Un nuevo relato de "historia-ficción" ambientado en la Primera Guerra Mundial, inspirado por la tregua real que se estableció durante unos pocos días en la Navidad de 1914. Como el anterior relato del mismo tema que publicamos en el pasado, da pie a posibilidades y especulaciones varias. Espero que os guste.
La tregua
después de la tregua
Una
bala aterrizó a tan sólo un par de palmos justos de su nariz, y causó que una
brizna de polvo y pólvora se le introdujera hasta la parte más profunda de sus
fosas nasales. Aquello le provocó un aparatoso estornudo que desparramó de
manera estentórea sobre sus compañeros. Fue lo que faltaba para terminar de
enajenarle. Una nube de imprecaciones salió de su boca, como si él mismo se tratara
de una de las metralletas que detonaban sin descanso a su alrededor. Y al ser
en francés, a decir verdad, las maldiciones sonaron muy gráficas en su boca:
-¡Me
cago en el alto mando, en el bajo mando y en la madre que les parió a todos!¡Me
estoy hartando ya de esta maldita guerra!
Unas
cuantas cabezas se volvieron y, con ellas, un par de miradas de comprensión.
Era fácil hacerlo: con barro bajo las suelas, agua en las botas, los oídos
atronados, el olor a pólvora y a muerte en cualquier rincón de su traje
militar, los ojos llorosos, el sueño postergado y el entendimiento atrofiado
después de catorce horas seguidas de combate cegador, hubiera tenido uno que
ser muy amante del ejército o muy patriota para no estar de acuerdo con aquel
soldado. Y, después de casi dos años de combate continuo en la trinchera, ya no
quedaban reclutas que cumplieran ninguna de esas dos condiciones.
-Maldita
sea su estampa –volvió a blasfemar el soldado, al escuchar pasar una bala
cerca, y se dio la vuelta para disparar dos tiros en la dirección de donde
había venido el proyectil, con al parecer el único objetivo de atajar esa
molesta interrupción que había interrumpido su diatriba-. ¿Os acordáis de la Navidad
del año pasado?¿Por qué no podemos volver a estar igual?
La
pregunta era retórica, por supuesto. Claro que se acordaban. En la Navidad del
(qué lejano se les hacía) 1914, en el lado alemán de la trinchera de esta Gran
Guerra que iba a acabar con todas las contiendas pero que de momento no era
capaz de terminar consigo misma, algún entusiasta colgó unos cuantos adornos de
navidad. Los británicos les imitaron, en el otro lado, y poco a poco se hizo un
entendimiento tácito. Charlaron amigablemente en tierra de nadie, se hicieron
regalos como tabaco y whisky, e incluso, en algunas zonas de trinchera, se
jugaron partidos de fútbol. Los soldados habían oído hablar de que a lo largo
de esa larga calle que ahora había dado en llamarse frente de batalla, ciertos
portales conservaron ese estado de las cosas hasta el mes de febrero. Sin
embargo, como era lógico, aquello no podía durar. A los jefes –o sea, el alto
mando contra el que había cargado aquel soldado de bigote erizado- aquella
historia no les había hecho ninguna gracia. Y por eso aquel año, la Navidad
siguiente, habían tomado medidas para que no se repitiera. Los combates se
recrudecieron los días antes de la Nochebuena, y los intercambios de munición
se volvieron más encarnizados, con el claro objetivo de garantizar que a ningún
soldado le daba por ponerse sentimentaloide en esas fechas tan señaladas. Daba
la impresión incluso de que los oficiales de un lado y de otro se hubieran
coordinado entre sí para hacerles la puñeta a los soldados de ambos bandos,
cuando se suponía que dichos oficiales eran los que mayor encono debían de
tenerse. Quizás fue este pensamiento rápido (como un reflejo en un espejo, un
efímero halo de luz) lo que caló en la mente de aquel soldado cuando, tapándose
los oídos ante una nueva ráfaga de disparos tronantes, una idea se cruzó con la
velocidad de una bala en su cabeza, e impactó en lo más profundo de su masa
cerebral.
-Oye,
Menchon, ¿tú eras abogado, verdad?
El
aludido, mientras cargaba el fusil y aprovechaba, en una complicada maniobra,
para operar con la cerilla que había mantenido en su boca junto con un
cigarrillo y encender este último a la vez que disparaba una nueva salva,
asintió.
