lunes, 6 de agosto de 2018

El relato, la historia real, la historia corta de agosto: "Casa cercada" (II)

Como recordaréis del mes pasado, habíamos iniciado la narración de "Casa cercada". En esta segunda parte, aprovecharemos para hacer una disgresión a propósito de un hecho real que se narra en el relato, durante la cual hablaremos un poco de un suceso real de la Historia filipina. De la misma manera, utilizaré esa oportunidad para contaros una pequeña anécdota -no diré si real o ficticia- sobre la cultura filipina actual, con un cierto toque de humor que servirá para rebajar este cuento tan oscuro y macabro que nos ha quedado. Y que espero que, a pesar de todo (como nos ocurre a los que creemos posible que en la ficción, aún dentro de ciertos límites, nos tomemos las cosas menos en serio que en esta vida real tan cruenta), os entretenga.

Aquí va la segunda parte. Si os interesa (o si preferís saltaros la parte del cuento), la historia real y la historia corta están al final de esta penúltima sección del relato:

Casa cercada (II)

              -Todo esto es un absurdo –se decía Salcedo, apurando un trago de vino, el cuarto que, desde que empezó la crisis, había pasado por su gaznate-. Un absurdo. No pueden ser indígenas del siglo XIX.
                De la Cruz seguía contemplando al hombre fallecido, sobre la alfombra. Alrededor de él, se había generado un halo de vacío y de temor.
                -No sé si lo son o no –reflexionaba De la Cruz también sobre lo increíble-; pero el caso es que parecen creérselo, con lo cual no sé si es demasiado importante o no que lo sean de verdad.
                Sintió que estaba perdiendo el dominio de la situación. Se volvió hacia el interlocutor del gobierno filipino, que ahora se había convertido en traductor, historiador, títere y comparsa.
                -Díganles que estoy dispuesto a hablar con ellos. Pero tienen que garantizar que se vaya el resto del grupo.
                La traducción fue tan breve como escueto el tiempo de respuesta.
                -Dice que no. Que los quieren a todos. Para degollar, violar y cortar en dos mitades.
                De la Cruz volvió la vista hacia Natalia, que le contemplaba horrorizada. No, ella no, pensó el aristócrata apretando los puños. Tan sólo plantearse la posibilidad le volvía loco de atar.
                -¡Dígale…!-se contuvo, tratando de no sulfurarse-. Dígale que no tiene sentido. Que si cree que yo… que mi antepasado es el culpable, que me castigue a mí. ¡No tiene derecho a dañar a personas inocentes!
                El filipino moderno tradujo rápido. El filipino antiguo contestó más rápido aún.
                -Dice que su antepasado no tuvo ningún escrúpulo a la hora de matar y violar a sus hombres, mujeres y niños. Que el castigo se aplica a toda su raza. Que siempre se ha hecho así.
                -Pero…
                -¡Por el amor de Dios, Roberto, no discutas de ética filosófica con un indígena del siglo XIX!-se pasó las manos por el cabello Salcedo-. O lo que quiera que crean ser ellos.
                Se echó un nuevo trago al coleto. Infundido por el calor del alcohol, tomó a Nats Laurel, a quien abordó, a la altura de ambos brazos:
                -¿De verdad cree usted que ese hatajo de salvajes puede superarnos?
                El filipino se encogió de hombros.
                -Si sólo son… bromistas, si es que a esta historia macabra se le puede llamar un chiste, no tengo ni idea. Pero si son de verdad… Hay relatos míticos sobre los filipinos antiguos. Cuando China invadió Manila, apenas encontró resistencia, y sólo un hombre local llamado Galo se puso a hacerles frente, liderando la insurrección hasta que pudieron reorganizarse las tropas españolas. También se habla de unos guerreros filipinos… parecidos a lo que en Japón son los ninjas. Se escondían en la espesura, se hacían invisibles; asaltaban entonces a sus enemigos, que no les oían llegar…
                -Pero éstos no son esa clase de guerreros. Ni tampoco son ninjas.
                Laurel colocó una mueca despectiva.
                -Yo puedo hacer de traductor y matizarles ciertos detalles… pero mis estudios no abarcan conocimientos sobre fuerzas sobrenaturales.
                Roberto volvió la vista hacia Natalia. Tocándole los hombros, sentía por primera vez el temblor. La fragilidad. Lo que el rostro de ángel era capaz de ocultar, la expresión corporal no podía.
                -¿Qué vamos a hacer, por Dios?-lo mencionó antes ella, lo cual forzó a él a guardar silencio.
                -Algo se nos ocurrirá –la abrazó.
                Luis Salcedo, sin embargo, no permitió momentos íntimos. Dio un par de golpecitos con el dedo en la espalda de De La Cruz.
                -Tenemos que hablar –instó vehemente.
                De la Cruz asintió. Desde el aparte donde se situaron, observaron la sala, las personas que ahora la ocupaban, la biblioteca cargada de volúmenes de los siglos XV y XVI, incluyendo gramáticas castellanas y tagalas, algunas de las cuales se habían punteado de sangre. Resultaba inconcebible pensar que, hace poco, ésta era una celebración de sociedad.
