martes, 25 de septiembre de 2018

La historia real, y la historia corta de septiembre: "Anotaciones"

Anotaciones


Cosas que ponen los médicos en las historias clínicas de los pacientes. Algunas se ponen en la sección pública (que puede leer cualquier médico), y otros, en el apartado reservado exclusivamente para el facultativo que la escribe:

  •  “Me provoca una rabia insoportable”.
  • “Día 4. Llanto. Día 5: llanto. Día 6: otra vez la puta señora con el niño que llora”.
  •   “Ahí lo llevas, Juan”. “To pa ti, Carmen”. ”Te lo paso, Pepe”.
  •  “Síndrome de RRYETCE: Rebota, rebota y en tu culo explota” (o lo que se le dice al compañero que te sustituye en el turno con el paciente que te está haciendo la vida insorportable).
  •  “Síndrome del ojo seco: llora sin lágrimas porque es más falso…”
  •  “El enfermo tiene un delirio paranoico que le hace creer que es jugador del FC Barcelona. De defensa tiene un pase, pero de extremo izquierdo ni de coña”.


lunes, 10 de septiembre de 2018

Los libros de septiembre y octubre (I): Cómo leer "Lolita"... y cómo "Leer Lolita en Teherán"

Ocurrió que llegó a mis manos (merced a la librería "Bambú y Naranja", a la que, como muchos sabéis, tengo un cariño especial) el libro "Leer Lolita en Teherán". De momento no voy a entrar en muchos detalles, pero os podéis figurar que no desvelo demasiado si os digo que le libro trata, entre otras cosas, de leer un libro como "Lolita" en un país como Irán. El punto de partida me resultó atractivo, aunque se me presentaba una congoja: ¿sería el texto muy difícil de entender si yo no había leído previamente "Lolita"? Pues, aunque vi la famosa película de Kubrick hace ya muchos años (de hecho, me disculparéis si en alguna alusión a ella me tiende una trampa el olvido y la distancia), muchas otras lecturas también indispensables habían interferido (ah, la vida del arduo lector, siempre cargada de tareas pendientes), y aún no había tenido oportunidad de abordarlo. Decidido a hincarle el diente a la una -entre ciertos motivos, aunque no el único, para poder acceder a la otra-, acabé leyendo las dos, descubriendo, en efecto, como sugería el título, que una de las lecturas era necesaria para la siguiente. Pero, sobre todo, cada uno de estos textos planteaba una serie de dudas que daban pie para un debate lleno de aristas, recovecos y escaleras, en el que se barajaban preguntas relacionadas con el papel de los libros y los lectores, y la relación entre el hombre -o mujer- y el escritor. Algunas de estas reflexiones me parece importante compartirlas, y por ello lo hago en el orden que creo, para vosotros, más lógico: empezar primero por "Lolita" (más conocida, sin duda, pero no por ello necesariamente más comprendida), y luego con "Leer Lolita en Teherán".

Para empezar, un "sucinto" resumen (por supuesto, os lo destripo todo) de "Lolita", la novela de Vladimir Nabókov: la historia es narrada por Humbert Humbert (un nombre ficticio escogido por el propio personaje principal), de quien sabemos que ha sido encarcelado por asesinato y que nos va a describir su relación con Lolita. Humbert Humbert nació en Europa pero, por azares del destino, acaba viviendo en Estados Unidos (una parte importante de la novela se basa precisamente en la supuesta sofisticación europea de Humbert Humbert respecto al ambiente mediocre y mundano que se encuentra a lo largo de sus viajes por Norteamérica). Humbert tiene un problema, y es que se siente atraído por lo que él llama "nínfulas", chicas que durante unos pocos años poseen un encanto especial que él no halla en las mujeres mayores de edad, pero cuyo esplendor desaparece conforme se aproximan a la edad adulta. Esto, por supuesto, está muy mal visto en la sociedad en la que él vive ("Lolita" se publica en 1955, una época mucho más represiva que la actual, lo cual no es óbice para que esas relaciones sigan siendo tabú y el libro continúe provocando polémica), y le causa bastante tormento. En un momento determinado, se le ofrece alojamiento en casa de una viuda. Humbert va a declinar la invitación (sobre todo al conocer a la viuda, Charlotte Haze, que nos es pintada como un ser ridículo), hasta que le presentan a su hija Dolores, a quien él llamará todo el rato "Lolita" y que constituirá el objeto de sus amores desde entonces hasta el final. Humbert se queda entonces en la casa y estrecha sus relaciones con Charlotte, aunque su único objetivo es acercarse a  la joven Lolita. Incluso se llega a casar con la viuda Haze, la cual, completamente equivocada, se imagina una idílica vida junto a él. Lolita se halla en un campamento de verano cuando Charlotte descubre por accidente la auténtica naturaleza de Humbert; sale entonces de la casa corriendo, llenando a su marido de reproches y, en su precipitación, un auto la atropella. Humbert se convierte en el tutor legal de la niña, y acude a buscarla al campamento, llevándola en primer lugar a un motel cercano. La idea de Humbert (que hasta ahora, por mucho que haya fantaseado, sólo se ha permitido familiares acercamientos físicos con su ahijada) es drogar a la niña para poder simplemente tocarla, sin llegar a mucho más allá: nada que sea moral -ni legalmente- reprochable. Lolita no llega a dormirse a pesar de la dosis, y los esfuerzos de Humbert son infructuosos, sometiéndole a una tremenda frustración. Sin embargo, cuando despierta, es Lolita la que le seduce, y se produce la primera cópula entre ellos. Poco después, Humbert le confesará a la joven nínfula que su madre ha muerto. Huyendo de todos y a ninguna parte, emprenden un viaje por Estados Unidos que constituye un decálogo de moteles rancios, personajes horteras y de mezquina cotidianidad. Se profundiza en las relaciones entre Humbert y Lolita: él le entrega "regalitos" (pequeños obsequios, caprichos, chucherías) y, a cambio, ella satisface sus necesidades físicas. Finalmente, Lolita se cansa de dar vueltas y se hace patente la necesidad de una cierta estabilidad. Se establecen en una ciudad, meten a Lolita en un colegio. Allí, Humbert se enfrenta a ciertos problemas para ocultar su secreto, al mismo tiempo que trata de controlar a una Lolita que, como toda niña-adolescente (en la novela entra en la historia con nueve años) es voluble, tiene sus caprichos, aparte de que, obviamente, no está teniendo una existencia normal. Llega un momento en que a Humbert le sacuden los celos sobre con quién se ve una Lolita que va creciendo y relacionándose con amigas -y también amigos-, y las tensiones crecen entre ellos. Para resolver esas confrontaciones, Lolita le propone un nuevo viaje por el país en automóvil, que inician de manera casi inmediata: Humbert se vuelve paranoico y piensa que hay alguien que les sigue para quedarse con Lolita (y que ella se quiere fugar con él), pero con el tiempo cree haber despistado a su perseguidor. Así hasta que un día, aprovechando una estancia en el hospital de Lolita, quien ha contraído unas fiebres, ésta desaparece. Humbert queda desgarrado por el dolor. Sólo tendrá noticias de su amor mucho tiempo más tarde, cuando una Lolita ya con 17 años le llama: está casada (un buen chico tranquilo, le describe ella a su esposo), embarazada, y necesita dinero. Humbert acude, se interesa por ella, se lamenta de sus acciones, pero ella no quiere insistir en el pasado, sólo mirar hacia el futuro. Humbert le pregunta por lo que ocurrió tras última vez que se vieron y ella le confiesa que se enamoró del hombre que montó la obra de teatro del colegio en la que ella participaba, un escritor llamado Quilty. Ella le amaba, pero al final resultó ser un depravado -más de lo conocido, se entiende- que quería obligarla a hacer una serie de cosas que ella no deseaba. Al final, Lolita le abandona, y ella acaba donde se halla entonces. Humbert se despide para siempre, dolido pero enamorado, y va a casa de Quilty para matarle, en lo que resulta una escena paródica y grotesca. Humbert está, pues, en la cárcel, y nos ha escrito sus memorias. La primera y última palabra de la novela (para que nos hagamos una idea de su gótica construcción) es Lolita.

