lunes, 23 de septiembre de 2013

La historia real de septiembre: Una nueva visión de los infiernos

Normalmente, cuando me pongo a escribir estos posts acerca de acontecimientos reales, tengo en cuenta una serie de reglas. Procuro exponer sucesos no excesivamente conocidos, y de los que sólo os podáis enterar a través de vías no demasiado expuestas (por tanto, no suelen valerme aquellas historias publicadas por Internet, a no ser que pueda expresarlas en una combinación o manera que no pudierais hallar en ninguna web individual), procurando tener a mano varias fuentes de información para contrastar. En este caso, sin embargo, y debido a la falta de información disponible acerca de este tema, mis fuentes se limitan prácticamente a un único libro. Sin embargo, por un lado, la dificultad de adquirirlo (se trata de la transcripción de una serie de conferencias que impartió Jorge Luis Borges  en la Universidad de Belgrano entre 1978 y 1979, en las que trató otros temas tan sugerentes y propios del escritor argentino como El libro, La inmortalidad, El cuento polical o El tiempo), y, por otro, el hecho de que las referencias de Borges son los cuasi desconocidos textos del propio protagonista de nuestro relato, Emanuel Swedenborg, aparte de los comentarios de autores anglosajones cuyos manuscritos concretos son asimismo difíciles de localizar en nuestro entorno (Ralph Waldo Emerson es la principal referencia del escritor; Henry James, Hellen Keller o Coleridge también opinaron sobre las teorías de Swedenborg), creo relevante exponer a la luz su extraordinario caso a pesar de contar con tan pocos puntos de apoyo. No obstante, guardo la esperanza de que algunos comentarios y relaciones que aquí establezco le darán valor suficiente a este artículo, aunque os recomiendo que, si podéis, os vayáis al texto primigenio de Borges (que yo encontré, publicado por Alianza Editorial bajo el título de "Borges oral", en una Feria del libro antiguo en Madrid), o incluso, si es posible -como recomendaba siempre el escritor argentino y experto en literatura anglosajona-, a los textos originales.

Borges comienza diciendo: "Voltaire dijo que el hombre más extraordinario que registra la historia fue Carlos XII. Yo diría: quizá el hombre más extraordinario -si es que admitimos esos superlativos- fue el más misterioso de los súbditos de Carlos XII, Emanuel Swedenborg". Borges también tiene su opinión particular sobre los acontecimientos acaecidos en los países nórdicos. Afirma que una suerte de destino trágico lleva a que algunas de las hazañas más preclaras de la humanidad sean llevadas a cabo por habitantes de los países escandinavos y, sin embargo, éstas pasen desapercibidas para las páginas de la Historia. Los vikingos descubren América, y no pasa nada; los islandeses crean el género de la novela, y nadie se da cuenta; Carlos XII realiza hazañas dignas de un Napoleón, y se le ningunea, etc, viene a expresar el escritor ya ciego en el momento en que pronuncia estas palabras. Sólo así se explica, según él, la ignorancia acerca de las teorías de este hombre, uno de los teólogos más originales de la historia, y quizás, en mucho sentidos, el más esperanzador. Pero quizás esto lo veamos conforme diseccionemos su propia biografía.


Una de las cuestiones que más se encarga de destacar Borges acerca de la vida de Swedenborg es la variedad de disciplinas a las que este sabio de la Edad Moderna dedicó su atención: astronomía, cristalografía, biología, geología, química, ingeniería... Sus estudios se aproximan a los futuros inventos del submarino o el avión, viaja por toda Europa (especialmente larga su estancia en Londres, donde falleció) manteniendo relación con investigadores tan preclaros como Newton, y toca temas tan apasionantes y punteros en su tiempo como las glándulas endocrinas, la psicomotricidad, o la circulación sanguínea. El conferenciante se encarga sobre todo de subrayar el carácter eminentemente práctico de sus investigaciones: tanto, que una vez le ofrecieron una cátedra y la rechazó, porque su pensamiento se dedicaría entonces a la pura especulación teórica, y él quería concentrarse de manera exclusiva en la investigación de descubrimientos que pudieran ser aplicados. Esto es muy importante para luego entender el contraste con que, a los 56 años, tenga una visión y lo abandone todo para exponer un nuevo sistema religioso. ¿Por qué un hombre tan pegado a la ciencia y a la evidencia, tan eminentemente pragmático, iba entonces a mezclarse en discusiones metafísicas acerca de cuestiones celestiales?

