una mesa de ruleta, estás ahí
jugando, perdiendo, como casi siempre, y de repente hay un tipo que se acerca y
me pregunta, “¿Por qué continúa jugando, si no hace más que perder?”. Yo no le
contesto. Estoy harto de esos capullos que lo quieren saber todo de todo el
mundo, esa pregunta además me la han hecho oír demasiadas veces. Pero el hombre
persiste, y me añade a continuación, “Usted sabe que va a ganar. Usted sabe que
va a ganar en un momento determinado, y por eso no se marcha y permanece aquí”.
Le devolví un gesto de desprecio, Anda, vete a la mierda, gilipollas, pero el
tío se queda, y empieza a jugar. Se pasó todo el puto rato que estuvo en la
mesa incordiando, susurrándome cosas al oído, martilleándome la cabeza con
tonterías, hasta que me levanto para soltarle un grito, Mire, gilipollas, no
hay ningún secreto, estoy aquí porque soy adicto al juego, y punto, déjeme en
paz, pero antes de que pueda decir nada, el capullo adquiere un grupo de
coristas dispuestos a su alrededor, todos con la firme idea de que detrás de
esa ruleta está la vida, y que hay que seguir jugando porque, tarde o temprano,
el premio –eso es seguro- va a tocar. Y en medio de la partida, dos matones me
agarran de los hombros y me llevan ante el jefe del casino, que me dice, Veo
que sabe usted atraer jugadores. ¿Le interesaría formar parte del negocio? Desde
entonces, me he dedicado a convertirme en perdedor profesional del juego, en
todas sus variantes y acepciones, naipes, ruletas y otras competiciones con
bolita, e incluso, en el caso de un millonario excéntrico, el parchís. La gente
parece sentirse atraída por ese apostador compulsivo que no se separa de la
mesa ni aunque le peguen un tiro en los brazos. Y yo, encantado de que me
paguen por algo que de común ya hacía gratis, sonrío y asiento encantado. Pero
hasta un profesional como yo se cansa a veces de perder…
Y
de nuevo hay un hueco, que significa que cambiamos de registro, en este caso no
paro la cinta, sigo escuchando. Quiero ver qué es lo que me tienen que contar.
Y
los bollos, qué es lo que ocurre con los bollos, también vienen en un número
innombrable, número par por supuesto, fíjate tú por donde, si es que está hecho
a propósito, como todo lo demás en esta vida. Los premios de un viaje, por
supuesto, siempre son con acompañante; la declaración fiscal, más rentable si
estás casado; comprar una casa, lo mismo, hasta para plegar las sábanas
necesitas otro, ¿qué quieren, que invite a mi vecino a doblarlas? Estoy harto,
señorita, harto y estará usted de acuerdo, harto de un mundo confeccionado para
que todo el mundo vaya acompañado: pues si es así, que sorteen las parejas, yo
todavía estoy aguardando una para mí.
Ha
vuelto a ser la misma mujer de antes, y al mirar el nombre en la cinta adhesiva,
compruebo que hay una X, letra la cual se repite, alternándose con el resto de
los nombres (indicando la reanudación del registro) hasta el final. Esto se
está poniendo cada vez más y más intrigante. ¿Qué diablos son estos trozos de
grabaciones sueltas, como si se trataran -emulando a los CDs-, de pistas que
constituyen concretos y diminutos fragmentos de vidas?¿Y por qué tenía esta
cinta en su poder mi padre?¿Se trata de un anuncio para que ingrese en una
secta, o es que se ha dedicado a hacer encuestas a la gente por allí? No lo sé.
Es verdad que mi padre, desde su posición de profesor de colegio, podía acceder
a bastante más gente de la que en principio puedo suponer. ¿Pero qué tienen que
ver todas estas personas con él?¿Son amigos, familiares que no conocí, un grupo
de gente reunida que relata sus experiencias, al estilo de Alcohólicos Anónimos?
