lunes, 18 de noviembre de 2024

El relato de noviembre: "Borrado"

                El juez ajustó sus gafas de montura metálica sobre la nariz para de esa manera escrudiñar mejor la pantalla de su ordenador.

-Bien… Tenemos aquí un caso de…

-Asesinato, señoría.

El juez levantó la vista.

-¿Disculpe? -se dirigió hacia la acusada, fijándose por primera vez de manera detenida en ella. Era una joven morena, no sólo en cuanto al cabello, sino en cuanto al cuerpo, aunque costaba fijarse, porque buena parte de su la superficie expuesta se hallaba cubierta de tatuajes.

-He dicho “asesinato, señoría”. Por si no ha quedado claro.

 -¿Sabe que no es habitual que la acusada alce la voz en esta fase del proceso, verdad?

  -Sí, lo sé.

-“Lo sé”… señoría.

-Disculpe, señoría

-Por ese tipo de cosas es por lo que la gente suele requerir un abogado, y no asumir su propia defensa.

-No hará falta, señoría; creo que es más fácil que todo lo referente a esta cadena de sucesos se lo cuente yo misma.

El juez musitó brevemente.

-Bueno… Por muy irregular que resulte… quizá eso sea lo mejor -pensó al reflexionar acerca que quedaba poco para la hora de comer, y que le gustaría ir abreviando-. ¿Por qué no nos relata su historia… desde el principio?

-Eso es lo que esperaba, señoría. Todo empezó cuando yo salí de casa aquella mañana, habiendo dejado a un chico en mi cama. Ya sabe, el típico polvo de una noche del que no quieres saber nada al día siguiente…

El fiscal se levantó como un resorte.

-¡Protesta, señoría!

-¿En base a qué? -preguntó el juez, aunque le agradaba la interrupción. Sentía que la acusada no iba a adaptarse a las normas clásicas de un juzgado, y le convenía una pausa al respecto. El problema era que el fiscal se había levantado más por instinto que por una razón jurídica argumentada, así que sólo pudo farfullar, a duras penas, un:

-¿Qué tienen que ver… las actividades nocturnas de la acusada… con el asunto que nos ocupa?

-Oh, nada en realidad -argumentó la muchacha-. Pero proporciona contexto, y aporta una nota de color. Si estuviéramos en una película, diría que sirve para comprender mejor la motivación del personaje.

 

Cuando la mujer salió del edificio, pudo sentir los rayos del sol calentando el tatuaje tan peculiar que tenía dibujado en la nuca. Precisamente, acerca del cual, el chaval nórdico que aún dormitaba entre sus sábanas se hallaba soñando justo en el instante antes de despertar.

Cuando se levantó, le extrañó no encontrar a la chica con la que se había acostado la noche anterior, y en cuyo apartamento se encontraba. Y le sorprendió más todavía localizar una nota que decía: “Siento haberte dejado así, pero tenía que irme a trabajar. No te conozco de nada, así que podrías ser perfectamente un ladrón y desvalijarme la casa. Pero creo que sé calar a las personas, y estimo que no harás eso. Aun así, si me robas, puedes llevarte lo que quieras menos los ordenadores y los discos duros: ahí tengo toda mi vida. Llevártelo sería para mí una putada, y estoy seguro de que eres buena gente, así que apostaría lo más preciado que tengo a que no eres capaz de eso. Cierra sin llave, y que te vaya bien”.

 

-Dígame -detuvo su disertación el juez-, ¿suele hacer esas cosas muy a menudo?

-Señoría, éste es el tipo de comportamiento que…

 El magistrado acalló al fiscal; la acusación se estaba enardeciendo demasiado en sus protestas, y si él había hecho una pregunta, era porque pretendía saber la respuesta.

-En ocasiones, señoría. Me dejo llevar mucho por mis impresiones. He sufrido muchos chascos, sí, pero suelo acertar la mayor parte de las veces. Además, tampoco le había dicho a este chico la verdad al cine por cien: en realidad, guardo copia de todo. Los archivos se almacenan de manera automática en línea con un ordenador que tengo en casa de mis padres. Digamos que, si hubiera perdido algo aquel día, sería en pago por un exceso de credulidad, pero nunca nada irrecuperable.

 -Entiendo -garabateó el juez unas pocas frases en un papel-: prosiga.

 

Un rato después, la chica se encontraba detrás de su mesa en el centro médico. Entonces, entró en el edificio una mujer de mediana edad. De vestimenta elegante, bolso de marca, peinado de peluquería de postín… La típica persona que dirías que no tiene un problema en la vida. Y, sin embargo, el azoramiento que transmitía, la sensación de agobio, no le pasó desapercibida a la intuitiva muchacha, quien preguntó rápidamente si la podía ayudar.

La mujer iba a hablar pero, antes de decir ninguna otra cosa relacionada con el motivo de su visita, del fondo de una garganta cargada de resuello le salió, directamente del estómago, y sin pasarle por el cerebro, una frase:

-Me encanta ese tatuaje.

Hubiera sido un problema, dada la profusión de adornos que la recepcionista desplegaba a nivel de la piel; pero, por suerte, el dedo de la mujer señalaba claramente el retrato de un violinista sobre una luna, cargada de cráteres, la cual flotaba etérea a nivel de su antebrazo.

-Ah, sí. Tengo varios diibujos relacionados con la Luna. Es por mi nombre -se señaló la chapa que adornaba su camisa de trabajo, “María Luna”-. Lo comparto con unas montañas y con un lago, entre infinidad de accidentes geográficos. Y todos llevan al mismo sitio: a mí.

Sonrió. Aquel gesto pareció tranquilizar a la mujer y sus tribulaciones infinitas.

-Cuando yo era pequeña -comentó la recién llegada- mis padres me quitaron el chupete. Como me costaba muchísimo desprenderme de él, me dijeron que se había quedado en la Luna. A partir de entonces, me convertí en una experta en exploración espacial. Medio en broma, medio en serio, me repetía que, desde que yo había nacido, el ser humano no había vuelto a visitar su superficie, y por tanto no podían recuperar mi chupete. Así que cuando China anunció una expedición a la Luna, estuve siguiendo la retransmisión, como otros devoran con pasión un partido de su equipo de fútbol. Sabía que todo aquello era un chiste, pero, de alguna manera, el recuerdo de aquella mentira cariñosa de mis padres me hacía creer que, quizá, un día los astronautas encontrarían mi chupete, y se sorprenderían enormemente de lo que habían encontrado allí.

La mujer se llevó la mano a la boca:

-Qué estupidez. Le estoy contando esta tontería sin ningún sentido, tan personal, sin venir a cuento… Debe de pensar que soy una loca.

Sin embargo, María Luna no creía eso. Se acordaba de aquella vieja leyenda según la cual, Caín, cuando fue condenado a vagar por la Tierra, acabó en la luna, y fue por tanto el primer extraterreste, y el primer selenita, recordándole que detrás de un símbolo tan maravilloso como nuestro satélite también existe también un lado oscuro, uno que todos llevamos detrás (como la propia Luna, meditó) y que por lo común no sale a la luz. También reflexionó para sus adentros: “me ha contado algo muy personal. Me corresponde contarle algo muy personal también”.

-Ese tipo de sensaciones nunca son estúpidas. Por mucho que nos cueste explicárselas a los demás. Un día, no sé por qué, teniendo una de estas típicas conversaciones en las que arreglas el mundo, hablando de novios, una amiga me comentó que una compañera suya creía que había algo mucho peor que unos cuernos: que tu pareja se quede con las ganas de acostarse con alguien y no lo haga. Decía que ese resquemor es el que acaba destruyendo una relación. En aquel momento yo me reí (“claro, sí, esa opinión es de tu amiga, ja, ja”), pero luego, con el tiempo, y cierta madurez, me he dado cuenta de que, seguramente, en unas cuantas circunstancias, tenía razón. Y me pregunté qué historia había detrás de aquella chica…

La mujer se quedó congelada ante ese comentario, como si le hubiera tocado una fibra muy sensible de su ser. Tanto, que sólo entonces pareció darse cuenta de que llevaba en la mano un marcador, el típico separador de páginas entre libros, de un color enarcado muy llamativo. La mujer alargó la mano para pasárselo a la chica de la mesa, quien lo asió con delicadeza: se fijó que sobre el separador de papel había una marca grabada, una especie de rayajo hecho a bolígrafo. Era el típico detalle que solía fijarse, en las bibliotecas, cuando alguien se había dejado un marcapáginas olvidado en algún volumen prestado. El clásico recordatorio (junto con tickets, listas de la compra olvidadas, papelitos con anotaciones) de que los seres humanos somos capaces aún de pasarnos cosas mano a mano, transmitiendo de alguna forma una especie de conexión.

-Puede quedárselo -argumentó la mujer, con las mejillas rubicundas de pudor, para estupefacción de la receptora; a continuación, la paciente rogó, como en una disculpa-. ¿Puedo ver al médico, por favor?

               

-Señoría, sigo sin saber a qué nos lleva todo esto -rezongó el fiscal.

-La verdad es que yo tampoco lo entiendo, señorita.

-¡Aquel diálogo…!-expresó la joven-. Había sido una conversación sincera, abrupta y sin tapujos, entre dos personas que no se conocían de nada. Sabía que esa mujer había pasado por un momento dramático, porque, de no ser así, no se hubiera abierto ante mí con esa sinceridad. Es importante que ustedes sepan lo profundo que llegó a ser ese momento, para que lo puedan entender en toda su magnitud… Sobre todo…

-¿Sobre todo por qué, señorita?-la tiró de la lengua el juez, al darse cuenta de que titubeaba.

