lunes, 24 de febrero de 2020

La historia corta de febrero. Historias del metro (13)


En la estación de Méndez Álvaro, sentado, esperando a mi novia que vuelve de viaje en autobús, yo me vuelvo a la señora que tengo al lado, y le digo:
            -Sabe, llevo cinco años sin ver a mi novia. Me dejó plantado en el altar, y desde entonces no hemos vuelto a vernos. Ella huyó a todas partes, ha estado en desiertos, en glaciares, en selvas, y durante todo ese tiempo, de lo que tenía miedo era de volver a casa. Ha pasado por guerras, ha tenido mil amantes, la han tratado mal en muchos sitios, fue encerrada y torturada por un grupo armado en una guerrilla. Y ahora, después de todo este tiempo, de tantas cosas en su vida, ha conseguido una alta posición social, se ha casado con una persona rica y tiene un trabajo estupendo, pero yo conseguí por fin encontrar su teléfono, y la llamé y le dije que si quería volver, que yo estaría dispuesto a recibirla con los brazos abiertos. Ahora, si la veo subir por esa escalera, es que quiere decir que lo ha abandonado todo por mí, y que a pesar de todo, me quiere...
            Y la señora, visiblemente emocionada, giró la cabeza para contemplar el extremo de esta escalera.

            De repente, mi novia apareció llevada por las escaleras mecánicas. Yo emití una inmensa sonrisa, y me acerqué hacia ella, nos besamos levemente, y comenzamos a andar en dirección hacia la salida. “¿Qué tal Zaragoza?”, le pregunté, “Ah, pues nada”, me respondió, “es extraño, te he echado de menos, pese a que sólo fueran cuatro días”. Cuando volví la cabeza, la señora de antes estaba llorando. Mi novia, siguiendo mi mirada, también se fijó y me preguntó extrañada:
            -¿Tú sabes qué le pasa?
            -No sé, la verdad –respondí-. Cosas suyas, supongo.

lunes, 17 de febrero de 2020

Las recomendaciones de febrero: cuentos y cuentistas

En este blog nos hemos referido con frecuencia a excelsos contadores de cuentos. A lo largo de los posts, he podido homenajear a algunos de mis favoritos: Borges, Poe, Cortázar, Esteban Erlés, Stabironets, Asimov, Ray Bradbury, Robert Louis Stevenson, Mark Twain, Galeano y tantos otros... Aprovecho para mentaros unos cuantos libros construidos a base de cuentos a los que creo que merece la pena echarles un vistazo. ¿Preparados? Comenzamos.

-"Los peligros de fumar en la cama": Mariana Enríquez crea atmósferas inquietantes en las que la adolescencia, la sensualidad y el terror sutil están ahí para hacernos dudar de la inocencia de los objetos cotidianos. La autora ya publicó libros de cuentos previos ("Cosas que perdimos en el fuego") y recientemente se ha pasado a la novela con "Nuestra parte de noche", ganador del Herralde de novela.

-"Relatos de lo inesperado", de Roald Dahl. Por mucho que se le considere un autor infantil, el británico ya había demostrado una mentalidad retorcida con "Cuentos en verso para niños perversos". En "Relatos de lo inesperado", un conjunto de narraciones dirigidas a adultos, el escritor da rienda suelta a sus pensamientos más inquietantes, preparando malévolas trampas en las que hace caer a los incautos. Claro que puede ser que estos últimos no fueran tan inocentes, sino que estuvieran deseando caer...

-Si en cambio estas dos últimas propuestas os perturban demasiado, algo más enfocado al niño que todos llevamos dentro. "Cuentos por teléfono" de Gianni Rodari (un reconocido autor infantil italiano) pone por escrito las historias que el autor le contaba a su hijo por teléfono cuando trabajaba de viajante de comercio por Italia. Los relatos, por supuesto, cambian día a día en función del cansancio del padre, de lo bien que le habían ido las cosas aquel día, o de cuándo había podido llamar. Recomendables para leer uno por día, antes de dormir, a una persona querida, sin que sea imprescindible que medien kilómetros de distancia.

-"Antología de la literatura fantástica". Publicada en 1965 por tres monstruos de la literatura argentina (Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y la más conocida por su labor editorial Silvina Ocampo) que también se habían especializado en el relato, esta colección es un compendio de algunos de los mejores cuentos del género que no distingue antigüedad (hay historias escritas en el siglo IX), nacionalidades (encontramos muchos europeos y americanos, por supuesto, pero también unos cuantos chinos) ni estilo, con una amplia variedad de temas y aproximaciones tratadas. El libro se convirtió en una referencia inmediata del género fantástico, en el que los autores incluyen sus particulares granitos de arena, pero resulta aún más interesante por las numerosas historias casi perdidas en el tiempo que nos hace descubrir.

-"Los mejores relatos de anticipación", recopilados por Kendell Foster Crossen y Charles Nuetzel es también una vieja antología (data de 1969) que tiene la particularidad de que narra de manera cronológica una historia de la humanidad a través del tiempo dibujada a través de numerosos escritores, algunos de los cuales se incluyen en el marco de la Era Dorada de la Ciencia Ficción. Como en casi todas las antologías, hay para todos los gustos, pero podéis encontrar unas cuantas perlas bien engastadas en un collar donde quedan majestuosamente exhibidas.

lunes, 10 de febrero de 2020

La historia real de febrero. Entierro de joven víctima de la Camorra sobre fondo gris.

