La alhaja
“Había sido el blanco de una bala que
había matado a su yegua bajo él, pero seis balas que atravesaban su ropa lo
habían dejado indemne. Más tarde me contó, bajo estricto secreto, que trece
años antes había comprado por ciento veinte libras un Corán con virtudes de
amuleto, y desde entonces nunca había sido herido. En verdad, la muerte le
había respetado, matando en cambio ruinmente a hermanos, hijos y seguidores. El
libro que formaba el amuleto era una edición de Glasgow que costaba dieciocho
peniques; pero el aura de muerte que rodeaba a Auda no permitía hacer bromas
sobre su superstición”.
Los
siete pilares de la sabiduría. Thomas
Edward Lawrence, más conocido como “Lawrence de Arabia”.
Era un hombre acostumbrado a
convivir con el peligro. Y sin embargo, era prudente. No se llega a viejo sin
serlo, no al menos si habitas en una de las regiones más inhóspitas y
traicioneras del planeta, tan sólo conquistada por el desierto, matojos, y las
inconsecuentes cabras. Tenía razones de sobra para permanecer cauto, porque los
tres ocupantes previos de su cargo habían fallecido en su propia cama,
degollados por unos sirvientes a los que obedecer a un extranjero no les hacía
ninguna gracia. Él, sin embargo, se había mantenido en su puesto durante seis
meses, y consideraba la situación del país estabilizada. Aún así, estaba
abierto a nuevas opciones, tanto humanas como divinas. Y aunque no era
supersticioso, había visto cosas que le habían hecho creer, y peor aún, cosas
que le habían hecho dudar. Por eso, cuando el viejo le ofreció la alhaja (se
negó tajantemente a denominarlo “amuleto”, como si aquella palabra lo
depreciara), no se cerró en redondo con el escudo de la razón que suele dominar
a los hombres de su país. Tan sólo preguntó si tenía algún “regalo” escondido.
-Nada de eso, efendi… Todo verdad.
El poseedor de la alhaja se vuelve inmortal frente a toda acción asesina
ejercida por su semejante. Nunca morirás apuñalado, ni atravesado por una bala,
ni rodarás por unas escaleras, a no ser que sea tu propio pie el que tropiece.
Con este bien tan preciado, vivirás, si Alá lo ansía, quizás hasta los cien
años.
Pero el gobernador dudaba. Había
leído “El diablo en una botella”, de Robert Louis Stevenson, y “La mano de
mono”, no recordaba de qué autor. Y sabía que las peticiones hechas a “djinn”,
genios o cualquier otra criatura mágica normalmente llevan aparejada una
contrapartida, una terrorífica cláusula en letra pequeña, o una retorcida forma
de interpretación que no queda revelada hasta el macabro final.
-Ni dobleces ni medias verdades,
efendi. Su vida quedará a salvo, protegida. Su piel permanecerá tan intacta
como el himen una hurí. Nada le podrá pasar.
El gobernador tenía prisa, y no
insistió más. A posteriori, se arrepentiría mucho de aquella decisión. Entre
otras cosas, influyó en que el extranjero era soltero, recién llegado, sin
amigos ni familia a menos de tres mil millas de distancia. Le dijeron que no le
iba a afectar, y no se inquietó. No se preocupó de nada más.
El hombre, previsor, para probarlo,
se puso la alhaja en el pecho y no volvió a fijar su vista en ella durante los
días siguientes. De hecho, con el tiempo, cuando ya se hubo acostumbrado a su
presencia, se dio cuenta de que la alhaja –que no se quitaba ni para dormir ni
para ducharse- había desaparecido. En su lugar, a la altura de su cuello, había
nacido una marca oscura con la forma del cordel y de la propia joya, marca que
no se eliminaba con el alcohol, grasa, jabón o abundante agua. Sin embargo, no
le concedió demasiada importancia al hecho. Un material de escasa calidad que
se había deteriorado, colorándole la piel: ¿qué problema había de causarle?
Aquellos años que transcurrieron
fueron plácidos. Con el tiempo, el hombre sintió la necesidad de rodearse de
una mujer, satisfacción que combinaba muy bien con la obligación política de
sellar la paz con ciertas tribus a la manera tradicional, es decir, mediante un
matrimonio con princesa de dinastía reinante. La fecha que conoció a su futura
esposa –que fue el mismo día que su boda- se quedó helado: no sabía que pudiera
haber hembras tan hermosas, de razas tan dispares a la suya, sobre la faz de la
Tierra. Fémina que, además, tuvo la virtud de concederle dos hijos preciosos,
moreno (como hijo de su madre) él, rubia y de ojos azules (como hija de su
padre) ella. ¿Era concebible mayor forma de felicidad?
Así hasta que, en cierto momento, la
fiebre de sangre que periódicamente recorre las áridas llanuras de esta desolada
región se elevó de nuevo, y surgieron las conspiraciones y los levantamientos.