Partamos de lo difícil que es juzgar una novela, cualquier novela. Partamos de que no podemos tratar igual al escritor que al protagonista: que puedes regodearte en escribir un asesinato, pero despreciar al asesino. Partamos de que el enfoque moral que tenemos nosotros en el siglo XXI no es el de los años 50, ni puede ser el mismo el de Lolita, el de Humbert, o el de los jueces que, impávidos, les contemplan a ambos. Si no encontramos ya de principio demasiadas facilidades, menos todavía nos las pone Nabokov, el autor de la obra, un escritor que muchos describen como retorcido, atípico y hasta "inaguantable": Nabokov defiende, en una anotación final posterior a la primera edición de la obra y que hace las labores de epílogo, que nunca puede juzgarse a la literatura desde el punto de vista moral, sino estrictamente estético (de hecho, muchos críticos le reprocharán, en esta y otras novelas, que se centre tanto en las figuras retóricas del lenguaje y tan poco en desarrollar los caracteres de los personajes). Es decir, a la siempre controvertida pregunta de "qué quiso decir el autor", la respuesta puede ser que no quiso decir nada, sino sólo crear un libro que nos generara una cierta sensación. Pero lo cierto es que el libro da para mucho, precisamente por la cantidad de capas y matices que aporta, y quizás ése sea el mayor éxito de Nabokov: nos da no tanto un libro para leer, como para pensar sobre él. Permitidme proseguir mi argumento.

La obra fue acogida con escándalo (y, sin duda, eso contribuyó al éxito de ventas; hay que reconocer que entre "Lolita" y "50 sombras de Grey", hemos salido perdiendo con el cambio). Sólo se avino a publicarla una editorial francesa, bajo la categoría de "erótica". Muchos críticas subrayaron esa definición. Un editor dijo que era el libro más repulsivo que había leído en su vida. Otros, en cambio, la ensalzaron como una gran historia de amor. Graham Greene lo incluyó entre los tres mejores libros de 1955. Hubo, según el propio Nabokov, muchos lectores que se apresuraron a comprarlo, al creerlo una obra pornográfica, y al entrar de lleno en el texto (el libro sugiere, más que describe de manera explícita: hay tensión sexual, pero ni mucho menos la que podríamos encontrar en cualquier novela actual media) se decepcionaron y lo abandonaron. Pero lo que más sorprende es la variedad de interpretaciones. Azar Nafisi (autora de "Leer Lolita en Teherán", y gran lectora de Nabokov) dice que cada uno interpreta con este texto lo que prefiere creer, y aunque ella se refiere sobre todo al régimen de los ayatollahs en la actual Persia, lo cierto es que esto parece ser una constante en el mundo literario -incluyendo a los críticos-, dándonos cuenta de que quizás la mitad de la gente no ha entendido lo que quería decir Lolita (si es que Lolita, nos recuerda Nabokov subrepticio desde un lado, quería decir nada en absoluto). Por supuesto, a esta confusión contribuye el hecho que la obra sea tan poliédrica, compleja e irónica, pero quizás tenga también que ver con cómo nuestra sociedad ha cambiado (se supone que ahora es mucho menos machista), y unos cuantos factores más. Dentro de que, por supuesto, cada lector es un mundo. Pero hay para mí dos cosas claras: ni "Lolita" es una apología de la pederastia (como les ha quedado a muchos grabado el mensaje, aún hoy en día, a partir de la lectura de la cubierta), ni tampoco -o poco probablemente- "la historia de una chica que descubre que tiene poder sobre un hombre y lo utiliza contra él". Es precisamente el haber constatado la abundancia de estas visiones lo que me ha llevado a escribir esta crítica, la cual, con suerte, entre tanta sombra, aporte algo de luminosidad.

Quizás, uno de los aspectos que contribuyan a que la visión que yo veo más clara de Lolita (dentro de que es fácil admitir Nabokov estaba narrando a la vez múltiples historias superpuestas) haya resultado más desconocida para buena parte de la crítica (sólo parece que últimamente se está imponiendo) se deba precisamente a la casi más famosa adaptación cinematográfica de Kubrick, la cual (y ahí reside el quid de la cuestión) tiene menos similitudes con la novela original que diferencias. Aquí he de abordar primero con mis problemas con Kubrick: obviamente, es un grandísimo director de cine (aunque "Lolita" no se encuentre entre mis películas preferidas, pese a que he de reconocer que sentó cátedra en ciertos muy bien logrados aspectos). Tiene unas cuantas películas que me chiflan: "Senderos de gloria", "Espartaco", o "Teléfono rojo, ¿volamos hacia Moscú?"; también, otras cuantas que me horripilan o simplemente no me encantan ("La naranja mecánica", pese a su gran estética visual; "El resplandor", que me resultó más icónica que emocionante; "2001", de la que hablaremos más adelante; "La chaqueta metálica", a pesar de que reconozco, como todo el mundo, que la primera parte consigue lo que quiere, que es sobrecogerte -la segunda parte, por supuesto, todo el mundo la obvia salvo espacios puntuales). Su dominio de la fotografía es fastuoso, y hay que reconocer que ha conseguido recrear sensaciones desde una gran variedad de géneros. Me quedo con ganas de saber qué hubiera ocurrido si hubiera filmado su proyecto no iniciado alrededor de la figura de Napoleón. Pero le pongo un pero a Kubrick: no es un director de historias. Él crea imágenes, situaciones provocadoras, escenas emblemáticas y rompedoras. A pesar de ser un obseso de controlar el guión, realmente, no persigue la idea clásica de tener una historia que narrarle al público (como prueba de lo poco convencional que era y le disgustaba ser, abjuró de su mayor éxito a nivel de reconocimiento de la Academia, "Espartaco", quizás por considerarla demasiado normal). Alguno me ha replicado que la prueba de lo contrario es que Kubrick partía de obras de grandes escritores -hay que decir que se algunos se hicieron célebres sólo a raíz de que el cine se fijara en ellos-, y que colaboraba con ellos en el guión. Sin embargo, hay dos ejemplos claros que podrían rebatirlo:

1. "La naranja mecánica". Cuando Anthony Burguess escribe el libro, una novela llena de ultraviolencia, tiene un último capítulo poco conocido: en él, el protagonista de la historia se redime, madura, y abandona sus hábitos destructivos. El editor del libro -más fascinado seguramente por el mensaje contracultural (muy de la época de Burguess y Kubrick) que mandaba el resto de la novela-, dijo que el último capítulo no pegaba con el resto de la obra y lo eliminó. Pero Burguess (que originalmente empezó el libro tras un atraco que sufrió su esposa por parte de cuatro soldados estadounidenses) pensaba que el libro no tenía sentido sin el último capítulo y que no iba a poder entenderse (Billy Wilder era de los que pensaba que, en cine y literatura, si tienes un mensaje, "vete a Correos"; pero estaba claro que Burguess, ¡vive Dios!, sí quería quería algo). Por eso, no todas las ediciones del libro original poseían el último capítulo que quería añadir el autor para mostrar cómo todo criminal puede encontrar el camino correcto. Kubrick leyó la versión sin aquel mítico capítulo 21 y, tras enterarse de que éste existía -probablemente por el mismo motivo que el editor-, también lo desechó. Burguess, por supuesto, quedó muy decepcionado con el resultado.

2. "2001. Odisea en el Espacio". La historia partió de un relato corto de Arthur C. Clarke, "El centinela", donde se esboza el embrión original de lo que luego constituiría una saga. Cuando Kubrick y Clarke se reunieron, se propusieron hacer la primera película de ciencia ficción seria, y eso se notó en el realismo científico con el que abordaron los temas y el modo de tratar las imágenes. Sin embargo, cuando muchos vieron la película, no dudaron en acusarla de abstraerse de la trama, y también de pretenciosa (esos planos eternos con la música de Strauss...). Lo cierto es que muchos quedaron desconcertados con el final, cargado de psicodelia. Una anécdota muy reveladora al respecto la comentaba Arthur C. Clarke en una entrevista: en un aeropuerto, un guardia de seguridad le impidió al escritor británico pasar hasta que no le dijera qué quería decir el final de la película. El autor de ciencia ficción se negó en redondo, argumentando que querían crear "un misterio", no algo que la gente entendiera. Lo cierto es que en "2001", si uno rasca un poco e indaga en posteriores continuaciones como la película "2010", te das cuenta de que te están narrando una historia inconclusa: sí,  hay partes que sí que se explican por sí mismas (la mil veces imitada locura de HAL9000, aunque"2010" ofrece más profundidad en los motivos), y la fantástica escena que une a los primates con la tecnología (lo mejor, sin duda, de toda la obra), pero la película no aclara algunos de los misterios básicos (¿por qué ha aparecido un nuevo monolito?¿Qué es exactamente lo que le pasa al astronatura al acceder a él? Y lo más importante, ¿ha entrado él sin más o, de no ser así, por qué le han dejado entrar?) que sí que se resuelven en la película "2010", creando un final espectacular para los que realmente desean que le narren una sinfonía a nivel de trama (tanto, que resulta difícil creer que Clarke no tuviera en mente una continuación cuando escribió "2001"). Pero estaba claro que Kubrick no pretendía contarte ni explicarte nada: él creó una película que le permitía expresar en imágenes una bella metáfora, contar (eso sí) la historia de HAL9000, y también realizar una serie de piruetas y acrobacias a nivel visual y cinematográfico. Como el propio Clarke dijo, la idea de esta película era crear un misterio, no ofrecer soluciones.

Querría incluir un tercer punto para hablar de "El resplandor", pero creo que sería excesivo: baste decir que Stephen King se involucró personalmente en una producción televisiva para restituir lo que Kubrick había hecho con su obra. Con eso ya está dicho todo.

Ahora, entremos en "Lolita". Se dice que Nabokov colaboró en el guión, pero eso no es del todo cierto. El hecho es que Nabokov escribió un primer boceto de 400 páginas. Un productor, por supuesto, calificó esta aproximación de inabarcable. Lo cierto es que Kubrick no utilizó casi nada de lo que le dio Nabokov, y colaboró con otro guionista para hacer la versión final (aunque ninguno quiso aparecer los créditos). Nabokov estaba decepcionado con el tratamiento de la obra y -con el maltrecho orgullo de escritor herido que hemos sentido todos cuando nos recortan una frase- dijo que la película se parecería a "una visión fugaz del paisaje a través de la ventanilla de una ambulancia, desde el punto de vista del enfermo tumbado". Para ser sincero, no sólo estoy bastante de acuerdo en que tamaño mamotreto era imposible de adaptar, sino que, en muchos sentidos, veo muy complicado que Kubrick hubiera podido tratar de reflejar adecuadamente la obra de Nabokov, y quizá por eso hizo algo completamente distinto. La adaptación de una novela siempre pierde detalles: algunos son comunes a todas las obras, y están relacionadas con la longitud, el estilo literario, los pequeños matices (ah, qué importante son en la novela "Lolita" los pequeños matices)... Pero en el caso de esta obra, entran en juego más argumentos. Vamos a ir a por ellos.

Para empezar, tengamos en cuenta que, en la novela, Humbert Humbert nos lo cuenta todo en primera persona. Eso quiere decir no sólo que conocemos sus pensamientos y opiniones, sino que, casi siempre, sólo conocemos sus pensamientos y opiniones. Humbert Humbert ha sido definido como "uno de los grandes personajes de la literatura", aunque yo discrepo y estoy más de acuerdo con la visión de Nabokov de que era un tipo bastante "odioso". Aunque una cosa no quita la otra, si algo consiguió Nabokov, al menos con muchos, es que creamos que Humbert Humbert es un pedante. Incluso los que estamos en desacuerdo con muchas de las cuestiones del estilo norteamericano que Humbert pone a caldo en la novela, nos resulta fatuo, pomposo y falsamente intelectual su continuo uso de las referencias culturales para humillar a la gente que tiene alrededor, y no para generar algo con valor en sí mismo. Hubo quien calificó a "Lolita" como un libro aburrido y (otra vez la palabra; era una crítica común a muchas obras de la época, a veces no sin razón) y pretencioso. En gran parte es verdad, pero casi todos los párrafos a los que se deben están allí para definir los moteles de carretera norteamericanos, y la personalidad de Humbert Humbert. Hay quien podría decir que el protagonista es pedante porque Nabokov es pedante, pero sería muy atrevido de nuestra parte pensar que el escritor crea un personaje tan mezquino en muchos sentidos, al que llega a despreciar en declaraciones públicas, y le sale así por casualidad. Hay quien dice que "Lolita" está escrita por entero en clave paródica (y se apoya en la grotesca escena del asesinato para defenderlo), pero yo creo que esto no es del todo así, sino que constituye la manera de Nabokov de decirnos: "éste es el personaje. No coincidís en todo con él y, por tanto, tampoco os deberéis entregar a él por completo". Esto es clave, porque a partir de que no confías demasiado en el personaje, te planteas la primera gran pregunta: ¿te dice en todo momento la verdad? Luego entraremos en el tema a fondo, pero en esta parte quiero incidir en su relación con la obra de Kubrick. Las películas, por sí mismas -y salvo casos muy específicos que requieren una elaborada construcción- se narran siempre en tercera persona: lo que vemos, es lo que es. En la película de Kubrick, no vemos más que una porción de los pensamientos reales de Humbert (precisamente los que le harían ganarse nuestra animadversión) y, además, lo que ocurre -y en el tono en el que ocurre- se expresa de una única manera, con escasa capacidad de interpretación. En concreto, la escena más subrayada de la película, la que creó un término nuevo en el lenguaje (el de "Lolita" como niña-adolescente que seduce hombres adultos) es la aparición de la actriz que hace de la protagonista, Sue Lyon (que ya contaba trece años cuando empezó la filmación), exuberante, con pose adulta, en una actitud cargada de seducción. Desde ese punto de vista, es más probable que empaticemos con la problemática que tiene Humbert, antes de pensar en él como un pederasta. Pero hay mucho más que subrayar.

