Cuando inicialmente leí, en un artículo
periodístico, acerca de la historia real de las hermanas Gibbons, lo primero
que me vinieron a la mente fueron relatos de miedo, historias del Sur profundo,
hermanas siamesas, monstruos de circo, relatos que podrían haber narrado muy
bien maestros mejores que yo (y que tanto nos han influido), en el género del
terror. Sin embargo, igual que Wilde no podía redactar “El retrato de
Dorian Gray” como lo hubiera hecho
Stevenson, cada uno se refleja en
parte en lo que escribe (o, dicho de otra manera, nuestros textos son espejos
deformados de lo que somos) y, conforme indagaba sobre las implicaciones
sociales del asunto, vi claramente que era necesario darle otro giro al relato,
orientándolo en mayor medida hacia los sucesos reales, los cuales considero en
su conjunto una inmensa y lamentable malinterpretación. Espero que este híbrido
extraño y atípico os estimule. Y, sobre todo, os incite a lo más importante de
todo: preguntar y dudar. Que disfrutéis/os torturéis con la lectura:
Hermana
Bien, supongo, Su Señoría, que podría
empezar por ahí. Por su madre. ¿Sabe?, ella no estaba bien. Bueno, cómo iba a
estar bien nadie después de aquello.
Ella una de las víctimas de la dictadura de aquel país sudamericano, ¿sabe?, el
que salía en las noticias con tanta frecuencia en aquellos días. En el fondo,
es que la chica era tonta: se fue a colgar del izquierdista equivocado en el
momento equivocado (encima, un negro izquierdista: el color equivocado también).
Probablemente ella no sabía ni siquiera qué significaba la palabra “izquierdista”.
En realidad, ella no tenía ni idea de política. Para ella la izquierda era la
muñeca en la que el muchacho llevaba puestas esas pulseras tan bonitas. La
cuestión es que la agarraron por banda, como a tantas otras, y le procuraron el
tratamiento habitual. Creo que no hubo descargas, pero sí golpes, y desde luego
muchas drogas. Claro, al final quedó tocada. Muchos años después, incluso
cuando el dictador ése del bigote poblado ya no estaba en sus cabales, pasó por
numerosos sanatorios mentales y todos la tildaron de loca, o de eufemismos más
o menos razonables. El último médico que la inspeccionó (que había leído aquel
cuento de Chéjov sobre un tipo al que encierran en un manicomio porque entrega
todo su dinero a una persona, sólo porque esta última le dice que lo necesita),
la ingresó mientras pensaba para sí mismo que tenía que declararla enferma porque
no podía decir que el resto de la sociedad lo estaba en su lugar. Así de
enfermos estábamos todos, tanto, durante aquellos días.
La cuestión es que de aquella mujer rota
sólo podían salir hijos rotos, prosiguió la mujer. Algo no debió de
fundirse o solidificarse bien en aquel horno que había sufrido tantos traumas,
porque el caso es que las niñas que dio a luz –poco después de la penúltima
institución mental por la que pasó- nacieron unidas. En la Edad Antigua,
hubieran sido vaticinadoras de grandes catástrofes. En el pasado, fueron
protagonistas de atracciones de feria, de espectáculos ambulantes, de circos.