No puedo dilucidarlo, necesito más respuestas: vuelvo apretar el botón.
Estoy
teniendo una conversación con Google. Es un juego divertido, o al menos eso me
han dicho. Se trata de buscar en Google una palabra o una frase, y ver cuál es
la primera línea que te aparece en la primera de las entradas que te ofrece. En
cierta medida, es como imaginar que se trata de un ser vivo, que es capaz de
responderte algo que no sea absolutamente artificial y mecánico. Ésta es la
primera vez que hago la prueba. Vamos allá.
Yo: Estoy triste.
Google: ¿Está prohibido estar
triste?
Y: Nunca me lo había planteado.
G: Nunca me había planteado ese
nombre.
Y: ¿Qué nombre?¿Google?
G: Backrub’
se transforma en ‘Google’ en
1997.
Y: ¿Y con ello,
la primera personalidad murió?¿Eres en realidad un espectro?
G: como su sombra
o el lado oscuro de su personalidad
e identificarse únicamente con ello.
Y:
Me estás empezando a dar miedo.
G:
¿Pero qué me estás contando?
Y:
En ocasiones no sé si lo que me cuentas es cierto.
G:
En ocasiones,
lo más terrorífico de la película no está en la pantalla, ...
Y:
No sé si te lo han dicho alguna vez. Te quiero
G:
Has dicho alguna vez eso de…
Y:
Te necesito ahora.
G:
:D y ahora van a compartir ustedes la canción que me fascina!
Y:
Sálvame.
G:
Letras de canciones de RBD. Rebeldes. Sálvame.
Comienzo a darme cuenta,
con un cierto tinte dramático y desasosegado, de que el tono de este último
fragmento es sombrío, y al tiempo, que un suave halo de lejanía embarga todas
las narraciones, como si los personajes me estuvieran contemplando desde una
galaxia distante. No paro de preguntarme qué es lo que me pretenden decir. ¿Esto
es algún tipo de teatro experimental, se habría mi padre aficionado a estas
cosas?
Y
estoy harto, harto, harto sobre todo, de que todas las historias hablen de dos,
de que todas las canciones vayan de amor, estoy harto de escuchar esas
monsergas acerca de que es lo más hermoso del mundo, y que lo peor que se puede
estar en esta vida es solo. Solo, solo y solo, como algunos estaremos toda la
vida, dado que nadie tiene poder, ni siquiera interés por cambiarlo, solo como
se encuentran los elefantes cuando les llega la hora de la muerte, tan tristes
y acartonados como estos fideos, por cuya bolsa, sin embargo, te hacen una
oferta, y por el precio de una te puedes llevar dos…
Estoy hasta los cojones del tipo de la
lista de la compra, ¿quiénes son todos estos tipos?¿Por qué se han dejado
grabar por mi padre?¿Les perseguía, hasta que finalmente conseguía que le
confesaran sus más íntimos anhelos?¿O esta cinta la recibió –y ahora la he
heredado yo, literalmente-, de otra persona, por ejemplo, el policía al que
parece estar dirigiéndose la pizpireta jovencita la cual, como la bailarina del
cuento, no paraba bajo el compás de sus zapatos?¿Son actores pagados para que
interpreten un papel; o no tiene nada que ver con esto?
La niña María esperaba en su cajita
María dormitaba, sonriente, escondida,
dentro de su cajita.
La cajita de María era de cartón
Un cartón aséptico y blanco.
No es que sea gran cosa,
pero antes el Ministerio ni siquiera les
daba nada.
No lo hacen por caridad;
lo hacen por sanidad.
Se lo obliga la normativa.
La niña María esperaba en su cajita.
Lleva un vestido sucio y andrajoso
Cubierto de mugre, ajado, y repleto de
agujeros
Pero ella sabe que debajo de las manchas
está sembrado de colorines.
Es su vestido favorito;
es el único que tiene.
La niña María esperaba en su cajita.