A Borges también le choca: y viniendo esto de alguien que ha expresado algunas de las más tormentosas y retorcidas dudas religiosas (no he visto mejor versión del decimosegundo apóstol que la que él defiende en Tres versiones de Judas), esto no es decir poco. Un hombre cabal, racional como Swedenborg, se desmarca de toda su biografía anterior confesando que un día cualquiera, un hombre, un mendigo que pasaba junto a su morada en Londres, y por el Swedenborg que manifestó una inmediata empatía, se le acercó y le confesó que era Jesucristo, revelándole una serie de hechos e instándole a compartir su verdad con el mundo. Pero lejos de los místicos tradicionales, que tienden a pasearse desnudos relatando visiones más o menos oníricas sobre lo que han visto, Swedenborg permanece en calma: se toma su tiempo. Analiza, calcula y después de mucha meditación, finalmente expone sus conclusiones en un libro. Y lo más curioso de todo, explica Borges, es que no te lo cuenta (a semejanza de otros supuestos profetas cuyas sorprendentes verdades les han sido reveladas por Dios) como una especie de fenómeno milagroso por el cual la esencia del Creador les invade completamente cuerpo y espíritu hasta dejarles completamente inundados de gracia y consciencia, no: Swodenberg lo describe como un espectador objetivo. Como un explorador del inframundo. Alguien que hubiera visitado esos lugares y hubiera realizado una crónica fiel, cual Livingstone o Marco Polo, de lo que sus ojos han contemplado directamente. Su texto, en definitiva, es una guía de viajes. Lo único excepcional de todo esto es que el país que visita es la inmortalidad.


Y también es sorprendente la visión de Swodenborg en cuanto a su contenido. Porque, de acuerdo a él, el cielo y el infierno no son lugares fuera de nuestras percepciones y a los cuales nos vemos condenados según nuestras actos en vida. Sobre lo primero ya hablaremos, pero en cuanto a lo segundo, lo más impactante es que el cielo y el infierno... se eligen. Lo primero que ocurre cuando morimos -esgrime el autor sueco- es que no pensamos que estamos muertos (a alguno seguramente le sonará esta hipótesis). Luego, poco a poco, nos damos cuenta de que algo es distinto porque empezamos a percibir con mayor nitidez las sensaciones procedentes de nuestros sentidos: los colores son más intensos, los alimentos más sabrosos, más ricos y variados los sonidos. Como indica Borges de boca de algún autor clásico, nada parece probar que la expulsión del Paraíso debiera haber mejorado la capacidad de nuestros órganos de los sentidos sino, más bien al contrario, hacerlos peores. Entonces, el fallecido recibe la visita de una serie de personas que a él le parecen normales; sin embargo, algunos de ellos son seres angélicos, y otros son seres demoníacos. El individuo, después de numerosas conversaciones, tenderá naturalmente a marchar con aquellos que se asemejen más a su propio carácter. Así pues, uno no se vería obligado a dirigirse al cielo o al infierno, sino que se desplazaría hacia allí como una forma natural del sí mismo.


¿Qué es el infierno? Pues el infierno está formado de acuerdo con el tipo de personas que lo pueblan. Los individuos que habitan en él tienden a desconfiar unos de otros, y pretenden hacerse con el poder. Por tanto, el infierno es una escaramuza continua donde no hay un Lucifer o un gran demonio, porque todos pugnan por hacerse por el control. Y lo hacen, porque aquel es el destino que corresponde al tipo de carácter al que pertenecen. Dios, pues, no les condena al infierno para que sufran: los deja permanecer en el infierno, donde pueden hacer lo que les entretiene. Les permite estar allí porque, en realidad, es lo único que les hace felices. ¿Y en qué consiste sin embargo el cielo? Pues es un lugar donde toda la gente que la habita es de natural bondadosa, así que buscan, de manera espontánea, ayudar a otros. Y en eso consiste el cielo, un lugar donde todos colaboran entre ellos, procurando su recíproca felicidad. En ese sentido, me recuerda a uno de los pensamientos que nos leían por las mañanas en mis clases infantiles en un colegio de la orden de La Salle: "el infierno es un lugar donde las cucharas son demasiado largas y la gente sólo las puede agarrar por el extremo, de tal forma que ninguno se las puede apañar para comer; en cambio, el cielo es un lugar donde las cucharas son demasiado largas y la gente sólo las puede agarrar por el extremo, pero la gente se dedica a dar de comer al de enfrente, de tal manera que todos se alimentan". Cada uno se encuentra, pues, donde tiene que estar.