Un par de hermanos que aparentaban conformar un hombre bicéfalo organizaron un
dueto musical donde uno era tenor y el otro barítono. Otro par vivieron hasta
que la enfermedad de uno provocó que ambos fallecieran, y más tarde resultó que
el otro no había fenecido como consecuencia orgánica de la muerte de su
hermano, sino a causa de la afectación psicológica que le provocó el shock. Los
hubo que vivieron felizmente, cada cual con su pareja y una decena de hijos. En
el caso concreto de estas jóvenes, con una madre en muy mal estado (no
sobrevivió más allá del parto; del padre nada se sabía, y existía el temor fundado
de que fuera uno de los torturadores), sumada la terrible circunstancia a todas
las dificultades de la época y el contexto, las cosas se hicieron mal desde el
principio. Fueron transportadas (merced a una ayuda internacional que hizo lo
que pudo, aunque no siempre supo muy bien qué hacer) a un país de habitantes
rubios que las contemplaron siempre de manera sospechosa -con su piel negra, su
cabello ensortijado, sus caras que sólo podían considerar feas-, y a
continuación internadas e institucionalizadas. Quizás por ello precisamente,
antes que hablar el idioma que le proponían/ordenaban los adultos, las hermanas
aprendieron a desarrollar su propio lenguaje, que por supuesto ninguno de sus
cuidadores entendían y se prestaron a impedir con rapidez, como esas máquinas
que también se inventaron su idioma secreto y cuyos programadores temían, con
cierto recelo, que fueran a utilizar para conspirar contra ellos. Aunque, en el
caso de las niñas, es casi seguro que sus primeros atisbos de desconfianza
respecto a las autoridades nacieran justamente a raíz de dicha prohibición. De
hecho, si las enfermeras se hubieran detenido a escuchar, quizás hubieran reconocido,
en aquel primitivo lenguaje secreto, retazos del idioma natal que las chicas oyeron
a hablar durante el escaso tiempo que pasaron con su madre o con sus primeras
enfermeras, dialecto que sus cuidadoras actuales no conocían y que les sonaba
abominable. Visto el episodio así, las perspectivas no se presentaban
halagüeñas para las muchachas. Sin embargo, las chicas tenían a su favor una
ventaja con la que no contaron los niños arrojados por el barranco en Esparta o
los nacidos antes de que Lister, Fleming, Pasteur y Henry Morton obraran sus
milagros: la posibilidad de la cirugía. La operación fue tensa, larga, compleja
y dolorosa para todas las partes: tuvieron que rotarse varios cirujanos a los
que les hicieron masajes de brazos (antes y después del quirófano) a lo largo
de días, y el dolor post-operatorio se prolongó durante meses para las antiguas
siamesas, quienes acabaron envueltas en tantas vendas que un vecino creyó que
sus padres eran unos apasionados de Halloween que les disfrazaban todo el año
de momia. Pero, al final de aquel tortuoso calvario, que les había provocado heridas
y una sección de piel en forma de cicatriz en carne viva a lo largo del eje
vertical del cuerpo (la cual se convertiría más tarde en una larga tira
escamosa de lagarto que provocaría primero bromas y más tarde miradas de reojo
a lo largo de toda su vida), al menos las hermanas podían decir que no les
ocurriría aquello del siamés abstemio que murió como consecuencia del extremo
alcoholismo de su hermano. Ahora, eran tan familia como Joan Fontaine y Olivia
de Havilland, las Bolena o las Brönte, y se podían llevar tan bien o tan mal
como todas ellas; pero, por lo menos, tenían el poder de decidir sobre su
propio destino. Aquello hubiera debido ser el anodino, rutinario, sencillo y
feliz final.
Pero
la vida tiene esa desagradable tendencia a complicar aquellas historias que deberían
ser simples. Las chicas habían aterrizado en una comunidad pequeña, ignorante,
supersticiosa, que las encontró siempre extemporáneas y diferentes. Sus vecinos
habían vivido primero su mitológica aparición (si hubieran nacido en la India,
las hubieran adorado como a diosas) y después su recuperación, cuyas sangrantes
marcas permanecían aún visibles en su piel. Y por ello sus coetáneos no
olvidarían su exotismo tan fácilmente, y menos el que puede ser en ocasiones el
colectivo más retorcido de todos, el que absorbe todos los males que les legan
los adultos desde su posición superior: los niños. En sus reuniones secretas,
ajenas a extraños, cual miembros de una críptica secta masónica, un grupo de
niñas rodeaba a ambas muchachas por los cuatro lados, las trataban como muñecas
anómalas y feas que sus padres les habían regalado, palpaban las superficiales
líneas de sutura, y decían cosas como “aquí, aquí siento el poder. Por aquí
seguís estando unidas”. La magia, ese conjunto de ritos y creencias tan
normales en los niños, que promueven películas y libros, que llaman a los
tiernos infantes a creer que todo es posible y se asocia a momentos brillantes
como plantas de crecimiento prodigioso o animales que hablan, pero puede
generar también las más oscuras pesadillas. Y, en esta ocasión, la magia que aquellas
pequeñas arpías estaban consiguiendo implantar en los cerebros de ambas
hermanas no era aquella que convirtió al egoísta Peter Pan en un flotante
adolescente… sino una tortuosa, ponzoñosa, y destinada a cultivar la semilla
del mal.
