Continúa desde aquí.
*
Fue
tan sólo un instante, apenas un segundo. Cuando volví a sentir la materia entre
mis dedos, ya nos encontrábamos allí.
En
la cámara del tesoro.
A
un lado, el Ojo Dorado. Al otro, la esmeralda del Dragón.
Los
gerifaltes ingleses se habían tomado a mal que, cinco años antes, el Ojo Dorado
fuera devuelto al Museo Egipcio, desafiando el poderío del Imperio Británico.
Hasta entonces, no habían hecho nada ante el golpe recibido, pero la llegada de
un nuevo ministro del Interior, empeñado en salvaguardar el honor inglés, había
motivado la devolución de la joya por parte del gobierno egipcio al del Reino
Unido. Los ingleses sospechaban que el ladrón trataría de volver a robar de
nuevo la joya, pero no podían estar seguros de cuándo, ni de si esta vez se
recibiría una de las famosas notitas por adelantado. El lugar más adecuado para
sustraerla sería en una de las escalas del viaje del diamante hasta Inglaterra,
pero quién sabe cuál. Por ello, los británicos habían dispuesto un cebo que,
sin duda, atraería a cualquier ladrón, más aún al que nos interesa: en el más
celosamente guardado sótano de la embajada británica en Roma, habían colocado
el Ojo Dorado a tan sólo unos metros de la esmeralda del Dragón, la única joya
equiparable en valor a la primera, procedente de una remota región de China.
Era un blanco demasiado perfecto como para que el ladrón se resistiese. Y, por
ello, la trampa ideal.
-¿Qué
pensaban?¿Qué iba a venir? Pues en efecto: aquí estoy.
Miré
en derredor. No lo podía creer. Estaba dentro. Dentro del libro.
-¿Cómo
hemos entrado tan fácilmente?
-No
dejes que el cambio de lugar te confunda. Recuerda tan sólo la historia. No es
tan difícil.
Rememoré.
En efecto, entrar era fácil para cualquiera. Las tenaces arañitas británicas
nos dejaban penetrar en la fortaleza, un gigantesco palacio digno de
proclamarse una de las maravillas modernas, a cambio de poder tejer su gruesa
red alrededor de nuestra huida. La entrada era sencilla. El problema era salir.
-Harrington
estará esperándonos afuera.
-Así
es. El pasadizo por el que entré es ya impracticable, gracias a la previsión
inglesa.
Me
giré hacia donde debía de hallarse el corredor. En efecto, se había sellado por
completo.
-Pero
no actuarán todavía.
-No
-respondió ella; me fijé en que ahora ya no vestía su traje negro de estilo
moderno, sino una especie de prenda de igual color, similar a la que visten los
espadachines profesionales. Mucho más acorde con la época y el estilo de la
novela que la vestimenta que llevaba puesta cuando yo la contemplé por primera
vez, en el siglo XXI. Sobre su cara, una máscara veneciana que ocultaba todo su
rostro-. Lo que quieren es que me ponga a robar ambas joyas y que, en el
momento en que esté a punto de atrapar cualquiera de ellas, justo la más complicada,
se lancen a por mí antes de que pueda reaccionar. Esa es la idea. Y ahí es
donde intervienes tú.
Asentí.
Me
había explicado previamente el plan. Yo no lo recordaba, pero sabía que lo
había hecho.
Delante
de nosotros, se extendía un breve suelo de piedra y, más adelante, el vacío.
Sobre dicho vacío, y suspendidos por sendos gruesos cables metálicos, se hallaban
dos soportes, completamente independientes, en donde refulgían, por separado,
la esmeralda del Dragón y el Ojo Dorado. La única forma de llegar hasta aquel
soporte (que tan sólo permitía asirse, ni mucho menos colocarse cómodamente)
era saltar varios metros, con un tenebroso vacío debajo, que cobijaba la muerte
para quien lo intentase. Pero era en ese momento en el que invadíamos el
terreno de la astucia.
El
ladrón –aún no conocía su nombre- sacó de la bolsa de viaje que llevaba consigo
un par de artefactos, similares a ballestas medievales. En este caso, con una
ligera diferencia: al accionarlas, surgían dos flechas, cada una en direcciones
opuestas, cada una de ellas portando un extremo de una gruesa cuerda. Un par de
disparos bastaba para formar una tenue red de araña de múltiples hilos en el
vacío, con los puntos donde cada cuerda convergía justo debajo de los soportes
donde se hallaban ambas gemas. Gracias a este sistema, podíamos desplazarnos,
como equilibristas, por encima del vacío y, si no caíamos irremediablemente a
éste, alcanzar nuestro objetivo.