                -No sé lo que pretenden en realidad estos tipos –confesó Salcedo, el cual, sin importarle las normas prohibitivas de la casa, encendió un cigarrillo-. Pero algo me dice que no van a abandonar esta mierda de asedio porque no les abramos. Y aunque la habitación esté preparada para resistir mucho tiempo, me figuro que antes llegarán los problemas de manutención… por no decir los de higiene.
                De la Cruz corroboró aquel diagnóstico con un gesto. No sabía qué clase de incursiones militares tendría que afrontar su antepasado, pero no se imaginaba liderar una contraofensiva empleando a cargo a esta tropa.
                -Sé que esta habitación se hizo para que no pudieran entrar en ella… pero también soy muy consciente de que hay una manera de salir…
                De la Cruz suspiró. Salcedo también había tenido acceso a los planos de la casa, pero De la Cruz quiso pensar –por lo visto, equivocadamente- que no se habría fijado en que su ancestro previó la posibilidad de que les rodearan y creó un sistema que permitía huir al exterior. Claro que, viniendo de un político, debió considerar que la situación más retorcida era la más probable posible.
                -En efecto, pero no es una salida fácil. Requiere ir a través de un túnel, que vete tú a saber si se ha derrumbado o ha sufrido daños después de un siglo. Y después… quién sabe lo que nos aguardará.
                -Bueno, pero parece que es la única manera factible de pedir ayuda, ¿no?¿O esperas que a los idiotas que nos cercan se les aplaque la furia asesina?-replicó caústico Salcedo-. Pero como tú dices, lo que nos aguarde después debe ser complicado. Propongo que salgamos sólo unos pocos, los estrictamente necesarios para dirigirnos al pueblo de al lado, buscar a la policía o similares y pedir ayuda. Deberíamos ser personas fuertes, en buen estado de forma física…
                -Vamos, que te apuntas a ir tú –abordó De la Cruz crudamente.
                -No quería proponerlo en esos términos, pero en fin… –resumió el político.
                -¿Y qué van a hacer los que se queden aquí?¿Los dejaremos abandonados a su suerte?-el dueño de la casa sabía que, si alguien marchaba por el túnel, debía ser él mismo. Aunque varias personas habían visto los planos, sólo él los había estudiado a fondo y, por tanto, sabía todos los problemas que la vía salida podía presentar, y también cómo resolverlos.
                Salcedo también tenía una respuesta para eso, que plantó en su cara despreciable con una sonrisa más despreciable aún:
                -Natalia puede mantenerles calmados mientras llegan los refuerzos. Es ideal para ese tipo de cosas.
                -¿De modo que encima pretendes dejar a Natalia aquí?-enseñó los dientes De la Cruz.
                -Vamos, Roberto, no te hagas el caballero decimonónico, que no eres tu antepasado; Natalia tendrá muchas virtudes, pero no es la persona ideal para auparse a una peligrosa misión de rescate. Además, aquello no será un camino de rosas; Natalia va a estar mucho más segura que nosotros quedándose aquí.
                -¿Y el resto de los invitados?¿Cómo se lo tomarán al vernos marchar?
                -No tienen por qué saberlo. Si no recuerdo mal, al túnel se accede por esa salita de sonido detrás del proyector por donde se conectan los altavoces y las mierdas ésas, ¿no?-repuso Salcedo-. Podemos decir que vamos allí a buscar materiales con los que defendernos, y marcharnos entonces. Natalia nos cubrirá. Si todo sale bien, para cuando descubran que nos hemos largado, ya habrán llegado los refuerzos.
                -Y mientras tanto, tú bien a salvo ahí fuera, ¿no?-volvió a la carga De la Cruz.
                -Roberto, no me toques los cojones. Sabes que si no nos vamos ahora, no tendremos ninguna posibilidad. Quieres salvar a Natalia, ¿no? Pues si quieres hacerte el héroe, ésta es la mejor manera.
                De la Cruz, a regañadientes, consintió.
                Explicárselo a Natalia fue difícil, pero ella pareció asumirlo mejor de lo esperado. En medio de su conversación, De la Cruz no paraba de pensar en las cosas que le harían esos salvajes si traspasaban los muros. Aquello le redobló en su decisión.
                -Volveremos lo antes posible –prometió.
                Mientras tanto, en el despacho del piso de arriba, encima del salón de actos, los guerreros, hartos e impacientes al ver que la puerta no cedía a la primera de cambio, estaban adoptando nuevas estrategias. Derribaron las estanterías, los libros, los muebles. Los concentraron en el centro de la habitación. Luego, les prendieron fuego, causando una pira espectacular.
                -¿Crees que se hundirá el techo?-preguntó uno de los hombres al primero que había aparecido, el cual había adoptado el papel de líder.
                -Conociendo a De la Cruz, sin duda lo ha previsto. Pero en todo caso, allí abajo van a pasar mucho calor…
                Mientras buscaban material combustible con el que avivar las llamas, sus hombres encontraron unos cuantos legajos que se apresuraron a llevar a su jefe. Éste los estudió; con sus breves rudimentos de castellano, aprendidos tras numerosos enfrentamientos con las tropas españolas, pudo desentrañar el mapa de la casa. Se convenció de que asaltar la habitación no sería fácil. Sin embargo, le fue más útil la información sobre otra cosa:
                -Hay un túnel que parte de abajo… y me encantaría conocer el final.