Original también es la forma de vida que debemos llevar, según Swedenborg, para acceder al cielo. En contraposición a la clásica tradición cristiana (y sobre todo católica) donde deben ser la abstención, el ayuno, la consagración a Dios, las virtudes que te llevan a su lado, Swedenborg concibe el cielo como una serie de conversaciones infinitas de gran nivel intelectual entre los ángeles y, por tanto, afirma que la mejor manera de estar preparado para este día es mantener durante toda nuestra existencia un alto nivel de actividad mental y de adquisición de conocimientos para así poder dar la talla en el inframundo. Relata casos concretos, como por ejemplo el de un hombre que se había pasado toda la vida simplemente pensando en Dios y, cuando llegó allá arriba, no tenía nada interesante de qué discutir con sus compañeros. Ante esta situación, las criaturas celestiales, apenadas, decidieron enviar a este pobre desdichado al único lugar en el que podía ser feliz: el desierto, donde podría adorar continuamente a un Dios con el que, sin embargo, era incapaz de conversar.

En ese sentido, describe Borges, la teología de Swedenborg cuadra con la posterior de William Blake, quien seguramente -afirma el escritor- llegó a una conclusión parecida a través de distinto razonamiento: la ascensión al cielo no llegará (como muchas veces parece promover el cristianismo) de hipotecar nuestras vidas a la fe y a los rezos, y eliminar de la misma todo aquello que sea carnal y placentero; sino más bien, de disfrutarla, de explotar al máximo nuestros sentidos. Una salvación lograda a través de nuestro propio mejoramiento, de la búsqueda de la sabiduría o, según William Blake, del arte. O, al contrario que el propio Borges, de no cumplir aquella terrible falta que el escritor reveló al confesar que "He cometido el peor de los pecados que un hombre pudo cometer. No he sido feliz". La mejor manera pues de aprovechar el otro mundo -que es una sucesión natural a la vida- es, precisamente, aprovechar esa propia vida, sin que haya distinción entre el antes y el después de la muerte. Parece lógico pensar que, si todo lo que has hecho durante tu existencia te ha servido por llegar al cielo, una vez allí, nada necesariamente habría de cambiar. Y si lo que hay en el cielo es el placer y la dicha infinitas -combinadas con la búsqueda del conocimiento y la colaboración mutua-, pues en este mundo, todo esto debería ser similar.


Como decimos, poco de la teoría de Swedenborg se filtró al resto del mundo. Hay una iglesia swedenborgiana, los padres de Henry James por lo visto eran swedenborgianos, pero no todas las obras del pensador sueco se hallan traducidas a según qué idiomas, ni buena parte de las grandes bibliotecas de teología contienen sus libros. Quizás los que le conocieron no pudieron tolerar que un hombre tan serio hablara de cosas tan alocadas. Tal vez le faltó la espectacularidad de los éxtasis cuasi eróticos de Santa Teresa, o de la magnífica construcción literaria de la obra de Dante Alghieri. Pero, como destaca Borges, mientras que en la Divina Comedia te das claramente cuenta de que todo se trata de una ficción literaria, lo que Swedenborg escribe es tan lúcido, tan prosaico, tan realista, que cabe muy bien dudar de si en el fondo no es cierto, y Dios nos reveló por fin la verdad sobre qué debíamos hacer con el mundo, pero no le hicimos ningún caso. Y la pena de todo esto es que, real o no, es una de las visiones más hermosas que pudiéramos imaginar de la salvación divina: no nos habla de la vida como un valle de lágrimas, sino como un lugar que debemos vivir y disfrutar, aprender todo lo posible, consagrarnos al arte (en ello coincidía Blake con el ateo Freud, que decía que la única forma válida de purgar nuestras obsesiones era la sublimación a un meta más grande, acto que sin duda él practicaba); en definitiva, y en una palabra, ser más sabio y ser más feliz. Durante miles de años, la iglesia había defendido que había en el Paraíso un árbol de la vida y uno de la sabiduría, pero mientras que uno nos proporcionaba la existencia, el otro nos estaba vetado; Swedenborg afirmó que estos dos árboles eran solo uno, que podíamos disfrutar de los variados ramajes que había en él, y que de sus jugosos frutos, que hasta entonces habían permanecido prohibidos, nos debíamos alimentar.