La
erosión del agua es una fuerza sutil la cual es capaz, poco a poco, de horadar
una masa única de roca y metamorfosearla en un gigantesco cañón. De la misma
manera, las palabras, insistentes de una a la otra vez, pueden alterar los
hechos, las ideologías, la realidad, las creencias. Aquellas niñas, que habían
nacido sin problemas de salud, bien alimentadas, con todos los elementos para
ser felices, se dedicaron a filtrar una idea peligrosa en las cabezas de las
antiguas siamesas; una que, en la era de la ciencia y la luz, no hubieran
tenido por qué adoptar: que ellas eran una sola, y nunca habían llegado a estar
del todo separadas. Si alguien creyera en que los males se transmiten de madres
a hijas, diría que, una vez más, la culpa del crimen no era de una persona, sino
del conjunto de seres que la rodeaban. En este caso, una pequeña conjunción de
seres bajitos y de natural imitadores, que copiaban lo que veían en casa, y que
el mismo delito vinieron a conjurar. ¿Qué hacían mientras tanto las antiguas
siamesas? Su entorno transmitía que obedecieran como perritos dóciles, y quizás
eso hicieron, obedecer como perritos dóciles. Luego, mantuvieron ese
comportamiento el resto del tiempo y entonces les dijeron que les faltaba
iniciativa, que eran como zombies. Las hermanas hicieron, para encajar, lo que
les mandaron, y el premio que obtuvieron fue que las mangonearan todavía más.
Por
tanto, las niñas acabaron por creer que, en efecto, eran dos mitades de una misma
persona que nunca debió tener dos cuerpos, y empezaron a actuar en
consecuencia. Se las vio mirándose fijamente y a continuación (en lo que
semejaba un compromiso común alcanzado entre ambas mentes) que solo una de
ellas actuara. En ocasiones realizaban, miméticamente, los mismos gestos; en
otras, actuaban como un cuerpo gigante y elástico que fuera capaz de actuar en
múltiples niveles en su entorno. Se corrió la voz de que ambas hermanas eran
telépatas, y aunque la realidad era muchísimo más prosaica (sabían interpretar cada
mínimo cambio en la expresión, cada inicio de gesto: cómo no iban a hacerlo,
después de haber permanecido tanto tiempo juntas), era de ese tipo de rumores
que encontraban pábulo para que todos lo juraran cierto. Es probable que las
propias niñas también lo consideraran verdad. Por otro lado, tampoco era extraño
que las niñas creyeran a pies juntillas que ambas fueran una sola frente al inhóspito
mundo exterior. Al fin y al cabo, aisladas, diferentes, distintas, con unos
padres de acogida que trabajaban doce horas diarias para dar de comer a sus
hijas adoptivas, y tan faltos de recursos como ellas, al final éstas sólo se tenían,
de manera tangible, la una a la otra para poder avanzar. Tal vez su ideación
delirante fuera, en el fondo, tan sólo un mecanismo de supervivencia que los
demás no supieron apreciar.
Pasaron
los años, y las niñas crecían. Es difícil imaginar todos los pensamientos que
tuvieron que pasar por su mente y todo lo que debieron escuchar a través del
desfiladero amargo de la adolescencia. El mundo se pasa la vida diciéndonos que
debemos ser diferentes; y, cuando finalmente lo conseguimos, nos lanzan
pedradas por no pertenecer al clan. Las chicas, con una larga tradición de
silencios hondos y de refugiarse en sí mismas para no decir nada, sobrevivieron
al orfanato, al colegio, al instituto, a los hogares de adopción, a las salidas
fuera. Se dejaban ver poco y, cuando lo hacían, seguían un ritmo uniforme y
callado, el de los demás. Sobre todo, se les veía actuar sincrónicamente. Un
día, llegó esa tradición tan erradicable en ciertos lugares del mundo como son
los bailes de fin de curso. En aquella mezcla de juego de la cuenta atrás y de
intercambio de cromos que constituye encontrar acompañante, un par de chicos le
pidieron a cada una de las hermanas ser su pareja, y ambas aceptaron. No
quisieron que las recogieran, sino que quedaron directamente en el baile.