-Sobre todo porque, cuando nos volvimos a ver, ella no se acordaba de nada.

 

El rostro de María Luna se había tornado lívido después de aquella última interacción. 

 -¿Te pasa algo?-le preguntó su compañera.

Claro que le pasaba algo. La mujer había vuelto, un tiempo después, al centro médico. Había pedido, una vez más, ver a los doctores. Sin embargo, no había reaccionado en absoluto cuando María Luna le recordó la conversación (“el tatujaje, ¿lo ve?”). No la había ignorado, no trataba de fingir que aquel hecho no había ocurrido: era puro y diáfano olvido. Como si su mente se hubiera quedado en un apabullante blanco, que había golpeado a María Luna con toda su brutalidad.

 -A lo mejor se le ha olvidado -le comentó una compañera-. Tú misma has dicho que estaba muy alterada cuando vino aquella vez.

-Una charla así no se olvida. Tiene que haber ocurrido algo antes.

  Empezó a repasar los archivos.

 -¿A qué ha venido?-preguntó a su compañera.

 -Tiene una operación… de cierta importancia. Le han detectado un aneurisma y se lo van a quitar. Hace unos años hubiera sido una operación imposible, pero estos cirujanos han desarrollado una nueva técnica que permite eliminarlo con una sencilla operación -a aquella enfermera le encantaban los procedimientos médicos, y se explayaba en explicárselo a propios y a extraños, sin importarle demasiado si se hallaban interesados en el proceso-. Luego sólo requerirá que permanezca vigilada durante el postoperatorio una noche y, despúes, a casa. Habrá eliminado una bomba de relojería que podría haber acabado en su vida en cualquier momento, y lo más probable es que, como contrapartida, no tenga ningún efecto secundario. Es verdad que aún no han depurado del todo la técnica, algunos se quedan todavía en el quirófano, pero la inmensa mayoría…

-Ey, mira esto…

La enfermera se acercó a contemplar el registro que su amiga había desplegado en la pantalla.

-Tía, no puedes mirar esto. Son sus datos personales, te la puedes cargar.

-Pero fíjate… Fue a la Unidad de Borrado el mismo día que habló conmigo, unas cuantas horas más tarde. Ahí pasó algo, y tengo que averiguar qué es.

-Te estás metiendo en un lío…

 

-Y se estaba metiendo usted -proclamó el fiscal.

-No tenía dudas acerca de ello -expresó María Luna-. Sin embargo, no tenía más remedio: yo aún no lo sabía, pero a aquella mujer tan sólo le quedaban veinticuatro horas de vida.

 

Un rato más tarde, María Luna se encontraba sentada al lado de un chico joven con perilla y fino bigote, muy estiloso. Al chico, ella le gustaba, y eso se notaba a la legua. Probablemente por eso se encontraba explicándole con detalle a María Luna su trabajo:

-Esta pastilla, realmente, fue una revolución. Cuando se descubrió que este medicamento podía actuar sobre la formación de recuerdos, se abrió un mundo nuevo de posibilidades. Se había investigado mucho para el estrés post-traumático, para ver si era posible eliminar los recuerdos aquellos episodios terroríficos que nos atosigan durante años, pero sus efectos, en los casos antiguos, han sido bastante discretos. En cambio, es buenísimo para memorias que no se han aposentado todavía. Si vives una mala experiencia, tómate esto antes de dormir, y se te olvidará todo lo que haya ocurrido a lo largo del día anterior: incluyendo aquel acontecimiento que tanto te perturba. En algunos casos, por supuesto, no podrás eliminarlo del todo: te acabarás enterando de que un familiar tuyo ha muerto, pero al menos no almacenarás en la mente el trance tan duro que viviste cuando lo pasaste. Quizá, en cambio, sí que acabes borrando por completo a aquella imagen del soldado muerto que, repetida en tu mente, te hubiera conducido a la locura.

-¿Y en cuanto a las mujeres?

-¿Las mujeres?

-Para una mujer, esta pastilla tiene una aplicación muy evidente.

-Sí, no niego que es de las primeras ideas para las que se en su tiempo se especul…

-Pero no te puedes tomar la pastilla sin más, ¿no? -fue al fondo del asunto María Luna-. Tienes que hablar antes con una persona que te la recete. Que te confirme que, en efecto, este medicamento es lo más adecuado para pasar el trauma; que te comente lo que puedes esperar. Y a quien se lo cuentas todo, ¿verdad? Porque no queda eliminado de manera absoluta, ¿no es cierto?

-Es cierto que nos relatan lo que les ha sucedido, para que podamos valorar la idoneidad del tratamiento, y también lo registramos, por si acaso, en algún momento, alguien aspira a recuperar esos recuerdos. De hecho, el paciente puede solicitar que le mandemos un mensaje, indicándole que tiene un trozo de su pasado aquí almacenado, por si le apetece averiguar…

-O sea, que existe un registro escrito…

-Eeeeh… Sí… Pero nadie pude acceder a él: se encuentra terminantemente prohibido…

María Luna se fijó en que, mientras el hombre rehuía su mirada con los ojos, su vista se concentraba en una parte de su anatomía.

-A la gente le suelen llamar mucho la atención mis tatuajes.

-De hecho, hace un rato que estoy pensando en cómo quedaría uno de ellos sobre mi piel.

-¿Por qué no lo probamos ahora mismo?

 

-¡Señoría!

-En mi descargo -adujo María Luna-, el chico era mono. La verdad es que no me importó ni lo más mínimo sonsacarle así la información.

 

-Qué asco -decía María Luna mientras pasaba las páginas del informe en la tablet, con los dos en la cama-. Que esto le tenga que pasar a tantas mujeres, tantas veces…

-Por lo menos, la cosa no acabó de la peor manera posible -replicó el joven-. Parece que el tipo se entretuvo más de lo que debía, gritó demasiado, acabó alertando a unos vecinos, y salió corriendo. La mujer sólo se llevó un susto.

-Pero menudo susto… No me extraña que la pobrecilla quisiera desterrarlo de su mente.

-Sí -suspiró el muchacho, mientras se ponía la ropa-. Por desgracia, en esto consiste buena parte de mi trabajo… Tiene sus cosas buenas, pero también…

-De todas maneras, aquí hay algo que no me termina de cuadrar -siguió rebuscando detalles María Luna en el expediente-. Todo esto ocurrió después de salir de la consulta del médico. Y en cambio, cuando yo la vi, ya se encontraba abrumada.

Hubo un largo intercambio de miradas entre los dos.

 -¿Y?-replicó él.

-¿Cómo que “y”? Una mujer viene rota a una consulta médica. Acude en un estado atroz, con mal cuerpo… ¿Y justo unos instantes después, está a punto de que cometan con ella una agresión sexual?¿No son muchas casualidades el mismo día?

 El otro se encogió de hombros.

 -Las casualidades ocurren. Continuamente. Además, ¿no dices que el motivo de la consulta era discutir qué hacían con un aneurisma? Eso deja descompuesto a cualquiera.

-Ya, pero la cita estaba concertada con semanas de antelación; era algo que seguramente ya había analizado, estudiado, digerido… No, la mujer que yo vi acababa de sufrir un shock reciente. Un revés que no se esperaba, que la pilló de sorpresa… Me pregunto qué sería…

El chico frunció los labios.

-La verdad, no sé decirte… Estuvo muy nerviosa todo el tiempo que estuvo aquí, pero con lo que había pasado, no me extrañó nada. Bueno, sí -se llevó la mano a los labios-. Cuando la estuve informando de los efectos secundarios (la rutina habitual) acerca de que olvidaría prácticamente cualquier evento dentro de las últimas veinticuatro horas… Se llevó la mano al bolso, no sé si para buscar el móvil… Pero de repente, encontró un marcapáginas y ahí fue como si le diera ya igual el resto. Lo dejó a un ladito y me dijo: “bórralo todo”. Recuerdo que aquella conducta me llamó mucho la atención.

A la joven se le iluminó la mente.

-¿No tendrás por ahí todavía ese marcapáginas?-inquirió ansiosa María Luna.

-Ahora que lo dices, si no lo he tirado, quizá…

 

-Un par de marcapáginas con extrañas marcas inscritas. Eso era todo lo que tenía; aunque tuve suerte; tenían un logo que los identificaba como pertenecientes a una biblioteca municipal. Así que me encaminé allá. ¿Cómo describirles -y, sobre todo, para qué aburrirles con ello- cada una de las pesquisas que hice? Observar quién se encontraba en el mostrador de recepción y, por sus caras, intuir todo lo que sabían, y asimismo lo que callaban. Constatar cómo, aparentemente, los marcapáginas se distribuían a modo de regalo entre los usuarios, pero unas veces sí y otras no. Preguntarles a los asiduos de la biblioteca pública si alguna vez los habían recibido. Aprovechar la pausa para fumar de una de las bibliotecarias para preguntar a fondo. Y al fin, descubrir la verdad: el marido de la mujer que nos interesa, la mujer-problema (por alterar la connotación negativa que normalmente se adscribe a ese término) estaba enviando mensajes a su amante, la bibliotecaria, a través de los marcapáginas de los libros, y ella le estaba mandando misivas de vuelta. Las señas en el marcapáginas, que yo había encontrado escritas a lápiz o a bolígrafo, eran códigos, disfrazados de inocentes rayajos, que indicaban disponibilidad y un lugar donde quedar. El día en que la mujer del misterio acudió al médico, acababa de pasar por la biblioteca, donde le había montado un escándalo a la amante, después de confirmar sus sospechas. Luego, había acudido al médico, donde había tenido lugar nuestra trascendente conversación. Seguramente fue ese diálogo la que incitó a aquella persona, inmersa en tantas zozobras interiores, a abandonar el marcapáginas en la Unidad de Borrado de Memoria (no se llama así, pero todas la conocemos por ese nombre; ya me entienden, ¿no?) y decidir olvidar. Olvidar: precisamente lo que pretendía su marido cuando mandó a esa persona a atacarla. Porque sí: no fue una casualidad, la envió él. Hoy en día no es difícil hacer eso: en la Dark Web hay tarifas, e incluso subastas donde puedes pujar hasta alcanzar un precio por matar a alguien, violarla, o simplemente darle un susto, en un plazo razonable de tiempo y dinero. Por desgracia, realidades como ésta forman parte de nuestro descarnado y proceloso mundo normal.