Leyendo “Gomorra”, de Roberto Saviano (uno de los mejores retratistas del crimen en el sur de Italia), hay una escena que me hiela la sangre. Se trata del entierro de una adolescente asesinada por una bala perdida procedente de una pistola de la Camorra, la organización criminal con más poder en el área de Nápoles. Más allá del hecho (que acogota en sí mismo), resulta inquietante la actitud de algunos de los asistentes. Casi todas las ceremonias sociales cualquier parte del mundo –bautizos, bodas, comuniones, funerales- me causan un cierto repelús. Reúnen un conjunto de lugares comunes, tradiciones y mandatos varios, la mayoría de los cuales buena parte de de los asistentes no tienen ninguna gana de llevarlos a cabo, pero tienen que hacerlo porque lo dicta el patriarca o matriarca de turno, “porque se ha hecho toda la vida”, porque es lo que se espera de ellos o un número inacabable de razones de índole similar. Ver y dejarse ver, como suele decirse. Pasar lista para ver quién falta. Y de paso, es una buena oportunidad para que El Padrino (ya se apellide Corleone o Aznar) aproveche para hacer negocios. Que dos personas se estén casando, como suele decirse, es algo que a ninguno de los asistentes le importa. El entierro de esta chica, en cierto sentido, es una ceremonia más. Roberto Saviano cuenta cómo es frecuente que la madre de la víctima trate de arrojarse, en algún momento del desplazamiento del cadáver por las calles de la ciudad, por el balcón para matarse. Es una reacción tan típica, tan habitual en este tipo de acontecimientos, que parece ya estereotipada. Saviano advierte que no por ello debemos creer que el dolor de las madres es menos auténtico; simplemente, estas pobres mujeres no tienen otra manera con la que expresarse salvo por actitudes prefabricadas, que otros han hilvanado ya por ellas. Aunque a mí me asombra más el papel de las amigas de la víctima, del grupito con el que ella salía siempre a la calle, de su círculo vital. Sí, era su amiga, ella ha muerto y están dolidas, pero al mismo tiempo, este entierro significa para ellas algo más. Es como su presentación en sociedad al resto del mundo. A partir de este funeral, de sus lágrimas, de sus lloros y de sus aspavientos, comenzarán a contar en la vida de la comunidad. Sienten con sinceridad la muerte de su compañera; pero de algunas cabría decirse (como en un anhelo secreto) que estaban deseando que un día como éste llegara por fin ya. Luego estas chicas crecerán y harán su vida. En algunos casos se casarán incluso con chicos de la Camorra, en ciertos casos pensando, más que en la vida en común, en la pensión que tienen asegurada por parte de la organización de criminales si el muchacho acaba en presidio. Para nosotros, desde fuera, puede resultar paradójico, execrable, rocambolesco entre otros adjetivos, que una chica que está llorando la muerte de su amiga íntima a causa de la Camorra pueda siquiera sopesar en su mente la posibilidad de juntarse, años después, con uno de sus integrantes. Sin embargo, no es tan difícil en cuanto reflexionamos un poco sobre cómo se vive el día a día en ese tipo de ambientes, donde la impunidad, la aparente perpetuidad, la dificultad de eliminación de males tan enquistados como la Camorra, hacen que la gente olvide a menudo que los causantes de aquellos males y asesinatos son individuos concretos, con nombres y apellidos, y empiecen a pensar en estas muertes con la misma inevitabilidad con la que tratarían a una catástrofe natural. Con la misma resignación y evasión de responsabilidades con las que se juzgaba a ETA en determinados pueblos del País Vasco, o como se acepta en otros lugares de España que, de todas las grandes obras o acontecimientos, partidos como el PP o Convergencia acudan con el cepillo a sacar tajada. De hecho, no es raro que los miembros de la Camorra aparezcan en el propio funeral de la chica asesinada, demostrando ante todos quiénes son los que mandan. Pero, más que la intimidación con amenazas o cuchillos, da mucho más miedo la resignación interior; la rendición del espíritu. O cómo es mucho más sencillo ponerse del lado de los que mandan, de la mayoría silenciosa de las pistolas, con tal de sentirse parte del grupo más grande, del que triunfa, del que, como ha marcado todas las cartas, ha de tener necesariamente la razón. A pesar de todas las contradicciones, las cuales te llevan a llorar por tu amiga y luego a casarte con uno de sus asesinos, como si entre ambos hechos no huviera relación alguna. Pero así de idiotas somos los humanos.

El ser humano irracional evolucionó, en un mundo carente de razón, para poder sobrellevar una existencia sin traumas irresolubles entre lo que quería y lo que no podía alcanzar. Que seis mil años de civilización después, con un siglo de las Luces a nuestras espaldas, esa forma de actuar siga siendo la más adecuada para determinados entornos, dice muy poco de nosotros y de lo que permitimos. Las lágrimas de las chicas de la Camorra podrían corresponder a las de un enterramiento en el Neolítico por un asesinato causado por el chamán o el jefe de la tribu que les liderará mañana. Y ya no se sabe de quién es la culpa, si del jefe de la tribu, o del que no se atrevió a quitarle al chamán el gorro de plumas. Esos llantos, por tanto, son también los nuestros, y quien llora, que diría John Donne, lo hace también por ti.

sábado, 1 de febrero de 2020

El relato de febrero: un cuento "visto y no visto"