Cuando ellas aparecieron, su entrada fue espectacular. No es que hicieran nada
especial más que acceder al gimnasio habilitado como pista de baile, pero el
hecho de que entraran juntas, a la vez y, sobre todo, con el mismo vestido –un
traje cosido expresamente para ello, el cual daba cabida a las dos-, provocó
que el silencio gélido que las acogió fuera sepulcral. Uno de los chicos, nada
más captar el sentido de aquella declaración de intenciones, se escabulló por
donde pudo. El otro, en cambio, intentó ejecutar unos cuantos pasos de baile,
pero era difícil hacerlo con la otra chica al lado, como si las vísceras de
ambas permanecieran unidas aún. Aquella fue una velada extraña. Al lunes
siguiente, las muchachas se presentaron de nuevo con un traje de su invención,
esta vez más suelto, que les permitía llevar pantalones independientes, pero
seguía teniendo puntos en común, de tal manera que tenían que andar juntas. Un
par de profesoras trataron de que se colocaran separadas en las mesas, pero
chillaron y patalearon con tal histeria que la mayor parte de los docentes
optaron directamente por colocar unidas sus mesas junto a sus dos respectivas
sillas y no discutir con aquellas jóvenes que ya se habían ganado la fama de problemáticas.
En el futuro, cada nueva institutriz, maestro, institución, pareja de padres de
acogida, intentó modificar aquel comportamiento: lo más que consiguieron fue
que, al separarse, quedaran en un estado catatónico, permaneciendo casi
completamente paralizadas –hasta que volvían a encontrarse- durante horas. Las
lenguas vívidas/bífidas del pueblo decían que realizaban los mismos gestos de
manera unísona cuando se hallaban separadas, aunque casi nadie (por supuesto,
para qué) se molestó en comprobar si dicha afirmación era verdad.
Uno
de los problemas fue que el chico que se había quedado durante el baile
insistió. Él sentía algo por la muchacha a la que había invitado al baile, y lo
hacía por ella y no por su hermana, pese a que la similitud física hacía que
muchos no las distinguieran. El muchacho rondaba la última casa de acogida de
las chicas, a cuyas ventanas arrojaba piedras mientras los tutores legales
hacían como que no escuchaban nada, y las chicas actuaban como si el otro
individuo no existiera. Finalmente, accedieron a salir con él, pero el verbo
siempre se conjugaba en primera persona del plural, es decir, el trato era que
siempre acudirían las dos juntas. Fueron al cine, salieron a pasear, se les vio
juntos por las calles. Rumores y cuchicheos no contribuyeron a aplacar la
tensión. Un día, el muchacho insistió en llevarles al habitual descampado donde
las parejas iban a hacerse mayores y a esconderse de las miradas reprobatorias
de sus progenitores. A pesar de su insistencia, las chicas insistieron en no
quitarse el vestido, y su amada sólo admitió que le subieran la falda con su
hermana al lado, quien se quedó contemplando el suceso estólidamente. El chico
no sabía muy bien qué hacer al respecto; por un momento se le ocurrió que les
gustaban las cosas raras, y aunque no estaba demasiado de acuerdo, alargó la
mano hacia la hermana no correspondida, la cual le atrapó la muñeca,
devolviéndola hacia el terreno de la muchacha que con el imberbe adolescente había
consentido en salir. El resto del coito fue tan incómodo y anómalo como el
principio. La otra hermana se quedó mirando el cielo, las estrellas.
Probablemente la constelación de Gémini.