-¿Entonces, ése era el objetivo?-interrogó el juez, perplejo-. ¿Borrar una simple infidelidad?

-Las infidelidades, señoría, no tienen nada de simples. Menos todavía, como luego nos enteramos, cuando era ella la que poseía todo el dinero, y él quien lo perdería si ella se divorciaba. Pero no, ése no era el propósito; no es tan fácil destruir recuerdos, no así como así. Quizá se te olviden las últimas veinticuatro horas, pero no los indicios anteriores, esas primeras contradicciones que te han llevado a atar cabos: si tienes posees suficientes, por mucho que hagan tabla rasa de tu memoria, quizá averigües mañana lo que ya descubriste el día anterior. No, su marido no tenía la intención de eliminar una infidelidad. Quería hacer algo mucho más sencillo: pretendía posponer una cita médica.


Una operación quirúrgica programada, por definición, no suele ser algo muy emocionante; los cirujanos, con precisión, abren, cortan, extirpan, tratando de realizar su trabajo con máxima minuciosidad; si fallan, el error les perseguirá a lo largo de toda su vida. En cambio, si aciertan, aquello será sólo un día más, que no habrá necesidad de recordar, ni que aniquilar con una pastilla.

Después, durante el postoperatorio, la paciente permanece tumbada en la cama, dormida. Un gotero le suministra morfina para aplacar el dolor. El medicamento procede de una máquina que está preparada para proporcionarla al ritmo y cantidad adecuadas. Salvo que la máquina haya sido modificada, y la dosis que viene de camino, y que cae lentamente a través de gotitas resbaladizas, haya sido ajustada para producir la muerte…

Hasta que un par de dedos, con fiereza, aprietan el cable e interrumpen el flujo del gotero.       

-¡Pero señora!, ¿qué hace? -grita histérico el enfermero.

-Cállese; sé lo que me hago -esgrime María Luna-. Avise a los médicos: si suelto estos dos dedos, el paciente morirá. Por favor, vaya deprisa.


La mujer, de cabellos blancos y gafas redondas, se colocó sobre el puente de la nariz estas últimas (quizá en un movimiento reflejo que copiaba al del juez) mientras prestaba declaración.

-Lo cierto es que tenía razón. Ella le había salvado. El gotero había sido hackeado para que mandara una concentración anormalmente alta de morfina que provocara el fallecimiento del paciente. Si no hubiéramos estado advertidos, ni tan siquiera lo hubiéramos mirado: habríamos atribuido la muerte al aneurisma y a la operación, como sigue ocurriendo aún en un cierto porcentaje de los casos. Fue la acción de… esta señorita -señaló a la acusada- la que nos puso sobre la pista.

-Dígame -solicitó el juez, que se sentía ya muy cómodo recabando información por sí mismo-, ¿es normal que se pueda -iba a decir “piratear”, pero prefirió un vocablo más técnico- interferir con esta clase de aparatos?

-Hasta ahora le hubiera dicho que no, doctor. Sin embargo, tuvimos una vulnerabilidad hace unos cuantos meses. Como sabe, los servicios informáticos de un centro médico están interconectados y, varias fechas atrás, sufrimos un hackeo: un grupo terrorista nos pedía una cantidad descomunal de dinero, o si no, todos nuestros dispositivos digitales colapsarían. Ahora mismo, toda la medicina depende de ordenadores, o de aparatos que se manejan en red. Significaría que no podríamos hacer nada: todo el sistema se vendría abajo. No podríamos trabajar, ni operar, los pacientes morirían en cuestión de horas, o quizá días. A raíz de este suceso, le pedimos una revisión externa a una compañía, que dispuso una reorganización general a nivel de todos los equipos, Incluyendo, aunque no éramos conscientes, la posibilidad de acceder en remoto a las bombas que suministran morfina mediante goteros. En un principio, esa centralización no nos hubiera importado: de hecho, es política habitual en algunos hospitales, para evitar modificaciones no registradas. Pero después de esto, tendremos que revisar nuestros protocolos.

-Y la reestructuración informática la había llevado a cabo…

-La empresa del marido de la paciente, señoría. Sin duda fue de eso de lo que se aprovechó. Era consciente de que, si se retrasaba la operación del aneurisma, entraría en juego el nuevo sistema que él mismo había instalado, y que él tendría la posibilidad de manipular.

-¡Protesto, señoría!¡Es una especulación!-argumentó el fiscal.

-Sigamos especulando un poquito más -prosiguió impasible el juez-. Señorita -volvióse de nuevo hacia la acusada-… Usted ha declarado que, al tener acceso a la ficha médica de la paciente, sabía que la fecha de la operación dependía de que esta última enviara un correo electrónico al servicio médico: ¿era éste el procedimiento habitual?

-No, señoría -explicó muy tranquila la acusada-. Lo normal es acordarlo en la propia cita médica: si acaso, se suele mandar, después de ésta, un correo al que la paciente debe dar confirmación.

-Pero la paciente lo había dispuesto de esa manera porque…

-Era su costumbre: ese punto lo aclaramos más adelante con ella. No le gustaba tomar las decisiones en caliente, ni que la apremiaran a tomar elecciones vitales. No deseaba la presión de un correo de confirmación. Quería ser dueña de su destino, y enviar ella misma el correo, como si, en cierta manera, tuviera control absoluto sobre su enfermedad. Y así lo hubiera hecho, de no ser porque el intento de agresión sexual, y otras cuestiones, nublaron su cabeza hasta que se olvidó de ese tema. Quizá (y esto nunca lo sabremos, al haberse producido el borrado de memoria) se le pasó por la cabeza que, por culpa de no enviar ese correo a tiempo, la operación podía retrasarse. Pero no le importaba, pues los médicos le habían dicho que la cuestión de los plazos, en este procedimiento concreto, no era vital. Y, en aquel instante, ya se encontraba lo bastante atormentada como para tomar una decisión más.

-No obstante, hay algo que se me escapa -opuso el magistrado-. ¿Cómo sabía el esposo de la paciente que esta última iba a proceder así? Podría haber actuado de manera distinta.

-No es descartable, señoría; pero él jugaba con algo a favor: la costumbre. Esos hábitos que todos tenemos, que repetimos, y que las parejas conocemos, y hasta predecimos, desde la cotidianidad de múltiples años de matrimonio. Una intimidad que, en este caso, quiso emplearse para matar. 

               

-Señoría, creo que ha quedado muy claro -apuntaló su argumento el fiscal-. La misma acusada ha confesado que obtuvo, de manera ilegal, datos médicos pertenecientes a la paciente, atentando contra su intimidad, y obviando su derecho a la privacidad. Con ello, creo que ha quedado demostrado que los cargos de la fiscalía se hallaban firmemente fundamentados.

 -¿Tiene algo que decir al respecto la acusada?

-No puedo sino dar la razón al fiscal: ahora bien, si no hubiera hecho todas esas cosas, no hubiéramos descubierto que el marido de la paciente… Ágata es su nombre, por cierto… Había planeado un ataque que, de acuerdo a los protocolos médicos que todos conocemos, llevaría a un borrado de memoria que colocaría a su mujer en una posición vulnerable, en la cual tendría la oportunidad de acabar con su vida. Todo lo que hice fue en pos de un objetivo mayor: evitar un asesinato. Y, si permite que me ponga poética, señoría, demostrar algo más.

-¿A qué se refiere? -a estas alturas, el juez ya estaba intrigado con las posibilidades.

-A que, en este mundo hipertecnológico que nos hemos creado, donde eres capaz de encender aparatos a distancia, y cada movimiento queda registrado de manera digital, la clave sigue siendo la interacción humana: el marido de Ágata, dueño de una empresa informática, sabía que el contacto a través de un software deja rastro, y por eso engañaba a su mujer a través de un método tan arcaico como mensajes encriptados en un papel, o en este caso unos marcapáginas; por cierto, a través de una biblioteca llena de libros, otro sistema analógico que se resiste a morir. Pero luego, cuando tuvo que improvisar, y aprovechar la cita médica que su mujer tenía ese día para intentar matarla, una vez quedó claro que había sido descubierto, utilizó esos sistemas digitales en los que tan bien suele manejarse. Sin embargo, fue derrotado también por un sistema analógico.

-¿Cuál?-ahora no pudo reprimir la pregunta la acusación. El juez ni siquiera le amonestó.

-La curiosidad humana -volvió la cabeza, hacia el fiscal, la acusada-; ésa que me hizo indagar, bucear en los detalles, adentrarme en lo que no me llaman, entrar a saco; no asumir que las casualidades, o el simple y fortuito devenir humano, se hallaban detrás de determinadas manifestaciones emocionales. El arte de la pregunta y del interés por el ser humano; o, si quieren denominarlo de una manera más liviana, la ciencia del cotilleo; una forma de ser, me atrevo a decir, que nunca morirá en el ser humano, por muchas cosas que la tecnología llegue a cambiar.