Saludos. Os quiero proponer un reto. A lo largo de los siguientes 9 días –incluyendo hoy- voy a publicar un relato a través de las stories de Facebook que publicaré en mi cuenta de esta red social. Las stories, como sabéis, sólo duran 24 horas, así que tendréis que estar muy atent@s para leerlas antes de que desaparezcan. El motivo por el que he escogido este formato no es casual. Lo primero, como todo escritor, tengo que probar los límites que me ofrecen las posibilidades tecnológicas a mi alcance. En segundo lugar, como veréis, el relato está muy adaptado al formato en el que está escrito, de tal manera que comprobaréis cómo entre continente y contenido hay una conexión que resulta (o, al menos, eso espero) bastante natural. Tened cuidado, porque si os perdéis alguna porción del relato, es posible que cambie completamente vuestra percepción de la historia. Claro que eso mismo le puede ocurrir al protagonista…

Edito: terminada ya la ronda, ofrezco debajo el cuento completo para el que se haya perdido algún capítulo, quiera repasarlo para comprobar ciertos pasos, o simplemente para el que quiera visitarlo/revisitarlo siempre que quiera. Espero que os haya gustado, aunque no garantizo que produzca el mismo efecto leído día a día que todo junto. Un saludo.


1.

Me despierto.
Claro que, ¿cómo voy a decir que “yo” me despierto, si no recuerdo quién soy?
Mentira. Mentira, porque ahora que se me pasa el primer instante de aturdimiento (qué dolor de cabeza), recuerdo quién soy. No, mierda, en realidad sigo sin saberlo, pero la verdad es que ahora mismo no es lo que me tiene más preocupado. Lo que sí que no sé (y me resulta mucho más inquietante) es dónde estoy, ni cómo he venido a parar hasta aquí.
Estoy en una especie de habitación de hospital. Quizás eso explique el sopor que llevo encima. Deben de haberme suministrado alguna droga. Explica también el suero, el gotero, que me hayan pillado una vena. Ah, y ese pijama horrible que llevo puesto. De ositos. Con el culo al aire, de ésos que se abren por detrás. Menos mal que estaba inconsciente porque, si no, seguro que no se lo hubiera permitido. Las sábanas tampoco ayudan. Fantástico, me digo: cinco minutos y ya soy el típico paciente de hospital, quejándome por todo. Pero eso sigue sin aclarar qué demonios hago aquí.
Miro debajo de las sábanas (feísimas también, por cierto. No sé quién es el decorador de este sitio. Tendré que mantener con él una conversación muy seria). Levanto ligeramente el pijama, el cual de todos modos tampoco deja mucho espacio para la imaginación. En apariencia, todo está bien. Además, no me duele nada. Aunque eso no garantiza que todo esté correcto, quizás sea el efecto de la morfina. Además, aquí noto algo molest… Joder, ¿qué es esto?
Observo con más detenimiento. En efecto. Allí hay unos puntos. Como de una operación quirúrgica. Tiene hasta Betadine -o esa mierda yodada que suelen ponerle a las heridas- distribuido por encima. Debe de tener al menos unos días.
-¿Qué cojones ha…?
No llego a terminar mi imprecación, sin embargo. Entra un hombre. Vestido con bata blanca, corbata, gafas y una calva que va a juego con el aire de profesionalidad.
-¿Qué tal?-anuncia como saludo. Qué introducción más absurda, me digo a mí mismo. Quizás el propio médico se ha dado cuenta de que su intervención no ha sido la más apropiada; tiene pinta de nervioso, él mismo se encarga de autocensurarse añadiendo-. Claro, qué tontería, bien no puede estar. Aunque me alegro de que por fin haya despertado. Se estará preguntando qué hace aquí. Mire, voy a tratar de ser directo: ha tenido un accidente de tráfico.
-No… no recuerdo estar en un coche la última vez que… bueno, la última vez que estaba fuera de este sitio. Ahora que lo pienso… No me acuerdo de dónde estaba… Ni mi nombre, ni prácticamente nada.
-Es normal que no recuerde bastantes cosas. Le estamos dando una medicación muy fuerte para el dolor. Esa medicación provoca algunos efectos secundarios, entre ellos amnesia. Retrógrada, o sea, de la biografía personal de su pasado (aunque no tiene por qué afectar a recuerdos de cultura general o a procedimientos manuales), y también anterógrada. Es decir, durante unos días, quizás no sea capaz de generar recuerdos nuevos. Como el protagonista de “Memento”, ¿recuerda?¿Verdad que era muy buena película? -lo único que pensé en aquel instante fue: “¿Este tipo es médico?¿En serio? Porque no tiene pinta de dar malas noticias muy a menudo. ¿De dónde sacan a esta gente? Va a ser verdad que esto de los recortes está empezando a afectar a la sanidad”.
-Discúlpeme, y con todos mis respetos, puesto que usted es el médico… yo no me noto ninguna fractura, no veo ninguna lesión en la piel… Vamos, lo típico de un accidente de tráfico. He encontrado aquí esta costura…
-Es normal -replicó él-; ha pasado el tiempo y la mayor parte de las lesiones externas se han reparado. Además, usted no presentaba demasiados signos específicos de ese tipo. Nos preocupaban más las lesiones internas. Habrá visto la cicatriz de alguna de las operaciones.
-¿Ha pasado el tiempo, dice?¿Cuánto tiempo he estado durmiendo?
-Bastante, si he de serle sincero.... No sé decirlo exactamente porque tengo muchos pacientes que atender pero… yo creo que por lo menos un mes.
-¿Un mes?-en las películas, siempre me rechina que los personajes repitan lo que les han dicho, pero en este caso empaticé con todos ellos y con su forma de cerciorarse de que la locura que acaban de oír es cierta-. ¿Y no me he despertado en todo ese tiempo?
-No -sonrió el médico, el muy gilipollas-. La verdad es que ha sido usted el paciente ideal.
-Oiga, y si dice que no puedo crear recuerdos, ¿no se supone que, cada vez que me despierte, no sabré si ya me he despertado antes?¿Cómo estoy seguro de que no llevo aquí un mes levantándome de vez en cuando, con usted saludándome todos los días como si fuera la primera vez?
El médico, que estaba analizando una hoja con datos clínicos que se encontraba al pie de mi cama, alzó la vista y colocó una expresión chocante en su cara:
-Saberlo, no lo sabe… Tendrá que fiarse usted de mí.
Un recuerdo instintivo me llevó a palparme los laterales del pijama, donde, por supuesto, no había nada.
-Perdone, ¿y mi móvil? Tendré que llamar a mi familia, a…
-Eso no será necesario. Nos estamos haciendo cargo de todo. No puede usted entretenerse en estas cosas durante su recuperación. Ya les hemos dicho a sus familiares su estado, y que debe mantenerse en reposo.
-Pero yo no puedo permanecer aquí, parado. Tengo que… hacer cosas. Avisar a…
-No se preocupe. Mire, aquí entra Nora, nuestra enfermera -he de reconocer que su aspecto inicial (muy guapa, el pelo moreno largo, unas larguísimas pestañas al final de unos párpados maquillados de color azul) me desarmó durante unos segundos. El tiempo preciso para que ella presionara una jeringa situada al final de uno de los tubos que se conectaban con mi cuerpo, y me concediera tan sólo unos pocos segundos, durante los cuales escuché como últimas palabras-: Ella va a cuidar de usted durante este rato. No-no tiene de qué preocuparse.
El tartamudeo durante la última frase me hizo saber que algo andaba mal, que había un peligro inminente, que alguien mentía, pero no pude hacer nada, porque mi cabeza se desplomó bajo un sueño tan pesado e irresistible como ingrávido.