El
muchacho no fue capaz de correrse. La inexperiencia, unida a la vergüenza, no
eran sus mejores bazas. Su chica –tan callada como siempre; apenas habrían
cruzado unas pocas palabras en todo el tiempo que llevaban juntos- no se lo
reprochó. Sin embargo, el orgullo del (como todos) ególatra adolescente estaba
herido. Y tenía necesidad de cobrárselo. Unos cuantos días más tarde, el
muchacho y su novia bicéfala -es un decir- quedaron para salir fuera. Pero
cuando se situaron en una zona un poco aislada, amigos del muchacho aparecieron
y separaron a las dos muchachas. Las hermanas lloraron angustiadas, pero la
manada masculina no tuvo problemas en rasgar las prendas de las chicas,
llevándose el organizador de la emboscada a su enamorada al lado de un árbol, y
el resto de la jauría, a la hermana restante, al otro. Mientras el chico asía a
su novia -la cual se rebullía violentamente, por muñecas y tobillos- le decía,
al tiempo que le bajaba las bragas, que todo esto lo hacía porque la quería, y
le gritaba que la amaba con cada embestida, acallando con sus gritos el sonido
de la violación y la paliza que se producía al otro lado; curiosamente, la
joven que sufría este acto de amor no se estaba enterando en absoluto de lo que
le estaba pasando a su cuerpo, sino que sólo sentía el dolor que escarnecía las
carnes de “su” otra ella. Después de aquel entremés macabro, las dos hermanas
quedaron tumbadas en el suelo; la que había sufrido la peor parte (la sangre
borboteaba por sus fosas nasales hasta casi ahogarla; cicatrices y moretones
cubrían su piel) se quedó en el suelo, tumbada, sin poder reaccionar, mientras
que la otra se arrastró hasta que sus cuerpos quedaron en contacto y sólo
entonces, abrazadas, se permitieron llorar ambas juntas.
El
delito nunca se aclaró. De hecho, hubo un interés general, entre la policía y
las autoridades administrativas y escolares, en dejarlo correr. Aunque se sabía
con precisión casi absoluta el nombre de cada uno de los implicados, eran todos
jóvenes, hijos de buena familia, y en especial, eran muchos. Una vez más, era
más fácil culpar a las dos chicas, que nunca habían caído bien, que al resto
del instituto. Las dos hermanas volvieron al día siguiente a clase, con la
misma vestimenta de siempre, y con las marcas del hecho mínimamente disimuladas.
Si antes eran herméticas, refugiadas en sí mismas, ahora, como un doble capullo
de rosa herida, como una princesa en su castillo –junto a su incomprendido
dragón-, con mil candados se ocultaron. No se les vio hablar ni salir en el
resto del año con el resto de los alumnos. Sus padres adoptivos definitivos habían
intentado –como antes alguna comprometida profesora, y algún bienintencionado
compañero- todo lo humanamente posible para ponerse en contacto con ellas, pero
no podían hacer nada contra las miles de influencias externas que contra las
muchachas habían operado, y que aún mantenían a su alrededor. Nada más terminó
el año escolar, las sacaron de la escuela. Nada más tuvieron edad para ello, se
independizaron y alquilaron una casa para ellas solas, donde nadie las pudiera
atosigar.
Aún
así, a pesar del aislamiento, era innegable la tensión que se cernía alrededor
de las jóvenes por parte del resto del pueblo. Como un cáncer que debiera ser
extirpado, hubo presiones en cuanto a los límites de su finca, el crecimiento
de los árboles en su jardín, el color que podían utilizar -para mezclar las
pinturas- en la decoración de su casa. Se recogieron firmas para que internaran
a las chicas en un sanatorio y se decretara su inestabilidad mental. Los médicos
que las visitaban constataban su desconfianza, su falta de comunicación, su
incultura, y les diagnosticaban un trastorno tras unos pocos minutos, para
luego marcharse y no regresar. Una vez más, las fuerzas locales, a pesar de lo
peregrinos de los argumentos de los firmantes de aquella petición de
internamiento, no podían declarar insana a toda la lista. Aún así, por cautela,
al menos al principio no actuaron. En todo caso, para las hermanas se volvió
una situación insostenible. Probablemente no fue la única causa, pero sí un
factor determinante en que tomaran aquella definitiva e irreversible decisión.