Aquella declaración había sentado como un mazazo, que produjo un hueco de silencio en el juzgado. Se produjo un carraspeo desde el lado del magistrado, quien, filosófico, esgrimió:

-Sabe usted también que esa actitud tiene un lado oscuro. Es por eso que existen leyes contra esa clase de cosas. En cierto modo, es el motivo por el que está usted aquí.

-Lo sé, señoría. Asumo esa contradicción. Y de hecho, fueron razones de ese tipo las que me llevaron a alejarme hace años de mi familia. Pero ésa -enunció con voz queda- es otra cuestión.

El juez revisó sus notas. Todo había quedado ya dicho, y sólo le quedaba emitir un veredicto. Resopló un par de veces.

-A la vista de las pruebas aquí expuestas, no me cabe duda de que la acusada ha cometido los delitos que se le imputan -declaró-. Así que voy a condenarla… por el mínimo tiempo y la mínima multa establecidos por la ley, de la cual han sido ustedes informados y por tanto conocen. Por consiguiente, la acusada no tendrá obligación de ingresar en la cárcel, a no ser que vuelva a cometer otro delito. Es usted libre. Aunque debo añadir…

Se quitó las gafas. Contempló a la acusada desde lo alto de su estrado.

-Admiro sus intenciones. Pero no intente de nuevo una acción como ésta, ¿de acuerdo? Puede que el magistrado a cargo no se muestre tan indulgente en la próxima ocasión.

María Luna asintió.

-Señoría, lo entiendo perfectamente.


Fuera del juzgado, las nubes se cernían plomizas en el cielo, pero para María Luna era, en cambio, el más despejado y luminoso de los días. No sólo porque salía libre (cosa con la que no hubiera contado unos cuantos minutos atrás), sino porque afuera esperaba el espléndido rostro de Ágata, ahora libre de la amenaza de muerte y destrucción que, desde que la conoció, sobrevolaba por encima de su cabeza.

-Ya me he enterado del resultado -le explicó la mujer desde los escalones que descendían a la calle-. Enhorabuena.

-Eso está muy bien, pero hablemos de cosas importantes -respondió María Luna-. ¿Qué tal estás tú?¿Qué te han dicho los médicos?

-Por resumir: que a nivel físico, la maquinaria está perfectamente… Pero cuando les explico que mi marido ha intentado matarme… Ay, Dios mío -apoyó su cabeza, tan superada como sobrecogida, sobre el hombro de María Luna-. Tengo la sensación de que el médico quería recetarme una terapia de cariños y besos. Pero eso, ¿a qué farmacia tienes que ir para que te los vayan a dar?

-En ese aspecto, puedes estar tranquila -dijo María Luna, mientras acariciaba aquellos sedosísimos cabellos-. Creo que no habrá problema en entregártelos -sentenció.

Las dos bajaron los escalones del juzgados de manera casi sincrónica, abrazadas, sin necesidad de dirigirse a ningún lugar.

lunes, 11 de noviembre de 2024

El libro (basado en hechos reales) de noviembre: "Grandes películas que jamás verás", de Simon Braund

El arte de hacer películas es uno de los más complicados de que llegue a buen término. No basta con tener una buena idea: hay que redactar un guión sólido, convencer a los actores adecuados, obtener la financiación, y conseguir que el pequeño milagro de poner las cámaras delante de la gente adecuada justo en el momento oportuno, finalmente, cristalice. Y aun así, todavía quedan por resolver buena parte de los problemas. Por supuesto, es un tema que a muchos nos fascina, y al que yo ya le había dedicado un post anterior. Sin embargo, ha caído en mis manos "Grandes películas que jamás verás", de Simón Braund, un libro que no sólo tiene la virtud de tratar de manera exhaustiva la historia de los proyectos sin rodar en Hollwyood: sino que, además, aporta detalles como incorporar hipotéticos pósters en los que además se mencionan intérpretes plausibles para el reparto. En ese sentido, es una de las perspectivas que más se aproximan al siempre atractivo "y si..." con el que nos encanta especular.

Por supuesto, hay películas fallidas que muchos conocemos: un par de Kubrick, numerosas de Orson Welles, el Nostromo de David Lean, varios films de los Hermanos Marx (incluyendo la locura de Billy Wilder "Un día en las Naciones Unidas"), la inacabada última cinta de Marylin Monroe... Otras, en cambio, han trascendido menos: un Napoleón alternativo de Chaplin, la segunda parte de Casablanca, La Guerra de los Mundos con los efectos especiales de Harry Harryhausen, una colaboración entre Alfred Hitchcock y Audrey Hepburn... Algunas de estas producciones fallidas supusieron el fin de estos proyectos, sin que nada se pudiera rescatar, bien porque la visión que aportaba el creador era única (como el Dune de Jodorowsky, el Leningrado y un remake de Lo que el viento se llevó de Sergio Leone, o el Who killed Bambi de los Sex Pistols), bien porque se hicieron otros films (versiones de Bond, Batman o Superman; películas sobre epidemias) que de alguna manera se solapan y hacen muy difícil retomarlas. En algunos casos, lo que ocurrió fue que guionistas o directores decidieron dedicar su esfuerzo a otras producciones en las cuales aprovecharon conceptos descartados: conocida es la historia de que Spielberg tomó el argumento de Night Skies y lo desdobló en E.T. y Poltergeist (aunque hay detalles también en la saga Gremlins); y también puede intuirse una inspiración general de la autocensurada cinta "El payaso que lloró" de Jerry Lewis en "La vida es bella" de Roberto Benigni. Otros films propuestos se han llevado a cabo, aunque no exactamente con la misma óptica: Una princesa de Marte mutó a John Carter, y Tim Robbins dirigió Craddle will rock, quizá de una manera más lograda que como pudo haber llegado a hacerla Orson Welles.

Las fases en las que se han interrumpido las películas tambíen han sido diversas: a veces los creadores tenían más una vaga noción de cómo hacer la cinta que posibilidades factibles de llevarla a cabo. Muchas se han volatilizado por diferencias creativas y guerras de ego entre los implicados, algunas porque el creador se lo pensó -o exigió- demasiado, y otras naufragaron en cuanto entró en juego el dinero. Hubo directores a los que no les dejaron rodar porque su anterior película había sido un fiasco; en determinados procesos intervinieron factores de timing, laborales, comerciales o climatológicos; y ciertos planes se desvanecieron sin una explicación evidente. En algunos casos, estaba hasta elegido el reparto y se habían hecho pruebas de cámara: por ejemplo, L'enfer de Clouzot se hallaba a medias, pero una infernal producción dio al traste con todo. Un caso excepcional es Nailed, de David O. Russell, que se encontraba prácticamente terminada, a falta de una escena fundamental (y quizá unas pocas para armonizar el conjunto), y se quedó paralizada desde entonces. En ese sentido, son proyectos muy difícilmente recuperables, bien porque los actores han envejecido, los directores se han muerto (para desgracia de Peckinpah o Fellini), o los titulares de los derechos se han enzarzado en una confusa batalla legal. Sin embargo, los años pasan, y siempre existe la posibilidad de que se reformulen antiguas opciones: después de todo, los libros (como The white jazz, To the white sea, The white hotel, El jardín de los cerezos o Black Hole) o los hechos reales (como el que se describe en el famoso monólogo de Quinn en Tiburón) permanecen allí para adaptarse, aunque es más difícil que conceptos muy vinculados a su época (el Crusade de Schwarzeneger y Verhoeven) o propuestas que asustaron mucho a Hollywood (la telúrica versión de La tempestad de Michael Powell, un Star Trek extremadamente filosófico) lleguen a ver la luz.

Una de las cuestiones llamativas del libro, por otra parte, es que en el mundo siempre cambiante del cine, donde los proyectos permanecen eternamente en la caja de "historias para resucitar", unas cuantas de las películas que parecían imposibles de realizarse -en el año 2013 en que se publicó el texto- se han llevado finalmente a cabo: entre ellas Megalópolis de Francis Ford Coppola, Killing Pablo, Gemini Man, El hombre que mató a Don Quijote del adicto a los proyectos interrumpidos Terry Gilliam, El juicio de los 7 de Chicago (con algunas coincidencias en el reparto originalmente planificado), varios films de DC, El Alienista (aunque como serie de televisión) y Gladiator 2 (eso sí, con un guion muy diferente del propuesto de manera inicial). De hecho, hay historias hoy en día que aún se esperan, como una adaptación del videojuego Halo, o que lleguen a buen puerto Frank o Francis (de Charlie Kaufman), Torso y Cita con Rama de David Fincher, o un viejo guión muy alabado denominado Edward Ford. Otras posibilidades, en cambio, como un último episodio de la Pantera Rosa con Peter Sellers, a lo mejor han salido mejor paradas al no ver la luz. También está el caso de "La conjura de los necios", que tiene la leyenda de haber inducido a la desgracia a todos los que se han visto involucrados en ella (en algunos casos con resultado de muerte, y otros sólo con patinazos artísticos); o proyectos tan masivos que intimidan, como Shantaram, la cual sigue planteando hoy en día si constituirá un fiasco descomunal, un magnífico triunfo artístico, o una subyugante mezcla de las dos cosas. En todas las películas que se describen en este libro, desde luego, había cosas que fallaban -porque, si no, al final hubieran salido adelante-; pero, teniendo en cuenta el nivel de otras historias que sí terminaron de materializarse, y la audacia que exhibían algunos de estos films imposibles, desde luego, uno se queda con la curiosidad de echarles un vistazo.