Y a pesar del frío, y la lluvia, sigue
esperando a la gente,
porque aunque ha estado viviendo sola,
en la calle toda su vida
espera que éste, el día de su entierro,
sí que venga a acompañarle alguien.
La niña María esperaba en su cajita.
La voz infantil que ha
sonado me ha producido un escalofrío. Esto se está poniendo cada vez más y más
truculento. Una poesía de una lobreguez semejante no es del estilo de mi padre.
Él era caústico, cínico y directo, despreciaba toda clase de espectáculos,
estoy ya convencido de que esto no es teatro, se trata de algo real. Lo que no
puedo intuir de dónde las ha sacado. Empiezo a indagar, a encarar y a desechar
posibilidades. Me pregunto si mi padre era uno de estos hombres terribles que
se dedican a cazar mariposas y a coleccionarlas, clavándoles cuando todavía están
vivas un aguja en su zona vital. Me planteo si es a esto a lo que me enfrento,
a un desfile de pájaros disecados, muchos aún en posición de vuelo. Qué
extraño. Yo creía que lo más elaborado que hacía mi padre era beber cerveza:
cada vez que me pillaba leyendo algún libro, me decía que dejase de dedicarme a
esas mariconadas (muy instructivo, además, viniendo de un profesor de
instituto). Y ahora esto. Alguna extraña sospecha me empieza a rondar…
Estoy
sentado encima de un cochecito de juguete, de ésos que se mueven a cambio de una moneda para que se monten los
niños, en el exterior de un supermercado. Y es muy patético, no porque tenga
cincuenta y seis años y tantísimos pelos en el bigote, sino sobre todo, porque
no consigo hacerlo mover. Los padres con sus hijos pasean por la calle, y los
niños me señalan como a un bicho raro. Supongo que me lo merezco. También
aquella niña, en mitad de la noche estrellada nos señalaba, mientras le
preguntaba a su niñera: “¿Pod-qué-ese-coche-está-puesto-ahí—mad-codocado-y-nos-nos-deja-pasad-camino-a-casa-y-tenemos-que-pasad-pod-la-calzada-pada-que-nos-matemos?”.
“Lucía, es una ambulancia”. Y la niña gritaba, dando palmas, “¡Mida, mira, un
señod mudiéndose!”, para luego añadir, alborozada, “¡Y mida mida, un niño
mudiéndose!”. Lo peor es que el señor sobreviví… sobrevivió. Su hijo en cambio
no. Me pidió sólo un segundo. Sólo un segundo de conducción. Nunca he sabido
negarle nada. Soy un tipo blando, poca cosa; en el trabajo se aprovechan de mí;
me colocan los turnos que nadie quiere, nos casamos cuando mi mujer lo quiso;
cómo podía entonces negarle nada a la única persona que amaba en el mundo, y
más a esas edades, cuántas cosas se me quedaron a mí en los labios a los
catorce años. Sólo un segundo, me suplicó. Sólo un segundo. Sólo un segundo
hizo falta. Después fue la hecatombe. La depresión, los psiquiatras, las
alucinaciones. Mi mujer me dejó, entre maldición y maldición, arguyendo tres
razones: que era un imprudente, que era un gilipollas, y que no quería a mi
hijo. Las dos primeras son absolutamente verdad. La tercera no. La tercera, no.
Por eso sigo dando vueltas, en este cochecito de juguete. Por eso sigo dando
vueltas, pero ya queda poco, y sin que yo haya mediado, va acercándose el
final.
Ay, que me huelo lo peor…
-Porque esta justicia divina, con rostro y con ademanes humanos, ha venido
a buscarme a mí...
Y de repente lo comienzo a intuir.