Lo más importante es la transformación del propio protagonista. Además de (por lo que ya hemos mencionado) lo difícil que era adaptar el Humbert literario al del cine, Kubrick hubiera tenido otras dificultades, las cuales tenían que ver con el medio en que quería expresarse y con la época. Aquel tiempo era más puritano, y la crítica en el cine siempre más maniquea, no sólo porque el cine permite explicarse con menos sutileza que la literatura, sino también porque las películas las llegan a ver muchas más personas y, por tanto, no sólo aquellas que se van a dedicar a juzgar cada uno de los detalles que abundan en la novela original, sino también las que emitirán un dictamen de trazo grueso. Si Kubrick hubiera presentado a un Humbert antipático, se hubiera acercado a dos registros opuestos de los cuales seguramente pretendía huir: o haber narrado una historia convencional sobre un pederasta abyecto (lo cual le hubiera hecho perder todo aire de controversia a la película), o hubiera dado la razón a los que decían que Kubrick quería haber una apología de la pederastia. En lugar de eso, Kubrick nos presenta (a través de un James Mason sobrio, sereno, con aire de majestad, contenido) un hombre normal, digno, apocado, el cual, casualmente, se encuentra cautivado por una jovencita ante la cual difícilmente cualquier ente masculino podría sustraerse. Y aún así, el comportamiento de Humbert es siempre casto, puro: no hay menciones abiertas al sexo como hace Nabokov, no se narra que Humbert tenía problemas ya desde su juventud por sus inclinaciones sexuales (llega a pasar un tiempo en un sanatorio mental, en la novela). Las referencias a una relación pederasta son siempre indirectas, sutiles, elegantes, de pincel fino. Sí, Humbert es un tipo que piensa durante un momento en asesinar a Charlotte Haze, pero al final no lo hace, y eso es lo que refleja la película (mientras que, en el libro, observamos todas las vueltas repetitivas que le da Humbert a la posibilidad de eliminar a Charlotte para quedarse con la pequeña Haze). A este diferente punto de vista sobre el protagonista contribuye la sencilla y límpida puesta en escena de los fotogramas en blanco y negro: Kubrick (sin duda con razón) quizás coincidió en esa idea de Billy Wilder de que rodar "Con faldas y a lo loco" en color resultaría hortera y excesivo, mientras que el blanco y negro amortiguaría el colorido del maquillaje necesario para el transformismo sexual, y haría que la gente se centrara en mayor medida en la parte de la comedia. De esa manera, Kubrick se queda con un aspecto importante (mas no el único) de la novela de Nabokov: él, realmente, ama a Lolita. En su fuero interno, cree que está haciendo lo mejor para ella. Realmente, sí, Kubrick pinta un personaje que aparentemente justifica la pederastia, pero pinta un caso tan extremo (una niña seductora, y un adulto encantador) que no sólo es difícil que nos parezca mal, sino que tampoco representa el caso característico de la pederastia en abosluto. De hecho, para entender mejor el problema de la pedofilia, habría una película mejor, la moderna "El leñador", donde Kevin Bacon pinta a un pedófilo en libertad tras salir de prisión, que sabe que lo que hace está mal, que sufre a causa de su enfermedad pero que (precisamente porque el impulso que siente es incontrolado) no puede evitarlo, y atraviesa un Via Crucis por ello. Por eso, se puede decir que Kubrick no hace una película sobre la pederastia: utiliza el argumento para crear la imagen de las "Lolitas", una mujer fatal elevada a su enésima potencia, casi una adulta (el hecho de que Sue Lyon tuviera quince años cuando terminó la película la aleja de la idea de la niña de nueve años de la que se enamora Humbert, el cual cree que las nínfulas -salvo quizás su amada Lolita- pierden todo su atractivo cuando crecen; de hecho, cuando el Humbert de la novela empieza a sentirse atraído por ciertos rasgos adultos de Lolita es cuando ella empieza a parecer menos una infante y, su relación, una más adulta y normal). Algunos críticos han destacado que ciertos aspectos de la pelicula -por ejemplo, un desarrollo más profundo del personaje de Quilty, ejerciendo como oscuro reverso de Humbert- sirven para reforzar esa sensación de que Humbert no ejerce el papel de villano de la historia. En definitiva, Kubrick, el hombre que seguramente no amaba las historias o, en todo caso, el hombre que quería contar siempre su propio relato, no contó la novela de Nabokov: si acaso, una visión muy parcial y sesgada de la misma. Y sale una película que no está mal (sorprendentemente, más convencional de lo que cabía esperarse: una historia de amor común, si acaso esa visión del poder del amante que reclaman algunos para la novela), pero que -creación del personaje de las "Lolitas" en clave cinematográfica aparte- no tendría ni la mitad de tirón si no relatara un amor en el que están implicados un adulto y un adolescente. Quizás era todo el nivel de provocación que Kubrick necesitaba, y tal vez el único -dada las limitaciones de la época- que le hubieran permitido desplegar.


Pero ahora, volvamos al libro. Y volvamos al tema de: ¿creemos a Humbert? Si no, está claro que podríamos interpretar una verdad absolutamente distinta, pero luego entraremos en ello. Vamos a suponer que sí, que le creemos. Vamos a suponer que es Lolita quien le seduce. Vamos a suponer que él está enamorado de ella y que sólo quiere su bien. Obviemos algunos detalles como una bofetada aislada que le da a Lolita, y por la que luego se disculpa, y asumamos que no es una cuestión de violencia doméstica, mucho más permisible según la sociedad de la época. Aún así, con todo ello, hemos de reconocer que la idea de drogar a Lolita para aprovecharse de su cuerpo (incluso aunque no quiera llegar a la violación ni a tocar sus partes íntimas; incluso aunque trate de convencerse a sí mismo de que la niña no sufrirá ningún daño y que no está haciendo ningún mal), la verdad, hay que decirlo, muy romántica, muy romántica no parece. Avancemos en su relación, Humbert insiste en que tiene que hacerle "regalitos" a Lolita para conseguir que le proporcione placer físico. Lo que podría parecer hartazgo de amante y manipulación de la femme fatale que sabe cómo conseguir riquezas de su hombre, se altera por una frase que hemos leído antes. Después de aquella primera consumación carnal entre Humbert y Lolita, el primero le confiesa a la segunda que su madre ha muerto. Ambos duermen, aquella noche, en camas separadas. Sin embargo, esa noche, ella acude a yacer con él. Humbert lo atribuye a que ella, pobrecita, "no tenía absolutamente ningún sitio adónde ir". Esa frase cambia el sentido de toda la novela.