lunes, 16 de septiembre de 2013

El libro de septiembre: "Últimos días en el Puesto del Este", de Cristina Fallarás


No quiero yo comentar mucho sobre este libro que, en buena parte de los casos, los lectores devorarán de un trago, ansioso y, de manera probable, algo desordenadamente. La autora recomienda saborearlo mientras se escucha de fondo una composición musical concreta la cual produce una sensación incómoda, que nos hace revolvernos en el sitio, falta de armonía y asimétrica en su disposición. Y algo parecido provoca esta pequeña pieza sobre un apocalipsis no demasiado lejano, donde el orden establecido en el que parecíamos aposentado ha estallado en mil pedazos, y tan sólo nos quedan como recuerdos el amargor, la incertidumbre y las dudas. Leer este texto teniendo de fondo el escenario de la crisis económica nos hace evocar muchas sentencia apocalípticas que estamos escuchando en estos días, e informarse acerca de la propia experiencia personal de la autora (un día una periodista destacada en uno de los diarios punteros de España, al otro siendo desalojada de su casa como una afectada más por los impagos de la hipoteca) nos hace reafirmarnos en esta sensación de que estamos contemplando todos juntos un fin del mundo, el nuestro, del que primero hemos observado su debacle económica, pero luego vendrá la caída psicológica, la administrativa, la social, la ambiental..., hasta que finalmente se desbarate todo bajo el influjo de los bárbaros que ante nada se detienen ni jamás dudan, y perdamos todo lo que creíamos haber tenido. Así hasta que -como predice la autora-, en un puesto abandonado en el que tan sólo hemos sobrevivido unos pocos, nos peleemos por las escasas posesiones materiales que todavía nos quedan, nos aferremos a los restos que han sobrevivido del naufragio, abandonemos los últimos vestigios de educación, de humanidad y de convivencia y aguardemos una forma de actuar, a unas personas y una esperanza que, ahora más que nunca, jamás han existido ni volverán. Una de las cosas que más me han llamado la atención de este libro, escrito con una crudeza y brutalidad desde las vísceras, es que se nota desde la primera línea una mano femenina, en el sentido de dirigirse a la parte de nuestra dignidad inmediatamente por debajo de la piel (alguno reconocerá esta metáfora que tanto me encandiló de la obra "V de Vendetta"), de entremezclar las pasiones presentes y pasadas, lo que no somos y lo que fuimos, no destacando tan especialmente los acontecimientos que le suceden directamente a los protagonistas como hechos catalogables y objetivos, sino, especialmente, el estremecimiento en las entrañas que estos sucesos nos hacen vibrar. En definitiva, una narración post-apocalíptica que no habla sobre el futuro, sino sobre el presente, y más que de protagonista externos, nos descubre aspectos sobre nosotros mismos que tendríamos que recordar. Sentiremos el dolor igual que la propia protagonista de la historia, y quizás, de esta manera, observando cómo nos lo han arrebatado todo, quizás tengamos más fuerza para salvar lo que ahora amamos del presente, y quizás impedir que "los otros", los bárbaros, nos quieran quitar todo lo bueno que hemos vivido. En definitiva, un relato perturbador donde las piezas no encajan del todo, pero esto es lo que nos hace precisamente saber que tiene que ser así. En su falta de perfección, se pone más de relieve que nunca su grandeza.

viernes, 6 de septiembre de 2013

El relato de septiembre: Una historia típica atípica

Este relato corresponde a una apuesta, o a una petición, que se refería a escribir una historia de "X" (y aquí oculto el tema para no destriparos el final) que fuera "típica atípica", y que creemos que ha cumplido suficientemente su propósito, y ahora pretendemos mostrar en sociedad. Vosotros diréis si hemos logrado este propósito en este relato, el cual se ha metido -un poco sin quererlo-, en el terreno de la historia y de la política-ficción, aunque trata muy lejanamente estos temas. Un asunto al que sí que se refiere es al del olimpismo, el cual, como seguramente sabéis, ha estado últimamente en el candelero y aparecerá con frecuencia en los medios de comunicación en los próximos días. Un saludo.