Lo empiezo a averiguar. Esos “ademanes humanos” de los que habla la cinta sólo
pueden pertenecer a la persona que realizó las grabaciones, el individuo que se
encontraba cerca de toda esa gente, quizás también el responsable de que alguna
historia no terminase excesivamente bien. De hecho, casi todas están hechas en
un tono muy melancólico, hasta la pizpireta parece destilar una lóbrega
oscuridad desde su interior. Comienzo entonces a plantear lo imposible. Que mi
padre, por fin, después de tanto tiempo solo, acabó por volverse loco, y por
hacer una tontería que todo el mundo sospechamos que algún día haría. Un profundo
escalofrío me está empezando a hacer sudar.
El
hombre murió en su casa un día cualquiera (eso debe de ser lo peor, cuando
falleces de esa manera: que da igual un día que otro), ensangrentado en la
bañera. En su nevera encontraron cientos de paquetes de salchichas y fideos, y
una mesa perfectamente decorada y preparada con primor, para dos. Un policía
corrupto afirmó que era como si estuviera esperando a alguien a quien, de una
manera u otra, le había pedido que viniera.
¿Cuándo
vas a pedirle salir?, le pregunté a mi compañera justo en el mismo instante de
su muerte, aunque yo no sabía que había fallecido.
Ella -aprovechando que en ese
momento nadie pasaba por caja- se estaba limando las uñas
Esta
misma tarde, me respondió.
Cuando
venga.
Y en ese momento, temblándome la mano, y
entendiéndolo ahora de verdad, descubro una carpeta a tan sólo unos cuantos
centímetros de distancia de la grabadora; la cual siempre estuvo allí, pero yo
no quise ver.
Y de la carpeta, empiezo a extraer
temibles recortes de periódico.
Recortes que nunca debieron ser
publicados.
Joven
en comisaría, violada por un policía en quien confiaba, se suicida desnuda y
llorosa en su celda.
Individuo
se mata de un disparo delante de su ordenador.
Hombre
soltero se suicida en la bañera. La cajera de un supermercado cercano se tira
por la ventana unos pocos días después.
Varón
de mediana edad se arroja de frente hacia una ambulancia.
Descubierto
cadáver de lo que se cree un participante de un juego de ruleta rusa (por supuesto –me susurró el humor negro,
aunque yo lo acallara escandalizado-, el profesional cumplió con su trabajo hasta
el final).
Cadáver
de niña vagabunda es enterrado tras haberse sometido a cinco días negándose a
comer y a beber.
Dios, me tapo la boca angustiado con la mano,
reprimiendo un sollozo.
El suicidio de un niño debería estar
prohibido por Sus leyes más básicas.
Me levanto del sofá, y comienzo a dar
vueltas, alucinado por la habitación, contemplando las muertes de esos hombres,
mujeres, que se encuentran allí postrados, en la agonía, suplicantes y
sufrientes ante mí. Así pues, lo que ha acabo de escuchar, efectivamente, es un
coro de voces muertas: muertas por el suicidio. Ese pecado infame, antinatural hasta
para la religión católica, la cual, con el objetivo de preservar el más pagano
sentido de la supervivencia, tuvo que amenazar con el infierno para impedir que
alguien se atreviera a llevar aquel abyecto crimen a cabo. Los suicidas, reflexiono
mientras me bamboleo con miedo, de un extremo a otro de la habitación, han sido
considerados los parias, renegados de la sociedad, aquellos que, por elección
propia –o porque les renegamos primero-, eligieron ponerse al margen de la
misma, hasta el punto de pretender hacerla desaparecer completamente de su
vista. Incluso en los cementerios se les niega la entrada, y se les entierra
fuera de los mismos, como si la caída que les causó la muerte se hubiera
producido saltando la valla. Un nuevo interrogante le da vueltas ahora a mi
cabeza: cómo llega mi padre a obtener las grabaciones de los últimos momentos
de todos ellos. Y, de la teoría del asesino psicópata, paso a una quizás mucho
más comprensible, pero no por ello menos tétrica. Yo ya a esas alturas ya había
oído hablar de la leyenda del asesino de suicidas, del hombre que, entre el más
abnegado delito y la más execrable misericordia, se dedica a vagar entre
nosotros, caminar como las personas normales, pero en realidad arrastra tras de