Algunos proyectos fallidos se han homenajeado en otras películas: The Flash por fin mostraba a Nicholas Cage, en pantalla grande, en el papel de Superman, tal y como lo imaginó Tim Burton; y Deadpool vs Lobezno rendía a tributo a Channing Tatum en su empeño de caracterizar un personaje de Marvel.

Eisenstein, Wong Kar-Wai, Kevin Smith, Carl Dreyer, David Lynch, los Beatles, se han visto embarcados en varios de estas odiseas que no finalizaron con el retorno del héroe a casa. Sin embargo, esto sólo sirve para recordarnos lo frágil que es la creación artística, y por tanto lo emocionante que es que continúen llegando a nuestras pantallas nuevas películas y, de vez en cuando, buenas historias. Y brindemos porque fluyan muchas más.

viernes, 1 de noviembre de 2024

Una vida de libros: Terry Pratchett en "El Gato de Hubble"

Era raro que en "El Gato de Hubble" no le dedicáramos un capítulo a Terry Pratchett, un escritor de fantasía que (por muchas razones que desgranaremos a lo largo del programa) tiene mucho que ver con la ciencia, pero sobre todo con el sentido del humor y una forma muy curiosa de entender el universo y la existencia en general. En este episodio, hablaremos de su biografía, y por supuesto de su obra: entre otras muchas cosas, Dani os contará la curiosa relación de Terry con la tecnología, Almudena hablará a fondo de "Buenos Presagios"*, y yo daré vueltas a partir de lo que he leído no sólo de su literatura, sino de la biografía "Terry Pratchett. Una vida con notas al pie", que recomiendo tanto para los fans de Terry como los que anden interesados en descubrirle. Por supuesto, también os incito a leer toda su obra, tanto la famosa saga del Mundodisco -resumida en la imagen de abajo- como otros textos, los cuales incluyen libros para adultos, pero también infantiles y juveniles**, algunos de las cuales todavía tengo pendientes. Así que espero que disfrutéis con cómo, a lo largo del programa, hablamos de Terry, y cómo a ratos nos salimos por la tangente, lo cual veo muy lógico porque, cuando empiezas a hablar de libros y de buenos escritores, es normal que tiendas a hablar también de todo lo demás. Esa es la magia de las historias reales, de las imaginarias, y de la vida y la Muerte (en este caso en mayúscula) a sus múltiples niveles. Os dejo con el podcast: espero que os saque una sonrisa.


*Como nota al pie (como veréis, las notas al pie son importantes para Terry y para este programa), incluyo algo que no mencioné en el podcast: en "Buenos Presagios", Pratchett y Gaiman se lanzaban elogios por las partes que había escrito el otro... pero también tenían disputas a raíz de secciones que, según cada uno, ellos no habían redactado, y que parecían haber surgido de la nada y adquirido vida propia. Ojo, que no se peleaban porque no les gustaran, sino al contrario, porque les encantaban. Es lo que tiene escribir un libro a cuatro manos sobre asuntos demoníacos: nunca se sabe quién puede haber metido las pezuñas en ello.

**Añado que Terry es un autor difícil de clasificar en cuanto a edad, porque se habla mucho de que su literatura es "juvenil", pero en realidad la mayoría de los libros son disfrutables por todo tipo de edades, y sobre todo por adultos. Eso sí, Terry Pratchett le daba mucha importancia a la literatura infantil y juvenil -lo consideraba un retorno en agradecimiento a esos autores que le fascinaron de pequeño y le incitaron a la lectura- y tiene voluménes específicos de esos géneros que han sido muy aplaudidos (como "Nación", "Solo tú puedes salvar el mundo", los libros de Johnny, y los de Tiffany Dolorido), aunue no los mencionemos demasiado en el podcast.

Guía de orden de lectura del Mundodisco que ha encontrado Almudena, aunque los tres éramos conscientes de la existencia de varios esquemas distintos: desconozco de dónde procede ésta en concreto -yo la he localizado aquí-, hay versión en español, y como véis ahí se marca por dónde recomendaba empezar Terry ("Rechicero", una de mis favoritas). En este mapa conceptual se clasifican los distintos tipos de obras, incluyendo algunas que son ampliaciones (por ejemplo, un cuento infantil -"¿Dónde está mi vaca?"- que sale nombrado en una de las novelas, o el famoso libro de cocina de Tata Ogg, que puedo recomendar en primera persona, tanto en cuanto a recetas como a hallarse a la altura del desternillante personaje que supuestamente lo ha escrito). Hay también incluidas -como mencionaba Almudena al final del programa- libros ilustrados, cuentos, etc..., que no he contabilizado como parte del Mundodisco cuando hablaba de él porque no son "historias largas" (novelas/aventuras gráficas) propiamente dichas, pero, obviamente, también forman parte del universo.

lunes, 21 de octubre de 2024

El relato de octubre: "Rutina"

                La vida se basa en hábitos. En costumbres productivas que, si las practicas, te llevan a resultados exitosos. O así lo creía (Nº UNO) el capitán Stormhold, quien, aquel día, como todas las mañanas, se levantó –no sin antes asir su pistola, como hacía por instinto cada vez que se despertaba-, se tomó su desayuno hiperproteico, hizo sus cincuenta dominadas simplemente para poner a tono sus músculos, y se acercó a la jaula donde criaba aquel hámster que, durante seis meses, había cuidado con mimo y candor, desmigándole previamente la comida que le depositaba en la boca para hacerle más sencilla la digestión, y que así creciera sano. Sin embargo, en esta mañana concreta, levantó la tapa de la jaula, y mientras el animalillo vacilaba sobre si debía salir a explorar en libertad, el capitán Stormhold clavó un cuchillo que atravesó de parte a parte el hámster y lo ensartó en el suelo de lo que hasta hacía nada había constituido su hogar (y ahora era tumba). El animalillo temblequeó brevemente un par de estertores mientras el capitán Stormhold terminaba sus preparativos sin inmutarse: si para hoy -día especial- había puesto a punto sus músculos, también había entrenado su alma, demostrando que era capaz de destruir aquello que amaba si en algún momento era necesario para el resultado global.

                Después de cargar los bártulos en la furgoneta, se colocó en el asiento del conductor y arrancó. Empezaba la recogida. Era también otra rutina que practicaban en aquellas ciudades donde iban a ejecutar trabajos: cada uno se alojaba en un hotel, piso franco o pensión de mala muerte, y luego les recogían a todos justo antes de acometer el golpe. Los integrantes del grupo iban vestidos de paisano cuando entraban en el vehículo, para no levantar sospechas, y luego en el interior se pertrechaban de las armas y el resto del equipo. Porque claro, si hubieran contemplado a (Nº DOS) Johnnie Woo, con su traje elástico ajustado al cuerpo y su rifle de mira telescópica, quizá se hubieran asustado. Era más sencillo despedir al (Nº TRES) doctor Doubleday -un fornido médico al que le encantaba el excursionismo- que decirle adiós (en su camino hacia una masacre) a DoubleDouble, un musculoso asesino por encargo preparado para matar de cuarenta formas distintas, y además de lanzar diez bravatas y exageraciones por cada una de ellas. De hecho, esto se pudo comprobar en cuanto entró dentro de la furgoneta (Nº CUATRO) Shayna Wein, quien, vestida de incógnito como una turista que se dirige a un lugar tropical, se mostraba despampanante, con sus voluptuosos labios ejerciendo de promesa a lo que su escueta ropa permitía asomar de sus sensuales curvas.

                -Me hace arrepentirme de pecados que aún no he cometido –señaló, socarrón, DoubleDouble.

                El comentario iba dirigido a (Nº CINCO) Big Waya, una enorme mujer africana que, debajo de sus gafas de lente única, no necesitaba una visión muy aguda para apuntar su bazooka, ya que lo que necesitaba sobre todo era mantener la posición para evitar el retroceso del disparo. No obstante, Big Waya respondió con un aún más mordaz:
                -No tienes ninguna oportunidad de tocar carne con ella. Es más de pescado, ¿sabes?

                -¿Y tú cómo estás tan segura de eso?-replicó, casi molesto, DoubleDouble.

                -¿Tú qué crees?-sacó la lengua, juguetona, Big Waya entre los dientes. DoubleDouble no sabía si tomárselo como una fanfarronería o como una confesión real: es difícil, entre los asesinos profesionales, saber lo que están pensando.

                Como complicado era averiguar lo que cruzaba por la mente de (Nº SEIS) Yain Sheck, la joven asiática de rostro impenetrable que, en sus ratos libres, ajustaba, con un iris mecánico en un ojo y una anteojera en el otro, la calibración de sus armas. Como decían sus compañeros, con aquella especie de monóculo oscuro, parecía una heroína de película, y le hubieran hecho chistes a costa de ello de haber sido, de manera indudable, una mejor aún villana en la vida real: había poca gente que se hubiera reído de ella que viviera para contarlo.

                El contraste no podía ser mayor con el último integrante del grupo que recogieron, (Nº SIETE) Çuryu Talek, el cual se subió a la furgoneta con unos pantalones de chándal y una camiseta desgastada, y no pensaba ponerse encima ningún artefacto más, salvo el arma y un solitario accesorio de último minuto. De no ser porque sus compañeros sabían cuán excepcional era su eficacia, no lo habrían incluido jamás en un equipo como el suyo. Aunque los resultados le avalaban para el delito en que iban a incurrir aquel día.

                -Perdonad –se disculpó el asesino turco-, tenía que dejar a los niños en la guardería.