-Dime,
si me largo de aquí y vuelvo a mi pueblo, ¿qué me pasa?
-¡Que
te ahorcan por traidor!-respondió el otro a viva voz a la vez que disparaba.
-Ya
–dijo el primero, mientras seguía con los oídos tapados en intervalos, para
evitar quedarse sordo a causa de tanta explosión delirante-. ¿Y si me marcho al
lado contrario?
-¿Adónde?
-¡Al
lado contrario!-repitió el primero-. ¡Al alemán!
La
sorpresa que produjo la pregunta en las filas amigas se constató en el hecho de
que varios soldados abandonaron sus resguardadas posiciones detrás de sacos de
arena y muros de tierra para, poniendo en peligro su seguridad, girar la cabeza
y atender al compañero que había expuesto la cuestión, como si mirándole
fijamente extrajeran más información acerca de la respuesta.
-¡Pues
seguro que te ejecutan!-respondió ocupado el aludido-. ¡Eres un soldado
enemigo!
-¡Pero
soy un soldado enemigo que se rinde y se retira!
-¡Te
dispararemos nosotros entonces!
-¿Y
si venís también conmigo?
Algunos
compatriotas cercanos se habían desentendido de la batalla y, de manera
inconsciente (y siepre protegiéndose de los disparos que podían dirigirse hacia
ellos) se dispusieron en lo que asemejaba un círculo de toma de decisión.
-¿Una
deserción en grupo? Los capitanes no lo permitirían –replicó uno.
-No
podrán hacer nada si no queda nadie atrás para dispararnos por la espalda
–aclaró el primero.
-¿Una
traición masiva?¿De toda esta sección de la trinchera? Ni siquiera sé si los
alemanes lo aceptarían. No tienen tantos efectivos como para retener a tantos
prisioneros.
-¡Que
se vayan los alemanes también!-replicó el hombre del bigote, electrizado.
-¿Qué
se vayan adónde?
-¡Aquí!,
¿dónde narices va a ser?¿No quieren los oficiales atacar al enemigo? Pues que
se queden sin nosotros y rodeados de enemigos, cada uno del bando contrario. El
grueso de nuestra línea se va al otro lado, y los alemanes hacen lo mismo. Y
todo el mundo deja de disparar.
-Es
una completa locura…
-Nuestros
oficiales se quedarían solos frente a los alemanes… -reflexionó un soldado-. No
durarían ni cinco minutos. No nos dejarán hacerlo nunca.
-¡Bueno,
llevo casi dos años aquí obedeciendo todo lo que me mandaban y teniendo mucho
cuidado con lo que puedo o no puedo hacer! Y no parece que me haya conducido a
nada demasiado bueno, ¿no?
Un
tipo delgado, de tono de piel cetrino, que según algunos no había pronunciado
más de un par de frases desde que comenzó la guerra, elevó entonces la voz:
-Algo
parecido se discutió en el flanco sur hace tiempo. Yo intercambié mensajes de
luz durante uno de los últimos “alto el fuego” provisionales con un soldado
alemán. El alemán decía que hablaba en nombre de varios. Estuvimos los dos de
acuerdo. Creo que ellos también querrían hacerlo. La cuestión es quién tiene
los cojones de atreverse a dar el primer paso.
Es
el momento en que las palabras no dicen nada, y las miradas, todo. Nunca se
habían leído tantos ojos con tanta ansia por leerse la mente, por poder
adivinar.
-Tendríamos
que ser unánimes. Toda esta sección o ninguna. Y rezar porque se nos unan las
secciones adyacentes. Si no, estamos perdidos.
-Nunca
vamos conseguir poner a tanta gente de acuerdo. Algunos ni siquiera sabrán qué
estamos intentando.
-¿Qué
te crees, que esto va a quedarse encerrado aquí y ahora? Antes de que caiga el
sol lo sabrá toda la sección. Pero alguien tiene que dar la señal.
-O
sea, la pregunta es quién le pone el cascabel al gato.