*                                            *                                             *

                En 1574, los chinos intentaron invadir la ciudad de Manila. En realidad, más que China como nación, lo intentó un pirata llamado Limahong, que ya era conocido por haber asaltado varias ciudades en el sur de China, por lo cual se había puesto precio a su cabeza. En aquella época y posteriores, los piratas podían acumular fuerzas navales tan descomunales que ni siquiera los ejércitos nacionales podían hacerles frente, desarrollando ciudades-estado flotantes donde sólo el líder de dichas tropas tenía jurisdicción. Un ejemplo de esto sería la famosa Ching Shih, viuda de un pirata chino que llegó a hacerse universalmente famosa a partir del cuento de Jorge Luis Borges “La viuda Chin, pirata”. Limahong, sin llegar a alcanzar la celebridad y el poder de Ching Shih, contaba en la época de la que tratamos con cuarenta barcos y hasta tres mil hombres para su causa. Asediado por la recompensa que el emperador chino ofrecía a cambio de su capturar, Limahong se planteó huir hasta aguas menos transitadas del Sur de China, llegando a la isla de Luzón (la mayor de las Filipinas). Allí, tuvo lugar una breve escaramuza con las tropas españolas, y capturaron un bar de barcos mercantes en dirección a China, a partir de los cuales averiguaron que había una ciudad, Manila, donde los recién llegados españoles se habían asentado pero que se hallaba sin demasiada protección. Determinado a huir del acoso chino, Limahong decidió conquistar Manila y establecer allí su cuartel general, desde gobernar su nación pirata.
                El primer asalto chino fue contradictoriamente exitoso. El primer pueblo que encontraron a su paso fue Parañaque, cuyos habitantes se mostraron sorprendidos y desorganizados. Esto facilitó la labor de los piratas, que consiguieron asaltar la casa de Martin de Goiti, el comandante de las fuerzas españolas, y asesinar a este último. No obstante, aquella victoria resultó pírrica por dos motivos: primero, porque el asalto a la casa de Martín de Goiti retrasó su camino hacia Manila (una vez allí, el objetivo era asaltar la fortaleza, hoy todavía de pie, que se conoce con el apelativo de Intramuros); y, segundo, porque no contaban que un residente local iba a ponerse en su contra. No contaban con que iba a surgir esa clase de resistencia.
                Se sabe poco sobre Galo, el hombre que lideró la reacción aquel día. Era un paisano local, un “hombre de barrio”, como se le define. Algún guía local comenta que probablemente era un guerrero retirado al que le tocaron demasiado las narices, asaltando sus negocios y posesiones, y decidió defenderse, no por el Imperio Español, que sin duda le concernía poco, sino porque estaban atacando su hogar. La cuestión es que Galo organizó a los habitantes del barrio, quienes, con un armamento precario y nula preparación militar, consiguieron hacer frente a los piratas chinos, que se habían figurado que la toma de Manila sería un paseo militar. La prueba de que la lucha no resultó fácil para ninguno de los dos bandos la presenta el nombre que adquirió la batalla: “el incidente del Mar Rojo”, porque la cantidad de muertos que cayeron aquel día provocaron que la orilla de costa enfrente del barrio se tiñera de rojo a causa de la sangre que no se paraba de derramar…