Se ha dicho que Humbert, al contarlo todo en primera persona, realiza una ocultación ("solipsismo", es el término más usado) de Lolita, de sus sentimientos y sus sensaciones, como si ella no existiera. Muchos lo han visto como una forma de machismo (¿de Humbert o del escritor? Por los motivos que hemos explicado antes, vamos a suponer que del primero). Azar Nafisi cree que es una forma meidnate la que Nabokov, cuya familia huyó del bolchevismo -él huyó a su vez del nazismo-, criticaba, como en otras novelas suyas, los regímenes totalitarios. Nafisi, de hecho, se refiere a la manera de Humbert de llamar todo el rato a la niña "Lolita" en lugar de Dolores, su nombre real, para indicar que "Lolita" es un constructo imaginario de la mente de Humbert, para quien la niña real no cuenta en absoluto (como veréis, estamos llegando a ese tema). Para mí, la clave es que la narración exclusivamente subjetiva es la única manera en que podemos entender por qué Humbert está llevando a cabo sus acciones. Nadie puede creer que uno mismo es un monstruo: buscamos siempre justificaciones, excusas, ideas que confirmen nuestras creencias y conductas. Si Humbert estuviera pensando todo el rato que le hace mal a Lolita, no tendría más remedio que suicidarse. Por eso -consciente o inconscientemente- la mayor parte del tiempo, su discurso apoya que está haciendo las cosas por su bien. Pero hay momentos, sin embargo, en que la ilusión se deslavaza, incluso para él. En esa inolvidable frase sobre una Lolita que no tiene otro sitio donde refugiarse, nos cambia todo el paradigma de la novela: Lolita no es una arpía seductora, calculadora y teatral de alrededor de diez años. Es una niña, y como niña, no es madura ni es perfecta, pero, sobre todo, es alguien que se ve sometida a los vaivenes del destino y no los puede controlar. Quizás, es posible que sí (al menos, si creemos a Humbert), que ella se haya atrevido a seducirle a él, guiada por la influencia que es consciente que ejerce sobre el pederasta, y también como una forma de rebeldía adolescente hacia su madre, con la que no se lleva demasiado bien. Pero una vez ocurrido, es una niña normal, que se ha quedado sin nadie en el mundo, y que se encuentra bajo el tutorazgo de alguien que requiere su amor físico, y no hay mucho de esa circunstancia que pueda cambiar. El 90% por ciento del tiempo, como decimos, Humbert habla de otras muchas cosas: de los moteles, de la ordinariez de la sociedad norteamericana, de cómo trata de contentar a Lolita. Pero unas pocas frases cada muchas páginas, se revela que quizás está intuyendo la verdad: se pregunta si Lolita tiene unos pensamientos, unas ideas, que él no alcanza a entender; si está siendo para ella como aquel famoso monstruo que raptó a una niña en la crónica negra norteamericana; en su encuentro final con Lolita, se disculpa por todo lo que ha hecho, por arruinarle la vida, y él mismo confiesa que cree que tendrían que condenarle a 35 años por violación, pero no por haber asesinado al infame Quilty. Esas pocas frases, de repente, te hacen plantearte el punto de vista de Lolita: y Lolita no las pronuncia nunca (quizás unas pocas sentencias: "el día que me violaste", llega a reprocharle a Humbert, y aunque suena más a rebeldía adolescente o de un amante que ha perdido la pasión, te hace plantearte si Humbert ha sido, sobre esa noche, del todo veraz; en todo caso Lolita, como Nabokov, dice más por lo que calla que por lo que cuenta) y, sin embargo, el lector atento escucha esas afirmaciones con total sonoridad. Al final -y a pesar de todas las justificaciones por las que Humbert reprocha que la sociedad le prohíba un tipo de amor que, en otras épocas, se consideraría cotidiano- el libro te cuenta el peligro de que una persona como Humbert, por muy enamorado y bienhechor que él se crea, tenga el control absoluto sobre la vida de Lolita, y por qué en una relación entre adulto y niño, el niño nunca va a poder ser considerado un igual. De hecho, en la última parte, se notan los intentos de Lolita por huir de ese aparente idilio: a pesar de que tengamos en cuenta la mentalidad de la sociedad de la época (donde al varón se le consideraba como director total del matrimonio), los intentos de escaparse de la joven dejan claro que ella no está a gusto allí. Que la chica se encuentra con Humbert en oposición a su voluntad, de la misma forma en que -aunque no sufriera daño- la primera noche fue drogada. Tal vez no suene tan terrible como una violación, pero está claro que Dolores Haze (la niña real, dice Nafisi, se llama "Dolores": ésos que la niña siente, y que Humbert, denominándola Lolita, se empeña en ocultar), al final no tiene sexo consentido. En muchos aspectos, Nabokov demuestra haberse documentado a fondo sobre el tema de la pederastia: no sólo narra los antecedentes históricos y literarios, sino que refleja en Humbert muchos de los comportamientos asociados a la enfermedad y, en Lolita, los traumas clásicos de las víctimas de la misma: un desencanto por el sexo, que se ve como algo "ya visto" y aborrecible, cansado, como si esta niña pequeña hubiera vivido mil vidas ("¿otra vez?", llega a preguntar Lolita ante la enésima petición de sexo: hastío o maniobra calculadora, lo cierto es que la relación de Lolita no es de amor, sino de prostitución clara, la cual no debe beneficiarle tanto si anda pensando en huir); y, al mismo tiempo, la atracción por personas del mismo tipo que la primera vez le sedujo -de ahí el enamoramiento por Quilty-. Al final, con 17 años, Lolita es una adolescente avejentada, que se ha casado con alguien tranquilo, que no le dé problemas, "un chico manso", un corderito, que no le pida nada a ella, y sin embargo se embaraza, como única manera de garantizarse -al refugiarse en este chico al cual domina- su espacio de libertad. Con todo, no le reprocha a Humbert el pasado: hacerlo sería arrepentirse, marcarse como víctima, y ella prefiere olvidar, no acusar a sus captores, como hacen en muchos casos las mujeres agredidas que no se atreven a presentar denuncia. Si alguien creía que Lolita era una apología de la pederastia, más bien resulta lo contrario: a pesar de que no te tenga que caer bien el perpretador, puedes entender que éste la ame y, sin embargo, te das cuenta de todo el daño que le ha hecho. Si esta aventura no ha salido bien (una relación donde puedes asumir, incluso, que ha sido ella la que ha dado el primer y definitivo paso), es que cualquier interacción de este tipo está condenada a salir mal.