2.

-…                                                                                                                                                    
-¿Por qué?
-…                                                                                                                                                    
-Estás paranoico.
-… 
-¿Sigue con su descabellado plan?
-… 
-¿Y el tipo no sospecha que está siendo… [sonido entrecortado]
-… 
-¿Cuántos le han sacado?
-… 
-Como entes burocráticos, no te jode… ¿Y es cierto esa locura de meter nuevos?
-…
-Oye, escúchame, ¿y no hay ninguna manera de saber dónde está?
-… 
-Muy bien pensado, desde luego. ¿Y qué pasa con el del tipo?
-… 
-Bueno, pero si está encendido, alguna manera habrá ¿no?¿No se podría intentar con algún sistema?
-… 
-¿Quieres decir de un modo biológico?
-…   
-Lo tendré en cuenta. Gracias. Seguiremos en contacto.


3.

Me despierto.
Claro que, ¿cómo voy a decir que “yo” me despierto, si no recuerdo quién soy?
No, espera, lo de menos es quién soy. Lo que no sé es quién es esa mujer que acaba de entrar por la puerta. Es una enfermera, y muy guapa, por cierto. Si es una enfermera, esto debe ser un hospital, claro. Mirando alrededor, la sensación se confirma: gotero, vía, cama, sí, todo está en orden. Lo que menos me cuadra es lo que hago yo aquí. Pero tampoco me da mucho tiempo a pensarlo, porque la enfermera anda dando vueltas de un lado a otro, cambiando cosas de sitio. De hecho, ahora que me fijo, más que ejerciendo como enfermera, parece que está haciendo otra cosa… como si estuviera registrando el lugar.
Entonces el tiempo se para. La cara de la chica se vuelve hacia mí.
-Pobrecillo… No tienes ni idea de lo que pasa, ¿verdad?
No sé qué hacer. Dudo si asentir ligeramente pero, ¿asentir respecto a qué?¿Qué es lo que supone que ocurre?¿Y si está ocurriendo, es malo?¿Qué es lo que anda mal?
Sin embargo, tampoco ahora me otorgan tiempo para meditarlo. Antes de que me quiera dar cuenta, la enfermera ha levantado las sábanas, ha alzado la parte baja de mi ridículo pijama con dibujos de lacitos, ha asido con fuerza cierta parte de mi anatomía y… ha agachado la cabeza. Y ha empezado a… ¿operar?
Mi sorpresa es mayúscula. No sólo por el hecho en sí. No sólo por lo inesperado. También por el modo en que se está produciendo. No se trata de que la chica lo haga bien (muy bien, en realidad. Parece una profesional, pero no de la enfermería. ¿De dónde sacan a esta gente? Va a ser verdad que los recortes en sanidad se están poniendo severos), se trata más bien de la mecanicidad, de la eficacia -por así decirlo, aunque no es el mejor método de nombrarlo, dadas las circunstancias- casi militar del asalto. Y hay un detalle más. Cuando ya estoy a puntito, ella levanta la cabeza, mira casi con complicidad y me dice:
                -¿A gusto? Bien, estamos entonces listos para el siguiente paso.
                Dicho esto, se levanta ligeramente el ajustado vestido de enfermera que lleva puesto (que tampoco ocultaba mucho, seamos honestos; parece que, con los recortes, también compran los uniformes en tiendas de disfraces de Halloween) y salta para colocarse a horcajadas sobre mí, como si la parte más sensible de mi anatomía fuera la silla de montar de un caballo. Y entonces constato, como algo obvio, que la chica no llevaba ropa interior puesta -definitivamente, tienen que revisar la política de contratación de este sitio-. Claro que, para tratarse de una supuesta ninfómana o de alguien que se ha enamorado en determinado momento de mí y ha venido preparada para este asunto, tiene la cara bastante seria. Su tez morena apenas se ruboriza, sus labios se entreabren ligeramente, diríase que lo justito dadas las circunstancias, como si, aparte de la turgencia de los tejidos y el grado de excitación imprescindible requerido para el asunto, no quisiera exhibir mucho más, y tal vez siquiera disfrutarlo. En las presentes circunstancias, y a pesar de lo insólito del asunto, para mí es complicado no dejarme llevar, y termino casi en seguida. Cuando la chica se percata de que yo estoy ya servido, se levanta con un saltito, se queda a ras de suelo, coloca lo justo las sábanas para hacer como si nada hubiera pasado y, dándome un golpecito en el brazo, me susurra al oído:
                -No tienes ni idea de las cosas que tengo que hacer por ti.
                Luego presiona el émbolo de una jeringuilla, y creo que caigo en un sueño plomizo.