                Porque en cuanto salieron de la furgoneta, desplegaron toda su capacidad: rápidamente, se dirigieron cada uno a una de las entradas del pequeño aeropuerto (incluyendo aquellas que sólo conocían los operarios del mismo), sacaron sus armas y, a fuerza de disparos al aire, controlaron a trabajadores y usuarios, que acabaron en muy pocos minutos tumbados boca abajo sobre el suelo, con las manos en la nuca y abiertos de piernas, intimidados por la amenaza de muerte que se cernía sobre ellos. En algunos casos, no hizo falta ni disparar: la pinta de Johnnie Woo, como salida de una novela gráfica distópica, servía para amedrentar de manera casi inmediata al personal. En cuanto a Çuryu Talek, en ropas de andar por casa y con su careta de Mickey Mouse para ocultar su rostro, no impresionaba mucho, pero en cuanto colocó una mano en el bolsillo y alzó la otra con el arma, la cosa cambió ligeramente. Sobre todo porque disparó en muy poco tiempo tres tiros de tremenda precisión que impactaron en cada una de las letras del nombre de un restaurante de comida rápida situado a más de cincuenta metros, demostrando que a puntería no le ganaba nadie. O casi.

                -El que saca la pistola para no usarla es un parguela –susurró el turco en voz baja mientras caminaba (“correr, ¿para qué?” era su lema) para reunirse con sus compañeros. Allí, hubo una situación que les sorprendió: un hombre de edad madura yacía en el suelo, boca arriba, inánime, aislado de la multitud. Big Waya levantó la mano:

                -Culpable. Sacó una pistola e intentó usarla. Debería haber hecho como los guardias de seguridad y obedecer. Por lo demás, todo controlado.

                -Ahora, sólo tenemos que ir a por el oro –clamó gozoso DoubleDouble, quizá demasiado alto, considerando el secretismo del plan.

                -De todas maneras, será mejor registrar a ese maldito bastardo –dijo Shayna Weyn-, para saber qué hacía aquí con un arma, no sea que al final su maldita presencia nos agüe la fiesta.

                Cuando Yain Sheck se acercó para registrar al fallecido, no tuvo que esforzarse mucho para apreciar que Stormhold ya se había adelantado y, de paso, le había clavado un cuchillo al finado en el corazón:

                -No estaba muy seguro de si se había movido durante el registro y, por si acaso…

                Sheck observó algo escéptica el agujero de la bala que Big Waya había insertado entre las dos cejas del hombre que se había resistido, y murmuró desdeñosa un “Sí, claro”… En todo caso, aceptó lo que Stormhold le tendía: una pequeña libretita Moleskine, la cual empezó inmediatamente a revisar. Sheck, que ajustó el iris mecánico para leer a gran velocidad, pasó las páginas muy deprisa:

                -Es una especie de diario… Se trataba de un policía jubilado… Había seguido el rastro de un asesino en serie al que nunca atrapó, pese a que el caso lo daban por perdido todos sus compañeros… Había seguido investigando por su cuenta hasta detectar que el asesino en serie… iba a hacer un viaje, y para ello debía coger un avión… que saldrá de aquí hoy…

                Sheck alzó la vista, tan hierática como siempre:

                -Vino aquí para atraparle. Por eso había traído un arma. Porque sabía que el asesino estaba en algún lugar de este aeropuerto.

                DoubleDoble parpadeó:

                -¿Me estás diciendo que dentro de este recinto hay un puto psicópata?

                -No estamos seguros de que ese tipo haya acudido al aeropuerto –intervino Shayna.

                -Además, me parece que no es terminológicamente correcto llamarles así –expuso Talek, respondiendo al anterior comentario de su colega-. Un asesino en serie lo puede ser por muy variadas razones, incluyendo…

                -Ey, antes de meternos en una discusión semántica –hizo valer Stormhold su autoridad como capitán-… ¿Alguien ha visto a Woo?

                Todos giraron la vista en derredor, hasta que alguno se fijó en que, debajo de una puerta cercana, estaba empezando a fluir un viscoso charco de sangre.

                -Abrid esa puerta –hubiera dicho alguien, pero no hizo falta. Con una muy trabajada coordinación, los seis miembros del comando se situaron en puntos estratégicos alrededor de aquella entrada hasta que DoubleDouble la abrió de una patada. Penetraron en la siguiente habitación y encontraron, allí, colgado de un andamio cabeza abajo, en una posición grotesca, al último de os integrantes del equipo, mientras de su cuello manaba un reguero de fluidos vitales.

                -Oh, mierda. Ha empezado con las minorías raciales –se lamentó Big Waya-. Si es como los psicópatas de las películas, sabemos que va a ir uno por uno, y ya nos imaginamos a por quién va primero.

                -No sé si esto es como en las películas… Pero si pretende ir a por nosotros –planteó muy seria Sheck, a la vez que cargaba las pistolas; y, girándose para dejar de mirar a su colega muerto, y mientras volvía la vista hacia el resto de sus compañeros, alzó un arma a cada lado de la cabeza y anunció, con una sonrisa de oreja y oreja que resultaba excepcional en ella, y una carcajada tan metálica como hiriente-… aquí le estaré esperando…

¿CONTINUARÁ...?

lunes, 14 de octubre de 2024

La historia corta de octubre: "Niña sirena"

        Hoy ha salido la noticia en los periódicos: la niña sirena, esa monstruosidad de la naturaleza la cual fue operada con notable éxito por unos brillantes cirujanos para restituirle sus nunca poseídas piernas, ya ha dado sus primeros pasos.

          Cuando estaba en el vientre de su madre, la niña, lejos de tomar su condición como una aberración o capricho del destino, lo asumió como una condición ideal. Sumergida en el líquido amniótico, chapoteaba de un lado para otro, y lejos de dar pataditas, se dedicaba a bucear y a cerrar los ojos mientras se zambullía de nuevo en las cálidas aguas de color amarillento (algún día, al recordarlo, comenzará a darle cierto asco, al recordar que parecía y sabía a pis).

            Pero cuando nació, los médicos, sus padres, el mundo, la miraron con ojos asombrados. La vieron como lo que quisieron verla: un humano malformado. Pero se equivocaban. No era un humano: sino una sirena. Mientras constituía un animal mitológico, encajaba perfectamente con su ambiente y con su cuerpo. Considerada como humana, la transformaron en un monstruo. La operación, básicamente, la convirtió en efecto en humana: en efecto, en una humana más.

         Nadie le preguntó si quería dejar de ser sirena. Nadie le planteó la disyuntiva entre gatear y no poder saltar de la cuna (como sirena, en el mar, no hay vallas que te detengan), o seguir los bancos de peces desde el Atlántico al Pacífico. No pudo elegir.

           Hoy contempla sus piernas, con una desconcertante sensación de extrañeza, y sin saber si quejarse o si dar las gracias. Hoy, al dar sus primeros pasos, ha sido como volver a aprender a nadar.

lunes, 7 de octubre de 2024

Los libros de octubre: unas cuantas historias reales

Atlas de las futuras islas sumergidas, de Cristina Gerhardt. Hay un gran número de islas en el mundo cuya altitud media es de tan sólo un par de metros por encima del nivel del mar. Todas ellas están amenazadas por el cambio climático; algunas ya han exportado sus primeros refugiados climáticos: gente que necesita cambiar su ubicación o su modo de vida como consecuencia de la elevación del nivel de las aguas. La autora explora estas islas y archipiélagos a lo largo de los distintos mares y océanos y nos cuenta un poco sobre su historia, sus costumbres, el choque con el colonialismo, la dificultad de conjugar su tradición con el mundo moderno y, sobre todo, los riesgos futuros a los que se exponen. El libro viene ilustrado con mapas que exhiben el peligro que corren estos territorios, y acompañado de poemas locales que expresan las preocupaciones y angustias de sus habitantes. Muy recomendable para amantes de territorios remotos que quieren saber de ellos antes de que se extingan.

No es un deporte de riesgo. Ya hablamos de Nigel Barley cuando mencionamos su ensayo "El antropólogo inocente" y su continuación (sí, ya me lo he leído, y en efecto, no es tan gracioso como el primero, pero tiene su punto). En este caso, el antropólogo británico viaja hasta Indonesia, a la isla de Sulawesi, para aprender acerca de los toraja, un pueblo con unas sorprendentes casas, y unas creencias que derivan en unos aparatosos y absorbentes funerales. Si en el primer libro de Barley daba la sensación de que le timaban por todos lados, y en el segundo era un poco menos ingenuo pero no demasiado, en este tercero te da la sensación de que la elección del autor no es muy acertada, pues los toraja han tenido demasiado contacto con otras culturas como para que un antropólogo saque de ellos conclusiones novedosas. De hecho, en algunos momentos da la sensación de que Barley se ha acostumbrado a hacernos reír y fuerza un poco las anécdotas, por no decir que nos engaña. Pero, en todo caso, el tono de humor lo mantiene, y la lectura, si aceptas su palabra, se hace bastante amena. La parte más espectacular es cuando se trae a su país a un grupo de toraja para un evento en el Museo Británico y quedan palpables las diferencias entre ambas culturas, así como el fenómeno de que la extrañeza ante las costumbres ajenas es un fenómeno multidireccional.