Que comiencen los Juegos


                En el verano de 1936, yo nunca había escuchado a nadie hablar en un idioma que no fuera el mío. Ya me costaba entender a un neoyorquino, mucho más a un alemán. Pero aquel verano pasaron muchas cosas. Fue la primera vez que salía del país. También la primera vez que podía correr en una pista de verdad y no simplemente entre los maizales. Y, sobre todo, fue la primera vez en que me dijeron que podía hacer algo representando a un país que según aquella gente era el mío, aunque no parecía que éste se hubiera ocupado mucho de mí durante los últimos dieciocho años. Eso sí, había algo común: a un negro le seguían mirando con mala cara. Según los jefes de nuestro equipo, los alemanes eran lo peor del mundo: eran nuestros adversarios; nos detestaban por ser diferentes; y por eso les debíamos vencer. En realidad yo no encontraba demasiada diferencia, de acuerdo con eso, entre un alemán o los vecinos de mi pueblo en el condado de Riversprings, Alabama, pero, ¡qué demonios!, si querían guerra, la iban a tener. ¿Había que odiar a los alemanes? Pues yo lo tenía claro: les odiaría, todavía más. Les odiaba tanto, que quería matarles con sólo mirarles. Y era consciente de que ellos también a mí…
               
El mayordomo se acercó con parsimonia hacia la silla donde se encontraba el Canciller. En realidad se desplazaba con este paso por una mezcla de costumbre adquirida, y también por falta de entusiasmo por dirigirse a cumplir su cometido. El mayordomo ya había visto pasar varios cancilleres por delante de él, y eran todos iguales. Bisoños y entusiastas al principio, orgullosos en medio, decadentes al final. Siempre llegaban a pensar que durarían en el cargo siempre, pero el único que duraba, paradójicamente, era su servidor, el mayordomo. Este último canciller que había llegado parecía distinto, o pretendía parecerlo, pero al mayordomo no se la daban con queso: era un tipo igual, como todos, por mucho que ese bigotito ridículo pretendiera aparentar lo contrario. Por ello, disfrutaba de sus pequeñas maldades cotidianas: por ejemplo, caminar lentamente a recoger el té que le servía todas las mañanas al Canciller, lo quisiera o no, era una de sus satisfacciones rutinarias cada día.
                El Canciller, mientras tanto, observaba aterrorizado al mayordomo. Si sus enemigos supieran que aquel pequeño tipo esmirriado era lo que más temía en el mundo, más que a toda la Fuerza Aérea Británica, no lo entenderían. Pero tenía una forma extraña de moverse, desplazando los pies casi sin tocar el suelo, que no era normal. Se empeñaba continuamente en traerle el té, que no soportaba, y con los modales tan elegantes que gastaba, parecía una descortesía rechazárselo: ¡pero es que incluso cuando pretendía mantenerse firme, el tipo hacía como si hubiera oído y se lo seguía trayendo igual! Verle avanzar hacia la terraza donde el Canciller sostenía su inacabado té en las manos (nunca conseguía terminarlo) era una tortura. ¿Tenía que marchar siempre tan lento? Y encima, con esos extraños andares. ¿Venían de serie con el trabajo, igual que a los que trabajaban en las barberías se les ponía cara de franceses?¿Era necesario que el jefe del servicio del dominante de la gran y poderosa Alemania tuviera un aspecto tan descaradamente… británico?
                Cuando el mayordomo llegó a su lado, el Canciller pegó un respingo. Maldita sea, a pesar de verle venir, siempre acababa por sorprenderle cuando aparecía como de improviso a su espalda. Tenía los nervios destrozados.
                -Señor Canciller, ha llegado la delegación
                -¿Ah, sí? Bien, bien.
                -Quieren saber si ha pensado usted algo acerca de su propuesta en la ceremonia de inauguración.
                -Su propues… -aquel tipejo con la levita le ponía tan histérico, que se le olvidaba todo lo que tenía almacenado en su cabeza.
                -Acerca de la celebración conjunta entre países de la ceremonia de inauguración –le recordó condescendiente el mayordomo.
                -¿Conjunta?-dudó el canciller.
                -Sí. Una idea por lo visto de la delegación austríaca. Dicen que están pensando en desplegar un gran mosaico en la cual los distintos participantes enarbolarían cada uno una porción del mismo. El resultado final, que se vería desde el cielo, sería la efigie… de, bueno, de su excelencia.
                -¿De mí?-sonrió sorprendido el Canciller-. Ah, pues sí, eso sí estaría bien. Atletas arios mostrando mi rostro…
                -Me temo, ejem, señor –se permitió aclarar el mayordomo-, que no serían sólo arios. Habría también atletas mediterráneos, anglosajones, negros… incluso, quizás, algún judío.
                -¿QUÉ?-bramó encolerizado el Fürher, en un gesto que casi le hizo derramar la taza-. ¡ESO JAMÁS!
                -Pero, mi estimado Canciller –indicó el mayordomo como una madre que tratara de disculpar a la vez que ordenar que limpiase a un niño particularmente sucio el borrón que había ocasionado por un descuido-, la delegación austríaca dice que así se destacarán más todavía las superiores cualidades de los atletas arios, al ser poder comparados, directamente, con sus homólogos de otras razas.
                El Fürher, desarmado entonces en sus argumentos, se deshinchó y hasta pareció disminuir de altura unos centímetros al hundirse en su silla.
                -Ah, bien… Si lo dice la delegación austríaca…
                -Excelente, señor. Iré a comunicarles su clarividente decisión.
                Mientras el sirviente se alejaba con la bandeja, el Canciller se preguntó… ¿de verdad acababa de discutir sobre algo que podía considerarse política internacional con un simple criado?¿Y había conseguido que en su ideal desfile de inauguración hubiera ne…?
                -¡Oh, mierda!-maldijo el gobernante, cuando se dio cuenta de que había partido en dos el asa de la taza y que el té se le derramaba por la camisa.
                El mayordomo apenas alteró el semblante mientras escuchaba este improperio, pero se podría decir que, de una manera muy sutil, sonrió.
                                