4.

Me despierto. Mejor dicho, me despiertan. Noto que alguien o algo me está tocando en una cadera. Me vuelvo en un amago de sobresalto, pero me detengo al observar una enfermera (o lo que supongo que es una enfermera, por el uniforme) muy guapa repasando unos puntos sobre mi piel. Mueve la aguja con rapidez y eficacia, pero a pesar de que noto cada movimiento de la aguja a través de mis músculos y membranas, no me duele, me figuro que porque ando colocado hasta arriba de mórficos. Aún así, muy dormido tendría que estar para no darme cuenta del escándalo que se monta cuando dos celadores (¿son celadores? Pero no llevan ropas blancas. Más bien parecen guardias de seguridad, o mejor, matones de discoteca. Desde luego, cada día meten en plantilla a personal más barato) acceden a la habitación de hospital donde parece que me encuentro, y se abalanzan como chacales sobre la enfermera, la cual suelta aguja e hilo pero se agarra con sus guantes -y unas cuantas dosis de fiereza- a la barra de la cama. Y, mientras ellos tiran de la muchacha como si se tratara de una mala hierba aferrada con sus raíces a un árbol, ella no para de atravesarme con la vista y gritar, desesperada:
                -¡Tienes que recordar esto para después!¡Debes mirar dentro de ti mismo!¡Recuerda, ellos no te quieren!¡Ellos nunca te van a querer como te quiero yo!
                No obstante, su mirada, con los ojos maquillados muy abiertos, en un extraño contraste, no parecía la de una persona abriéndome su corazón en una desgarradora declaración de amor sino, más bien, una especie de lúcida advertencia. Lo cual resultaba muy desconcertante.
                Finalmente, consiguieron arrancarla de su asidero. Mientras se alejaban (“¿Creías que no te íbamos a ver?¿No sabías que había cámaras y que alguien repasa las grabaciones?”, se escuchó de fondo, junto a una amplia sarta de improperios) con la mujer sujeta por ambos brazos, yo me preguntaba qué clase de locas contrataban para trabajar en este sitio. Mientras tanto, miraba en derredor, tratando de descubrir qué era exactamente este lugar donde me hallaba, aunque aquella situación me dejó tan agotado que apenas recuerdo mucho más aparte de una almohada blanca y mullida, y la figura de fondo de un cajón semiabierto…

5.




6.