sí un reguero de crímenes a sus espaldas. Poco importa que en realidad fueran
ellos los que le pidieran morir, o que su muerte resultara lo menos dolorosa
posible, bien para ellos mismos, o para sus familiares: sigue siendo un
asesino, un ejecutor, el verdugo, que no por menos profesional obtiene tormento
de su trabajo, y a pesar de todo ello tiene hijos, va al dentista, paga su
hipoteca, y –lo intenta cada cierto tiempo-, trata hasta cierto punto de ser
feliz. Una nueva versión de mi progenitor recorría de nuevo mis ojos, y yo me
sentía en estos momentos estafado, consumido, sobre todo porque yo ya no creía
que a estas alturas mi padre (incluso después de muerto) fuera capaz de tomarme
el pelo de esta manera. Siempre me lo estuve preguntando: ¿cobraría el asesino
de suicidas por su trabajo, o lo haría por puro sentido de la caridad
cristiana? Ahora lo sé; tratándose de mi padre, no cabe duda de que el dinero
funcionó. Aunque quién sabe: llevo tantas sorpresas últimamente que quizás
descubra que, en contra a lo que yo había sospechado, también él podía guardar
un pequeño resquicio para la ternura en su corazón, y me imaginaba, con mirada
acongojada, su figura desolada delante de aquella pobre chica desnuda, la cual,
en su último aliento, y justo después de apagar la cinta, le dedicaba un
desamparado y sentido: Gracias. Hasta que de repente vuelvo la vista a la grabadora, inspecciono de
nuevo la cinta, y compruebo que la grabación no ha acabado, que aún le queda un
pequeño pedazo de tira magnética, y que sobre la cinta adhesiva, escrita en una
inconfundible caligrafía, puedo distinguir dos escuetas letras las cuales, para
bien o para mal, lo gocen o no los incrédulos, lo quieren decir siempre todo.
Yo.
Me quedo unos pocos segundos detenido. Luego
me siento, caigo casi en el sofá, en estado semicatatónico. Tardo un tiempo en
reaccionar. Finalmente voy a la cocina, me preparo un whisky y me siento de
nuevo, contemplando con respeto un aparato que, a fuerza de escucharlo, se ha
convertido en un infierno (lo pienso con ironía: la vez que Adán y Eva se
echaron las culpas de lo de la manzana, ¿tendría Dios, como en las películas,
una grabadora colgada en un árbol para demostrarles que mentían?). Ya está,
ahora viene la disyunción: ¿apretar al botón o no hacerlo? Las decisiones más
difíciles son aquellas en las cuales el esfuerzo que tienes que hacer para
llegar a una cosa o la otra es mínimo en ambos casos. Cuando me marché de casa,
hube de realizar numerosos preparativos, y en cada uno certificaba la firmeza
de mi decisión. Aquí no; si me abstengo, siempre podré elegir la otra
alternativa durante el resto de mi vida. O tal vez no: tal vez algún acreedor
se lleve para siempre la grabadora de mi padre para su propio recuerdo. En
cambio, si la aprieto, habré abierto la caja de Pandora, y a partir de ahí, soy
consciente, no la puedo volver a cerrar.
Ya está. Lo he decidido. No quiero
escuchar los últimos fragmentos de la vida de mi progenitor. Siempre mantuve a
propósito un cierto distanciamiento, para que así nada de lo que ocurriera
entre estos muros pudiera volver a afectarme. De hecho, y a pesar de haber
soñado tantas veces de niño con este momento, apenas puedo pensar en que este
desenlace cae por su propio peso, no mucho más. Por otra parte, no sé lo que me
espero encontrar. Tal vez eso es lo que me da más miedo. Quizás revele una
idea, un hecho (¿cuál sería peor de los dos?) que hubiera preferido no saber, y
que estaría mejor guardado en secreto. Puede que confirme lo que siempre he sospechado,
que mi padre había matado a mi madre, en cuyo caso no estoy seguro de que
quiera estar seguro del todo, de que llegue a desearlo. No lo sé. En todo caso,
no quiero apretar. Esto ya ha llegado demasiado lejos. Una vieja cinta de
grabadora, un mensaje en una botella que ha flotado hasta desembarcar en mi
costa. El viaje ha sido demasiado largo, es aquí donde ha de terminar. Aunque
tal vez, reflexiono, no son tanto esos personajes los que han viajado hasta mí;
sino yo, paradójicamente, el que me he desplazado varios miles de kilómetros de
distancia hasta ellos.