El primer conato de incertidumbre lo encontró el gobernador cuando, en cabeza
de su ejército durante la batalla (como hacía siempre, para insuflar los ánimos
de sus hombres, tal y como practicaba en su día sobre estas mismas tierras
Alejandro Magno), ante una ráfaga de descargas de artillería, no falleció él,
pero sí los escoltas que le acompañaban a ambos lados. Lo tomó como una
casualidad afortunada (o aciaga) del destino y de los azares de la guerra, y
poco más. No le quiso dar mayor relevancia.
El siguiente incidente, no obstante,
no lo pudo obviar. Mientras salía a pasear por el patio de su palacio, bien
temprano por la mañana (tal era su costumbre), portando a su hijo en brazos,
una maceta fue mecida por el viento de manera descuidada y se precipitó sobre
él. En medio de aquellos segundos fatídicos que sabía que marcarían el resto de
su vida (en aquel momento la creyó muy corta), lo único en que pensó fue en
salvar a su retoño, y quizá por eso la maceta le encontró en esa posición, protegiendo
a su hijo, y el obús accidental impactó de lleno sobre la parte superior de su
cabeza. Para su sorpresa, el gobernador no sintió la muerte, ni apenas dolor,
pero sí pánico cuando se apercibió de que, bajo sus brazos, su hijo no daba
señales de hálito: tenía el cráneo reventado. Los doctores le explicaron que,
por una milagrosa consecuencia de la física, tal vez la fuerza del golpe se
había transmitido a través de su cuerpo, y la peor parte se la habían llevado
los jóvenes tejidos de su hijo, más frágiles. No obstante, en algún oscuro
rincón de su mente, nuestro hombre ya estaba empezando a intuir la verdad.
De hecho, se encontraba barruntando
ese mismo misterio semanas más tarde, cuando llegó el inesperado ataque. Alguna
de las facciones que habían caído derrotadas durante la refriega de la estación
anterior habían puesto precio a su cabeza, y se habían infiltrado entre sus hombres
y en su casa. Aprovecharon la oportunidad en el patio interior de aquel palacio
que un día perteneció a reyes y ahora era suyo, un día cuando se hallaba
yaciente a la sombra de un banano, holgando sobre su hamaca. Un criado que
creía fiel sacó de ninguna parte un cuchillo (escuchó más tarde que sus
enemigos se cercenaban ciertas partes del cuerpo para así ocultar de manera más
subrepticia las armas) y le asestó repetidas puñaladas sobre pecho y abdomen.
Sin embargo, la daga le atravesó como si se tratara de un arma de mentira. Ante
la mirada de estupor de su atacante, el gobernador, igual de estupefacto pero
rápido de reflejos, le atrapó de la nuca y le retorció el cuello. Luego,
temiendo lo indecible, subió al piso de arriba para ver si su mujer, que en
aquel momento estaba tomando un baño, se encontraba en buen estado. La descubrió
con un brazo por fuera de la bañera, que estaba prendida del intenso color de
la sangre, la cual aún manaba a borbotones de las mismas heridas que, sin
embargo, en él, no habían llegado a sangrar.
El hombre hizo con precipitación las
maletas, dejando preparado lo mínimo (apenas una carta y un par de
instrucciones más básicas; entre otras, “no te fíes de los comerciantes”) a
quien suponía que acudiría para ser su sucesor. No era tan iluso como para
creer que localizaría al vendedor que le encasquetó la alhaja por el camino: el
mundo era muy ancho, y ofrecía múltiples escondrijos para aquel que no pretendía
ser hallado. Además, no se imaginó que le fuera a decir nada muy distinto a lo
que entonces ya sabía. Sólo pensó en protegerse y, sobre todo, en proteger a su
jovencísima hija. Desconocía cómo funcionaba exactamente esa maldición que ya
de manera imborrable acarreaba, pero se figuró que la única manera de escapar
de ella era refugiarse en un lugar lo suficientemente lejano como para evitar
que nadie les hiciera daño. Por fortuna, había miles de kilómetros de desierto.