Un
oficial que acababa de aparecer les estaba mirando de reojo y con cara de pocos
amigos. Momentos de distensión en época de guerra, los justos. Se puede
permitir un cierto relajo para que la moral de las tropas no se resquebraje; sin
embargo, dejar transcurrir mucho tiempo sin batallar significa traición por
dejadez. E incluso algo peor. En opinón de los oficiales de alta graduación, si
a los soldados les da por hablar mucho tiempo, pueden surgir ideas raras. Y
hasta peligrosas.
Retomaron
entonces las posiciones. Batallaron durante un rato. Lo justito, lo normal. Sin
apenas entusiasmo. Relativamente, estaba siendo una mañana tranquila. Un
ejercicio rutinario de tiro, si se puede así calificarlo. Yo te disparo a ti en
un lugar donde hay pocas probabilidades de hacerte daño, y tú me haces a mí lo
mismo. Un acuerdo no hablado sin demasiadas negociaciones. Oficialmente está
prohibido, pero alguna vez los jefes han transigido, y dado el visto bueno sin
requerir demasiadas explicaciones. Sólo se trata de renovarlo el día que te
levantas más cansado, y que el otro te siga la cuerda. Quid pro quo. A estas alturas, asumes que al que se encuentra al
otro lado le están comiendo más o menos las mismas pulgas que a ti.
La
noche transcurrió también tranquila y sin incidentes. Quizás, de manera
subrepticia, el soldado que se encontraba de guardia recibió un pequeño soborno
por marcharse a fumar un rato y permitir que alguien usara una de las lámparas
que alguna vez se había empleado desarrollar conversaciones en Morse con el
enemigo. Tal vez se produjo un muy breve intercambio de mensajes. Quizá el
sentimiento era mutuo. Quizá.
El
día siguiente, en cambio, fue distinto. Hubo reparto de estopa por ambos lados.
Un día de los que cansan. Uno de los que es jodido de verdad. Llevaban ya mucho
almacenado de acontecimientos transcurridos. Llevaban trece horas seguidas
peleando, prácticamente sin comer, al límite de la extenuación. Uno de esos
días que te planteas que es mejor no haber salido de la cama, pero, claro, es
lo que tiene la guerra, no puedes aducir baja por enfermedad, aquí todo el
mundo está enfermo, maldita sea. Tienes ganas de mandarlo todo al carajo. De
decirte a ti mismo que de poco vale que te arresten por traición, o que te
peguen un tiro tus compañeros, si el riesgo de cumplir las órdenes es que una
bala acabe en tu frente. Y es entonces cuando pasa lo que tiene que pasar. En
el frente de batalla (donde, por razones obvias, no se puede pasar a limpiar el
polvo muy a menudo) se acaban acumulando toda clase de… residuos. Restos de
metralla, de trozos de metal, de cicatrices de la tierra provocadas por los
múltiples bombazos. Y, sí, también cadáveres, que actúan de marcas kilométricas
para indicar cuánto queda hasta el frente enemigo, y también cuánto tiempo ha
pasado desde ciertos ataques, en función del grado de descomposición. Hay
demasiados elementos demasiado desorganizados en esa tumba abierta que separa
el mundo de los vivos del de los espectros. Y, de vez en cuando, una explosión
mal encaminada remueve carretadas de tierra hacia un lado, y una parte de ese
caos mortecino llega hasta nuestro mundo, o sea, el interior de la trinchera.
En ocasiones, en forma de un cilindro de gas que no llegó a reventar y se quedó
allí durante meses hasta que un día, a pesar de que hace mucho tiempo que no se
arrojan gases, tu compañero Menchon, el que era abogado allá en su tierra y se
iba a casar con una pálida muchacha que conocía desde niño, tropiece sin querer,
pise el cilindro, y el gas explosivo le disuelva el pie hasta penetrar en el
tuétano del hueso. Tras ocurrir esto, hay momentos de mucha tensión, y de
rabia. Hay segundos de cabreo con el mundo. Hay lágrimas que se cuestionan por
qué. Por qué maldita la casualidad, maldita la gracia, por qué ha tenido que
ocurrir esto. Si no había intención siquiera; si el cilindro de gas había sido
arrojado hace tanto tiempo que ya nadie se acordaba de él. El hastío
persistente, clavado gota a gota dentro de la piel, decide explotar del todo.