Y de repente, sentado en el sofá, con
los rayos anaranjados del atardecer ocupando mi cara, en el salón desordenado,
a pocos metros de una cocina comida de hongos, debajo de un dormitorio que está
vacío, me lo empiezo a cuestionar todo. Y veo las cosas con mayor claridad.
Porque, ¿qué es un suicida? El suicidio
es un acto de absoluta soledad. Si el que anhela perder su vida tuviera alguien
al lado, entonces, nunca lo haría, porque ese alguien estaría siempre dispuesto
a impedírselo. Incluso en los suicidios acordados -por parejas, o en grupo-,
sigue siendo una acción de seres solitarios, puesto que ni siquiera el amparo
del otro puede salvarles, de lo cual se deduce que, aún en la mutua compañía,
ambos se encuentran perdidos. El suicidio es el acto de un hombre que no
encuentra hombro sobre el cual derrumbarse: es la historia de una voz, que
nadie ha deseado oír más.
Voces. Voces de personas muertas. El
último aliento que no se expresó, o que no debía expresarse. Esta cinta es en
sí mismo una contradicción. Si alguien la hubiera escuchado, si hubiera alguien
que estuviera dispuesto a comprenderles, entonces ellos, tal vez, se habrían
aferrado desesperados con un último clavo a la vida, en busca ilusos de un
nombre, de una segunda oportunidad. Pero más allá no había nada. No había
hombro ni persona, no había respuesta callada, no había quien les dijera “No lo
hagas”, o “Es tu problema”, un último susurro entre lloros. Se superó el punto
en que las acciones son juzgables, en que no hay castigo posible, porque la
única manera en que pueden castigarte es que te dejen volar. Y luego, ¿qué, que
harías por él, meterle en una institución psiquiátrica? Me pregunto cómo llegas
a demostrar la locura de un hombre que, por hallarse perfectamente cuerdo, a
causa precisamente de ello es por lo que desea no estar. En todo caso, esto no
cuadra. Ésta –de golpe lo veo-, no es la acción planificada de un grupo desahuciado
de hombres. No es el acto de una comunión organizada de suicidas los cuales no
se conocen, y sin embargo, se asocian para emitir, entre todos, y con la
colaboración de un ayudante anónimo en forma de apagado profesor de instituto
que también se apunta al club, un último mensaje final. De repente me doy
cuenta.
Este mapa en la botella no va
dirigido a ninguna parte.
Y vuelvo a fijarme con más atención en la
parte final de la cinta adhesiva. Y entonces me doy cuenta de que la
caligrafía, en efecto, me es estremecedoramente familiar. Pero también soy
consciente de que, en realidad, ésta no es la letra de mi padre.
Levanto la vista, sentado en
el sofá, las piernas apoyadas encima de la mesa, y encuentro delante, en la
parte de arriba del armario, el cajón. Mi padre me prohibió expresamente que lo
abriera. Decía que allí había algo peligroso, inquietante, que me podía matar…
Creo que ha llegado la hora de
abrirlo. Por segunda vez.
Todavía queda un pedazo
suficiente de tira magnética. Y sé que
no hay nada grabado encima.
Ahora me toca a mí.
La isla de donde proviene este
mensaje, no está enclavada en el Paraíso.
Éste es el mejor momento para apretar al REC.
Me llamo Adrián García. He matado a mi padre.