“Podéis hacer lo que queráis. Podéis
pinchar, secuestrar, torturar, esclavizar, violar, extorsionar, machacar,
asesinar, lo que queráis dentro de mi territorio. Salvo con niños”. Las reglas
de “Eduarllí”, el padrino que controlaba buena parte del área metropolitana de
Barcelona, eran claras. Nadie tenía muy claro de dónde procedían (hablaban de
la muerte de un hijo suyo a una edad muy temprana pero, como es natural, el
tema estaba proscrito), al igual que el origen de su nombre, el cual muchos
creían que había surgido de una versión en inglés macarrónico del nombre del
célebre actor Edward G. Robinson. Aunque, en realidad, por su aspecto físico,
este mafioso de acento catalán era más bien una mezcla de Al Pacino haciendo de
“Scarface”, Robert de Niro haciendo de Robert de Niro, y el boxeador Poli Díaz,
con su nariz partida, tratando de no hacer de Poli Díaz. En todo caso, era una
norma irrenunciable. Para otros mafiosos, no: los niños podían sufrir tanto
como los demás, o el descuido y consiguiente infracción podía perdonarse a
cambio de unos cuantos billetes de alto valor o varios kilos de droga. Pero
para Eduarllí, aquello era el punto de no retorno. Por eso, cuando se escuchó
aquello de que el dueño de una compañía aseguradora había estafado a varios
miles de familias, causando con ello la muerte de cientos de niños de manera
silenciosa durante décadas por andar regateando con su seguro médico, Eduarllí
lo tuvo muy claro: si en esas circunstancias no podía actuar la policía (pues
la batalla legal se intuía larga e infructuosa), allí llegaría él. Muchos
seguramente argumentarían el manido debate de “no se debe hacer mal por mal”, o
“no debemos defendernos de los malvados con sus mismas armas”, pero eso a
Eduarllí, como él solía decir, “se la pelaba”. Alguno de sus correligionarios,
un poco más cultivado que los otros, le destacó que algo muy parecido había
ocurrido en la película “M”, en la cual un grupo de mafiosos deciden, porque un
asesino de niños le da mala fama al barrio –y más problemas con la policía-, arrestar
por su cuenta al criminal. Pero a Eduarllí le importaba poco lo políticamente
correcto, la respetabilidad, lo conveniente o el acoso policial. Eduarllí era
un hombre “hecho a pelotas, y a pelotazos”, como solía decir él, y cuando había
tomado una decisión, la había tomado, y ya no había manera de echarse atrás, ni
tampoco atrevimiento en contradecirle. Así que esa noche partieron unos cuantos
de sus hombres, con el propio Eduardllí a la cabeza, para que no se le olvidara
el sabor de la calle, o eso defendía él, y también porque tenía ganas de
hundirle una barra de hierro en la cabeza a aquel maldito asesino. Nadie le
detuvo: era su territorio, nadie lo controlaba más que él (ni siquiera la
bofia, mucho menos la bofia) y, además, nadie en su sano juicio hubiera osado
detenerle.
Narrar lo que aconteció en las oficinas
de la empresa de aquel canalla sería de mal gusto, además de introducir a quien
lo narra en un problema legal. Digamos que fue como una historia de amor: todos
se habían retirado, incluyendo los guardias de seguridad del recinto, intuyendo
que a los recién llegados les agradaría más que la velada romántica fuera a
solas. Más tarde, el encuentro fue un flechazo: todos los que se encontraban
allí supieron inmediatamente leer en la mente de los otros lo que iba a
ocurrir, como cuando a primera vista surge el amor. “Y después”, citando al
juglar, “para qué más detalles. Copas, risas, excesos. Cómo van a caber tantos
besos en una canción...” Cuando Eduardllí y sus hombres terminaron con la cita,
salieron satisfechos y gozosos, con una sonrisa y –algunos- un cigarrillo en la
boca, acordándose todavía de la belleza que habían dejado atrás.
La noche a la que habían salido
presentaba buena temperatura, un frescor húmedo, y momentos más brillantes
alternando con otros más oscuros a causa de las nubes que de vez en cuando
interferían con la luna llena. Los mafiosos estaban felices, y lo demostraban.
Unos minutos antes, acababan de perpetrar una de las actividades que más les
gustaba, y esta vez podían decir que la habían ejecutado, de alguna manera,
perteneciendo al bando de “los buenos”. Placer sin remordimiento. Se les notaba
la alegría. Alguno había aprovechado para echarse un trago en el gaznate. Fue
entonces cuando empezó a llover.