-Más adelante, Barley publicaría un libro sobre las aproximaciones de diferentes civilizaciones humanas al fenómeno de la muerte, titulado "Bailando sobre la tumba", donde emplearía experiencias propias, bibliografía ajena y, sobre todo, la desapegada ironía a la que nos tiene acostumbrados. Aunque, por primera vez, una obra de este autor se parezca más a un texto de antropología que a una colección de anécdotas, quizá la mayor gracia de este volumen es cómo Barley -que había aprendido mucho sobre funerales, especialmente del contacto con los toraja- examina su propia cultura, la frontera que, según dicen, marca que un antropólogo lo es de verdad. Quién sabe: a pesar de protestar tanto sobre el trabajo de campo, parece que finalmente éste le valió a nuestro escritor de algo.

lunes, 23 de septiembre de 2024

Nuevos episodios de "El Gato de Hubble": Abejas, abejitas everywhere

En "El Gato de Hubble", durante dos programas nos decidimos a hablar de abejas. Pero no de manera metafórica (como para explicar las relaciones entre "papás y mamás", o como hacen en "20.000 especies de abejas"; por cierto, el sistema de diferenciación sexual de las abejas es apasionante), sino real. Y, como veréis en el programa, somos grandes fans de estos insectos a rayas (como le ocurre a "Mr. Holmes", las defendemos a muerte, mientras que odiamos las avispas). Pero es que además de entusiasmarnos su biología -que tratamos sobre todo en el primer episodio-, Daniel nos contó su experiencia particular como apicultor, en particular en el segundo programa, dedicado a "Colmenas", donde describió detalles increíbles que ni siquiera habíamos pensado (y alguno que se le olvidó: ¿sabéis que las celdillas de las colmenas en realidad son circulares, y es la gravedad y la interacción entre sí lo que las vuelve hexagonales?).

En definitiva, la experiencia de primera mano de Daniel nos hizo redescubrir a unos bichillos que son muy importantes para nosotros -en gran parte, su supervivencia es la nuestra- y que, aunque nunca podremos comprender del todo, nos han incitado a interesarnos más sobre su vida y la de los apicultores que se dedican a trabajar con ellas. Como suele ocurrir, ha sido de esos programas que me encantan porque yo no sabía nada del tema y, después de meterme, quería conocer mucho más. Espero que los disfrutéis. Zumbad a gusto hasta la próxima.

Posdata: respondiendo a dos preguntas que surgieron durante los podcast, yo personalmente he encontrado varios casos recientes de mujeres apicultoras, y me han descubierto una escena en vivo y en directo en el que llaman a un apicultor para resolver un problema de enjambre, aunque no se resolvió exactamente igual que como nos lo contó Dani, quizá porque tuvo lugar durante un torneo de tenis de renombre mundial.

lunes, 16 de septiembre de 2024

El libro de septiembre: "El imperio veneciano. Un viaje por mar", de Jan Morris.

Jan Morris siempre nos deleita con sus libros de viajes, sobre todo aquellos en los que hay buenas dosis de historia. Y si en "Trieste" nos describía una ciudad que es más famosa por lo que ha perdido que por lo que posee, en "El imperio veneciano" nos habla de una entidad que ya no existe, que fue el conjunto de posesiones que adquirió la República de Venecia (en gran medida, después de hacerle un destrozo enorme a Constantinopla y al Imperio Bizantino) con el objetivo de salvaguardar las rutas comerciales que iban desde Turquía y Egipto hasta Venecia, pasando por el Egeo, el Adriático y amplias zonas costeras de la Grecia continental.

Gracias a este viaje, Morris saca a colación variopintos personajes y localizaciones geográficas a través de las islas Cícladas y Jónicas, Creta, Chipre y la costa dálmata. Es curioso que en todos esos enclaves haya quedado impregnada la atmósfera veneciana, e incluso haya permanecido un recuerdo agradable de su paso por allí, a pesar de que los venecianos en muchas ocasiones se comportaron como administradores cicateros, pragmáticos y déspotas, quienes anteponían antes que nada el beneficio, y que actuaron de manera tan desagradable que muchos griegos acabaron prefiriendo a los turcos. Sin embargo, a través de su sincretismo con la cultura local de las islas (que con frecuencia se mantuvo, aunque fuera por oposición a los gobernantes venecianos) dejaron una impronta que todavía es posible apreciar en esos lugares. En ese sentido, las descripciones de Jan Morris reflejan un mundo ya desaparecido, pero que resulta imprescindible para conocer los detalles de las esquinas de Venecia y de muchísimos rincones del Mediterráneo Oriental.

La arquitectura veneciana en sus posesiones imperiales es muchas veces funcional: castillos, baluartes, fuertes dispuestos para la defensa. Si acaso, a veces la única decoración es el león alado que representa a la ciudad encomendada a San Marcos. Sin embargo, a veces se encuentran mezclas curiosas, como esta torre de iglesia dentro del antiguo castillo de Emporio en Santorini (hoy muy remodelado) que combina función religiosa, militar y hasta estética.

El libro de Morris promete evocación y emociones fuertes y, desde luego, no defrauda. La autora habla de piratas y generales, de gente culta y también de destrozo de obras artísticas, de religión y de enfrentamientos entre cristianos, mientras el comercio se mantiene con los mismos turcos con los que se anda peleando porque, claro, el negocio es el negocio, y eso es sobre todo lo que define a Venecia. Leeremos acerca de Lepanto, pero también de intrigas cortesanas secretas, o de hombres salvajes que se lo jugaban todo a una carta pues tal era su indómita e inalterable naturaleza. Si os apetece un intrépido periplo por mar, no lo dudéis, embarcaos: aunque ya sabéis que, en todo viaje, lo primero que no regresa es la persona que partió, porque siempre vuelve convertida en otra distinta. Así que velas al viento, contemplad el horizonte, y a navegar.

lunes, 9 de septiembre de 2024

Las historias cortas de septiembre: "Sueños regios"

El otro día tuve un sueño. Soñaba que me hacía amiga del Rey Juan Carlos, y entonces se le caían los apuntes. Al ayudarle a recogerlos, compruebo que son de Historia. Le pregunto: “¿Pero qué haces?” Y él me reponde: “Estudio Historia. Es mi deber de rey”. Y entonces me descojono y le digo: “¡Pero no vale!¡Tú eres historia!¡Eso es trampa!” Al final del sueño, alguien pasaba por allí y me preguntaba si éramos amantes: ya lo que me faltaba, pensé, si podría ser mi abuelo.

                                                                       *

Otro sueño, esta vez, con el rey Felipe, comiendo una cena china con palillos. Yo le digo, “Claro, pero lo tuyo no tiene mérito, te lo habrán enseñado desde pequeño”. Es la segunda vez que sueño con el rey en una semana, ¿me estará pasando algo?¿Tendré yo, una republicana convencida, que no fanática, alguna relación extraña con la dinastía de los Borbones? Dice mi novio que quizás le meta estas andanzas al protagonista de algún libro, ¿quiere decir esto que me estoy convirtiendo en un personaje de novela?


lunes, 26 de agosto de 2024

El relato y la historia real del mes: "Apuntes para una novela sobre Carolina Coronado"



Victoria Carolina Coronado y Romero de Tejada, nos dicen las diversas biografías que podemos encontrar por la web -algunas de las cuales nombraremos a lo largo de este esbozo-, nació en 1820 en una familia pudiente de Almendralejo (provincia de Badajoz) de alto nivel cultural  y corte progresista. Tanto, que Carolina llega a bordar de niña una bandera en defensa de Isabel II durante una de las guerras civiles que se desatan entre liberales y carlistas. A pesar de que a Carolina se la educa de manera tradicional para su época, con las restricciones habituales para su sexo, ella sostiene profundas preocupaciones intelectuales y, al mismo tiempo, influida por el movimiento romántico de su tiempo, muestra una honda sensibilidad (hasta tal punto que, si queremos ser un poco malévolos, y teniendo en cuenta anomalías posteriores de su comportamiento, podríamos calificar su personalidad de “intensita”; una definición que también podría ser adscrita a Bécquer, Byron y otros poetas pertenecientes al mismo estilo). En ese sentido, es fácil burlarse de cómo, de pequeña, Carolina defendía que era capaz de hablar con los muertos –este detalle lo comentaremos más adelante-. Al mismo tiempo, sin embargo, ha de alabársele su compromiso social en favor de la defensa de la mujer (así como  en contra de la esclavitud en las colonias) y su extraordinaria actividad política: por ejemplo, ya de adulta, organizando tertulias literarias en las que participan personalidades como Emilio Castelar −a quien, según se dice, llegó a ocultar en una ocasión de la policía. Pero en esta novela esquemática queremos centrarnos en su actividad literaria: cuentan que el primer poema, de los muchos que escribió, está dedicado a la muerte de una tórtola, pero que no podemos conocer su contenido porque la obra fue enterrada con la propia ave. Así se la gastaban los románticos. No debía de ser mala poetisa –por cierto, hay quien dice que el término se crea al tratar de distinguirla de sus homólogos masculinos-, a juzgar de sus contemporáneos, pues tras unos versos publicados a la tierna edad de diecinueve años, su paisano Espronceda le dedica unas líneas, elogiando la composición. Algunos destacan, de sus versos, su extrema belleza. Me llama la atención cómo varias biografías subrayan que sus primeros poemas, en buena medida, están dedicadas a los amores imposibles, en concreto de una figura literaria llamada Alberto que no se sabe si existió. Pero me impacta más todavía que la Wikipedia dice que, supuestamente, ese Alberto imaginario murió en el mar. Así que yo me quiero imaginar cierta escena…

                La superficie del lago, en mitad de Extremadura, se muestra tranquila. Alberto y Carolina (ninguno de los dos llega a los doce años), con esa felicidad en la mirada que sólo se puede detentar cuando se contempla reiteradamente –hasta beberse el alma– a tu primer amor, se acercan con serenidad al velero que les espera en la orilla. Alberto, caballeroso él, se adentra primero en el barco, y le ofrece su mano. Ella, con delicadeza, se apoya en el brazo de su paladín para subir al bote, mientras desplaza con delicadeza los pliegues de su vestido, impidiendo que éstos toquen la superficie de lo que, si hoy no es océano, mañana mismo lo será. El futuro que se abre delante de sus ojos depara, únicamente, felicidad y hermosura.