Me despierto.
Claro que, ¿cómo voy a decir que “yo” me despierto, si no recuerdo quién soy?
Mentira. Mentira, porque ahora que se me pasa el primer instante de aturdimiento (qué dolor de cabeza), recuerdo quién soy. No, mierda, en realidad sigo sin saberlo, pero la verdad es que ahora mismo no es lo que me tiene más preocupado. Lo que sí que no sé (y me resulta mucho más inquietante) es dónde estoy, ni cómo he venido a parar hasta aquí.
Estoy en una especie de habitación de hospital. Quizás eso explique el sopor que llevo encima. Deben de haberme suministrado alguna droga. Explica también el suero, el gotero, que me hayan pillado una vena. Ah, y ese pijama horrible que llevo puesto. De topitos. Con el culo al aire, de ésos que se abren por detrás. Menos mal que estaba inconsciente porque, si no, seguro que no se lo hubiera permitido. Las sábanas tampoco ayudan. Fantástico, me digo: cinco minutos y ya soy el típico paciente de hospital, quejándome por todo. Pero eso sigue sin aclarar qué demonios hago aquí.
Miro debajo de las sábanas (feísimas también, por cierto. No sé quién es el decorador de este sitio. Tendré que mantener con él una conversación muy seria). Levanto ligeramente el pijama, el cual de todos modos tampoco deja mucho espacio para la imaginación. En apariencia, todo está bien. Además, no me duele nada. Aunque eso no garantiza que todo esté correcto, quizás se deba al efecto de la morfina. Además, aquí noto algo molest… Joder, ¿qué es esto?
Observo con más detenimiento. En efecto. Allí hay unos puntos. Como de una operación quirúrgica. Tiene hasta Betadine -o esa mierda yodada que suelen ponerle a las heridas- distribuido por encima. Debe de tener varios días.
Estoy a punto de blasfemar de manera colérica, pero me quedo mudo al observar que en, sobre esos puntos, hay una segunda trama. Algo oculta por el Betadine y por el hecho de que la segunda costura atraviesa por encima de la primera, pero cuando lo trato de mirar más de cerca, me doy cuenta de que… son letras. Dice algo. Está escrito. Es muy sutil, pero lo justo para que, si se uno se fija con atención, pueda vislumbrarlo. No obstante, no puedo leerlo bien, al menos no sin romperme el cuello en el intento. Debo buscar una manera mejor de estudiarlo.
Giro a mi alrededor. Hay varios cajones cerca, sin duda con material quirúrgico. Pero como no tengo nada mejor a mano, me pongo a buscar. Sorprendentemente, en un cajón entreabierto encuentro un pequeño espejo. ¿Qué pega ahí? No lo sé pero no me importa mucho. Utilizo el espejito como herramienta y leo. Porque, en efecto, leo: “Cruza la puerta”. El mensaje no dice mucho, desde luego, pero para ser algo cosido sobre unos puntos en la piel –y para estar misteriosamente escrito en la orientación en la que mejor podía leerlo con ayuda del espejo-, es muy concreto y expresivo. Alzo la vista y miro a la única entrada a la habitación. ¿Qué habrá al otro lado? En teoría, pasillos de hospital, médicos, pacientes, ese tipo de cosas… O tal vez no.
Me levanto. Me acerco lentamente a la puerta. Deslizo mi mano al mismo ritmo que el picaporte. Se abre un hueco delante de mí: un espacio de oscuridad. Y lo primero que veo allí, en ese nuevo escenario, es a Hal-9000.
La mente es muy engañosa. Al final asociamos lo que encontramos según patrones y sucesos repetidos en el pasado. Cuando recorremos un pasillo a oscuras y cualquier reflejo nos parece un fantasma, es porque los fantasmas, previamente, ya se encontraban allí. Siempre habían estado ahí, refugiados, en el fondo de nuestra imaginación, de las películas que hemos visto, de las leyendas que hemos oído, de los libros que desde nuestra infancia nos han aterrado. Ocurre lo mismo con los sucesos paranormales: ahora nos abducen aliens, pero antes era Dios el que descendía en un halo de fuego, y cada relato en función de la interpretación del momento, de las creencias de la gente que las sufría y que, con toda probabilidad, estaba viviendo sucesos muchos más prosaicos y naturales, porque no había más monstruos que los que ellos querían ver y oír. Por eso, yo lo que vi en aquella habitación era Hal-9000, aunque lo que estaba contemplando en realidad, y pude comprobar después de un segundo vistazo más reposado, era una luz roja sobre aquel fondo de oscuridad. Aunque esa habitación me reveló algo más impactante, en mi situación, que un ordenador asesino que pretendía matar a sus compañeros de nave: una habitación llena de ordenadores, sistemas de comunicación y de vigilancia.
                Incluyendo, comprobé, cámaras situadas para observar la cama en la que había estado durmiendo tan sólo unos instantes atrás.
                Me puse a revisarlo todo, a conciencia. Hay archivos físicos, en papel, y también digitales. Me llaman la atención dos carpetas cerradas por sendos candados, de los que tienen una rueda central que para abrirse necesita una combinación de movimientos específicos. Los colores de estas carpetas -y la forma en que están colocadas- me suenan, demasiado. Pruebo los candados, las primeras combinaciones que se me ocurren. Contra toda sorpresa, se abren. A pesar de que (seguramente a causa de las drogas que me dan) no tengo la mente muy despejada, deduzco que estas combinaciones las debo usar a diario en candados situados sobre carpetas del mismo color, como parte de una rutina que se me ha quedado grabada en los dedos -o, mejor dicho, en las neuronas que controlan mis dedos-, y por eso he conseguido abrirlos a pesar de la bruma que ahora mismo, cuando ni siquiera recuerdo cómo me llamo, nubla casi por completo mi mente. Y estas carpetas, curiosamente, me llevan a un par de memorias USB que contienen, en su interior, cada una un enlace de audio. De esa manera, escucho dos archivos de sonido los cuales, por separado, no tienen ningún sentido pero que, juntos, explican muchas cosas. Y que me acojonan muchísimo. Lo único que me tranquiliza es que alguien se ha tomado muchas molestias para investigarme a fondo (¿quizás porque me vigilaron primero los que me metieron aquí en primer lugar?) con el objetivo de mandarme un mensaje que sólo yo pudiera desentrañar.
Aunque quizás lo que me aterroriza más es contemplar un libro médico con la imagen de un corazón en la portada que, conforme hojeo, contiene adheridas en sus páginas varias cuadrículas amarillas tipo post-it con anotaciones que dicen: “enganchar a derivación desde arteria ilíaca del sujeto”, “la cavidad abdominal lo nutrirá adecuadamente”, etcétera, etcétera. Ya os podéis imaginar…
De todas maneras, no puedo detenerme mucho tiempo en la autocompasión. Entre otras cosas, porque estoy seguro de que tiempo es precisamente lo que me falta. Si no ha venido nadie todavía a atraparme, es porque estas imágenes de vídeo no las ven en directo, pero alguien se pasará a comprobarlas de vez en cuando. Lo ideal sería manipular los archivos de vídeo para que no descubrieran lo que he hecho, pero ni domino lo suficiente esta tecnología ni me sobran minutos, así que sólo me queda una opción: escudriño a fondo las imágenes hasta encontrar los puntos muertos de la cámara, y a partir de ahí planeo una estrategia. Atrapo un clip de uno de las carpetas, lo doblo para conseguir un trozo de metal estirado, y me hago una herida sobre el antebrazo. Una vez hecho esto, penetro de nuevo en la habitación que contiene la cama, y me dirijo hacia uno de esos puntos muertos. Ejecuto el plan con toda la rapidez y precisión que me son posibles. Me vuelvo a meter en la cama.
No sé si es por la debilidad a causa de la herida, o es a causa de la multitud de emociones de los últimos minutos, pero el caso es que no duro ni tres minutos despierto…


7.