                            *                                             *                                             *

                Los problemas empezaron desde el primer día de los ensayos. El problema fue que los organizadores del evento habían tenido en cuenta el número de representantes por países a la hora de colocarlos para la disposición del mosaico gigante, y no necesariamente la afinidad de los componentes de cada equipo. De modo que, cuando aquel día, el velocista negro de Alabama y el rubicundo campeón de halterofilia bávaro se encontraron justo al lado, teniendo que compartir un metro cuadrado de espacio, los choques no tardaron en comenzar.
                -¡Negro de mierda!
                -¡Blancucho asqueroso!
                -¡Raza inferior!
                -¡Saco de carne sin cerebro!
                -¡Tus abuelos eran esclavos!
                -¡Cuando mis antepasados ya cazaban, los tuyos todavía eran monos!
                Los insultos se transformaron en ofensas, las ofensas en gritos, y los gritos en blasfemias, en una escalada sin parangón que estuvo a punto de llegar a las manos. Era para ver a esos dos hombretones, el uno fuerte como un toro, el otro delgado pero fibroso como si se tratara de una pura flecha, lanzarse todo su odio a la cara, como si llevaran acumulándolo durante siglos, cuando en realidad no se habían llegado a conocer más que apenas unas horas. Los organizadores del desfile estaban muy preocupados, pero los entrenadores de los respectivos equipos, que se habían pasado buena parte de la preparación exhortando a sus componentes la importancia de la competición para los respectivos honores nacionales, ahora no iban precisamente a echarse atrás, y en lugar de llamar a capítulo a las dos fuerzas de la naturaleza que tenían bajo su cargo, sus charlas correctivas acababan en diatribas contra el enemigo e incrementaban más todavía la tensión. Con lo cual, aquello tuvo que llegar a las más altas instancias.
                -¿Señor?
                El Canciller pegó un respingo por detrás. ¿Es que tenía el mayordomo que aparecer siempre de esa manera tan sibilina, como si se hubiera materializado de la nada? Ya había derramado dos veces el té hoy.
                -¿Sí?¿Qué ocurre ahora?
                El mayordomo suspiró. No le agradaba este trabajo. Principalmente, a causa de que su amo era una mala persona. El mayordomo no pensaba esto por su forma de llegar al poder, sus discursos incendiarios, su odio xenófobo o la existencia de campos de concentración. Las inquietudes políticas del mayordomo eran muy escasas e, incluso en el caso de haber tenido conocimiento de todas esas cosas, tampoco hubiera sabido que pensar. No. Sabía que su amo era una mala persona, porque siempre que tenía que elegir, escogía la porción más dorada del pastel de strüdel que le ofrecían.
                Aquello, realmente, revelaba mucho sobre las personas.
                Y por eso el mayordomo tenía que contenerse para que no le hirviera la sangre.
                -Parece que… hay ciertos problemas entre dos componentes del equipo olímpico alemán y estadounidense, señor. Por lo visto está poniendo en peligro el desarrollo del desfile. Es por una cuestión acerca de raza, señor, porque uno es blanco y el otro es negro.
                -¡Que expulsen al atleta americano!-bramó furibundo el Canciller.
                -Verá, señor –dijo juntando ambas manos el mayordomo-, el equipo americano amenaza con abandonar la concentración si esto continúa. Y si los americanos abandonaran la competición, ésta quedaría muy devaluada y Alemania no podría demostrar su superioridad al resto del mundo…
                El Fürher frunció el ceño. Pero en realidad… Si lo pensaba bien… Maldita sea, no era posible que tuviera razón.
                -De acuerdo. Hablaré con nuestro atleta entonces.
                El mayordomo asintió. Al retirar la bandeja, un ligero error provocó que el cuchillo lleno de la nata que el Führer había cuidadosamente apartado de su plato le rozara los dedos. El Canciller apartó la mano con gesto de dolor: aquello le daba una grima horrorosa.
                El mayordomo se marchó, disfrutando de sus pequeños placeres cotidianos.

*                                             *                                             *