                No saben que, dentro de sólo un par de horas, ambos estarán muertos, o algo muy similar.

                En la siguiente escena, vemos cómo la tormenta ha invadido por completo el lago. Alberto intenta gobernar el velero, mas le resulta imposible. Carolina trata de ayudarle, pero se siente impotente, pues la fuerza del viento le impide apenas asir los cabos, o siquiera mantener el equilibrio sobre la superficie del esquife. De hecho, cuando va a atrapar una cuerda, se escurre, se suelta de su agarre, y se desliza sobre la superficie del frágil navío. Carolina cae al agua de espaldas. El rugido atronador de la tormenta cesa, y sólo se escucha, bajo el agua en la que se hunde, un silencioso eco letal…

                En ese momento, es cuando se aparece la Muerte. Carolina hubiera creído que, bajo dichas circunstancias, y dadas sus creencias y trayectoria, se le habría manifestado con la tradicional forma de esqueleto caracterizado en hábito oscuro, pertrechado con capucha y una guadaña; pero no. Quizá por ser ella mujer, aficionada a los mundos exóticos, es invocada como una diosa india de múltiples brazos y rostro cual máscara impenetrable, que acompaña cada frase con millones de extremidades desplazándose de manera sincronizada a la vez. Su voz es también cavernosa –a pesar de la seducción que emite-, como si las múltiples gargantas de su interior compitieran por discernir cuál es el tono adecuado en el que deben formular:

                -Te diré cómo va a acabar esto –pronuncia con seguridad absoluta la criatura-: Alberto muere. Tú vives, al depositarte las olas, con suavidad, desmayada en la orilla. Tú llorarás su muerte durante meses, pero te recuperarás y podrás tener, tras el duelo, una aburrida vida normal.

                -Me niego a eso –se opuso ella, quien, mágicamente, no tenía ningún impedimento al respirar, ni tampoco con hundirse. Como si flotara, en completa ingravidez, sobre un espacio etéreo, en lugar de ahogarse-: sálvale a él, mátame a mí.

                -Eso no es posible –replicó la Muerte, tajante-; pero te propongo un pacto. Alberto sobrevivirá: pero tendrá que ser en otro lugar, en otro mundo, sin memoria, sin recordar nada de ti o de la vida que habéis compartido. Y tú saldrás adelante, pero cada vez que Yo vuelva a ti, resucitarás. Eso sí, tendrá un precio: un coste terrible, que habrás que pagar.

                -Acepto, sea lo que sea –no hubo duda en ella-: tengo que salvar a Alberto.

Bajo este prisma, escuchar a Carolina decir que habla con su padre fallecido adquiere una dimensión distinta. Lo mismo ocurre respecto a sus ataques de catalepsia. El primero ocurre en 1844, con veintipocos años, y a la familia de la joven (a quien casi todo el mundo cree muerta) le mandan cartas de condolencia y coronas de flores; por supuesto, a la fallecida en la flor de la vida le dedican poemas que alternan entre la exaltación de la belleza y el dolor. Sin embargo, el médico a cargo se niega a confirmar la defunción: él cree que se halla en una especie de letargo, e incita a los allegados a esperar. La razón confía en este hombre de ciencia. Así hasta que, finalmente, el cadáver despertó.

Con la piel pálida, los tirabuzones negros colocados perfectamente y un vestido blanco impoluto quedó Carolina tendida durante varios días, hasta que una mañana, de repente, volvió a la vida.

Eugenio M. Fernández Aguilar, en Muy Interesante

El estupendo artículo de Fernández Aguilar dedica una larga introducción precisamente a ese temor decimonónico a ser enterrado vivo (ése que llevó a Alfred Nobel a pedir que le vaciaran las venas, por si acaso, antes de introducirle en el ataúd), y los artefactos especiales –por ejemplo, las campanitas atadas al dedo gordo del pie del supuesto finado- destinados a evitar una muerte trágica que, por otro lado, haría las delicias del romanticismo. En todo caso, Carolina despertó, y pudo agradecer personalmente los tributos que le habían rendido sus contemporáneos con un poema. Más adelante, escribiría Dos muertes en una vida, que no se publicaría hasta después de la muerte de la artista. Pero, por supuesto, le quedaba mucho por sacrificar.

Carolina se despierta. No sabe bien dónde está. Se encuentra enterrada, como si fuera dentro de un ataúd, vestida de negro, como la retrató ese famoso cuadro legado para el mundo por Madrazo, y hoy exhibido en el Prado. Pero se halla tranquila: ya ha sufrido esta falsa muerte otras veces, en que fenece por completo, pero retorna después -sin ningún aparente percance- para reincorporarse al mundo de los vivos de verdad. Hasta que, de repente, se aparece de frente la misma Muerte a la que desafió un día en el agua: pero, esta vez, la Dama del Lago se digna sonreír.

-¿Sabes que, en esta ocasión, estabas embarazada?

Carolina siente un hondo pozo negro abrirse de golpe en su interior.

Carolina se casó con Justo Horacio Perry, diplomático norteamericano. Por lo visto, él vivió uno de sus ataques de catalepsia en directo, y aquello fue lo que le incitó a desposarse con ella: dos veces, por el rito católico y por el protestante. Pero las cosas se complicaron con la muerte, antes del año después de nacer, de su hijo varón. El hecho de predecir más tarde el fallecimiento de su hija Carolina, acaecido cuando la chica tenía dieciséis años (y su hermana Matilde, la hija menor del matrimonio, unos doce), no parece haber servido para aliviar la pena causada por el pavoroso trance. Escribe Fernández Aguilar:

Su propia hija menor contempló a su madre correr de un lado a otro cortándose los tirabuzones y gritando desesperada. Carolina parecía negar la evidencia y ordenó embalsamar a su hija con la esperanza de conservarla incólume, la cubrió de joyas e hizo un trato con las monjas clarisas del convento San Pascual, en el Paseo de Recoletos de Madrid, para que dejaran el cuerpo de su hija en un armario de la sacristía. “No abrir, propiedad de Carolina Coronado”.

(…)

Carolina se enfadó con la muerte que parecía negarse a sus deseos, ella quería morir en vez de sus seres queridos, creía que sus episodios de catalepsia habían sido un desafío para la Parca, quien como castigo a su insolencia le había permitido vivir hasta ver fallecidos a casi todos los suyos”.

                El resto de la novela puede encajar fácilmente en el formato de la historia de terror. Pasamos de la época feliz con la familia (en que su palacete en la calle Lagasca en Madrid servía de centro de reunión de la intelectualidad del momento) a un período distinto, durante el cual el matrimonio decide emigrar a Lisboa. Allí, el carácter atormentado de Carolina, consecuencia lógica de los reveses familiares -además de, por si no fuera bastante, una parálisis que la había dejado con escasa movilidad desde antes de su matrimonio-, se recrudeció más todavía. Cuando su marido muere, manda embalsamarle, y hace como si siguiera estando vivo. Habla y discute con él, se acerca para que recen juntos. Hasta le apodaba “el silencioso” o “el hombre de arriba”. De igual modo, se opone a que su hija Matilde se case con el que acabará siendo su futuro marido y, cuando el matrimonio finalmente se produce, le prohíbe que abandone el dormitorio común que madre e hija compartían, incluso en lo que tendría que ser su noche de bodas.

                Carolina fallece a muy avanzada edad. La última etapa de su vida no será fácil, porque además la familia no posee grandes riquezas, después de que su esposo se arruine tras invertir en el cable de comunicaciones submarino que une Europa con América (en un nuevo duelo entre la fantasía y el raciocinio que se disputa, de manera continua, en este siglo XIX. Se puede hablar, en esta novela, de este audaz proyecto, el cual tuvo múltiples fracasos e intentonas; demostrando que la ciencia tarda en funcionar, pero que, cuando lo hace, transforma de manera irreversible el mundo, y hace desaparecer la magia, aunque nunca será para siempre). Carolina, además, rechaza un homenaje que pretenden rendirle sus contemporáneos: lo expresa, como en otras declaraciones públicas a lo largo de la vida –incluyendo una ocasión en la que anunció, de forma a la postre falsa, que iba a dejar de escribir- mediante un poema. ¿Por qué el mundo no recuerda más la labor literaria de Carolina Coronado, a pesar de que hoy sigue estando disponible? En parte sin duda porque era mujer; también, con bastante probabilidad, por su rechazo a estos homenajes, o porque su vida pública fue absorbida por el drama insuperable de su vivencia privada;  dicen que también contribuyeron tantos años de relación con políticos que propugnaban la revolución, lo cual provocó que desde el poder la censuraran.

                En todo caso, en la fase final de la novela, hay que imaginarse a Carolina con más de noventa años, vestida como casi siempre de luto, delante de ese ataúd que, merced a los avanzados medios técnicos de la época (¿sistemas de introducción de aire?; ¿o que permitían abrir el féretro desde dentro?), garantizará que no sea enterrada viva. Entonces, por última vez, en absoluta placidez, se le aparece la Muerte, que conversa serenamente con ella. ¿Qué le dice la Dama Última, para que Carolina acceda a rendirse, y deje de resistirse al fin? No sabemos cuál es la amenaza: pero la anciana se mete en el ultramoderno sarcófago, y cierra ella misma la tapa. Puede que aún siga despierta, bajo tierra, junto a la tumba de su marido, pensando, aguzando el oído para escuchar, de ese mundo de allí afuera, aunque sea algo. Preguntándose, casi seguro, cómo la recuerda la posteridad…