Un reloj
De pequeño, mis padres estaban obsesionados
con comprarme un reloj. Me regalaron tres o cuatro a lo largo de la vida. Que
si debía llevar un reloj. Que si ya era lo suficientemente mayor para llevar un
reloj (eso seguramente me lo dijeron un par de veces, con varios años de
diferencia). En función de eso probamos varios modelos, los más afortunados de
los cuales acabaron olvidados en un cajón (sustituidos por otros que “me
resultan más ligeros para la muñeca” o “aguantan el agua, de esa manera no me
los quito en la ducha”), aunque alguno acabó con la esfera reventada por culpa
del impacto de un balón durante partido de fútbol. Por suerte –y contrastando
con otras situaciones similares de mi vida- mis padres se avinieron a que al
menos el reloj no fuera de esos que dan miedo sólo tocarlos debido al precio
que han costado, ya que supusieron (con muy buen criterio, en mi opinión) que
un hijo con tanta tendencia a perder y romper cosas no era el más adecuado para
llevar esa clase de alhajas. La mayor parte de los artefactos, en todo caso,
acabaron abandonados en el encima una mesita o al lado de donde me desvestía
para meterme en la ducha. Debo de llevar casi dos décadas sin ponerme un reloj,
porque en su lugar he usado el móvil, el reloj del PC, un temporizador en forma
de huevo para las recetas de cocina, cualquiera de los cientos de relojes,
carrillones o campanarios (en interiores o en exteriores) que los ayuntamientos
o los dueños de las casas nos ponen a mano o, incluso, los “timer” tan
conocidos en el mundillo de la investigación. A veces me pregunto por la
obsesión de mis padres de que llevara reloj. Me figuro que, en su tiempo, era
un instrumento con una utilidad lógica, aunque también me acuerdo de un señor
que encontré en Santorini que decía que poseer un reloj, en su trabajo,
resultaba imprescindible, ya que era la manera por la que se juzgaba su status y, por tanto, sus cualidades como
vendedor. En definitiva, para este hombre constituía uno más de esos símbolos
de opulencia tan propios de todas las culturas, los cuales causan tanta ilusión
a los antropólogos (quizá porque ponen a los occidentales al mismo nivel que
los bosquimanos) y que, la verdad, siempre me han parecido el ejemplo más
representativo de la imbecilidad de nuestra especie. Yo me preguntaba qué
fracción del sueldo tenía aquel individuo que dilapidar en aquel reloj y otros
caprichos semejantes, motivados por la opinión de gente que no le importaba lo
más mínimo, y si el dinero y el esfuerzo en obtenerlo se compensaba por el
sueldo adicional que ganaba debido a que el resto del mundo era también igual
de idiota y superficial. Creo que es ese aspecto concreto (el de la pura
apariencia, lo que hoy en día llamamos postureo) el que, para muchas personas,
convierte la adquisición de un reloj en una cuestión fundamental. Tengo un
amigo que atesora –mejor dicho, acarrea– un reloj de los caros porque en su día
se lo compraron sus padres. Tuvo un fallo mecánico hace diez años y, desde
entonces, lo guarda en un cajón. Llegó un día en que, por circunstancias del
destino, iba a pasar cerca de una tienda donde podían arreglárselo. Casi
forzado por las circunstancias, lo sacó de su cómodo destierro. Le cobraban cien
euros por reparar aquel reloj el cual, entre otras cosas, había dejado de
ponérselo por miedo a estropear algo tan caro. Yo le pregunté si merecía la
pena el coste, si no se lo iba a poner, y él me respondió, esperanzado: “Ya me
lo pondré, ya”. A veces creo que ese tipo de relojes son la mejor metáfora
sobre el legado que recibimos de nuestros padres (incluyendo los retos
heredados, como el del cambio climático): algo carísimo, sin utilidad alguna,
que nos resulta hasta perjudicial y cuyos problemas inherentes estamos
obligados a solventar, entre otras cosas porque somos incapaces de renunciar a la
herencia. Tenía razón Cortázar cuando decía que, cuando te regalan un reloj, tú
eres el regalado. Sólo que no mencionaba que la maldición venía inscrita con el
número de serie.