Al inicio fue una lluvia fina, pero
constante. Luego se puso a jarrear. En esas circunstancias, el grupo no se
disolvió del todo pero, de alguna manera, quedó menos integrado. Cada cual
quedó un poco al arbitrio de las circunstancias meteorológicas, buscando
escapar por entre las callejuelas, tratando de encontrar el camino a casa. Pero
no era fácil, porque la lluvia se había vuelto tan densa que los mafiosos
estaban teniendo dificultades para reconocer las calles de su propia ciudad. De
repente, lo que era una noche festiva se convirtió en una épica imposible para
tratar de volver a su propio hogar.
La lluvia nos va perdiendo, nos va
cambiando… Los hombres extravían el rastro, unos de otros, al igual que si se
trataran (como dice la novela) de desubicados perros de la lluvia… Al mismo
tiempo, el aguacero modifica el alma de los hombres, y también sus propósitos. En
un momento determinado, los hombres de Eduarllí se sienten aislados unos de
otros, confundidos. Nadie sabe del todo por qué está aquí… ninguno tiene claro
cómo ha acabado metido en esa trampa mortal…
En el maremágnum en que se había
convertido dicho viaje, uno de los mafiosos acaba aislado, perdido en un
callejón en mitad de ninguna parte. Cegado por la lluvia, cuando por fin puede
alzar la vista en dirección a un lugar adonde dirigirse, lo único que contemplan
sus ojos, a un lado del callejón, es la presencia de un niño refugiado entre
unas mantas. El mafioso, conmovido seguramente todavía por el acto que acababan
de llevar a cabo en nombre de unos cuantos niños indefensos, se acercó despacio
a aquel chaval de la calle, no se sabía muy bien si para solicitarle ayuda,
inquirirle por sus circunstancias, u ofrecerle auxilio de su parte tal vez.
Aunque quizás, en este momento, sea quizás mejor escuchar el testimonio de otro
niño vagabundo, situado en el extremo opuesto del callejón, que lo había
contemplado todo desde un lugar donde no podía ser descubierto por ninguno de
protagonistas de aquel suceso inesperado, y cuyas palabras quedaron reflejadas
en el atestado policial:
<<Yo llevaba horas allí. En
realidad, era mi sitio habitual para dormir, el lugar que había conseguido después
de mucho tiempo que me perteneciera, o al menos que me fuera asignado. Al otro
chico no le conocía. No le había visto nunca. Cuando llegó el otro tipo, el
delgadito, observé una reacción muy extraña. Normalmente, la gente pasa de lado
sin vernos, sin fijarse siquiera, o intentando no entretenerse demasiado. Este
hombre no. Este hombre se acercó al otro chico, alargando la mano, como si le
estuviera diciendo algo, como si le quisiera ayudar. No llegué a entender lo
que le decía. Pero hubiera dado igual, teniendo en cuenta lo que ocurrió a
continuación.
>>No sé muy bien cómo explicarlo…
No sé si me van a creer. La verdad es que no se veía mucho. Estaba oscuro, la
lluvia lo tapaba todo, como si se tratara de un velo, y tan sólo unos cuantos
rayos de luna aislados permitían vislumbrar lo que pasaba. El ambiente estaba
muy enrarecido. A lo lejos resonaba el retumbar de los truenos. Fue… como si el
tiempo se hubiera parado, como si se encontrara en marcha la típica pausa que
se produce antes de que suceda algo terrible en una película de terror. Como si
todo el mundo se moviera a cámara lenta. Yo miré a aquel hombre alargar la
mano… y entonces vi al chico. No se levantó del todo, ni siquiera estoy seguro
de que se moviera, pero hubo algo en él que, de alguna manera, se incorporó. Y
entonces ocurrió lo de los ojos… Se volvieron de un amarillo brillante,
intenso, mortífero… Lo pensé, juro que lo pensé. Lo supe justo antes que de su
mirada surgieran dos rayos fulminantes que partieron al tipo ése en dos. De lo
siguiente que ocurrió no tengo ni idea. Yo me tapé entre las mantas, esperando
que no me vieran. Creo que el chico, cuando se fue, pasó a mi lado. Pero no
puedo asegurarlo.
>>Lo único que puedo decir, lo
único que puedo jurar a ciencia cierta, era que en aquel momento lo tuve claro.
Pensé en aquellos sucesos de los que había oído hablar, los que habían ocurrido
en Madrid y Cádiz. En aquel momento hablaban de héroes, de gente que iba a
producir cambios. Y lo que en aquel momento se me pasó por la cabeza era que, a
unos cuantos metros de mí, había contemplado el advenimiento de un algo
distinto. Una respuesta, de similar fuerza y medida. Un adversario. Pensaba en
aquel chico de ojos amarillos y supe que se acercaba una conflagración. Y por
eso dejé pasar media hora, cuando estuve al 100% seguro de que él se había ido,
y me marché temblando. Porque no quería estar allí cuando todo aquello
empezase. Todavía me quiero esconder… aunque no estoy seguro de a cuánto
distancia me puedo escapar.
¿CONTINUARÁ...?