Costó
Dios y ayuda. Ella se movía delicada y graciosamente por encima de la red, como
si se tratara de una bailarina de danza clásica, acostumbrada a hacer esto todos
los días. Yo sin embargo estaba -no sé por qué- algo menos ducho en estas
habilidades, y, por un par de instantes, asomé parte de mi vida a la inmensa
sima que se abría bajo mis pies. Sin embargo, conseguí llegar a mi objetivo… y
alcanzar, de puntillas, sobre un par de (a mí me lo parecían) finísimas cuerdas,
la joya tal vez más valiosa de todo el planeta: el Ojo Dorado.
Pero
cuando ambos acabábamos de alcanzar nuestro objetivo, entraron en la estancia
los ingleses.
Los
soldados, cargados sus fusiles, se presentaron ante nosotros con una especie de
arrogancia y de temor reverencial al mismo tiempo. Se reflejaba la perplejidad
en su rostro. No pensaban que su enemigo fueran a ser dos.
Al
frente, estaba Harrington, que no vestía como un soldado, pues no era tal. El
detective de Scotland Yard vestía la clásica gabardina hasta los tobillos, y un
sombrero calado. Empuñaba un revólver.
Él
tampoco sabía muy bien a quién de los dos hombres que se encontraban allí debía
dirigirse. Pero, fuera quien fuera a quien lo hiciese, dejó las cosas claras.
-¡Estáis
rodeados!¡No podéis salir vivos de aquí!¡Rendíos!
La que respondió fue mi compañera.
-Buenas
noches, comisario Harrington… ¿Ha tenido usted una buena noche? No quisiéramos
haberle hecho esperar.
Harrington
se sintió confuso al darse cuenta de que la que le hablaba era una mujer: los
soldados se contemplaron entre sí con clarificadoras miradas. El comisario
apuntaba alternativamente al uno y al otro con su revólver.
-Depongan
las ballestas, o serán atravesados por una nube de balas.
-Para
entonces, alguna de las flechas habrá salido disparada hacia el corazón de
alguno de estos soldados… tal vez hacia el suyo, comisario.
-Los
soldados, y yo mismo, estamos dispuestos a ese sacrificio. Suelten las armas.
-Tampoco
debe olvidársele, señor Harrington, que tenemos en nuestras manos dos
importantes joyas.
-¿Me
cree tan estúpido como para dejarlas encima de un precipicio, y esperar hasta
que ustedes lleguen hasta ellas? Esas piedras son falsas. El Ojo Dorado nunca
ha salido de El Cairo.
-Eso
ya me lo preveía: por eso, señor Harrington, tuve la gentileza de, antes de
venir aquí, pasarme por la sala donde sí que tienen guardada la esmeralda del
Dragón… el dormitorio del embajador, no faltaría más. Por cierto, que ese hombre
debería preguntarse dónde se encuentra su mujer a estas horas. Pero en fin, ése
no es asunto de mi incumbencia.
Harrington
saltó con furia:
-¡Es
un farol!-pero el temblor de su voz denotó el miedo en sus palabras.
-Puede
que lo sea, y puede que no, comisario… Pero usted no lo sabe, al menos todavía,
y, si nos dispara, corre usted peligro de que alguno de nosotros dos (quién
sabe cuál, porque hemos tenido oportunidad de intercambiárnoslas) destruya la
piedra… A mí no me importa, señor comisario, una joya más o menos, ya tengo
muchas: pero supongo que la Reina no soportará que, una vez más, una de las
piezas privadas de su colección se las haya arrebatado la misma persona. ¿No es
así, Harrington?
Éste
asió con menor fuerza la pistola. Comenzaba a encontrarse en una difícil
encrucijada.
-¿Qué
es lo que quieren?
-Que
nos deje salir, señor comisario.
-Antes
la muerte.
-Pues
destruiremos la piedra.
-Si
huyen, no habrá piedra ninguna.
-Siempre
cabe la posibilidad de que la cedamos en el último minuto, como gesto de buena
voluntad.
-De
ustedes no me creo nada.
-Pues
habrá de hacerlo… o quedarse sin esmeralda. Usted decide.
Harrinton
dio un paso atrás.