Como decimos, Nabokov nunca quiso darle "un sentido" a la novela, refugiándose en la cuestión estética, y quizás era sincero (sus alumnos en la universidad decían que difería con el resto de sus profesores sobre cómo abordar la crítica literaria), pero quizás lo hacía también para protegerse de las posibles acusaciones que le llegarían por culpa de la obra -para muchos, aún sin haberse leído el libro, Nabokov es un monstruo-. Pero se manifestó orgulloso del resultado, y dijo que, pese a que había eclipsado a muchas de sus otras obras, no podía evitar alegrarse al recordar el proceso de la construcción del libro, a pesar de (o gracias a) todas las dificultades que le había ocasionado. Y, en efecto, hay que admirar lo trabajada que está la novela en todos sus planos de significado (si aceptamos que lo tenga). Más aún teniendo en cuenta que no era el idioma natal del escritor, que era ruso. Nabokov declaraba que un crítico había dicho que "Lolita" era la historia de la relación del escritor con las novelas de amor, y él en cambio corregía que era la historia de su relación con "la lengua inglesa". Un idioma al que tuvo que adaptarse al vivir en los Estados Unidos, pese a que reclamaba que intercambiar su rico ruso natal por un inglés que siempre sería de segunda fila había supuesto una pérdida irreparable (lo cual choca con la cantidad de juegos de palabras y recursos literarios los cuales -bien porque le gustaban, o bien para refutar la idea de que su inglés era pobre- emplea Nabokov en la obra: muchos de ellos refuerzan, queriendo o a su pesar, la impresión de Humbert como un pedante; para averiguar la verdad sobre el fin último de este estilo, quizás tendríamos que leer más libros de Nabokov, cosa que sería más que interesante, pero que yo, todavía, para mi desgracia, no tenido la oportunidad de hacer, por lo cual habréis notado varias dudas que me asaltan respecto a la obra).

Pero, para mí, el mayor reto que yo hubiera tenido, si me hubiera puesto en la mente y las manos de Nabokov, es construir una novela donde lo más interesante es lo que no se dice, lo que el lector adivina, lo que no se cuenta. ¿Cómo puede -me pregunto yo- después de habernos descrito la escena de la despedida de Lolita (donde intuimos todo lo que ha pasado por su mente desde que conoció a Humbert), ponerse a contar la historia del asesinato de Quilty como una absurda comedia, que no aporta nada a la historia? Aparte de que a Nabokov le satisficiera esa escena más o menos -o que quisiera reforzar, como dicen algunos, la visión paródica de la obra-, resulta tan improbable creer que Nabokov no se estaba dando cuenta de la magnífica edificación que -a través de sus silencios- estaba elaborando, como pensar que (a pesar de que sabía que lo interesante de la historia se hallaba en el punto de vista de Lolita) se decidiera a gastar su esfuerzo en contarlo desde el prisma desde el que nos lo narró. Tenemos entonces que aceptar que Nabokov -clarividente- entendió que la obra quedaba mucho mejor si lo contaba desde otra perspectiva, y que la sensación del lector no sería la misma si el autor se lo dejaba masticado (o si lo veía desde el punto de vista de Lolita) que si llegaba por sí mismo a la conclusión. A pesar de que el efecto es sorprendente, hay que reconocer lo arriesgado de la maniobra. A mí me gusta que los mensajes que mando sean sutiles hacia los lectores (el toque Lubitsch, que diría Wilder), pero he de confesar que me sentiría abrumado si tuviera que confiar en que el lector medio recorriera todo ese camino por sí mismo, y temería constantemente ser malinterpretado -¡como, de hecho, a Nabokov le ocurrió, con lectores que se suponían listos! En ese sentido, hay que admirar su valentía. Es verdad que le salió una obra muy redonda, y probablemente a Nabokov no le asustaba (de hecho, hasta la provocaba) la polémica, pero ésta tiene también un doble filo que resulta difícil de controlar.

Entre las que han escrito en profundidad sobre este libro encontramos, por ejemplo, a Azar Nafisi. Ella defendía una visión incluso más feminista que la mía en su libro, donde a Humbert le llama directamente violador, y donde ella también se encandila de la frase de que "Lolita no tenía otro sitio adonde ir". Es apasionada de Nabokov, y ha leído también varias de sus novelas. Pero, ¿qué pasa cuando te atreves a decir que has leído "Lolita" en un país donde dominan los fanáticos extremistas -en gran parte iletrados- como es el Irán de los ayatollahs? En eso trataremos en la segunda parte de este post, donde, esta vez sí, hablaremos de su libro, "Cómo leer Lolita en Teherán". Nos vemos entonces. Felices, complejas, largas, y enrevesadas lecturas mientras tanto.

sábado, 1 de septiembre de 2018

El relato de septiembre: "Casa cercada" (III)

Después de la primera y segunda parte, llega el final de "Casa cercada". Aviso que, si hasta el momento el relato sólo ha sido turbio, en esta sección la crueldad llega a su máxima definición. Como os dije, os prometo pastos más alegres donde retozar en el futuro, incluso partiendo de estos mismos temas. Por otro lado, si creéis encontrar una cierta referencia a Cortázar, congratularos y no os alarméis: no es casualidad.

Allá vamos. No diréis que no os lo advertí:

Casa cercada (III)