                La resistencia filipina fue suficiente para dar opotunidad a que las tropas españolas arribaran a tiempo para la defensa, procedentes de una población cercana. El sueño de una Manila-capital pirata se interrumpió en seco, y los piratas tuvieron que huir. Limahong escapó para establecerse en otra zona de Luzón, donde, en la desembocadura del río Agno, montó una empalizada doble y sometió a los pobladores de ese territorio, proclamándose a sí mismo rey, obligándoles a pagar tributos, y secuestrando a sus líderes como rehenes. Los habitantes de aquella zona, desarmados, no pudieron hacer otra cosa, montando Limahong allí su propio señorío, del que no sabemos demasiado aunque, tal y como fueron las cosas, en algún momento debió convertirse en un abismo de horror que hubiera hecho las delicias de Joseph Conrad. Los españoles marcharon con una armada para hacer frente a Limahong y sostuvieron una cruenta batalla en la que destruyeron buena parte de su flota, y aunque la versión hispánica dice que el pirata murió quemado junto con sus esbirros, una visión alternativa sostienen que Limahong consiguió reparar algunos de sus barcos en el interior del fuerte y, ante la sorpresa de los españoles, se fugó mediante una salida espectacular. Se supone que Limahong encontró refugio en una isla de Filipinas y que, tiempo más tarde, sus tropas retornarían a Cantón, de donde habían partido originalmente. Cuando los chinos llegaron a Filipinas a pedir la cabeza del pirata, los españoles les contestaron que éste había muerto. Su rastro se pierde a partir de 1589.
                La decisiva resistencia del pueblo de Parañaque, y en concreto del barrio al que Galo pertenecía, fue suficiente para que los españoles concedieran a Galo el título de Don, y nombraran más tarde al barrio con su nombre, que quedó como “Don Galo” o “Dongalo”.
                En cuanto a la referencia que hace en el relato Nats Laurel a unos equivalentes filipinos a los ninjas, ésta fue insinuada al autor por un guía local en Luzón. Documentándome, he conseguido información sobre los maharlika, similares a la figura de los samurai japoneses (en el sentido de una casta militar que servía a un señor feudal), aunque salvando todas las distancias y con distintas variantes según las islas a los largo del ancho y variopinto archipiélago filipino. En todo caso, buceando a través de numerosos foros, sí parece existir un subconsciente colectivo que habla de guerreros filipinos capaces de esconderse y trazar emboscadas en el espesor de la jungla.
                Tanto este relato sobre una historia ficticia acontecida en Cantabria, como la narración de una historia real acaecida en Luzón, provienen de mi intenso contacto con la cultura filipina, a través de dos viajes a una decena de sus islas y, sobre todo, de numerosos amigos en España (algunos de cuyos nombres y apellidos pueblan el relato largo) y de las innumerables anécdotas que me han ocurrido a su lado. Dejo a la imaginación de lector el creer si la siguiente historia corta, basada en mis vivencias con ellos, es real o no:
                Los filipinos –procedentes de un país donde la emigración es una opción siempre valorada, tanto que el 10% de su población se concentra fuera de su territorio- tienen una tremenda capacidad de adaptación a las naciones de los que acaban formando parte. Encontrarás menos similitudes entre un filipino viviendo en Estados Unidos y otro habitando en España, que entre el primero y un individuo nacido americano, o el segundo y alguien de toda la vida español. No verás a un filipino conociendo la cultura clásica de dicho país, la que se aprende en la escuela: en España, no sabrían nombrar el siglo de Oro ni tampoco las tradiciones comarcales. Pero si le preguntas por las costumbres modernas, se las sabrán mejor que tú: cantantes de Eurovisión, jugadores del Real Madrid, concursantes de Operación Triunfo. Un día, un grupo de filipinos se reunió en la vivienda de uno de ellos para ver en directo, por televisión, una carrera de Fernando Alonso, el piloto de Fórmula I. Cuando ganó, entusiasmados por celebrarlo, buscaron por toda la casa una botella de champán para descorcharla, al igual que hacía su héroe en la pequeña pantalla. Como no encontraron ninguna, acabaron regando la cocina con una botella de aceite de oliva. Todo fueron risas hasta que se preguntaron cómo narices iban a limpiar eso.