-¿El medio por el que estamos hablando es seguro?
-…
-Temo que lo grabe.
-…
-La paranoia es la forma de vida de este hombre.                           
-…
-Hasta las últimas consecuencias.
-…
-¿Como ganado? Qué va.
-…
-Cuento dos, tres, cuatro… ¿Los pares los cuentas como dos?
-…
-Aún no, pero ése es el objetivo. Para lo clásico, hubiera sido más fácil solucionarlo todo de una vez. La gracia está en mantenerlo a largo plazo para meterle lo que sea y conservarlo funcionante, listo para usar.
-…
-Los trabajadores han firmado una cláusula de confidencialidad. Además, están poco informados: cada uno sólo conoce una fracción de los hechos. Dejan los móviles en el punto donde les recoge el autobús, que lleva los cristales tintados, y así no pueden saber dónde está el lugar.
-…
-Lo tiene el médico jefe. Le han desactivado no sé qué mierdas para evitar la localización, al menos mientras no se use. Pero lo mantienen encendido, por si llaman los familiares, así el médico puede estar al quite e hilvanar una excusa medio decente que no llame la atención y destape la liebre.
-…
-Bueno, para ello lo primero sería saber quién es el desaparecido, ¿no?, y no hay manera porque no conocemos su identidad. Una vez lo supiéramos, pues sí, creo que los profesionales del asunto podrían rastrear el móvil si éste realizara una llamada, o eso he entendido. Por lo visto, también le han capado no sé qué historia para que no se puedan rastrear los movimientos con anterioridad. En fin, siento ser parco en detalles. Ya sabes que los procedimientos técnicos no son lo mío. Pero en resumen, lo primero es saber de quién se trata. Identificarle.
-…
-No queda otro remedio.
-…
-Eso espero. De todas maneras, si se te ocurre alguna manera de meter algo aquí adentro que te ayude a sacarlo de allí, cuéntamelo, ¿vale? Yo haré todo lo posible por ayudarte a introducirlo.

8.

Me despierto. Noto un dolor en el brazo. Joder, es sangre. ¿Qué demonios hago aquí? Bueno, esto parece un hospital. Aunque, cuando miro de frente, a la izquierda de la puerta, veo una frase, escrita en sangre también. ¿Es la mía?. El texto dice, a un tamaño suficientemente grande como para leerlo desde la cama: “Este mensaje es tuyo. El médico tiene tu móvil. Cógelo y llama”. Todo esto me resultaría increíble, pero una de las letras tiene una forma de escribirse muy particular, así que, confuso como estoy, que en estos momentos no me acuerdo ni de cómo es mi caligrafía, pruebo a reproducir una palabra en el aire, y además de apreciar que tengo el dedo manchado de rojo, compruebo que me sale de natural escribir aquella letra concreta de esa manera, así que soy tan idiota como para creer que el mensaje de la pared es uno que me he enviado a mí mismo, y que además he sido lo suficientemente listo como para hacer esto a propósito para indicármelo. O tal vez me ha salido por casualidad. No sé muy bien a lo que atenerme, pero cuando veo a un señor con bata entrar en la habitación, deduzco que es el aludido. No me ando con muchas contemplaciones, ni demasiados planes maestros: me levanto como puedo (me duele mucho y me siento bastante dormido; debo albergar algo malo adentro, pero eso lo analizaremos más adelante) y, antes de que el recién llegado pueda decir mucho (hola-qué-tal-me-alegro-de-que-esté-despierto) le asesto un puñetazo en los morros. El individuo cae a lo largo, y aprovecho para registrarle. Encuentro mi móvil en uno de los bolsillos. Intento realizar una llamada, pero cuando apenas ha está marcando el segundo tono, llegan un par de celadores con pintas de matones de discoteca y me agarran de los brazos. El móvil se cae al suelo. Yo pataleo en el aire por encima de los treinta centímetros a los que me han elevado este par de engendros mordorianos, pero no me da para más, porque llega una nueva persona con ropa de médico y me clava una inyección en el muslo. Mientras me sumerjo en lo que espero sea un mundo idílico de unicornios, me digo a mí mismo que el problema es que, como esto me tenga dormido mucho tiempo, no voy a saber si el plan que tenía en marcha (¿cuál me pregunto?, ¿y cuál era su propósito?) ha servido para algo, o me van a matar antes de tener ocasión de averiguarlo…


9.