Le
teníamos entre la espada y la pared.
-No
pueden salir de aquí. La embajada está rodeada.
-Nos
conformamos con una cierta ventaja.
-Las
balas no tendrán piedad.
-Le
dejaremos la joya en la puerta… si llegamos. Si no, ya pueden irse despidiendo.
Y, créame, no será fácil alcanzar a ambos a la vez. Y, quien sabe, tal vez sea
el otro el que tenga la joya. O puede que ésta se fracture con la caída del
cadáver. No lo sé, señor Harrington…
Saltó
hacia el suelo de piedra, apuntando a Harrington con la ballesta.
-Tendrá
usted que averiguarlo…
Harrington
no se movió. Durante unos instantes que se me antojaron milenios, lo soldados
no movieron un músculo, el dedo en el gatillo. El ladrón del Ojo Dorado me hizo
un gesto, y, lentamente, atenazados los miembros, fui desplazándome a través de
la gruesa maroma, sintiéndome, al observar los ojos de los soldados, como un
pequeño pececillo paseando silenciosamente entre una manada de dormidos
tiburones, con las fauces abiertas, a punto de cerrarse sobre mí… El ladrón me
hizo un último aspaviento para que aligerase.
Una
vez el pie en tierra, salimos ambos corriendo.
Al
principio pareció fácil. Conocíamos la disposición de los pasadizos: ella,
porque había obtenidos los planos. Yo, porque había convivido con esa fortaleza
cuatrocientas páginas. Corríamos a través de los oscuros corredores de piedra,
iluminados por llameantes antorchas, murallas de roca y miedo que se extendían
hasta tal vez el cielo… Sentíamos retumbar los pasos de los soldados detrás de
nosotros, a la caza del hombre, fusiles listos para disparar, bayonetas que
deseaban ser empleadas como puñales… Se trataba de correr… no de hacerse preguntas.
Mientras
tanto, yo guardaba la esmeralda del Dragón, la apretaba por debajo de mi
camisa, sintiendo el frío tacto del colgante de hierro que la sostenía. Allí se
hallaba un objeto que valía más que mi vida… y los británicos estaban
dispuestos a demostrarlo.
Izquierda,
izquierda, derecha, otra vez izquierda. El largo laberinto de túneles y
galerías se extendía ante nosotros, como si no fuera a terminar jamás, como si
de un momento a otro fuera a salir el Minotauro de uno de los sombríos recodos…
Recordé las bizarras pesadillas de Lovecraft, las tortuosas cuevas de
Montecristo, el atrayente perfume de la Dama de Negro… Llevábamos ya muchos
kilómetros haciendo los cien metros lisos. El corazón simulaba salir de mi
cuerpo. Mis piernas estaban a punto de fallar…
Un
giro, otro, otro más. La vida, la muerte, la caída, el infierno, toda mi vida
pasó ante mis ojos en un instante, a pesar de que era lo peor que podía hacer,
a pesar de que corría el riesgo precipitar lo inevitable… y ocurrió.
El
ladrón no estaba. Yo había tomado el giro equivocado, yo me había dirigido -los
ojos borrosos, el camino oscuro, los ruidos de los pasos, confusos junto al de
los soldados- hacia otra dirección.
Estaba
solo.
Estaba
perdido.
Escuché
la llamada del ladrón, indicándome por dónde seguir… pero yo no distinguía la
procedencia de sus gritos. No podía correr ni para un lado ni para otro, porque
ambas direcciones suponían, tal vez, entregarme plácidamente ante los soldados
británicos. Imposibilitado para hacer nada, escuchaba el sonido de improbables
murciélagos retorciéndose, emparedados, entre los muros de la fortaleza.
-¡Por
aquí!-gritaba el ladrón-. ¡Por aquí!¡Sigue mi voz!
Pero
ya era tarde. Harrington apareció al frente. Los soldados me rodearon. Varios
se lanzaron tras de mí, y me arrebataron la gema que colgaba de mi cuello.
-¡No!-gritaba
el ladrón desde algún punto de la lejanía, pero yo sabía que me estaba
contemplando-. ¡Esto no termina así!
Harrinton
me encañonó con su revólver.
-¡Ésta
es tu historia!-me gritaba la mujer-. ¡Ésta es tu historia!
Me
gritaba. La bala se dirigió hacia mí para un último beso.
Y
de repente lo comprendí.
No era éste el
final de mi historia.
CONTINUARÁ...