Lo
tenían claro. Una de ellas moriría. Debía morir, para garantizarle a la otra la
libertad de la que carecían. Es difícil saber cómo dirimieron cuál de ellas
tenía que ser, igual que conocer a ciencia cierta qué oscuros pensamientos y
conversaciones ocurrían en aquella (abandonada del mundo) remota vivienda. Sin
embargo, ciertas evidencias pudieron rastrearse a posteriori a través del
diario de las muchachas, las cuales, como forma seguramente de evadirse de una
realidad que a ellas mismas les rehuía, escribían sobre sus páginas relatos de
ficción protagonizados por esquizofrénicos, individuos marginales, mujeres violadas,
y los poblaban de giros macabros y desconsoladoras tramas. Por otra parte, la
forma de corrección obsesiva de estos mismos diarios indica también que
trataban de escribir, como si se tratara de una ficción, su propia historia,
quedando muy claro que para que ésta quedase perfecta (ya habían renunciado,
hacía tiempo, a la perfección en su vida) había de concluir necesariamente con
un infeliz final. En las páginas de estos textos, pueden leerse algunas frases
que supuestamente harían referencia a su propia situación personal, y que dan
una idea del ambiente que se vivía en la casa: “Por encima de la mesa nos
decimos que nos amamos; pero sólo una de nosotras está diciendo la verdad. Por
debajo de la mesa, en cambio, nos hallamos afilando los cuchillos. Lo que
tenemos en común es que ambos creemos que la otra es desagradable y monstruosa.
Leo en sus ojos el abismo de la locura, y sé que algo, dentro de ella, está creando
en su interior un asesino. Ese algo soy yo”. También se encuentra una línea
suelta, en estos mismos textos, que dice: “esa hermana mía es una sombra negra que, como una planta
trepadora, me está robando la luz del sol”. Se menciona en algunos párrafos que
se han convertido en enemigas mortales, arrojándose vibraciones oscuras de
manera mutua. En algún momento se insinúa que es la hermana contraria, la otra,
la que les incita a ambas a cometer el mal. Pero, ¿a qué clase de mal se
referían? Y, sobre todo, ¿cuál de las dos hermanas lo escribía? Puede que algo
en su interior les dijera que lo que estaban cometiendo era una locura, o fue obra
de la presión social, pero durante un cierto período acabaron yendo a una
psicoterapeuta, a quien le revelaron su intención de que una de ella acabara
con su vida para que así la otra pudiera existir de manera autónoma, abandonar
el silencio de clausura en el que habitaban ambas -como en una cúpula- y vivir
de manera normal. La psiquiatra les preguntó por qué iban a hacer eso. Ellas
respondieron, como en un eco: “Porque lo hemos decidido”.
En qué
momento, y bajo qué criterios, se define que una de ellas ha de acabar
su vida para siempre; nunca más largos besos; nunca jamás violáceos amaneceres;
para que la otra viva, para que hable, para que salga adelante. Cómo se decide
eso… ¿una moneda al aire? Se dijo siempre que una de las hermanas mantenía un
predominio sobre la otra. Se argumentaba, incluso, que una de ellas quería morir
para deshacerse del mando que sobre sí misma ejercía la primera, la que le
obligaba a cometer pequeños delitos. Una presión perenne e implosiva de la que,
en apariencia, quiso escapar. Sin embargo, nunca se determinó a ciencia cierta
si la supuesta hermana dominante fue la que determinó la muerte de su par, o la
que se inmoló por ella en cambio. La lectura de los diarios sólo permite, de
los acontecimientos, una reconstrucción confusa. Sabemos que, merced a la
presión sobre las autoridades, entraron y salieron varias veces de
instituciones mentales (cumpliéndose pues la maldición que parecían abocadas a
heredar de su madre), donde el único tratamiento que se les hacía era
encerrarlas en un sitio, atiborrarlas a drogas y no dejarlas salir; sabemos
que, durante aquella época, las hermanas se empeñaron en dormir juntas en camas
cada vez más pequeñas (como si de esta manera reforzaran su unión),
enroscándose en extraños pensamientos que giraban sólo alrededor de sí mismas.