El túnel era agreste, sucio, húmedo. Se le habían colado ramas y animales muertos procedentes de las lluvias. Al pisar el suelo, los intrusos notaban crujidos anómalos que no querían preguntarse a qué se debían, e incluso algún raudamente acallado gemido. Salcedo y De la Cruz avanzaban con precaución, no sabían si tanto respecto a lo que se había acumulado en el túnel como a lo que había producido introducirse dentro de él. Les costaba avanzar sin luz artificial, la cual habían creído innecesaria al inicio del pasaje -donde la iluminación de los fluorescentes de la sala de reuniones les era suficiente en ese tramo- y que ahora les hubiera hecho tanta falta, pero habían avanzado demasiado como para regresar. Por eso, se desplazaban tanteando las paredes, meditando sobre qué estaba pensando el antepasado de De la Cruz cuando proyectó el pasadizo, y si creyó que de verdad indígenas filipinos resucitados –o tal vez reales, hijos o bisnietos de los que él mató- iban a asaltar su particular guarida.
                -¿Te imaginabas así el final de la fiesta?-trató de romper el opresivo silencio Salcedo. De la Cruz, hosco, replicó:
                -No creo que haya llegado el final. Para ser sincero, no sé qué final va a tener.
                -Sabes lo que te quiero decir. Si tu abuelo tenía un interesante legado que dejarte, va a ser desde luego menos apasionante que lo que podrás narrarle a tus nietos.
                -Me importa un pito mi abuelo o nadie más que no sea Natalia. Tengo que intentar volver junto a ella cuanto antes. La verdad, creo que ahora mismo debería darme la vuelta.
                -Por tu padre, Roberto, no me dejes solo. No pienso quedarme a oscuras aquí.
                -Puedes regresar conmigo si te apetece. Nadie te lo prohíbe.
                -Sabes que aquello es una ratonera. No sé lo fuerte que era el dispositivo que montó su antepasado (que fue construido hace más de un siglo, por cierto), pero no creo que aguante eternamente la mala leche de esos tipos. Y no te digo como encima les dé por emplear la tecnología moderna que atrapen por ahí. La única solución razonable es dirigirnos afuera. Y por Dios que no pienso hacerlo sin ti.
                -Luis, eres adulto; entiendes estas cosas. Me debo a Natalia. Está indefensa y ella debe ser mi prioridad.
                -¿Me dices que sea adulto, y me sueltas esa frase tan pueril de princesas que requieren protección?-masticó y casi escupió sus palabras-. Además, Natalia no es tan inocente como te piensas.
                Hubo una breve pausa.
                -¿De qué estás hablando?-se revolvió De la Cruz.
                Salcedo parpadeó incómodo. Se le notaba en la cara que había hablado de más. Sin embargo, adoptó expresión de resignación:
                -Bah, qué cojones. Quizás no salgamos vivos de aquí. Además, supongo que antes o después te irían con el soplo. ¿No te han contado lo de mi affaire con Natalia?
                De la Cruz le miró incrédulo.
                -¿Tú?¿Precisamente tú?
                Salcedo se encogió de hombros.
                -Ya me conoces: soy muy de romper los estereotipos. No van a ser sólo las mujeres las que tengan que arrodillarse de vez en cuando para conseguir un ascenso, ¿no? Sabes que la familia de Natalia tiene mucho poder en la región. Fue una cosa muy breve, y me abrió un par de puertas. Me dio la sensación de que se quedó un poco colgada por mí. Quizás por eso aceptó con tanto entusiasmo mi sugerencia de proponerte lo de restaurar la casa de tu antepasado. Pero a los tres nos ha venido bien, ¿no? Al menos, hasta esta noche. Aunque no creo que esto hubiera podido predecirlo nadie, la verdad.
                De la Cruz apretó los puños, callado. Por alguna extraña razón, aunque se sentía dolido en su fuero más íntimo, se percibía incapaz de reprocharle nada a Natalia. En cambio, a Salcedo… Cuando salieran de ésta, se iba a enterar.
                Sin embargo, no le dio tiempo a pensar en causas y consecuencias pues se terminaba el camino y llegaba, desde la parte de arriba del túnel, una luz cercenada por la sombra de sólidos barrotes. Desde su altura, se elevaba hacia el mundo exterior un pozo. El lugar de salida que el antiguo De la Cruz auguraba que, quizás un día, tendría que utilizar. ¿Se imaginaba en alguna ocasión que debería emplearlo su descendiente?¿Y que sería justamente contra sus mismos enemigos?
                -¿Cómo se sube?-cuestionó Salcedo.
                -Creo que hay una escalera.
                Ascendieron. Los trajes de fiesta no eran los mejores para aquel ejercicio, y los travesaños de hierro acumulaban vegetación, humedad y óxido. Aún así, consiguieron llegar al final. Iba De la Cruz primero, Salcedo detrás. Así hasta que de golpe, de frente, una máscara tribal emergió de golpe, interfiriendo con la luz procedente del sol.
                Hasta que se dieron cuenta de que no era una máscara, sino el rostro de un indígena que les miraba con cara de odio, la clase de facies que antecede a matar.
                El enemigo agitó los barrotes histéricamente, tratando de desestabilizarlos. Luego se echó hacia atrás, desde donde -de algún lugar invisible- localizó una lanza con la que intentó ensartar a los españoles a través de los agujeros entre los hierros. Los dos europeos se desequilibraron, pero consiguieron mantenerse pegados a las escaleras y manejarse para huir aceleradamente hacia abajo, sin dejar de mirar angustiados en dirección al techo, desde donde cayó la lanza por entre los agujeros. Aquella lanzada provocó el miedo entre los fugados, incluyendo la caída de De la Cruz, que recibió un fuerte golpe de costado contra el suelo. Salcedo contempló con horror cómo el filipino había saltado sobre las barras de metal y brincaba repetidamente con el objeto de romperlas, hasta que finalmente el metal cedió y cayó a plomo, junto con lo que hasta hace unos segundos había constituido la tapa del pozo. El filipino, recién aterrizado, cayó hacia atrás, conmocionadas sus rodillas por el golpe, pero a pesar de ello, se sostuvo sobre la pared del pozo y contempló a Salcedo con los ojos encendidos como ascuas. Este último se quedó paralizado mientras veía cómo el indígena, con los pies sorprendentemente indemnes a pesar de la brutal caída, avanzaba hacia él, tropezándose primero con el cuerpo exánime de su amigo. Salcedo vio entonces su oportunidad: salió corriendo a toda velocidad, como alma que lleva el diablo, sin tratar de rescatar a su supuesto amigo. Claro que éste, de refilón, sí que pudo captar la traición que su compañero le acababa de asestar… Pero en ese momento, recuperada la consciencia, quizás estaba casi más asustado porque a pocos centímetros de su cara, el rostro de un salvaje con intenciones homicidas no le paraba de analizar...
                De la Cruz arrojó un puñado de tierra y barro a los ojos de su enemigo. Luego, propinó una patada que golpeó al otro en la pierna y le derribó. Cuando De la Cruz se levantó y agarró la lanza que había quedado olvidada a un costado se dio cuenta de que, espectro o no, aquel él era un hombre normal que había resultado afectado por la caída, aunque por el efecto de la adrenalina aún no se le había notado. Y ese hombre tenía carne, y sangre y vísceras, y todas ellas empezaron a teñir su cara conforme De la Cruz clavó con saña varias lanzadas sobre el cuerpo desgarrado del otro. Unos segundos después, el cuerpo de su enemigo perdía la vida entre convulsiones, y De la Cruz se sentía empapado, sucio y satisfecho, cubierto por fluidos propios y ajenos. Por un instante, el español se tranquilizó, al descubrir que aquellas figuras espectrales podían sangrar.
                Claro que, meditó mientras escuchaba ruidos y siseos arriba, eso implicaba que no eran del tipo de fantasmas de los que atraviesan los cuerpos, sino de los que los desmiembran.
                De la Cruz pensó rápido. Se quitó las ropas. Le arrebató las suyas también a su rival fallecido. No le hizo falta empaparse de su sangre, ni manchar su smoking, ya de sobra maltrecho y ajado. Despeinó sus cabellos y se impregnó la cara de barro. Era una locura. Pero era la única que se le ocurría para seguir viviendo.