Durante el viaje, realizó un pequeño experimento: viajaron en dos caravanas
separadas, con su hija a cargo de una nodriza y de un grupo de camelleros que
tenían prometida una gran recompensa en cuanto se reencontraran, y en cambio una
implacable persecución si algo le ocurría a la niña. Durante ese viaje, el
antiguo gobernador trató de arrancarse la marca del amuleto con la uña, pero no
consiguió siquiera hacerse sangre: en cambio, cuando volvió a ver a su hija,
ésta tenía unas diminutas pero claras marcas en el pecho, como si alguien
hubiera estado tratando de hurgar hacia su interior. Quedaba claro –aparte de
que no iba a ser tan fácil librarse de aquello- que la maldición, o como quiera
que quisiera llamarse, no era una mera cuestión de distancia física. En el
desierto, el hombre se adentró lo más hondo que pudo y conformó, dentro de una
inexpugnable cueva, lo más parecido que podía hacer creer a una niña de pocos
años que se trataba de un hogar. En torno a él, aisló toda posibilidad de
criaturas que tuvieran la capacidad de hacerles daño. En la soledad del
desierto, como uno de esos profetas reverenciados, tenía mucho tiempo para
pensar. Durante una de sus largas caminatas en busca de comida, meditó acerca
de posibles soluciones. Tal vez debería volver a su tierra, donde tenía familia
y colegas que pudieran sustituir a su hija como receptor del castigo en el caso
de que el mal que le aquejaba siguiera su curso. Sin embargo, no sabía si esto
funcionaría, y marchar a su país natal, con todos los obstáculos en el camino,
se le antojaba harto peligroso. Quizás, con el tiempo, cuando la niña creciera…
Mientras paseaba, se dio cuenta de que tenía sobre el dedo pulgar del pie,
adherido, un escorpión. Estaba muerto, mas en su postrer estertor le había
clavado el aguijón. Ni tan siquiera había sentido la picadura. Tuvo un fatal
presentimiento. Volvió a toda velocidad a la cueva. Cuando llegó, ya era tarde:
la pobre niña yacía hinchada y con la cara enrojecida, aunque tenía una
expresión de beatitud en el rostro, como si no hubiera padecido ni una mala
sensación. Eso, al otrora señor de aquella vasta extensión de tierra, no le
sirvió para impedir derramar ni una sola de (las que siguieron) innumerables
lágrimas.
Luego viajó. Viajó mucho. Se refugió
en las montañas, donde no podía ver a seres humanos -salvo muy ocasionalmente-
en kilómetros a la redonda. Se enfrentaba a animales con las manos desnudas y
no moría. Se vestía con sus sangrantes pieles, aunque no para protegerse del
frío (que no le importaba y apenas lo sentía) sino para averiguar si vivir
rodeado de mugre animal podía hacerle enfermar y fallecer. Huelga decir que
aquello nunca funcionó. Vivió aislado de todo y de todos, huidizo la mayor
parte del tiempo de las poblaciones y transeúntes humanos. Los pocos moradores
de aquellas tierras que le avistaron designaron un nombre para él, el de
barmanu. Cuando en los inviernos le veían cargado de nieve hasta arriba, sobre
la cabeza y hombros, cubierto de pelo y garras de los abrigos que vestía, se
inventaron una expresión aún más sórdida: no hacía falta añadir el adjetivo
“abominable” si lo que pretendían era mortificar…
Un día bajó al pueblo en busca de
comida. El hambre le daba igual (de hecho, ojalá le matase), pero volver a
emplear el sentido del gusto le abstraía de la cotidianidad. Atemorizados por
su sola figura en la distancia, los aldeanos huyeron y le dejaron acceder por
cualquier recoveco. En una taberna, tuvo acceso al periódico. Hacía años que no
veía uno de éstos. Armado con una taza de café, él, que había dirigido
ejércitos y creado las noticias, se puso a repasar ejemplares atrasados. Para
su sorpresa, encontró una mención a su apellido: el linaje familiar le
perseguía, aún en esta remota región del mundo. Un primo lejano había fenecido
a una edad impropia, por una causa de muerte poco plausible. El antiguo
gobernador se preguntó si eso sería por su culpa. Se preguntó si, con el paso
del tiempo, irían falleciendo todos sus allegados, no sabía si por orden de
sangre, de distancia física o por afinidad mental (hasta tal punto seguía ignorante
de su nueva condición: la verdad es que no tenía ganas, paciencia ni valor para
hacer más experimentos al respecto). De repente, se dio cuenta de que recordaba
de una manera distinta la muerte de sus abuelos y padres. ¿Habían fallecido
antes de lo que les tocaba, de manera retroactiva, a consecuencia de sus actos?
Quizás, si conseguía acumular las suficientes muertes encima, llegaría un
momento en que acabaría con sus ancestros antes incluso de que pudieran
engendrar a los que más tarde le darían a él a luz. ¿De ser así, acabaría con
su sufrimiento? No lo sabía: lo mismo aquella formar de liquidar a sus
antepasados era sólo un delirio de su imaginación, y acababa viviendo una
existencia larga y tediosa mientras iban cayendo uno por uno los descartables
seres humanos que se situaban a su alrededor. Puede que de esta manera –dijo el
hombre que un día fue feliz- sea como se extingan las civilizaciones, y como se
formen en origen los desiertos…
Sea como fuere, nunca tuvo manera de
averiguarlo. Un día apareció muerto, sin que desde fuera hubiera modo alguno de
desentrañar si lo había hecho bajo acción de un hombre, de un animal o bajo su
propia mano. Ninguna de las criaturas que se topó con el cadáver tuvo valor de
acercarse; todas dieron un rodeo para no tenerlo que tocar.