Me despierto. O más bien, abro un ojo. Me despierto a medias. Joder, estoy tan sobado… Creo que me han puesto una pastilla en la copa, o algo del estilo, porque el caso es que me siento hecho polvo. Quizás eso explique que me encuentre en algo similar a un hospital. O eso deduzco de lo que mis ojos sin control pueden ver desde su sesgada e inmóvil visión, con la mitad de la cara enclavada sobre la almohada. Claro que lo bueno -o lo malo- de esta postura es que me permite ojear por debajo del pijama de cuadros horrible que llevo puesto, y contemplar mi propio cuerpo, atisbando de hecho una visión bastante global de mi abdomen (debe de ser cosa de la anestesia, el caso es que, calculando, mi ojo ha de estar en una posición bastante antinatural para mantener esa óptica). Madre mía, ¿eso es una cicatriz con unos puntos?¿Y al otro lado una segunda?¿Y por qué tengo un bulto enorme en la tripa, debajo de la segunda cicatriz? Madre de Dios, ¿qué es todo esto?
El caso es que, a pesar del apantallamiento con el que este sopor -ocasionado seguramente por las drogas- consigue aislarme del mundo exterior, unas voces desconocidas van horadando como a cuchillo las sucesivas capas de aislamiento, y concentro mi única oreja (la otra se encuentra taponada por la almohada) en lo que ambas voces están dialogando:
-No entiendo por qué seguimos aquí y no hemos cerrado todo esto.
-Y lo haremos, no te preocupes. Pero no antes sin sacarle toda la rentabilidad. El órgano tiene todavía que crecer, y entonces podremos implantarlo en su nuevo hogar. Y ya de paso, le sacaremos todas las piezas que podamos. Cada gramo de este hombre vale su peso en oro, y no podemos desperdiciarlo.
-¡Pero el tipo llamó por el móvil!¡Por ahí le pueden localizar!
-Joder, qué cabeza más cuadriculada, no sé cuántas veces necesitas que te lo explique para entenderlo. Sí, a partir de la llamada pueden rastrear el móvil, pero la policía no sabe a quién tiene que buscar, ni siquiera sabe que alguien ha desaparecido. Sus familiares, cuando llamaron, se quedaron tranquilos con la explicación, así que no hay nadie preguntando por él, tampoco la policía.
-¡Pero la enfermera que despedimos puede haber contado algo!
-¡Tonterías!¿Qué les va a contar? Esa enfermera era una loca, de ésas que tienen el síndrome de Nightingale y se sienten atraídas por sus pacientes. Además, ella venía aquí como todos, en el autobús, y no sabe dónde se encuentra este sitio. Tampoco conoce la identidad de ese hombre, ¿cómo va a decirle a la policía a quién tiene que buscar? Por otra parte, si hubieran averiguado algo, hace ya tiempo que habrían entrado aquí al asalto. Eso indica que no saben nada.
-No me gusta. Este asunto huele fatal. El tipo entró en nuestra sala de comunicaciones, y vete tú a saber lo que hizo o encontró allí. Hasta se dejó un mensaje a sí mismo.
-Ése qué va a saber… Vale que la enfermera encontró el modo de decirle algo, supongo que en un acto de amor. Y vale que se informó y nos tendió una trampa, pero con la de opiáceos que tiene encima, aparte de que probablemente no recordará nada, se pasará dormido la inmensa mayoría del tiempo. Tenemos margen suficiente para obtener todo lo posible de él, como si se tratara de un cerdo… Entonces, y sólo entonces, clausuraremos el proyecto.
Escuché un chasquido entre dientes.
-Esta noche, no quedarán de él ni los huesos…
Parpadeo repetidamente. Quiero gritar, saltar, correr, pero eso es todo lo que alcanzo a hacer ahora mismo. Ni tan siquiera se me envara la columna vertebral de pánico, que es lo que tengo ganas de hacer de manera espontánea. De modo que eso es lo que pasa cuando uno sabe que va a morir…
Claro que, en ese momento, todo cambió. Se oyó el ruido de puertas derrumbándose, de ventanas acristaladas viniéndose abajo. Se escucharon golpes, puñetazos, gemidos, maldiciones y peticiones de clemencia en voz alta. Por el rabillo del ojo apenas vi nada. Un leve siseo me indicó, sin embargo, lo que unos segundos más tarde mi nariz y mi boca ya estaban llorando de manera ahogada, y era que desde el nivel del suelo estaba empezando a ascender un gas…
No describiré cómo fue exactamente la batalla campal que tuvo lugar en aquel momento, porque la mayor parte del tiempo yo me encontraba tumbado de costado, luchando por no asfixiarme ante la falta de oxígeno. Sin embargo, cuando el sonido de fondo empezó a descender y una cierta calma a sobrevenir (como un ciclón que se aleja después de dejar a su paso un reguero de víctimas), alguien me agarró de un hombro y me dio la vuelta. Yo, con un cierto nivel de consciencia -todavía en proceso de recuperación- y una conmoción como si me hubieran sacudido a leches con un martillo, creo que, más que sonreír, coloqué una mueca estúpida sobre la cara cuando vi llegar los uniformes de los policías de operaciones especiales, sin duda los responsables de haber montado aquel pifostio y logrado revertir mi situación. Ellos se reían, alborozados, mientras, desde atrás, alguien se abría paso para permitir pasar a una chica muy guapa, cubierta por un abrigo.
-Hola, Rodrigo, me alegra poder comunicarle que le hemos rescatado. Sentimos haber tardado tanto, pero se han juntado toda clase de cuestiones logísticas, y no queríamos entrar hasta estar seguros de que éramos capaces de sacarle de aquí, preferentemente vivo, a ser posible. Aunque no nos lo tiene que agradecer sólo a nosotros, sino también a esta señorita, gracias a la cual hemos podido obtener su localización.
-No me feliciten sólo a mí –contesta la chica-, Rodrigo también ha contribuido. Aunque ésa no es la única noticia que tienen que darle –se quita el abrigo, y de repente me percato de su incipiente pero incontrovertible estado de embarazo-. Hola, Rodrigo, creo que vamos a ser papás.
En ese momento me despierto de pronto al ciento por ciento, recuerdo mi nombre y todas las demás cosas, y me da la impresión de que no voy a querer dormir nunca más.