El soldado que tenía la duda se levanta. Lo deja atrás todo, el casco, el fusil
y sus arneses, se deja puesto lo imprescindible para no enfriarse en este
tiempo de mierda, y no sin dificultad, ante la mirada atónita de los que le
rodean (los cuales no tienen tiempo de reaccionar), salta la trinchera en
dirección a tierra de nadie. Sus compañeros le chistan: “¡Qué haces!”, los
superiores le gritan, pero no alzan la voz demasiado; todavía, muchos no han
comprendido el gesto y temen aún la bala que pueda proceder del enemigo. Pero
cuando el soldado levanta las manos y se dirige hacia el otro lado, la consigna
está clara. Es en ese momento cuando uno de los hombres con los que había
hablado el día anterior, el del rostro cetrino, decide seguirle. Aunque esta
vez sus compañeros tienen la oportunidad agarrarle, él los rechaza para
acompañarle al otro lado. Durante un largo minuto los dos hombres siguen
caminando; sus compañeros contienen la respiración mientras constatan
incrédulos cómo los alemanes (sin duda tan sorprendidos como los oficiales
franceses) todavía no se han atrevido a soltar una ráfaga de fuego. Se entablan
vivas discusiones en el lado francés; un teniente suelta gritos, un soldado
-cosa impensable diez minutos atrás- se atreve a replicarle en el mismo tono de
voz. Existe mucho nerviosismo; se nota en la tensión (constata el hombre del
bigote, mientras avanza, aparentemente seguro, aunque está aterrado) a uno y
otro lado de las trincheras, reflejada, entre otras cosas, en la febril emoción
con que un soladdo alemán que apunta al hombre de bigote sostiene su arma. Este
último escucha a su espalda cómo las disensiones persisten en el lado francés.
En un momento determinado escucha un inequívoco sonido. No necesita darse la
vuelta, aunque su compañero lo hace. Y al hacerlo, es testigo de cómo cinco
soldados franceses más han decidido saltar también la trinchera y encaminarse a
tierra de nadie. El hombre del bigote llega a la conclusión de que la locura es
contagiosa y, también, que los comentarios en el ejército francés, durante la
oscuridad de la noche anterior, han debido ser fructíferos. El escándalo en el
lado francés se redobla. Se escuchan las voces de los oficiales galos, ordenando
disparar a los traidores. Los mayoría de los soldados se niegan. Algún soldado disconforme,
o cierto oficial desabrido, hace amago de disparar. No obstante, en un arrebato
colectivo, los que empuñan el arma, convertidos ahora en desertores, son
reducidos por sus propios compañeros. Los siete soldados franceses, pues,
avanzan de momento por tierra de nadie sin interrupciones. La columna maldita
prosigue su recorrido. Dudas por todos lados; incertidumbre, miedo, temblor de
piernas. Pero nadie aparta la mirada, todos los ojos apuntan al mismo lado. Ningún
francés, por supuesto, se pierde una buena función. El silencio es muy hondo,
la respiración contenida. Por eso, la sorpresa se vuelve todavía más retumbante,
cuando un par de alemanes salen de su escondrijo, y los aspavientos y
enfrentamientos de la trinchera francesa se reproducen de pronto en la facción
enemiga. Uno, dos, tres, hasta cuatro alemanes rompen lo que hasta entonces era
un ejército unido mientras, en el lado francés, algún francés más se une a la
iniciativa. Entonces, por primera vez en todo este rato, el hombre del bigote,
el que lo ha iniciado todo, puede permitirse el lujo de respirar. En unos pocos
metros, siente la cercanía de los soldados germanos. Les saluda; ellos le
devuelven, algo incómodos, el mismo gesto, sin que ninguno sepa muy bien cómo
debe reaccionar. Cuando se encuentra a punto de llegar a lo que hasta hace poco
era la frontera enemiga, un soldado alemán se adelanta para darle la mano; en
ese momento, el hombre del bigote se da por fin la vuelta, y observa (en este
vistazo hasta ahora inédito desde el lado alemán) cómo varias decenas de
soldados germanos y galos, en filas unidas por nacionalidad, se encuentran en
sus trayectos en sentidos opuestos, e incluso empiezan a intercambiarse atrazos.
Aquello resultaba tan increíble que, conforme aterrizaba de un salto en la
trinchera alemana, y era rodeado de varios de sus homólogos germanos, no podía
creérselo.
Y
por eso le temía al siguiente amanecer.
¿CONTINUARÁ?