Sabemos que, de vez en cuando, con los internos masculinos flirteaban; tenemos
dudas sobre si los guardianes las violaban. Hubo un momento determinado en que
transigieron: dijeron al director del internamiento que sí, que se separarían,
que hablarían, que harían lo que ellos dijeran. Los médicos se negaron a
modificar esas gruesas historias clínicas que en el pasado habían defendido con
tanto ardor. Dijeron que más tiempo era necesario. Estuvieron encerradas
durante una condena más larga que si hubieran cometido un delito grave. Si para
entonces no estaban locas, muy probablemente en este intervalo perdieron la
cabeza de verdad. Comenzaron a atacar lo único que tenían a mano: la una a la
otra, la una frente a la otra. Rompieron su frente común. Y, sin embargo,
cuando salieron por última vez de una institución mental, volvieron a hacerlo
juntas. Quizás, una vez más enfrentadas al resto del mundo, era la única arma
con la que podían atacar. Pero sabían que, a largo plazo, esa situación no
podía mantenerse estable. Que ya ni siquiera, aunque se mantuvieran separadas,
el estigma se podría eliminar. La última vez que las vieron bajo el sol de la
calle, recién llegadas de una institución mental, se encontraban abrazadas,
como si hubieran escapado de una larga y dolorosa situación en el transcurso de
la cual sólo ambas, de manera mutua, se hubieran sostenido. Ya no las volvieron
a ver caminando al lado nunca más.
El día que la
historia concluyó fue extraño. Llegó un repartidor a domicilio; llamó a la
puerta dos veces. No respondió nadie. Le pareció que el interior había
movimientos confusos; sin embargo, según descubrieron después las autoridades
forenses, era poco probable que pudiera haber visto nada. Quizás el repartidor sólo
llamó a la policía para cobrar lo que le debían. Cuando los agentes llegaron
allí, con una fuerza de movilización como si adentro estuviera aguardando el
asesino de Kennedy, penetraron derribando la puerta y con las armas por
delante. El salón estaba cubierto de largas hileras superficiales de sangre.
Encontraron a una de las hermanas colgada del techo del baño, y a otra con un
largo tajo en el costado, a la altura de la cicatriz donde antes se hallaba
alojada su hermana. Nunca se supo si había sido un suicidio con violencia que
una de las hermanas había intentado evitar (sin conseguirlo), un asesinato, o
el ataque por parte de una tercera persona. Cuando salió del hospital, la
hermana superviviente no habló. Nada más tuvo la oportunidad, hizo las maletas.
Nunca volvió a vérsela por la localidad.
Dicen que
volvió a su país natal, y que ahora es una profesora universitaria de éxito,
casada con alguien de su misma raza, que les lee a sus hijas gemelas hermosos
cuentos. Cuentan las madres del pueblo donde crecieron que en realidad acecha
bajo la cama de los niños de la villa, agazapada por las noches, armada con un
puñal, dispuesta a conseguir una nueva hermana. Hubo, con el paso de los años y
varios artículos, una gran discusión sobre si todo el mundo había actuado del
todo bien, discusión que muchos no quisieron escuchar. Hay algunos que opinan que las dos chicas
estaban locas; hay otros que nunca dejaron de creer que –todavía hoy- siguen
siendo siamesas.
Esta historia es una muy libre y muy
distorsionada adaptación de la historia real de las gemelas Gibbons. Mientras que los artículos en español se dedican sobre todo a subrayar la insólita
condición de las “hermanas silenciosas”, como si se tratara de una maldición de
cuento, un artículo del New Yorker
escrito por un periodista de la misma
raza que las hermanas destaca sobre todo las circunstancias ambientales que
rodearon su existencia. Entre los muchísimos cambios que hemos efectuado en
este relato, la que murió de las hermanas Gibbons -que nunca fueron ni
aspiraron a ser siamesas- lo hizo por una inflamación cardíaca no diagnosticada,
lo cual apunta menos a un pacto de suicidio que a una incorrecta atención
médica. Probablemente la única conclusión que puedo extraer de estos sucesos
(aparte de que cada cual ve la parte de la historia que pretende encontrar) es
que, como dijo Jean-Paul Sartre, “el infierno son los otros” o que, en las
películas de miedo, las hermanas de “El resplandor” no son las villanas, sino que
los auténticos malvados (y lo dice un apasionado del género de terror) son aquellos que se sientan en un sofá para estudiar desde el otro
lado de una pantalla la vida íntima de los demás.
Que nadie nos juzgue como juzgamos nosotros a
nuestros monstruos, pequeños fantasmas incomprendidos.