                El pequeño ejército bajó con eficacia y rapidez. Menos ansiosos que su compañero, se apoyaron en el brocal del pozo, y con una especie de boleadoras engancharon una cuerda a la parte superior del pozo, recurso que aprovecharon para descender a toda velocidad. De la Cruz trató instintivamente de adoptar la pose y los ademanes de los que, en desde ese momento, se habían convertido en sus compañeros de armas. Sin embargo éstos, enfervorizados ante lo que creían el cadáver trajeado de uno de sus enemigos, no parecieron reparar en exceso en él. Casi más con gruñidos que con palabras inteligibles –en el supuesto de que De la Cruz hubiera podido comprender su idioma-, los atacantes se orientaron en dirección al pasadizo para transitar por el camino contrario que habían recorrido los españoles. De la Cruz se preguntaba qué podía él hacer al respecto antes de que llegaran fatalmente a la casa, donde tendría lugar la fatídica y predecible conflagración.
                De la Cruz estaba nervioso. No era hombre que reaccionara bien ante la presión. Como ciudadano de posición acomodada, nacido en una situación privilegiada, estaba acostumbrado a que el viento soplara a favor, y tendía a sudar profusamente cada vez que se encontraba en una circunstancia que sentía incontrolable. A veces incluso, en los contextos en las que se hallaba más tranquilo, un oscuro pálpito procedente de su interior le incitaba a provocar algo que pudiera fastidiarlo, lo cual abarcaba desde ganas de desnudarse en público, delante de una reunión de familiares y amigos íntimos, hasta la de precipitarse al vacío al borde de un mortal acantilado, acciones todas ellas que hasta ahora siempre había reprimido pero le habían hecho asumir que, en cierta medida, en su fuero interno guardaba un impulso de autodestrucción, y quizás también de aniquilamiento de los demás. Era también poco tolerante al fracaso. Recordaba particularmente, ahora que Salcedo le había subrayado la traición de Natalia, un día hace unos cuantos años en que tuvo un enfrentamiento verbal particularmente grueso con el padre de ella, un millonario destacado ante el cual Roberto de la Cruz se sentía siempre de vuelta a la infancia, como un adolescente atado de pies y manos, impotente ante lo que los adultos pudieran opinar. Aquella noche, De la Cruz pagó su frustración con Natalia, sintiéndose gozoso de hacer el amor con la hija del magnate bajo el techo de la propia casa de aquel individuo, en las sábanas de raso que habría mandado lavar su esposa a las criadas, colocando a la heredera en una serie de posturas humillantes que una señorita nunca admitiría en voz alta y que hubieran enrojecido y escandalizado a su señor progenitor y hecho recordar el nombre de ciudades malditas en su siempre adorada Biblia. Sin embargo, Natalia no lo pasó mal, ni mucho menos; todo lo contrario, se sintió excitada con la rebeldía que una niña de colegios cristianos disfruta al beber de manera furtiva un breve sorbo de agua bendita, con lo cual De la Cruz no pudo consumar en cierta medida su venganza, aunque por otro lado quedó aliviado porque, pese a sus particulares inseguridades, él no quería pretendía hacerle daño a Natalia; hoy, bajo las revelaciones de Salcedo, quizás hubiera cambiado de opinión, aunque sabía que de igual manera se habría arrepentido a posteriori de hacerlo y, más tarde también, de desearlo. Por eso era consciente de que, en cuanto llegaran a un lugar desde donde pudiera atacar a sus ahora mismo compañeros de camino, debería infligirles todo el daño posible, para así proteger a las personas de esta habitación –de las que, se había dado cuenta, sólo le importaba de verdad Natalia. El resto le daban bastante igual-.
                Ya intuía una luz al fondo. De la Cruz intuyó que era el momento de actuar. Sin embargo, antes de que pudiera hacer nada, un individuo le empujó contra la pared: De la Cruz le reconoció como el líder de quienes les habían atacado, y aunque no se hubiera acordado de él no habría tardado mucho en saberlo. Por su sonrisa macabra, dedujo que el disfraz que había pergeñado no le había burlado en ningún momento, y que ahora se proponía retenerle mientras sus amigos montaban la gran escabechina y De la Cruz asistía, una vez más indefenso como un niño, al apocalipsis de sus amigos. Fueron unos minutos infinitos, angustiantes; pero, finalmente, De la Cruz se libró y salió corriendo hasta la habitación donde la lucha sucedía. Cuando llegó, lo primero que se encontró fue el cadáver de Natalia plácidamente tumbado sobre el suelo: yacía de espaldas y con un profundo tajo en la garganta, pero una serenidad en la mirada que indicaba que probablemente no había sufrido y ni siquiera había visto llegar al criminal. De la Cruz se hundió en un abismo de lágrimas, de dolor, sufrimiento… Luego, de manera paradójica, sintió alivio: lo peor ya había ocurrido –aunque fuera de la forma más dulce y menos hiriente posible-, así que ya no había nada más terrible que pudiera pasar.
                Roberto de la Cruz alzó entonces la vista. Observó el panorama. Había muerte y destrucción a su alrededor; persistía aún la batalla. Vio a los indígenas filipinos, vestidos como él, llenos de barro como él, rajar, asesinar, desventrar, repartir flechazos. Sintió ganas de descargar la ira y la agitación a sanguínea que invadía pulsátilmente sus sienes. Divisó entonces a Salcedo tratando de escamotearse por una esquina. No lo pudo resistir; era ya inaguantable. Se abalanzó sobre él.
                Le agarró de los cabellos, por la espalda, y le clavó una de las pequeñas hachas que había robado al hombre al que Salcedo, escapando, le entregó. Ensartó el arma con denuedo sobre la espalda, entre los omóplatos, a la altura de las costillas, hasta los riñones. Le hizo volverse la cara, momento en que Salcedo, aullante de miedo, le reconoció. Unas palabras de súplica, de perdón, asomaron a su boca, pero De la Cruz también las interrumpió de un hachazo. No se detuvo hasta que al fin consiguió hacer realidad la amenaza que habían empleado sus adversarios, insistiendo a lo largo de la columna vertebral, hasta que el cadáver seccionado de Salcedo cubrió el suelo, como si fuera un fruto maduro y fraccionado. De la Cruz, de repente, y de manera catártica, tras aquel acto de inusitada violencia, se sintió en paz: se notó libre. Le dejó de invadir la impresión perenne de medias tintas, de vivir todo el tiempo acobardado, de almacenar peligrosamente ganas de llevar a cabo acciones irreversibles que su fuero interno entraba en pánico sólo al pensarlas en realizar. Se sentía, en contraste, lleno de vida, como nunca lo había llegado a estar en el pasado.
                Detrás suya, el líder del movimiento insurgente sonrió. Sonrió casi tanto como lo había hecho al permitir a De la Cruz entrar en la habitación, donde sus hombres ya habrían dado cuenta, bajo su mando, antes que nada, de la chica a la que el descendiente de su enemigo se había abrazado nada más el conflicto empezó. Sonrió porque aquel hombre le recordaba muchísimo a su antepasado: porque él también –al contrario de lo que rezaba su versión y su leyenda- se vio obligado, tras una acción militar desafortunada, a infiltrarse entre los filipinos y también él (también bajo el conocimiento consciente de los indios) fue forzado a matar a los suyos, y tras hacerlo, contra todas sus creencias, se sintió otra persona más libre, más manso, mejor. Por eso el español huyó apresurado de nuevo a su patria; por eso construyó esta casa y estos muros, donde, mutuamente de él y del mundo, se escondió. Para huir de la persona en la que se había convertido, para renegar del individuo que fue, y como el que, para su vergüenza, le había gustado demasiado actuar. Aquella era la maldición que las futuras vidas de De la Cruz estaban obligadas a sufrir por siempre; la fatalidad que se repetiría, llorosa, por toda la eternidad…
                El filipino sonrió, al verse victorioso a aquellas horas del día,  y con la casa tomada…