                El Führer le lanzó un largo discurso al componente del equipo alemán acerca de la diplomacia, lo delicado de los equilibrios políticos, las decisiones necesarias y todo lo que se encontraba el juego. Le habló del destino último de la nación y que, para preparar el camino, había que hacer sacrificios y no expresarse a veces directamente, sino de manera sutil. El hercúleo atleta teutón escuchó todo este chaparrón con la cabeza gacha y aspecto sumiso. Y, finalmemnte, cuando el Canciller apeló a la gran contribución que haría al bien de su país, tuvo que claudicar. Sí, hablaría con el competidor ne…, afroamericano, y pediría disculpas. El Canciller se marchó satisfecho, y sonriente con el éxito que había logrado.
                Por ello, aquella tarde, ambos, el alemán y el corredor de Alabama, se encontraron en los túneles de vestuarios y hablaron muy seriamente. Había un gran contraste entre el ambiente de tensión que se respiraba en sus anteriores encuentros y éste de ahora. Ahora, ambos parecían una cerilla (el atleta afroamericano, delgado pero con una prominente cabeza) frente a una masa informe de algodón, pero sin que ardiera nada, porque nadie había provocado un fuego.
                -Mira, quería disculparme por las cosas que te dije… No las decía en serio, de verdad…
                -Sí que las decías en serio.
                -Bueno, sí…  Pero realmente no sabía del todo por qué lo hacía. A ver, los insultos los digo, sí, pero ni siquiera sé muy bien del todo lo que quieren decir. Pero es porque, ya sabes, todo el rato diciéndote que los negros son malos, que los negros son malos… Claro, estás todo el rato con eso en la cabeza, ¿y qué vas a hacer? Pues seguirles la corriente, claro. Aunque, para ser sincero, en realidad yo en mi vida no he visto un negro.
                -¿Ah, sí? Bueno, yo sí que había visto rubios –respondió el atleta afroamericano-, aunque no tanto como tú. En mi pueblo todo el mundo tiene la piel más o menos morena porque trabajan en el campo. Hasta los blancos.
               -¿De verdad? Pues a mí, si he de confesarte, a veces me hubiera gustado tener un tono más bronceado. Así, tan blanquito, no sé, me da hasta un poco de asco. Aquí se lleva mucho, pero en realidad…
                -Pues yo siempre me he preguntado cómo sería ser blanco. Que te cambiaran la forma de verte todos los que tienes alrededor. Claro que a ti te debe de mirar todo el mundo, allá por donde pases, con lo grande que eres. ¿No se te quedan las puertas pequeñas?
-Ja, ja, ja, ja –se rió el alemán sonoramente-. Bueno, siempre he sido más grande de lo normal, hasta de pequeñito. Mi madre se quejaba de que reventaba los antiguos trajes de mi hermano.
-¿Pero de dónde sacas esos músculos, por Dios?             
-Pues mucho entrenamiento, claro. Y además, un secreto especial.
-¿Secreto?
-Sí: es una vieja receta que me enseñó mi abuela.  Un ungüento que te lo untas por el cuerpo y te tonifica no sólo los músculos después del esfuerzo, sino que te deja la piel hidratada y flexible…
-¿Ah, sí?-preguntó el atleta americano, con un tono entre confidente y entretenido.
-Pues sí, verás: te explico…
Y ambos continuaron hablando, con un tono cada vez de mayor complicidad y una creciente (quizás excesiva para lo que debiera) mutua comprensión…
                El día de la inauguración, todo estaba preparado. Las miradas de medio mundo estaban presentes. Las cámaras de televisión apuntaban, la música ponía el escenario de fondo, el dorado de los emblemas y los símbolos resplandecía bajo el sol… y entonces apareció la gigantesca imagen del Führer como colofón final a todo.
                Pero, de repente, se produjo el silencio. Un perplejo y atónito grito de silencio. La gente abrió al boca y muchos se quedaron blancos. No podían comprender.
                Y es que a la fotografía del insigne líder de Alemania le faltaban… dos dientes, en concreto los que correspondían a las dos paletas, donde se abría un pequeño, pero imposible de obviar, hueco.
                ¿Qué había pasado con esos dos dientes?, se preguntaban todos, y especialmente el Canciller, desde su palco de autoridades.
                Y entonces, una vez les señalaron los primeros, los vieron casi al unísono todos los demás. Los dos dientes andaban sueltos, muy por detrás del resto de la fotografía, juntitos… y debajo, los atletas germano y afroamericano, demostrando que habían firmado la paz entre ellos. Completamente. Del todo, más incluso.
                -Papá, ¿qué es lo que están haciendo esos dos señores?-preguntó inocente un niño situado en las gradas.
                El padre comenzó a fijarse más atentamente a raíz de esta pregunta. Y cuando él se dio cuenta, alarmado, se lo señaló  a la madre, que tapó los ojos del niño.
                -Pues… que son muy buenos amigos, ¿verdad?
                El escándalo del estadio era mayúsculo. El Führer se levantó, dispuesto a tomar medidas.
                -¡Dejadme salir!-empujaba frente a las estáticas autoridades, que se habían quedado paralizados contemplando el espectáculo. El Canciller pegó un par de empellones para subir por las escaleras. Pero en cuanto se abrió paso, se encontró con una bandeja que se le cruzó a la altura la mandíbula, la cual se le cayó completamente encima y le hizo resbalar escaleras abajo.
                -Uy, cuánto lo siento… -se lamentó el mayordomo, juntando las manos, aunque con un tonito tan afligido como calmado, mientras las miradas de toda la concurrencia se volvían hacia el Führer caído-. Espere que le ayude –indicó en el éxtasis de la felicidad.
                Y mientras esto ocurría, en pleno éxtasis también, los dos atletas, cada uno procedente de un lejano rincón del mundo separado del otro por un océano, proclamaban su amor bajo los focos y, sin pegar una sola zancada, conseguían, para los suyos, el máximo trofeo de la competición.

Que comiencen los Juegos
Una historia de amor típica atípica.



lunes, 2 de septiembre de 2013

La historia corta de septiembre: Variación de una frase de Saramago


Variación sobre un pasaje de Saramago:

            -Los techos lo contemplan todo, observan continuamente a la humanidad durante toda su vida. Los techos lo saben todo.
            -Pero no saben de qué color es el cielo...